Читайте только на ЛитРес

Книгу нельзя скачать файлом, но можно читать в нашем приложении или онлайн на сайте.

Читать книгу: «Episodios Nacionales: España sin Rey», страница 6

Шрифт:

XI

Las tristezas que agobiaban el alma del Bailío se ennegrecieron en los días subsiguientes a la portentosa oración de Castelar. Ya se ha dicho que salió el hombre del Congreso, en aquella memorable tarde, atontado y desvanecido. El discurso fue para él como un golpe de maza en el cráneo. A la impresión producida por el sublime estruendo y los fulgores de aquella tormenta oratoria, se unía, para desconcertarle más, la consternación que le causara el ver al orador republicano aplaudido y aclamado por tan diversa gente. Los diputados todos, casi sin excepción, corrieron a felicitarle; en las tribunas fue terrible el entusiasmo; hasta las nobles señoronas moderadas batían palmas, y otras de peor pelaje chillaban como rabaneras… Castelar era un gran magnetizador de gentes, y por tanto, un inmenso peligro para la paz pública.

Pero aún tenía el caballero de San Juan otros motivos de desazón que personalmente le afectaban, y era que corrían días, semanas, meses, sin que le llegaran instrucciones ni avisos de aquella misión diplomática que le anunciaron Villoslada y Tejado. ¿Qué ocurría? ¿Por qué se le descartaba de toda intervención en los trabajos del partido? ¿Acaso había encontrado don Carlos de Borbón y de Este hombres que le sirvieran con más solicitud, lealtad y abnegación? Estas incertidumbres y resquemores le amargaban la vida. Dos o tres veces visitó al señor Aparisi y Guijarro; pero ni el insigne letrado carlista ni el joven áulico don Tirso Olázabal arrojaron luz sobre el giro que llevaban las cosas… Ambos le dijeron que no se le pretería ni se le olvidaba; que los trabajos estaban paralizados, y no habrían de ser emprendidos con brío hasta que cesaran las vacilaciones de Cabrera y se resolviese la cuestión madre y batallona, que era el empréstito. «Tenemos hombres de sobra – decían-; pero para salvar a España necesitamos dinero, dinero… Sin dinero no se salva nada».

Algo calmado con tales explicaciones, recobró en parte don Wifredo su tranquilidad, pero no su alegría. Felizmente acudió a distraerle el picaresco Tapia, invitándole al teatro, a largos paseos en coche, o a comer en cafés y restaurantes, a todo lo cual proveía el amigo con el metal de su repleta bolsa. Del desaire de no pagar nunca protestaba orgulloso el Bailío; pero Tapia, con risueña y cordial contra-protesta, le decía: «Déjese querer, señor de Romarate. ¿Cuándo volveré yo a tener ocasión de obsequiar a un tan ilustrado y cumplido caballero?… Pues aguárdese un poco: para esta noche le tengo preparado un divertimiento que ha de ser la mejor medicina de esas murrias que usted padece. Iremos a un colmado, donde comeremos muy bien, y de sobremesa… quizás entre plato y plato, nos servirán unas muchachas muy lindas… mejor dicho, se servirán ellas a sí propias, como la sal o el ajilimójili de nuestra comida».

Rechazó don Wifredo la tentación con remilgados escrúpulos de orden moral; mas el otro pudo al fin doblegar la rígida conciencia del caballero, haciéndole ver que el elemento femenino ha sido siempre el mejor calmante de nuestras penas, y un seguro alivio de preocupaciones y quebraderos de cabeza. La sociedad autoriza esta clase de recreos, y la Iglesia misma los mira como deslices sin importancia, sabedora de que tales funciones terminan siempre con un lindo epílogo de arrepentimiento.

