Читайте только на ЛитРес

Книгу нельзя скачать файлом, но можно читать в нашем приложении или онлайн на сайте.

Читать книгу: «Episodios Nacionales: Trafalgar», страница 10

Шрифт:

No quise hacer más objeciones, porque la idea de que corríamos un gran peligro me impedía ocupar la mente con pensamientos contrarios a los propios de tan crítica situación. No volví a acordarme más del formidable buque imaginario, hasta que treinta años más tarde supe la aplicación del vapor a la navegación, y más aún, cuando al cabo de medio siglo vi en nuestra gloriosa fragata Numancia la acabada realización de los estrafalarios proyectos del mentiroso de Trafalgar.

Medio siglo después me acordé de D. José María Malespina, y dije: «Parece mentira que las extravagancias ideadas por un loco o un embustero lleguen a ser realidades maravillosas con el transcurso del tiempo».

Desde que observé esta coincidencia, no condeno en absoluto ninguna utopía, y todos los mentirosos me parecen hombres de genio.

Dejé a D. José María para ver lo que pasaba, y en cuanto puse los pies fuera de la cámara, me enteré de la comprometida situación en que se encontraba el Rayo. El vendaval, no sólo le impedía la entrada en Cádiz, sino que le impulsaba hacia la costa, donde encallaría de seguro, estrellándose contra las rocas. Por mala que fuera la suerte del Santa Ana, que habíamos abandonado, no podía ser peor que la nuestra. Yo observé con afán los rostros de oficiales y marineros, por ver si encontraba alguno que indicase esperanza; pero, por mi desgracia, en todos vi señales de gran desaliento. Consulté el cielo, y lo vi pavorosamente feo; consulté la mar, y la encontré muy sañuda: no era posible volverse más que a Dios, ¡y Éste estaba tan poco propicio con nosotros desde el 21!…

El Rayo corría hacia el Norte. Según las indicaciones que iban haciendo los marineros, junto a quienes estaba yo, pasábamos frente al banco de Marrajotes, de Hazte Afuera, de Juan Bola, frente al Torregorda, y, por último, frente al castillo de Cádiz. En vano se ejecutaron todas las maniobras necesarias para poner la proa hacia el interior de la bahía. El viejo navío, como un corcel espantado, se negaba a obedecer; el viento y el mar, que corrían con impetuosa furia de Sur a Norte, lo arrastraban, sin que la ciencia náutica pudiese nada para impedirlo.

No tardamos en rebasar de la bahía. A nuestra derecha quedó bien pronto Rota, Punta Candor, Punta de Meca, Regla y Chipiona. No quedaba duda de que el Rayo iba derecho a estrellarse inevitablemente en la costa cercana a la embocadura del Guadalquivir. No necesito decir que las velas habían sido cargadas, y que no bastando este recurso contra tan fuerte temporal, se bajaron también los masteleros. Por último, también se creyó necesario picar los palos, para evitar que el navío se precipitara bajo las olas. En las grandes tempestades el barco necesita achicarse, de alta encina quiere convertirse en humilde hierba, y como sus mástiles no pueden plegarse cual las ramas de un árbol, se ve en la dolorosa precisión de amputarlos, quedándose sin miembros por salvar la vida.

La pérdida del buque era ya inevitable. Picados los palos mayor y de mesana, se le abandonó, y la única esperanza consistía en poderlo fondear cerca de la costa, para lo cual se prepararon las áncoras, reforzando las amarras. Disparó dos cañonazos para pedir auxilio a la playa ya cercana, y como se distinguieran claramente algunas hogueras en la costa, nos alegramos, creyendo que no faltaría quien nos diera auxilio. Muchos opinaron que algún navío español o inglés había encallado allí, y que las hogueras que veíamos eran encendidas por la tripulación náufraga. Nuestra ansiedad crecía por momentos; y respecto a mí, debo decir que me creí cercano a un fin desastroso. Ni ponía atención a lo que a bordo pasaba, ni en la turbación de mi espíritu podía ocuparme más que de la muerte, que juzgaba inevitable. Si el buque se estrellaba, ¿quién podía salvar el espacio de agua que le separaría de la tierra? El lugar más terrible de una tempestad es aquel en que las olas se revuelven contra la tierra, y parece que están cavando en ella para llevarse pedazos de playa al profundo abismo. El empuje de la ola al avanzar y la violencia con que se arrastra al retirarse son tales, que ninguna fuerza humana puede vencerlos.

