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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo», страница 6

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XII

Al fin entró en el cuartel la comitiva, y el populacho, azuzado sin cesar por los lacayos palaciegos, tuvo el sentimiento de no poder mostrar su heroísmo con el éxito que deseara. Alguno de los más celosos entre tan bravos campeones salió malherido a consecuencia de que todas las piedras lanzadas contra el ministro no seguían la dirección dada por la mano que las tiraba. Digo esto, porque en el momento en que Santurrias se encaramaba sobre los hombros de dos palurdos para poder asestar un golpe certero al infeliz mártir, recibió una peladilla de arroyo sobre la ceja derecha con tanta fuerza, que el benemérito sacristán cayó al suelo sin sentido. Al punto los que más cerca estábamos, Lopito y yo, corrimos en su ayuda, y en unión de otras dos personas caritativas, llevamos aquel talego a su casa, pues Santurrias vivía pared por medio con mi buen amigo D. Celestino del Malvar. Luego que este vio entrar a su subalterno tan mal parado, cruzó las manos y dijo:

– Castigo de Dios ha sido, por las muchas blasfemias de este hombre y su abominable complicidad con los enemigos del Estado. No es esta ocasión de demostrar cólera, sino blandura: aquí estoy yo para curarle y asistirle, pues prójimo es, aunque un grandísimo bribón. Dejadle ahí sobre una estera, que yo prepararé las bizmas y el ungüento, con lo cual quedará como nuevo. Ánimo, amigo Santurrias, ¿estáis encandilado todavía? ¿Queréis que saque una de aquellas botellas que tanto deseáis? Tía Gila – añadió dando una llave a la mujer que le servía- abra Vd. la alacena y saque al punto una de las que dicen La Nava, seco, para ver si con la perspectiva de ella se reanima un tantico este hombre. Y vosotros, chiquillos – prosiguió dirigiéndose a los cuatro hijos de Santurrias que exhalaban plañideros hipidos en torno al desmayado cuerpo de su padre- no lloréis, que esto no es más que un rasguño alcanzado por este buen hombre en alguna disputa. No lloréis, que vuestro padre vive y estará sano dentro de una hora… Y si muriese, yo os prometo que no quedaréis huérfanos, porque aquí me tenéis a mí, que os he de amparar como un padre. Vamos, chiquillos, aquí no servís más que de estorbo. Idos a jugar… Vaya, para que os quitéis de en medio, os permito que toquéis un poquito las campanas, picarones… id a la torre; pero no toquéis fuerte, tocad a sermón o a completas.

Como se levanta la bandada de pájaros, sorprendida por el cazador, así volaron fuera del cuarto los cuatro muchachos, y un instante después todas las viejas del pueblo salían a sus puertas y balcones diciéndose unas a otras: – Señora doña Blasa, esta tarde tenemos sermón y completas. Buena falta hace, a ver si se acaban pronto estas herejías.

Santurrias, que había perdido mucha sangre, recobró algo tarde el completo uso de sus eminentes facultades, y al abrir a la luz del día sus ojos, permaneció como atontado por un buen rato, hasta que fue devuelta a su lengua el don de la facundia.

– ¡Que lo ahorquen! – dijo. – Que nos lo den; que lo echen hacia ca, y nosotros le enjusticiaremos. Despachemos primero a los guardias de a caballo y dimpués a él… No arrempujar, señores. Darle onde le duela. Pincha tú por bajo, Agustinillo, que yo con esta almendra le echo la puntería en metá la nariz. ¡Mil demonios! ¿Quién tira piedras?… ¡Muerto soy!

– No, yerba ruin: vivo estás – dijo D. Celestino aplicándole una venda a la herida. – Mira esto que he puesto delante. Es una botella de aquellas que deseabas, borracho: tuya será cuando te pongas bueno, si prometes no decir disparates.

Después nos preguntó que en qué refriega había acontecido tan funesto percance, y Lopito y yo, cada cual con distinta manera y estilo, le contamos lo que había sucedido, el encuentro del Príncipe, su prisión, y su suplicio por las calles del pueblo.

– Corro allá, voy al instante – exclamó fuera de sí D. Celestino. – Es mi bienhechor, mi amigo, mi paisano y aun creo que pariente. ¿Cómo he de desampararle en su desventura?

Quisimos disuadirle de tan peligroso intento; pero él no reparaba en obstáculos ni menos en el riesgo que corría, haciendo pública ostentación de sus sentimientos humanitarios en favor del desgraciado valido. Nada le convencía, y después que dejó a Santurrias muy bien vendado, y ya algo repuesto de su malestar, tomó el manteo, vistiose a toda prisa y fue en dirección del cuartel.