Movido de estas y de otras razones, don Wifredo fue, o se dejó llevar, a un colmado que algunos autores designan en la calle de la Visitación, otros en la del Lobo; y como la exactitud del lugar importa poco, dejamos el esclarecimiento de este punto a la erudición ociosa, y atenderemos sólo al indubitable suceso. Entraron por una tienda, cuyo mostrador ostentaba innumerables viandas crudas, otras condimentadas ya, fiambres suculentos, mariscos, frutas, repostería y cuanto apetecer pudieran los más refinados comilones, amén del sin fin de botellas que con los abigarrados signos de sus etiquetas pregonaban licores y vinos así de España como de extranjis. De la tienda pasaron a un corredor, en cuya banda izquierda se veían compartimientos separados por tabiques que no llegaban al techo, de lo que resultaban al modo de establos o pesebres con mesas. En uno de estos pesebres se metieron, y allí les llevó el mozo el servicio y la lista de comistraje, y para empezar o hacer boca gran copia de chucherías, mariscos, menudencias picantes o saladas…

El hostelero y mozos saludaron a Celestino sin ninguna ceremonia, como a parroquiano casi familiar. Romarate, que entró con recelo, mostrándose inapetente, hizo a la comida los debidos honores; bebió un poco del vinillo blanco que Tapia le escanciaba, y sus melancolías empezaron a disiparse. Hablaba y reía, celebraba chascarrillos que el amigo refería con gracia. A media comida, serían las diez y media de la noche, oyeron bullanga de voces, risas y guitarreo en un departamento cercano, al término del pasillo. Tapia dijo al mozo: «Advierte a esos que no alboroten, que hay aquí esta noche personas de respeto…». A poco de enviar este recado, coláronse sin previo aviso, en el departamento o establo donde los dos amigos comían, dos mozas de insolente hermosura, bravas, jocundas y desfachatadas. Al verlas llegar alborotando, arrimarse a la mesa metiendo ruido con platos y cubiertos, pedir langostinos, salsa tártara y manzanilla, lo primero que chocó a don Wifredo fue que hablaban con muy mala gramática. La una sazonaba su lenguaje con dengues andaluces, la otra con rudezas baturras.

Ambas mozas se mostraron desde el primer instante amabilísimas, con todos los pérfidos arrullos propios de su liviana condición. La que parecía baturra era de estatura mediana, carnosa, pegadiza y mareante, por la grande agilidad de su juego de ojos, de su charla suelta como el chorro de un grifo imposible de cerrar, por las ondulaciones pisciformes de su cuerpo bonito. La otra, de lucida talla y esbeltez admirable, morena, de gitanos ojos, tenía dos toques fisonómicos que le daban singular encanto; eran: una dentadura ideal por su corrección y blancura, y unas patillitas que limitaban su bello rostro con dulce sombra de terciopelo. Resultó que no era andaluza, sino de Ceuta, y respondía por Paca, reservando su verdadero nombre, África, por respeto a la Virgen de su pueblo. Fácilmente perdonó don Wifredo a la gentil africana sus faltas gramaticales, que por esto no desmerecía su linda boca; antes bien la incorrección era un garabato gracioso.

Al principio, el insigne alavés estaba hecho un pánfilo: no sabía qué decirles ni cómo tratarlas. Empezó con galanteo sentimental del tiempo del Triste Chactas; mas pronto supo acomodarse a la condición anárquica de las alegres pelanduscas. En tanto, la bullanga crecía en el cercano pesebre, y cuando Tapia y la baturra transmitían por el mozo órdenes de atenuar el escándalo, dijo don Wifredo: «Dejarles; ¿qué más da que chillen? Aquí hemos perdido todos la vergüenza. Cada sitio tiene su moral, y cada moral su lenguaje propio. Discútase si debemos venir a estos lugares; pero una vez en ellos, adelante con la ignominia…».

Poco a poco, el escrupuloso paladar de don Wifredo se iba jaciendo a la medicina preceptuada por el sabio doctor Tapia, para remisión de la fiebre política y alivio de pesadumbres. Al cuarto de hora de tener a Paca la africana junto a sí, gustaba de ella y de las patillas, que sombreaban su tez morena y limpia, de los ojos como luceros negros y de la ringlera de perlas de su dentadura maravillosa; a la hora, ya creía que el separarse de la moza era un golpe mortal, y a las dos horas pensaba el hombre que la Paca valía una misa, entendiendo por misa el soslayar a ratos el decoro, la representación social y toda la caballería andante o sedente.