Por último, después de algunas horas de mortal angustia, la quilla del Rayo tocó en un banco de arena y se paró. El casco todo y los restos de su arboladura retemblaron un instante: parecía que intentaban vencer el obstáculo interpuesto en su camino; pero éste fue mayor, y el buque, inclinándose sucesivamente de uno y otro costado, hundió su popa, y después de un espantoso crujido, quedó sin movimiento.

Todo había concluido, y ya no era posible ocuparse más que de salvar la vida, atravesando el espacio de mar que de la costa nos separaba. Esto pareció casi imposible de realizar en las embarcaciones que a bordo teníamos; mas había esperanzas de que nos enviaran auxilio de tierra, pues era evidente que la tripulación de un buque recién naufragado vivaqueaba en ella, y no podía estar lejos alguna de las balandras de guerra cuya salida para tales casos debía haber dispuesto la autoridad naval de Cádiz… El Rayo hizo nuevos disparos, y esperamos socorros con la mayor impaciencia, porque, de no venir pronto, pereceríamos todos con el navío. Este infeliz inválido, cuyo fondo se había abierto al encallar, amenazaba despedazarse por sus propias convulsiones, y no podía tardar el momento en que, desquiciada la clavazón de algunas de sus cuadernas, quedaríamos a merced de las olas, sin más apoyo que el que nos dieran los desordenados restos del buque.

Los de tierra no podían darnos auxilio; pero Dios quiso que oyera los cañonazos de alarma una balandra que se había hecho a la mar desde Chipiona, y se nos acercó por la proa, manteniéndose a buena distancia. Desde que avistamos su gran vela mayor vimos segura nuestra salvación, y el comandante del Rayo dio las órdenes para que el trasbordo se verificara sin atropello en tan peligrosos momentos.

Mi primera intención, cuando vi que se trataba de trasbordar, fue correr al lado de las dos personas que allí me interesaban: el señorito Malespina y Marcial, ambos heridos, aunque el segundo no lo estaba de gravedad. Encontré al oficial de artillería en bastante mal estado, y decía a los que le rodeaban:

«No me muevan; déjenme morir aquí».

Marcial había sido llevado sobre cubierta, y yacía en el suelo con tal postración y abatimiento, que me inspiró verdadero miedo su semblante. Alzó la vista cuando me acerqué a él, y tomándome la mano, dijo con voz conmovida:

«Gabrielillo, no me abandones.

– ¡A tierra! ¡Todos vamos a tierra!», exclamé yo procurando reanimarle; pero él, moviendo la cabeza con triste ademán, parecía presagiar alguna desgracia.

Traté de ayudarle para que se levantara; pero después del primer esfuerzo, su cuerpo volvió a caer exánime, y al fin dijo: «No puedo».

Las vendas de su herida se habían caído, y en el desorden de aquella apurada situación no encontró quien se las aplicara de nuevo. Yo le curé como pude, consolándole con palabras de esperanza; y hasta procuré reír ridiculizando su facha, para ver si de este modo le reanimaba. Pero el pobre viejo no desplegó sus labios; antes bien inclinaba la cabeza con gesto sombrío, insensible a mis bromas lo mismo que a mis consuelos.

Ocupado en esto, no advertí que había comenzado el embarque en las lanchas. Casi de los primeros que a ellas bajaron fueron D. José María Malespina y su hijo. Mi primer impulso fue ir tras ellos siguiendo las órdenes de mi amo; pero la imagen del marinero herido y abandonado me contuvo. Malespina no necesitaba de mí, mientras que Marcial, casi considerado como muerto, estrechaba con su helada mano la mía, diciéndome: «Gabriel, no me abandones».