– No se exponga Vd. – le decía yo por el camino. – Mire que son unos bárbaros, y en cuanto Vd. demuestre que es amigo del Príncipe, no respetarán ni sus canas, ni su traje.

– ¡Que me maten! – contestó. – Quiero ver al Príncipe… Cuando me acuerdo de lo que me quería ese buen señor… ¡Ah! Gabrielillo: lo que está pasando es espantoso y clama al cielo. Pase que algunos estén descontentos de su gobierno; pase que le tengan otros por mal ministro, aunque yo creo que es el mejor que hemos tenido desde hace mucho tiempo; se puede perdonar que sus enemigos le quieran derribar y le insulten; se comprende que dichos enemigos en un momento de coraje le prendan, le arrastren, le ahorquen; pero hijo, que esto lo hagan los mismos a quienes ha favorecido tanto, los que sacó de la miseria, los que de furrieles trocó él en capitanes, y de covachuelos en ministros, los que han vivido a su arrimo, y han comido sobre sus manteles, y le han adulado en verso y en prosa… ¡ah!, esto no tiene perdón de Dios, y menos si se considera que se han valido para esto de los mismos lacayos, cocineros y criados de los infantes… Hijo mío, me parece que veo la corona de España paseada por los patanes y los majos en la punta de sus innobles garrotes.

Llegamos al cuartel, cuya puerta estaba bloqueada por el populacho, D. Celestino se abrió paso difícilmente. Algunos preguntaron con sorna: – «¿Adónde va el padrito?», y él, dando codazos a diestra y siniestra, repetía: – «Quiero ver a ese desgraciado, mi amigo y bienhechor».

Muy mal recibidas fueron estas palabras; pero al fin más que la exaltada pasión pudo el tradicional respeto que al pueblo español infundían los sacerdotes.

– Hijos míos – les decía-: sed caritativos; no seáis crueles ni aun con vuestros enemigos.

La turba se amansó, y D. Celestino pudo abrirse calle por entre dos filas de garrotes, navajas, escopetas, sables y puños vigorosos, que se apartaban para darle paso. Yo estaba muy asustado viéndole entre aquella gente, y mi viva inquietud no se calmó hasta que le consideré sano y salvo dentro del cuartel.

Y los cuatro hijos de Santurrias seguían tocando a sermón y completas, y la iglesia se llenaba de viejas, que al tomar agua bendita se saludaban diciendo: – «Creo que aún no ha concluido todo, y que tendremos esta tarde otra jaranita». Y el segundo acólito, creyendo que la cosa iba de veras, encendió el altar y preparó las ropas, y abrió los libros santos. Y dieron las tres, las tres y media, las cuatro, las cuatro y media y el cura no aparecía, y las viejas se impacientaban, y el segundo acólito se volvía loco, y los cuatro hijos de Santurrias seguían tocando.

Y yo fui también a la iglesia, y sentado en un banco reflexioné detenidamente sobre la inestabilidad de las glorias humanas, hasta que al fin, observando que la impaciencia de las viejas llegaba a su último extremo y que empezaban a entablar diálogos pintorescos para matar el fastidio, salí en busca de mi amigo. Encontrele muy a punto en el momento en que regresaba del cuartel. Su rostro era cadavérico: su habla trémula.

– ¡Ah Gabriel! – me dijo. – Vengo traspasado de dolor. Allí sobre unas fétidas pajas, cubierto de sangre y pidiendo a voces la muerte, está el que ayer gobernaba dos mundos. Ni un alma compasiva se acerca a darle consuelo. Ayer cien mil soldados le obedecían, y hoy hasta los furrieles se ríen de su miseria. No creí que todo se pudiera perder tan pronto; pero ¡ay, hijo!, el hombre es así. Gusta mucho de las caídas, y el día en que un poderoso de la tierra viene al suelo siempre es un día feliz.

– Sosiéguese Vd. – le dije. – Vd. no recordará que mandó tocar a sermón y a completas. La iglesia está llena de gente. No hay más remedio sino subir al púlpito.