Al llegar a este punto, las incompletas crónicas de donde se ha entresacado esta historia recatan con discreto silencio los actos del Bailío de Nueve Villas. Por respeto a tan digno personaje, ponemos sobre él la capa del silencio, y sólo se hacen públicos algunos incidentes y diálogos que al través de los agujeros de dicha capa se traslucen. Estos huequecillos, abiertos sin duda por mano aleve, dejan ver retazos de alguna escena interesante, en local muy distinto del colmado ya descrito. Era sin duda una casa donde tenía sus recepciones la gentil africana; la cual, consecuente con su ardorosa naturaleza, estaba ligerita de ropa. Don Wifredo, reclinado a su vera en sofá de gastados muelles que gemían al peso, la contemplaba con tiernos ojos. Languidecía la conversación, caída de los tonos vehementes a la frialdad del coloquio fragmentario. En la estancia, decorada con un lujo chillón y barato, había muebles de algún valor; otros, sin que nadie se lo preguntara, declaraban haber venido de las Américas. Láminas picantes, retratos de mujeres bonitas y de hombres achulados, se daban de bofetones con grandes cromos de Santos y Vírgenes.

La mujer de las patillitas y los febeos ojos habló así, con dejo de indolencia: «Me ha dicho Tapia que eres caballero».

– Naturalmente. ¿Pues qué querías que fuese?

– No me explico… Quiero decir que eres caballero de esos que están cruzados o llevan cruz…

Resistiose don Wifredo a entablar tal conversación en lugar profano; pero tanto se obstinó la moza, que al fin hubo de responderle que, en efecto, era caballero de la Real, Militar y Hospitalaria Orden de San Juan de Jerusalén, la más antigua, la más noble de cuantas existen.

«¿Y eso para qué sirve?».

– Tú no puedes entender – dijo el Bailío en tono agridulce – estas cosas del honor, de las instituciones históricas y de la…

– ¡Pues no estás poco tonto! – replicó la africana cortándole la palabra. Esa cruz te la dio la pobre doña Isabel II.

– No, hija, no digas disparates. Soy caballero por decisión del Capítulo de la misma Orden de San Juan.

– Pero el capítulo ese ha de ser cosa del Rey o Reina. Déjame a mí de historias. Eres caballero porque la Reina fundó para pasar el rato esas caballerías… ¿Qué quería ella más que caballeros?

– Con tu permiso, bella Paca – dijo el alavés entre severo y acaramelado, – mi Orden viene de tiempos muy remotos, pues la fundó Balduino I, hermano de Godofredo de Bouillon. ¿Sabes tú algo de Balduino I?

– No sé nada de ese señor – dijo la africana echándose una falda. Pero a Godofredo sí le he conocido. Era un cochero francés de la Marquesa de Itálica, que tenía sus cocheras hace un año en el bajo de esta casa. Por cierto que me hizo el amor y quería llevarme a Francia. ¡Pues no nos hemos reído poco del tal Godofredo y de su modo de hablar, lo mismo que el de los amoladores!

Riose el Bailío de esta humorada, y como sólo estaba calzado de la bota izquierda, porque la derecha le apretaba, se calzó esta con protesta de sus callos, disponiéndose a recobrar su eclipsada prestancia. Desvanecida la primera vergüenza de hablar de la Orden en sitio tan contrario a los históricos prestigios, quiso dar a su amiga un sumario conocimiento de aquel venerando instituto. «Fuimos fundados – le dijo – con un fin hospitalario y guerrero. Residíamos primero en Jerusalén, después en Tolemaida, luego en Chipre, en Rodas, por fin en Malta…».