Las lanchas atracaban difícilmente; pero a pesar de esto, una vez trasbordados los heridos, el embarco fue fácil, porque los marineros se precipitaban en ellas deslizándose por una cuerda, o arrojándose de un salto. Muchos se echaban al agua para alcanzarlas a nado. Por mi imaginación cruzó como un problema terrible la idea de cuál de aquellos dos procedimientos emplearía para salvarme. No había tiempo que perder, porque el Rayo se desbarataba: casi toda la popa estaba hundida, y los estallidos de los baos y de las cuadernas medio podridas anunciaban que bien pronto aquella mole iba a dejar de ser un barco. Todos corrían con presteza hacia las lanchas, y la balandra, que se mantenía a cierta distancia, maniobrando con habilidad para resistir la mar, les recogía. Las embarcaciones volvían vacías al poco tiempo, pero no tardaban en llenarse de nuevo.

Yo observé el abandono en que estaba Medio-hombre, y me dirigí sofocado y llorando a algunos marineros, rogándoles que cargaran a Marcial para salvarle. Pero harto hacían ellos con salvarse a sí propios. En un momento de desesperación traté yo mismo de echármele a cuestas; pero mis escasas fuerzas apenas lograron alzar del suelo sus brazos desmayados. Corrí por toda la cubierta buscando un alma caritativa, y algunos estuvieron a punto de ceder a mis ruegos; mas el peligro les distrajo de tan buen pensamiento. Para comprender esta inhumana crueldad, es preciso haberse encontrado en trances tan terribles: el sentimiento y la caridad desaparecen ante el instinto de conservación que domina el ser por completo, asimilándole a veces a una fiera.

«¡Oh, esos malvados no quieren salvarte, Marcial! – exclamé con vivo dolor.

– Déjales – me contestó. – Lo mismo da a bordo que en tierra. Márchate tú; corre, chiquillo, que te dejan aquí».

No sé qué idea mortificó más mi mente: si la de quedarme a bordo, donde perecería sin remedio, o la de salir dejando solo a aquel desgraciado. Por último, más pudo la voz de la naturaleza que otra fuerza alguna, y di unos cuantos pasos hacia la borda. Retrocedí para abrazar al pobre viejo, y corrí luego velozmente hacia el punto en que se embarcaban los últimos marineros. Eran cuatro: cuando llegué, vi que los cuatro se habían lanzado al mar y se acercaban nadando a la embarcación, que estaba como a unas diez o doce varas de distancia.

«¿Y yo? – exclamé con angustia, viendo que me dejaban. – ¡Yo voy también, yo también!».

Grité con todas mis fuerzas; pero no me oyeron o no quisieron hacerme caso. A pesar de la obscuridad, vi la lancha; les vi subir a ella, aunque esta operación apenas podía apreciarse por la vista. Me dispuse a arrojarme al agua para seguir la misma suerte; pero en el instante mismo en que se determinó en mi voluntad esta resolución, mis ojos dejaron de ver lancha y marineros, y ante mí no había más que la horrenda obscuridad del agua.

Todo medio de salvación había desaparecido. Volví los ojos a todos lados, y no vi más que las olas que sacudían los restos del barco; en el cielo ni una estrella, en la costa ni una luz. La balandra había desaparecido también. Bajo mis pies, que pataleaban con ira, el casco del Rayo se quebraba en pedazos, y sólo se conservaba unida y entera la parte de proa, con la cubierta llena de despojos. Me encontraba sobre una balsa informe que amenazaba desbaratarse por momentos.

Al verme en tal situación, corrí hacia Marcial diciendo:

«¡Me han dejado, nos han dejado!».

El anciano se incorporó con muchísimo trabajo, apoyado en su mano; levantó la cabeza y recorrió con su turbada vista el lóbrego espacio que nos rodeaba.

«¡Nada! – exclamó; – no se ve nada. Ni lanchas, ni tierra, ni luces, ni costa. No volverán».