– Hablé con él – prosiguió sin hacerme caso. – El corazón se me parte recordándolo. Desde anteanoche hasta esta mañana estuvo en un desván, envuelto en un saco de esteras, muerto de hambre y de sed. La horrorosa calentura le devoraba de tal modo, que prefirió la muerte. Por eso salió el infeliz. ¡Pobre amigo mío! Yo le dije: «Señor si cada uno de los que han recibido un beneficio de vuestra alteza, le hubiera echado una gota de agua en la boca, su sed se habría apagado». Él me miró con expresión de agradecimiento, y no dijo nada, pero a mí se me caían las lágrimas. Todo esto ha sido obra del Príncipe de Asturias y de sus amigos. Bien claro se ve. Cuando el Príncipe fue de orden de su padre a calmar al pueblo para que no despedazara al infeliz prisionero, los amotinados le aclamaban y obedecían. Y esto no ha de parar aquí. Ellos quieren la abdicación del Rey, y viendo que esto no es fácil de conseguir, tratan de irritar más al populacho para que D. Carlos coja miedo y suelte la corona. Ahora pusieron en la puerta del cuartel un coche de colleras, con lo cual ese bestia de pueblo creyó que el preso iba a ser puesto en salvo de orden del Rey. ¡Qué fácilmente se engaña a esos desgraciados! El ardid salió bien, porque la turba destrozó el carruaje, y después ha corrido hacia palacio dando vivas a Fernando VII.

– Ya me lo explicará Vd. detenidamente – repuse. – Ahora prepárese Vd. para ir a la iglesia, donde le aguarda una multitud de respetables señoras.

– ¿Qué dices? Si no hay sermón esta tarde…

– Vd. mandó a los cuatro muchachos que tocaran a…

– ¡Es verdad, qué inadvertencia! – dijo muy confundido. – Y están allí esas buenas señoras, doña Robustiana, doña Gumersinda, doña Nicolasa la del escribano. ¡Oh! ¿Qué dirá Nicolasa si no predico?

– Es preciso que Vd. haga un esfuerzo.

– Si no tengo ideas, si no sé qué decir. No puedo apartar mi mente del espectáculo que he visto. ¡Ah! ¡Cuánto me quería! ¡Si vieras cómo me apretó la mano! Yo lloraba a moco y baba. Si a él se lo debo todo. Él fue mi amparo, él me dio este beneficio a los catorce años de haberlo solicitado, enseguida, como quien dice. Y lo mejor es que sin merecimientos por parte mía… No, no puedo predicar… estoy atontado… Esos endiablados muchachos todavía no cesan de tocar a sermón… ¡Oh! tendré que hacer un esfuerzo.

D. Celestino, comprendiendo la necesidad de no desairar a sus feligresas, entró en su iglesia y oró un poco, recogiendo su espíritu. Después subió al púlpito y predicó un sermón sobre la ingratitud.

Todas las viejas lloraron.

XIII

Ya era de noche cuando me avisaron que a las diez salía un coche para Madrid. Resolví partir, y por hacer tiempo hasta que llegase la hora de la marcha, fui a la taberna. Como en los días anteriores, el gentío era inmenso, los trajes pintorescos y variados, las voces animadas (aunque ya enronquecidas por el patriotismo), los gestos elocuentes, las patadas clásicas, los pellizcos propinados a Mariminguilla infinitos, el vino más aguado que el día anterior, pues por algo disfruta Aranjuez el beneficio de dos copiosos ríos.

Lopito y Cuarta y Media me convidaron a beber con demostraciones de entusiasmo, y el primero de aquellos consecuentes hombres políticos, me dijo:

– Hoy sí que nos hemos lucido Gabrielillo. Aquí me está diciendo el Sr. Cuarta y Media que esta noche ponen al Príncipe de Asturias, de modo que hemos de ir a darle vivas al balcón.

Pujitos distrajo mi atención, hablándome de que pensaba organizar una compañía de buenos españoles que desfilaran por delante del palacio en marcial formación como la tropa, con objeto de hacer ver a los Reyes que el pueblo sabe dar media vuelta a la izquierda lo mismo que el ejército. ¡Qué predestinación! ¡Qué genio! ¡Qué mirada al porvenir! Yo contesté a Pujitos, excusándome de formar parte de tan brillante ejército, por serme indispensable marchar del Sitio aquella misma noche.

Había oscurecido. Mariminguilla colgó el candil de cuatro mecheros para la completa aunque pálida iluminación de la escena, y aún me encontraba yo allí, cuando llegó la feliz, la anhelada noticia. Algunos entraron diciéndolo, y no se les dio crédito: otros salieron a averiguarlo y tornaron al poco rato confirmando tan fausto suceso; y por fin un grupo, el más bullicioso, el más maleante, el más entrometido de todos los grupos de aquellos días, la comparsa de los cocineros vestidos de patanes manchegos, y de pinches convertidos en majos, entró anunciando con patadas, manoplazos, berridos y coces, que la corona de España había pasado de las sienes del padre a las del hijo. No dejaban de tener razón al entusiasmarse aquellos angelitos, porque en apariencia ellos lo habían hecho todo.