– ¿Y en todos esos puntos has vivido de paseante en Corte?… – replicó la moza estirándose las medias por encima de las rodillas. ¡Pobrecillo! Vele ahí por qué estás tan encanijado. Si hubieras sido labrador, como San Isidro, estarías más robusto y con buen color… Lo que te digo es que tienes que traerme tu cruz para que yo la vea, y harías bien en dejármela poner un día y salir con ella a la calle… No, no me pongas esa cara de ave fría desconsolada… También me ha dicho Tapia que tienes un manto de gran cola, y que no lo sacas más que el Viernes Santo. ¿Vas con ese manto a la Cara e Dios, como voy yo con mi mantón de Manila?

Calló don Wifredo, y sintiéndose de nuevo avergonzado, se atacó el pantalón y abrochó sus bragas, añadiendo al cuerpo la doma y suspensorio de los tirantes. Aplicó después al talle un cinturón de cuero que hacía veces de corsé para enderezarle y cincharle el desbaratado cuerpo, y en este pergenio volvió a sentarse, requiriendo a la moza para cambiar con ella delicadas caricias. Dejando a un lado los escrúpulos de su noble alma, se sentía vivamente enamorado de la africana, y esclavo de su linda figura, de sus ojos asesinos, de sus patillas terciopelosas, y de su blanco, finísimo y uniforme dentamen.

La verdad sea dicha: tan enamorado como compadecido de la bella criatura, acariciaba la idea de redimirla, hidalga y generosa intención. Pero al propio tiempo veía en su mente las dificultades de tal empresa. No hallaba medio de aplicar a esta la calidad hospitalaria y militar de su Orden, y temía que sólo el propósito de redención le precipitase en abismos de escándalo. En fin, la idea, no por difícil, debía ser desechada, y ya volvería sobre ella más adelante… Sigamos, pues, la historia, sin más datos informativos que lo que se trasluce por los agujeros de aquella capa de silencio, que cubre los actos del buen Romarate en esta parte de su azarosa vida. Sépase que en otro aposento de la misma casa donde se ha localizado la anterior escena, tuvo lugar otra de mayor interés y mucho más pintoresca y bulliciosa.

En comedor o sala, que los heteróclitos muebles no decían claramente el destino de la estancia, hubo aquella noche (tampoco consta la fecha exacta) una regocijada francachela. Asistieron, a más de Paca y la baturra, dos mujeres de trapío y una matrona fofa y empalada dentro de un corsé, más pintada que un retablo. De hombres estaban Tapia y don Wifredo; dos militares, Navascués y Pulpis, y dos sujetos más, bien conocidos en Madrid por sus hípicas aficiones, y que reclaman y obtienen el anónimo. ¿Celebraba su santo la dueña de la casa? Tal vez. Se ignora su nombre. Pero escarbando la historia, aparece la tal con quince años de antelación y el picaresco mote de María Meneos.

Cenaron, bebieron, alborotaron y se divirtieron como demonios. Conservó su noble gravedad don Wifredo hasta muy adelantada la cena. Al aceptar la invitación, habíase propuesto observar en el festín actitud semejante a la que le impondría su buena educación en un banquete de personas regulares. Era hombre de poco mundo, criado en el reino de la simplicidad. Así, mientras todos reían y bromeaban, manteníase el caballero en una desaborida y tétrica corrección; aumentaba el bullicio, pasaban del desorden a la desvergüenza, y él haciendo la triste figura de San Antonio, vencedor de las demoniacas tentaciones.

La africana por un lado y Tapia por otro le incitaban a doblar el palo de su tiesura ante las expansiones del alegre cotarro. Debemos quebrantar alguna vez la rígida observancia social, y sacudir el ánimo para que caigan de él las murrias que lo devoran. Paca le hacía beber, le demostraba con su enojo que un hombre tercamente encastillado en la templanza es indigno del amor de una mujer. Cedía don Wifredo a los halagos, a las burlas, a la lisonja, mañosamente empleadas por la hija de Ceuta; bebió al fin mucho más de lo que acostumbraba, y sus ojuelos empezaron a encandilarse. El ambiente, el ruido, la jácara de la orgía se le fueron metiendo en el alma… También él rompía risas por cualquier incidente baladí, y poco a poco se le iba pasando el finchado envaramiento de un decoro impropio del lugar y la ocasión. Poco tardó ya en zaherir a la Meneos por la prodigalidad de sus postizos lunares; se metió con Navascués, porque este habló de la africana con poco respeto, llamándola hermosura de presidio, y cantó un responso a la candidatura de Montpensier, coplas a la de Espartero…