Al decir esto, un terrible chasquido sonó bajo nuestros pies en lo profundo del sollado de proa, ya enteramente anegado. El alcázar se inclinó violentamente de un lado, y fue preciso que nos agarráramos fuertemente a la base de un molinete para no caer al agua. El piso nos faltaba; el último resto del Rayo iba a ser tragado por las olas. Mas como la esperanza no abandona nunca, yo aún creí posible que aquella situación se prolongase hasta el amanecer sin empeorarse, y me consoló ver que el palo del trinquete aún estaba en pie. Con el propósito firme de subirme a él cuando el casco acabara de hundirse, miré aquel árbol orgulloso en que flotaban trozos de cabos y harapos de velas, y que resistía, coloso desgreñado por la desesperación, pidiendo al cielo misericordia.

Marcial se dejó caer en la cubierta, y luego dijo:

«Ya no hay esperanza, Gabrielillo. Ni ellos querrán volver, ni la mar les dejaría si lo intentaran. Puesto que Dios lo quiere, aquí hemos de morir los dos. Por mí nada me importa: soy un viejo y no sirvo para maldita la cosa… Pero tú… tú eres un niño, y…»

Al decir esto su voz se hizo ininteligible por la emoción y la ronquera. Poco después le oí claramente estas palabras:

«Tú no tienes pecados, porque eres un niño. Pero yo… Bien que cuando uno se muere así… vamos al decir… así, al modo de perro o gato, no necesita de que un cura venga y le dé la solución, sino que basta y sobra con que uno mismo se entienda con Dios. ¿No has oído tú eso?».

Yo no sé lo que contesté; creo que no dije nada, y me puse a llorar sin consuelo.

«Ánimo, Gabrielillo – prosiguió. – El hombre debe ser hombre, y ahora es cuando se conoce quién tiene alma y quién no la tiene. Tú no tienes pecados; pero yo sí. Dicen que cuando uno se muere y no halla cura con quien confesarse, debe decir lo que tiene en la conciencia al primero que encuentre. Pues yo te digo, Gabrielillo, que me confieso contigo, y que te voy a decir mis pecados, y cuenta con que Dios me está oyendo detrás de ti, y que me va a perdonar».

Mudo por el espanto y por las solemnes palabras que acababa de oír, me abracé al anciano, que continuó de este modo:

«Pues digo que siempre he sido cristiano católico, postólico, romano, y que siempre he sido y soy devoto de la Virgen del Carmen, a quien llamo en mi ayuda en este momento; y digo también que, si hace veinte años que no he confesado ni comulgado, no fue por mí, sino por mor del maldito servicio, y porque siempre lo va uno dejando para el domingo que viene. Pero ahora me pesa de no haberlo hecho, y digo, y declaro, y perjuro, que quiero a Dios y a la Virgen y a todos los santos; y que por todo lo que les haya ofendido me castiguen, pues si no me confesé y comulgué este año fue por aquél de los malditos casacones, que me hicieron salir al mar cuando tenía el proeto de cumplir con la Iglesia. Jamás he robado ni la punta de un alfiler, ni he dicho más mentiras que alguna que otra para bromear. De los palos que le daba a mi mujer hace treinta años, me arrepiento, aunque creo que bien dados estuvieron, porque era más mala que las churras, y con un genio más picón que un alacrán. No he faltado ni tanto así a lo que manda la Ordenanza; no aborrezco a nadie más que a los casacones, a quienes hubiera querido ver hechos picadillo; pero pues dicen que todos somos hijos de Dios, yo les perdono, y así mismamente perdono a los franceses, que nos han traído esta guerra. Y no digo más, porque me parece que me voy a toda vela. Yo amo a Dios y estoy tranquilo. Gabrielillo, abrázate conmigo, y apriétate bien contra mí. Tú no tienes pecados, y vas a andar finiqueleando con los ángeles divinos. Más vale morirse a tu edad que vivir en este emperrado mundo… Con que ánimo, chiquillo, que esto se acaba. El agua sube, y el Rayo se acabó para siempre. La muerte del que se ahoga es muy buena: no te asustes… abrázate conmigo. Dentro de un ratito estaremos libres de pesadumbres, yo dando cuenta a Dios de mis pecadillos, y tú contento como unas pascuas danzando por el Cielo, que está alfombrado con estrellas, y allí parece que la felicidad no se acaba nunca, porque es eterna, que es como dijo el otro, mañana y mañana y mañana, y al otro y siempre…»

No pudo hablar más. Yo me agarré fuertemente al cuerpo de Medio-hombre. Un violento golpe de mar sacudió la proa del navío, y sentí el azote del agua sobre mi espalda. Cerré los ojos y pensé en Dios. En el mismo instante perdí toda sensación, y no supe lo que ocurrió.