Comunicada por tan brillante pléyade la noticia, no podía menos de ser cierta, y en prueba de que los patres conscripti la creyeron, allí estaban los mil cascos de los vasos rotos en el momento en que se convencieron del cambio de monarca. También Mariminguilla tenía en sus brazos señales evidentes del alborozo Fernandista, pues se redoblaron los pellizcos. La multitud, espoleada por Pujitos, partió a los alrededores de palacio a pedir que saliese el nuevo Rey para victorearle, y la taberna quedó desocupada en dos minutos. Pueblo y soldados, mujeres y chiquillos, todos se unieron al alegre escuadrón: su paso era marcha y baile y carrera a un mismo tiempo, y su alarido de gozo me habría aterrado, si hubiese yo sido el príncipe en cuyo loor entonaban himno tan discorde las gargantas humedecidas por el fraudulento vino del tío Malayerba.

No quise ver ni oír más aquello, y fui a despedirme del incomparable D. Celestino, a quien hallé en el cuarto de Santurrias, ocupado aún en bizmarle y curar sus heridas. Luego que puso fin a esta operación, se ocupó en acostar a los cuatro muchachos campaneros, los cuales, fatigados de la batahola de aquel día, yacían medio dormidos sobre el suelo. Era preciso desnudarles como a cuerpos muertos, y al mismo tiempo hacerles comer las sopas de ajo que la tía Gila había traído en una gran cazuela. D. Celestino, teniendo sobre sus rodillas al más pequeño de aquellos diablillos, le acercaba la cuchara a la boca, esforzándose en introducirla por entre los apretados dientes. Después, procurando despabilarle decía:

– Vamos ahora a rezar todos el Padre Nuestro. Si vieras, Gabrielillo – añadió dirigiéndose a mí, – ¡cómo me han mortificado estos cuatro enemigos! Uno me ponía rabos de papel en la sotana; otro tendía una cuerda desde la cama a la mesa para que al pasar me enredara las piernas y cayese al suelo; otro calentó la llave de la alacena y me abrasé los dedos cuando fui a abrir; y por último, con mi sombrero hicieron un muñeco que decían era el Príncipe de la Paz, y después de arrastrarle por el patio, iban a meterle en el fogón para quemarlo. Afortunadamente, la tía Gila acudió a tiempo. ¡Pero qué han de hacer, si ya no hay autoridad, ni se obedece a los superiores! Me parece que ahora van a venir tiempos muy calamitosos. Si cada vez que se les antoje quitar a un ministro salen gritando los cocheros de los príncipes con unas cuantas docenas de labriegos y soldados de la guarnición, de antemano seducidos, vamos a estar con el alma en un hilo. Gabriel, aquí para entre los dos, ¿no es indecoroso y humillante, e indigno que un Príncipe de Asturias arranque la corona de las sienes de su padre, amedrentándole con los ladridos de torpes lacayos, de ignorantes patanes, de bárbaros chisperos y de una soldadesca estúpida y sobornada? ¡Ay! Si yo no fuera un hombre corto de genio, y lo hubiera tenido para decirle al Príncipe de la Paz lo que se fraguaba; si él, siguiendo mis consejos hubiera puesto a la sombra a tres o cuatro pícaros como Santurrias y otros… Porque, créelo hijo, este borrachón es, según me han dicho, el que ha embaucado a medio pueblo para hacerle tomar parte en el alboroto… por supuesto, que ha corrido dinero de largo. Yo de buena gana castigaría a este hombre execrable a este pérfido sacristán; ¿pero cómo he de dejar sin pan a un viudo con cuatro hijos? Ya ves: se me parte el corazón al considerar que estos angelitos andarán por las calles pidiendo una limosna… Lo que antes te he dicho es cierto… El vulgo, esa turba que pide las cosas sin saber lo que pide, y grita viva esto y lo otro, sin haber estudiado la cartilla, es una calamidad de las naciones, y yo a ser rey, haría siempre lo contrario de lo que el vulgo quiere. La mejor cosa hecha por el vulgo resulta mala. Por eso repito yo siempre con el gran latino: Odi profanum vulgus et arceo… et arceo, y lo aparto… et arceo, y lo echo lejos de mí… et arceo, y no quiero nada con él.