Con gran regocijo celebraron los comensales el trastorno del sanjuanista, y para llevarlo a la extrema irradiación de chispas del ingenio, le dio la maligna Paca un infernal brebaje, mixtura de coñac, aguardiente de Chinchón y no sé qué más… Apenas lo hubo tragado el pobre Bailío, sobrevino la rápida y monstruosa transformación: ya no era el mismo hombre; ya era un grotesco maniquí, hecho con los despojos del atildado caballero de San Juan. Su buen talante y compostura desaparecieron como por arte del demonio; con manotazos iracundos se desabrochó levitín y chaleco, se deshizo el lazo de la corbata; su comedido lenguaje se desbarató en carcajadas insolentes, como un cristal que en mil pedazos se rompe; sobre la reunión, que no quería más que divertirse, arrojó dicterios y miradas provocativas. «¿Quién es el que ha dicho que yo soy el bastardo de don Godofredo de Borbón?… – gritaba. Que lo repita en mi cara, y lo suicidaré al instante… Señoras de la aristocracia de Ceuta, no hagáis caso de estos borrachos que os quieren introducir la libertad de cultos… Oídme a mí, que os traigo la verdad de mis convicciones superlativas… ¿Queréis oírme, sí o no? Yo vengo de Tolemaida o de Cocentaina, que es lo mismo, como apóstol de gentes de mal vivir… Oídme, oídme».

Empujáronle para que subiese a una silla y hablar pudiera desde lugar alto. El pobre señor desembuchó, con voz a ratos atiplada, a ratos cavernosa, estos horribles disparates: «Grande, grandísimo es Dios en el Sinaí… el trueno le precede, la chispa le acompaña… la tierra se echa a temblar, los montes se ríen a carcajadas… Pero en mí tenéis un dios más grande, más bonito… ¿No me declaráis el más bonito de los dioses? Yo soy el amador de Paquita; yo bebo en sus ojos la idea espiritual de Chinchón, y vengo a predicaros la libertad de aquellos cultos que practicaron caldeos y macabeos, fenicios, egipcios y estropipcios… Por esa idea muero, perdonando a mis verdugos. Y por eso soy más grande que aquel Dios del Sinaí, mi particular amigo… Me río yo del Dios del poder y de la justicia implacable… Yo soy el dios del amor… dígalo la celestial Paca… yo soy el dios del perdón misericordioso de la Magdalena y la Meneos… y por eso os digo que no hagáis caso del Señor ese del Sinaí, escupe truenos y vomita rayos, y vengo a pediros que en vuestro código fundamental… ¡ah, señores!, dejadme reír… que en vuestro código fundamental le mandéis memorias a la Unidad católica, y pongáis este letrero: Liberté, qué sé yo qué… y por último, ¡viva mi africana con honra!…».

(Locos aplausos, berridos, pataleo, escándalo.) Lo que siguió apenas merece los honores de la narración. A las tres de la mañana sacaron a don Wifredo de debajo de la mesa, y entre Tapia y Pulpis le metieron en un coche, y como cuerpo muerto lleváronle a su casa.

XII

Dos días hubo de permanecer en cama el noble caballero y otros dos sin salir de su aposento: tan desquiciado le dejó la estúpida broma de aquella noche infausta. Los huesos le dolían como si se los hubieran quebrantado en bárbara paliza; su cerebro era como abierta jaula, de la cual habían huido la memoria y el entendimiento… Hizo Tapia por consolarle, diciéndole que todo caballero había corrido alguna borrasca de mujeres y vino, y que hasta los hombres más sesudos y escrupulosos tenían anotada en su vida una borrachera, como tributo pagado a la virilidad. Ni admitía ni rechazaba Romarate estas ideas, pues su ánimo se estancaba en un fondo cenagoso de idiotez y marasmo. Casi a la fuerza, Celestino le obligó a vestirse; le sacó a la calle, y después de pasearle en coche por la Castellana, le condujo a un café donde almorzaron; y cumplida esta elemental obligación para con la máquina corporal, se fueron al Congreso.