XVI

Volvió, no sé cuándo, a iluminar turbiamente mi espíritu la noción de la vida; sentí un frío intensísimo, y sólo este accidente me dio a conocer la propia existencia, pues ningún recuerdo de lo pasado conservaba mi mente, ni podía hacerme cargo de mi nueva situación. Cuando mis ideas se fueron aclarando y se desvanecía el letargo de mis sentidos, me encontré tendido en la playa. Algunos hombres estaban en derredor mío, observándome con interés. Lo primero que oí, fue: «¡Pobrecito…!, ya vuelve en sí».

Poco a poco fui volviendo a la vida, y con ella al recuerdo de lo pasado. Me acordé de Marcial, y creo que las primeras palabras articuladas por mis labios fueron para preguntar por él. Nadie supo contestarme. Entre los que me rodeaban reconocí a algunos marineros del Rayo, les pregunté por Medio-hombre, y todos convinieron en que había perecido. Después quise enterarme de cómo me habían salvado; pero tampoco me dieron razón.

Diéronme a beber no sé qué; me llevaron a una casa cercana, y allí, junto al fuego, y cuidado por una vieja, recobré la salud, aunque no las fuerzas. Entonces me dijeron que habiendo salido otra balandra a reconocer los restos del Rayo, y los de un navío francés que corrió igual suerte, me encontraron junto a Marcial, y pudieron salvarme la vida. Mi compañero de agonía estaba muerto. También supe que en la travesía del barco naufragado a la costa habían perecido algunos infelices.

Quise saber qué había sido de Malespina, y no hubo quien me diera razón del padre ni del hijo. Pregunté por el Santa Ana, y me dijeron que había llegado felizmente a Cádiz, por cuya noticia resolví ponerme inmediatamente en camino para reunirme con mi amo. Me encontraba a bastante distancia de Cádiz, en la costa que corresponde a la orilla derecha del Guadalquivir. Necesitaba, pues, emprender la marcha inmediatamente para recorrer lo más pronto posible tan largo proyecto. Esperé dos días más para reponerme, y al fin, acompañado de un marinero que llevaba el mismo camino, me puse en marcha hacia Sanlúcar. En la mañana del 27 recuerdo que atravesamos el río, y luego seguimos nuestro viaje a pie sin abandonar la costa. Como el marinero que me acompañaba era francote y alegre, el viaje fue todo lo agradable que yo podía esperar, dada la situación de mi espíritu, aún abatido por la muerte de Marcial y por las últimas escenas de que fui testigo a bordo. Por el camino íbamos departiendo sobre el combate y los naufragios que le sucedieron.

«Buen marino era Medio-hombre – decía mi compañero de viaje. – ¿Pero quién le metió a salir a la mar con un cargamento de más de sesenta años? Bien empleado le está el fin que ha tenido.

– Era un valiente marinero – dije yo; – y tan aficionado a la guerra, que ni sus achaques le arredraron cuando intentó venir a la escuadra.