Concluida esta filípica, me abrazó deseándome mil felicidades, y haciéndome jurar que le enteraría puntualmente de la situación de Inés. Salí al fin de su casa y del pueblo, y cuando el coche que me conducía pasó por la plaza de San Antonio, sentí la algazara del pueblo agolpado delante de palacio. Sus gritos formaban un clamor estrepitoso que hacía enmudecer de estupor a las ranas de los estanques y asustaba a los grillos, pues unas y otros desconocían aquella monstruosidad sonora que tan de improviso les había quitado la palabra.

El pueblo victoreaba al nuevo Rey: el plan concebido en las antecámaras de palacio había sido puesto en ejecución con el éxito más lisonjero. Todo estaba hecho, y los cortesanos que desde los balcones contemplaban con desprecio el entusiasmo de la fiera, tan brutal en su odio como en su alegría, no cabían en sí de satisfacción, creyendo haber realizado un gran prodigio. En su ignorancia y necedad no se les alcanzaba que habían envilecido el trono, haciendo creer a Napoleón que una nación donde príncipes y reyes jugaban la corona a cara y cruz sobre la capa rota del populacho, no podía ser inexpugnable.

Hasta que nuestro coche no se internó mucho por la calle Larga no dejamos de oír los gritos. Aquel fue el primer motín que he presenciado en mi vida, y a pesar de mis pocos años entonces, tengo la satisfacción de no haber simpatizado con él. Después he visto muchos, casi todos puestos en ejecución con los mismos elementos que aquel famosísimo, primera página del libro de nuestros trastornos contemporáneos; y es preciso confesar que sin estos divertimientos periódicos, que cuestan mucha sangre y no poco dinero, la historia moderna de la heroica España sería esencialmente fastidiosa.

Pasan años y más años: las revoluciones se suceden, hechas en comandita por los grandes hombres, y por el vulgo, sin que todo lo demás que existe en medio de estas dos extremidades se tome el trabajo de hacer sentir su existencia. Así lo digo yo hoy, a los ochenta y dos años de mi edad, a varios amigos que nos reunimos en el café de Pombo, y oigo con satisfacción que ellos piensan lo mismo que yo, don Antero, progresista blindado, cuenta la picardía de O’Donnell el 56; D. Buenaventura Luchana, progresista fósil, hace depender todos los males de España de la caída de Espartero el 43; D. Aniceto Burguillos, que fue de la Guardia Real en tiempo de María Cristina, se lamenta de la caída del Estatuto. Reúnense junto a nuestra mesa algunos jóvenes estudiantes, varios capitanes y tenientes de infantería, y no pocos parásitos de esos que pueblan los cafés, probándonos que son tan pesados de pretendientes como de cesantes. Todos nos ruegan que les contemos algo de las felicidades pasadas para edificación de la edad presente, y sin hacerse de rogar cuenta D. Antero la del 56, D. Buenaventura se conmueve un poco y relata la del 43, D. Aniceto da doce puñetazos sobre la mesa, mientras narra la del 36, y yo mojando un terroncito de azúcar y chupándomelo después, les digo con este tonillo zumbón que no puedo remediar: «Vds. han visto muchas cosas buenas; ustedes han visto la de los grandes militares, la de los grandes civiles y la de los sargentos; pero no han visto la de los lacayos y cocheros, que fue la primera, la primerita y sin disputa la más salada de todas».

XIV

Me siento fatigado; pero es preciso seguir contando. Vds. están impacientes por saber de Inés: lo conozco, y justo es que no la olvidemos.

Llegué, pues, a Madrid muy temprano, y después de haber acomodado mi equipaje en la casa que tenía el honor de albergarme (calle de San José, número 12, frente al Parque de Monteleón), me arreglé y salí a la calle resuelto a visitar a Inés en casa de sus tíos. Mas por el camino ocurriome que no debía presentarme en casa de tales señores sin informarme primero de su verdadera condición y carácter. Por fortuna, yo conocía un maestro guarnicionero instalado en la calle de la Zapatería de Viejo, muy contigua a la de la Sal, y resolví dirigirme a él para pedir informes del Sr. Requejo.