Era el 26 de Abril. Ya se había discutido la cuestión religiosa en la totalidad del proyecto de Constitución. Faltaba examinar los artículos 20 y 21, en que se concedía de una manera farisaica y meticulosa la tolerancia de cultos. Aunque mucho se había dicho de tan grave materia, mucho y bueno quedaba por decir. La expectación era grande; las tribunas estaban llenas antes de empezar la sesión. Propuso don Wifredo a su amigo quedarse en el Salón de conferencias, donde no faltarían ociosos con quienes engañar las horas en dulce charla. Pero anhelando Tapia para sí y para el Bailío las fuertes emociones, a remolque le llevó arriba, y se colaron en la tribuna de periodistas, donde aquel gran entrometido tenía vara alta.

Viose, pues, el ilustre hijo de Álava en un mundo nuevo y desconocido, el mundo de la Prensa, formado por personal de diferentes castas y procedencias, por hijos de diversas madres políticas, amamantados antes con unas leches, ahora con otras. Lo que a primera vista le causó más sorpresa, fue ver confundidos en cháchara compañeril a los que seguían las inspiraciones de don Pedro la Hoz y a los que las recibían de Castelar o Rivero. «¿De modo – se dijo – que en este coro angélico se practica la libertad de cultos?». Nueva sorpresa fue para él que los folicularios de Dios y los de Luzbel aparecieran también unidos para ofrecerle en aquel beaterio sitio de preferencia donde pudiese ver y oír cómodamente.

Ya empezada la sesión, pudo observar el alavés que algunos de aquellos pícaros le miraban con cierta malicia, y apartados murmuraban risueños. Por Tapia, que entre ellos se sentaba y con todos alegremente departía, sabían el nombre y condición social del caballero. El que a su lado estaba, como los demás prevenido de lápiz y papel para extractar los discursos, le ofreció caramelos, y entrando en conversación con él sobre si estorbaba o no en aquel sitio, le dijo: «Usted no estorba en ninguna parte, y para nosotros es un honor tener en nuestra compañía al señor don Gaiferos».

Al pronto, tuvo el Bailío por irrespetuosa la alteración de su nombre de pila, y poco le faltó para corregir airadamente al picaresco escritorcillo; pero luego reflexionó que el Gaiferos no era más que la castellanización castiza del gótico nombre, como está escrito en los libros de caballería y en los romances de gesta. No había, pues, motivo para enfadarse por un rasgo de erudición. En esto, había empezado a discursear un orador republicano de lucida estatura y semblante un poquito diabólico, rostro largo y huesudo, frente ancha, ojos vivos, pelos negros y erizados en tres mechones, uno por arriba y dos en las regiones temporales; barba en la forma que llaman de candado, también negra, partida como cola de pez mitológico; figura, en suma, semejante a la que se ve en la parte inferior de algunos retablos. El periodista dijo así a su vecino: «Este es Suñer y Capdevila, diputado federalista, y ateo él gracias a Dios». Y a poco de oír el nombre, oyó don Wifredo de boca del orador esta frase sintética: «Ni el Gobierno ni la Comisión han comprendido bien la idea nueva, y voy a decírselo. La idea caduca es la fe; el cielo, Dios. La idea nueva es la ciencia, la tierra, el hombre».