– Pues de ésta me despido – prosiguió el marinero. – No quiero más batallas en la mar. El Rey paga mal, y después, si queda uno cojo o baldado, le dan las buenas noches, y si te he visto no me acuerdo. Parece mentira que el Rey trate tan mal a los que le sirven. ¿Qué cree usted? La mayor parte de los comandantes de navío que se han batido el 21, hace muchos meses que no cobran sus pagas. El año pasado estuvo en Cádiz un capitán de navío que, no sabiendo cómo mantenerse y mantener a sus hijos, se puso a servir en una posada. Sus amigos le descubrieron, aunque él trataba de disimular su miseria, y, por último, lograron sacarle de tan vil estado. Esto no pasa en ninguna nación del mundo; ¡y luego se espantan de que nos venzan los ingleses! Pues no digo nada del armamento. Los arsenales están vacíos, y por más que se pide dinero a Madrid, ni un cuarto. Verdad es que todos los tesoros del Rey se emplean en pagar sus sueldos a los señores de la Corte, y entre éstos el que más come es el Príncipe de la Paz, que reúne 40.000 durazos como Consejero de Estado, como Secretario de Estado, como Capitán General y como Sargento mayor de guardias… Lo dicho, no quiero servir al Rey. A mi casa me voy con mi mujer y mis hijos, pues ya he cumplido, y dentro de unos días me han de dar la licencia.

– Pues no podrá usted quejarse, amiguito, si le tocó ir en el Rayo, navío que apenas entró en acción.

– Yo no estaba en el Rayo, sino en el Bahama, que sin duda fue de los barcos que mejor y por más tiempo pelearon.

– Ha sido apresado, y su comandante murió, si no recuerdo mal.

– Así fue – contestó. – Y todavía me dan ganas de llorar cuando me acuerdo de Don Dionisio Alcalá Galiano, el más valiente brigadier de la armada. Eso sí: tenía el genio fuerte y no consentía la más pequeña falta; pero su mucho rigor nos obligaba a quererle más, porque el capitán que se hace temer por severo, si a la severidad acompaña la justicia, infunde respeto, y, por último, se conquista el cariño de la gente. También puede decirse que otro más caballero y más generoso que D. Dionisio Alcalá Galiano no ha nacido en el mundo. Así es que cuando quería obsequiar a sus amigos, no se andaba por las ramas, y una vez en la Habana gastó diez mil duros en cierto convite que dio a bordo de su buque.

– También oí que era hombre muy sabio en la náutica.

– ¿En la náutica? Sabía más que Merlín y que todos los doctores de la Iglesia. ¡Si había hecho un sinfín de mapas y había descubierto no sé qué tierras que están allá por el mismo infierno! ¡Y hombres así los mandan a una batalla para que perezcan como un grumete! Le contaré a usted lo que pasó en el Bahama. Desde que empezó la batalla, D. Dionisio Alcalá Galiano sabía que la habíamos de perder, porque aquella maldita virada en redondo… Nosotros estábamos en la reserva y nos quedamos a la cola. Nelson, que no era ningún rana, vio nuestra línea y dijo: «Pues si la corto por dos puntos distintos, y les cojo entre dos fuegos, no se me escapa ni tanto así de navío». Así lo hizo el maldito, y como nuestra línea era tan larga, la cabeza no podía ir en auxilio de la cola. Nos derrotó por partes, atacándonos en dos fuertes columnas dispuestas al modo de cuña, que es, según dicen, el modo de combatir que usaba el capitán moro Alejandro Magno, y que hoy dicen usa también Napoleón. Lo cierto es que nos envolvió y nos dividió y nos fue rematando barco a barco de tal modo, que no podíamos ayudarnos unos a otros, y cada navío se veía obligado a combatir con tres o cuatro.

«Pues verá usted: el Bahama fue de los que primero entraron en fuego. Alcalá Galiano revistó la tripulación al mediodía, examinó las baterías, y nos echó una arenga en que dijo, señalando la bandera: «Señores: estén ustedes todos en la inteligencia de que esa bandera está clavada». Ya sabíamos qué clase de hombre nos mandaba; y así, no nos asombró aquel lenguaje. Después le dijo al guardia marina D. Alonso Butrón, encargado de ella: «Cuida de defenderla. Ningún Galiano se rinde, y tampoco un Butrón debe hacerlo».

– Lástima es – dije yo, – que estos hombres no hayan tenido un jefe digno de su valor, ya que no se les encargó del mando de la escuadra.

– Sí que es lástima, y verá usted lo que pasó. Empezó la refriega, que ya sabrá usted fue cosa buena, si estuvo a bordo del Trinidad. Tres navíos nos acribillaron a balazos por babor y estribor. Desde los primeros momentos caían como moscas los heridos, y el mismo comandante recibió una fuerte contusión en la pierna, y después un astillazo en la cabeza, que le hizo mucho daño. ¿Pero usted cree que se acobardó, ni que anduvo con ungüentos ni parches? ¡Quiá! Seguía en el alcázar como si tal cosa, aunque personas muy queridas para él caían a su lado para no levantarse más. Alcalá Galiano mandaba la maniobra y la artillería como si hubiéramos estado haciendo el saludo frente a una plaza. Una balita de poca cosa le llevó el anteojo, y esto le hizo sonreír. Aún me parece que le estoy viendo. La sangre de las heridas le manchaba el uniforme y las manos; pero él no se cuidaba de esto más que si fueran gotas de agua salada salpicadas por el mar. Como su carácter era algo arrebatado y su genio vivo, daba las órdenes gritando y con tanto coraje, que si no las obedeciéramos porque era nuestro deber, las hubiéramos obedecido por miedo… Pero al fin todo se acabó de repente, cuando una bala de medio calibre le cogió la cabeza, dejándole muerto en el acto.

«Con esto concluyó el entusiasmo, si no la lucha. Cuando cayó muerto nuestro querido comandante, le ocultaron para que no le viéramos; pero nadie dejó de comprender lo que había pasado, y después de una lucha desesperada sostenida por el honor de la bandera, el Bahama se rindió a los ingleses, que se lo llevarán a Gibraltar si antes no se les va a pique, como sospecho».

Al concluir su relación, y después de contar cómo había pasado del Bahama al Santa Ana, mi compañero dio un fuerte suspiro y calló por mucho tiempo. Pero como el camino se hacía largo y pesado, yo intenté trabar de nuevo la conversación, y principié contándole lo que había visto, y, por último, mi traslado a bordo del Rayo con el joven Malespina.

«¡Ah! – dijo. – ¿Es un joven oficial de artillería que fue transportado a la balandra y de la balandra a tierra en la noche del 23?

– El mismo – conteste, – y por cierto que nadie me ha dado razón de su paradero.

– Pues ese fue de los que perecieron en la segunda lancha, que no pudo tocar a tierra. De los sanos se salvaron algunos, entre ellos el padre de ese señor oficial de artillería; pero los heridos se ahogaron todos, como es fácil comprender, no pudiendo los infelices ganar a nado la costa».

Me quedé absorto al saber la muerte del joven Malespina, y la idea del pesar que aguardaba a mi infeliz e idolatrada amita llenó mi alma, ahogando todo resentimiento.

«¡Qué horrible desgracia! – exclamé. – ¿Y seré yo quien lleve tan triste noticia a su afligida familia? ¿Pero, señor, está usted seguro de lo que dice?

– He visto con estos ojos al padre de ese joven, quejándose amargamente, y refiriendo los pormenores de la desgracia con tanta angustia que partía el corazón. Según decía, él había salvado a todos los de la lancha, y aseguraba que si hubiera querido salvar sólo a su hijo, lo habría logrado a costa de la vida de todos los demás. Prefirió con todo dar la vida al mayor número, aun sacrificando la de su hijo en beneficio de muchos, y así lo hizo. Parece que es hombre de mucha alma, y sumamente diestro y valeroso».

Esto me entristeció tanto, que no hablé más del asunto. ¡Muerto Marcial, muerto Malespina! ¡Qué terribles nuevas llevaba yo a casa de mi amo! Casi estuve por un momento decidido a no volver a Cádiz, dejando que el azar o la voz pública llevaran tan penosa comisión al seno del hogar, donde tantos corazones palpitaban de inquietud. Sin embargo, era preciso que me presentase a D. Alonso para darle cuenta de mi conducta.