Sorprendió a don Wifredo la idea; mas no levantó en él indignación. Se sentía caído, amilanado; yacía su alma en un pantano de indiferencia o cobardía, en el cual dormitaba la perezosa voluntad. Las graves cuestiones de conciencia no tenían fuerza para sacarle de allí, y pasaban sobre él como aves errabundas, dejando caer la vana elocuencia de sus cantos o graznidos. No pudo confiar su impresión al vecino más próximo en la tribuna, porque el diligente cronista transcribía con rápida mano las palabras del ateo… Este la emprendió luego con Jesucristo y la Virgen María, en forma tan irreverente, que toda la Cámara y las tribunas respondieron con murmullos… Romarate estaba perplejo; no sabía qué pensar. El orador dijo: «Jesús, señores diputados, fue un judío, del cual todos los católicos, y sobre todo las católicas, tienen una idea equivocadísima… Jesús fue hijo de un carpintero… Según San Mateo, siendo María desposada con José, antes que vivieran juntos se halló haber concebido del Espíritu Santo…». El Bailío, cada vez más lelo, buscaba en los rostros circunstantes el efecto de aquellas palabras. Oyó claramente la voz de Tapia, exclamando: «¡Bárbaro!… ¡fuera!». Otras voces oyó, que por un momento ahogaron la voz del orador.

«¿Qué ha dicho?» preguntó don Wifredo al periodista.

– Que San José… no sé… que no conoció a María… que esta tuvo otros hijos, a más del primogénito… Ese tío está loco… Aquí no se pueden decir ciertas cosas…

Trató la campanilla presidencial de atajar al impío; este, con diabólica impavidez, hablaba del sentido que debemos dar a la palabra bíblica conocer. Quería demostrar que María tuvo más de un hijo, y que Jesús no provenía del Espíritu Santo… Rivero, haciendo de San Miguel, ponía el pie sobre Suñer, aunque aparentemente los golpes caían sobre la mesa… Pero Suñer no se daba por entendido. Su calma y la feroz tranquilidad de su acerba crítica podrían tener expresión propia cuando el lenguaje paradójico nos consintiese hablar de la frialdad del Infierno. «No debe olvidar Su Señoría – decía el Presidente furioso, descargando la espada ondeada sobre la testa dura de Suñer – que no discutimos aquí la religión, sino la forma política que debemos dar a la religión en España». Y el Belcebuth parlamentario devolvía la admonición con este zarpazo y coletazo de tente tieso: «Mi enmienda abraza dos partes: primera, que los españoles tengan libertad de profesar cualquier religión; segunda, que estén en libertad de no tener ninguna… He indicado que sería una ventaja para los españoles el estar limpios de toda religión…».

Oyendo estas cosas, don Wifredo vacilaba entre la risa y el enojo. El periodista su vecino le dijo con marcada socarronería: «Gracias a Dios que oímos aquí a un hombre de fe… ¿No cree usted que este Suñer es el evangelista del porvenir, y que su ateísmo es obra de la gracia divina?». Sin comprender el burdo humorismo de esta frase, Romarate asintió con sonrisa y cabezadas. Y luego, para su chaleco se dijo: «Estoy degradado. Busco en mí mis opiniones, y no las encuentro… efecto de la embriaguez y de andar entre Magdalenas que no quieren arrepentirse». Sus ojos buscaron a Tapia, el cual alarmado le miraba, temiendo que las horrendas herejías del orador afectaran al puntilloso paladín católico, y que este se disparase a una protesta ruidosa en plena tribuna. Pero Romarate parecía tranquilo y como aletargado. A las preguntas que por señas le hacía Celestino, contestó a media voz… «No oigo nada… Estoy sordo». Poco después de declarar el Bailío su sordera, Suñer y Capdevila soltaba nuevas y más detonantes bombas. Véanse algunas de estas: «La ciencia debe sustituir a la fe, el hombre a Dios…». «La moral se deriva directamente del hombre…». «El hombre no será hombre mientras Dios sea Dios…».