Llegamos por fin a Rota, y allí nos embarcamos para Cádiz. No pueden ustedes figurarse qué alborotado estaba el vecindario con la noticia de los desastres de la escuadra. Poco a poco iban llegando las nuevas de lo sucedido, y ya se sabía la suerte de la mayor parte de los buques, aunque de muchos marineros y tripulantes se ignoraba todavía el paradero. En las calles ocurrían a cada momento escenas de desolación, cuando un recién llegado daba cuenta de los muertos que conocía, y nombraba las personas que no habían de volver. La multitud invadía el muelle para reconocer los heridos, esperando encontrar al padre, al hermano, al hijo o al marido. Presencié escenas de frenética alegría, mezcladas con lances dolorosos y terribles desconsuelos. Las esperanzas se desvanecían, las sospechas se confirmaban las más de las veces, y el número de los que ganaban en aquel agonioso juego de la suerte era bien pequeño, comparado con el de los que perdían. Los cadáveres que aparecieron en la costa de Santa María sacaban de dudas a muchas familias, y otras esperaban aún encontrar entre los prisioneros conducidos a Gibraltar a la persona amada.

En honor del pueblo de Cádiz, debo decir que jamás vecindario alguno ha tomado con tanto empeño el auxilio de los heridos, no distinguiendo entre nacionales y enemigos, antes bien equiparando a todos bajo el amplio pabellón de la caridad. Collingwood consignó en sus memorias esta generosidad de mis paisanos. Quizás la magnitud del desastre apagó todos los resentimientos. ¿No es triste considerar que sólo la desgracia hace a los hombres hermanos?

En Cádiz pude conocer en su conjunto la acción de guerra que yo, a pesar de haber asistido a ella, no conocía sino por casos particulares, pues lo largo de la línea, lo complicado de los movimientos y la diversa suerte de los navíos, no permitían otra cosa. Según allí me dijeron, además del Trinidad, se habían ido a pique el Argonauta, de 92, mandado por D. Antonio Pareja, y el San Agustín, de 80, mandado por D. Felipe Cajigal. Con Gravina, en el Príncipe de Asturias, habían vuelto a Cádiz el Montañés, de 80, comandante Alcedo, que murió en el combate en unión del segundo Castaños; el San Justo, de 76, mandado por D. Miguel Gastón; el San Leandro, de 74, mandado por D. José Quevedo; el San Francisco, de 74, mandado por D. Luis Flores; el Rayo, de 100, que mandaba Macdonell. De éstos, salieron el 23, para represar las naves que estaban a la vista, el Montañés, el San Justo, el San Francisco y el Rayo; pero los dos últimos se perdieron en la costa, lo mismo que el Monarca, de 74, mandado por Argumosa, y el Neptuno, de 80, cuyo heroico comandante, D. Cayetano Valdés, ya célebre por la jornada del 14, estuvo a punto de perecer. Quedaron apresados el Bahama, que se deshizo antes de llegar a Gibraltar; el San Ildefonso, de 74, comandante Vargas, que fue conducido a Inglaterra, y el Nepomuceno, que por muchos años permaneció en Gibraltar, conservado como un objeto de veneración o sagrada reliquia. El Santa Ana llegó felizmente a Cádiz en la misma noche en que le abandonamos. Los ingleses también perdieron algunos de sus fuertes navíos, y no pocos de sus oficiales generales compartieron el glorioso fin del almirante Nelson.

En cuanto a los franceses, no es necesario decir que tuvieron tantas pérdidas como nosotros. A excepción de los cuatro navíos que se retiraron con Dumanoir sin entrar en fuego, mancha que en mucho tiempo no pudo quitarse de encima la marina imperial, nuestros aliados se condujeron heroicamente en la batalla. Villeneuve, deseando que se olvidaran en un día sus faltas, peleó hasta el fin denodadamente, y fue llevado prisionero a Gibraltar. Otros muchos comandantes cayeron en poder de los ingleses, y algunos murieron. Sus navíos corrieron igual suerte que los nuestros: unos se retiraron con Gravina; otros fueron apresados, y muchos se perdieron en las costas. El Achilles se voló en medio del combate, como indiqué en mi relación.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
190 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

С этой книгой читают