Por último, entre la Presidencia, que quiere cerrar a todo trance la boca del diablo republicano, y este y sus amigos co-diablos, que afirman ruidosamente su atea libertad de pensamiento y de palabra, se entabla un vivo diálogo. La Cámara, salvo el cotarro de la izquierda, apoya con calurosas excitaciones al Presidente; el orador sucumbe al fin a los golpes de los innumerables San Migueles que surgen de los escaños. Todos creen, todos envainan su indiferentismo práctico, para blandir el ondulado acero religioso que les ayuda a conservar sus posiciones políticas… El Satán parlamentario, acusado de una parte y otra por las voces que le motejan y las manos que le presentan cruces, repliega su cola erizada de escamas, esconde sus uñas, y con amargura flemática dice que no puede continuar apoyando su enmienda. Se sienta… Don Wifredo alarga su cabeza… ve desaparecer los cuernos del ateo entre las cabezas de los cachidiablos que le felicitan.

La necesidad de respirar aire no tan impuro como el de la Cámara, puede más que el entumecimiento perezoso del señor de Romarate. Se levanta; salta trabajosamente de la grada inferior a las superiores; su vecino le ayuda… Tropieza en unos y otros. Pide perdón, y una voz dice: «Tiene ángel este don Gaiferos». Suénale a burla el Gaiferos; pero le faltan alientos para protestar… Al fin, sus manos encuentran las del amigo Tapia, que le ayuda a salvar los últimos obstáculos para salir al pasillo. Tras de sí, en la cavidad rojiza y negra de la Cámara, deja un vago rumor de tempestad que gradualmente se apacigua, y una como neblina o tenue polvareda, producto de las retóricas emanaciones. «¿De veras está usted sordo?» le dice Tapia cariñoso. «Sordo del espíritu – replica el alavés, – impedido del pensamiento. No sé razonar, no sé juzgar. Me encuentro acorchado, o algodonado… Es atroz… no sé qué me pasa».

El portero le ofreció una silla en la antesala de la tribuna para que descansara. Dábase aire el Bailío con un pañuelo. A su lado, algunos periodistas disputaban. «Eso no puede decirse en un Parlamento…». «En un Parlamento se dice cuanto es menester para fundamentar la opinión que se profesa…». «¿Pero qué tiene que ver la Sagrada Familia con la libertad de cultos?…». «¿Pues no ha de tener que ver? El Estado me manda que adore a San José, y yo, en uso de un derecho indiscutible, me niego a ello…». «No es eso… por Dios, no es eso…». «Suñer no predica el ateísmo; no hace más que proclamar el derecho a no creer en nada». Uno de ellos, no de los más jóvenes, se dirigió a Romarate con frase afable y benévola: «Habrá usted pasado un rato amarguísimo. No debe venir aquí el que no pueda dejarse las creencias en la calle de Floridablanca».

A esta y otras indicaciones de los que a su lado bullían, contestaba don Wifredo indistintamente, abanicándose, sí sí, o no no, sin saber a qué ideas asentía ni cuáles reprobaba. Un amigo de Celestino tomó la defensa del diablo Suñer, encareciendo así sus virtudes privadas, las únicas que tal nombre merecen: «Es un hombre honradísimo, excelente padre de familia, cumplidor exacto de sus deberes en todos los terrenos. No ha necesitado extraer del catecismo su moral… y es benigno, generoso, indulgente… Ensalza a los buenos y detesta a los malos, sin preguntarles a qué religión pertenecen. Ama la ciencia, y la practica como médico. Respeta la fe… La fe suya arranca de la Naturaleza. No hace mal a nadie. Don Juan Prim, que le conoce bien, le ha retratado en pocas palabras: un santo que no cree en Dios».

Despidiéndose del grupo de periodistas con un solo saludo para todos, don Wifredo se agarró al brazo de Tapia, y con trémula voz le dijo: «Lléveme usted hasta la calle… No sé qué tengo…». Bajaron la escalera entre un gentío bullicioso que comentaba la crudeza brutal del enviado de Pero Botero. Alarmado Celestino por la palidez y temblor del Bailío, quiso levantar su ánimo con palabras lisonjeras: «También hoy había mujeres bonitas en las tribunas… ¿No ha reparado usted?».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
290 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

С этой книгой читают