Cuando entré por la calle de Postas, mi emoción era violentísima, y cuando vi la casa en que moraba Inés, me flaqueaban las piernas, porque toda la vida se me fue de improviso al corazón. La tienda de los Requejos estaba en la calle de la Sal, esquina a la de Postas, con dos puertas, una en cada calle. En la muestra, verde, se leía: Mauro Requexo, inscripción pintada con letras amarillas; y de ambos lados de la entrada, así como del andrajoso toldo, pendían piezas de tela, fajas de lana, medias de lo mismo, pañuelos de diversos tamaños y colores. Como la puerta no tenía vidrieras, dirigí con disimulo una mirada al interior, y vi varias mujeres a quienes mostraba telas un hombre amarillo y flaco, que era de seguro el mancebo de la lonja. En el fondo de la tienda había un San Antonio, patrón sin duda de aquel comercio, con dos velas apagadas, y a la derecha mano del mostrador una como balaustrada de madera, algo semejante a una reja, detrás de la cual estaba un hombre en mangas de camisa, y que parecía hacer cuentas en un libro. Era Requejo: visto al través de los barrotes, parecía un oso en su jaula.

Aparteme de la puerta, y alzando la vista observé otra muestra colocada en la ventana del entresuelo, la cual decía: Préstamos sobre alhajas. En la ventanilla donde campeaba tan consolador llamamiento, no había flores, ni jaulas de pájaros, sino una multitud de capas, que respiraban higiénicamente el aire matutino por entre los agujeros de sus remiendos y apolilladuras. Tras los vidrios pendía una mugrienta cortineja. Observé que una mano apartó la cortina; vi la mano, luego un brazo y después una cara. ¡Dios mío! Era Inés. Yo la vi y ella me vio. Pareciome que sus ojos expresaban no sé si terror o alegría. Aquel rayo de luz duró un segundo. Cayó la cortinilla y ya no la vi más.

Esto avivó en mí el deseo de entrar. ¿Cómo podían encontrarse en aquella vivienda las comodidades, los lujos, las riquezas que ponderaban los Requejos en su visita inolvidable? Para salir de dudas, doblé la esquina, y molí a preguntas al guarnicionero.

– Ese Requejo – me dijo- es el bicho de peores trazas que ha venido al mundo. Está rico; pero ya se ve… en casa donde no se come, ¿no ha de haber dinero? Porque has de saber que en el barrio corre la voz de que él se alimenta con las carnes de su hermana, y su hermana con las del mancebo, que por eso está como una vela. ¡Y cuidado si tienen dinero esas dos ratas!… Con la tienda y la casa de préstamos, se han puesto las botas. Verdad que por las prendas de vestir no dan más que la cuarta parte de su valor, con interés de dos pesetas en duro por cada mes. Cuando toman sábanas finas y vajillas dan una onza, con interés de cuatro duros al mes. En la tienda dan al fiado a los vendedores que van por los pueblos; pero les cobran cuatro pesetas y media por cada duro que venden. Dicen que cuando doña Restituta entra en la iglesia, roba los cabos de vela para alumbrarse de noche, y cuando va a la plaza, que es cada tercer día, compra una cabeza de carnero y sebo del mismo animal, con lo cual pringa la olla, y con esto y legumbres van viviendo. Una vez al año van a la botillería, y allí piden dos cafés. Beben un poquito, y lo demás lo echa ella disimuladamente en un cantarillo que deja escondido bajo las faldas, cuyo café traen a casa, y echándole agua lo alargan hasta ocho días. Lo mismo hacen con el chocolate. D. Mauro es vanidoso y gastaría algo más si su hermana no le tuviera en un puño, como quien dice. Ella tiene las llaves de todo, y no sale nunca de casa, por miedo a que les roben; y la casa es bocado apetitoso para los ladrones, porque se dice que en el sótano está la caja del dinero.

Estas noticias confirmaron la opinión que acerca de los tíos de Inés había yo formado. La primera pena que sentí al oír el panegírico de los dos personajes, consistió en la certidumbre de que me sería muy difícil introducirme y menos trabar amistad con sus dueños. En esto pensaba tristemente, cuando vino a mi memoria un anuncio que varias veces había compuesto en la imprenta del Diario, el cual decía: «Se necesita un mozo de diez y siete a diez y ocho años, que sepa de cuentas, afeitar, algo de peinar, aunque sólo sea de hombre, y guisar si se ofreciere. El que tenga estas partes y además buenos informes, diríjase a la calle de la Sal, esquina a la de Postas, frente a los peineros, lonja de lencería y pañolería de don Mauro Requexo, donde se tratará del salario y demás.».

Corrí a la imprenta del Diario a ver si aún se insertaba aquel anuncio, y tuve el gusto de saber que los Requejos no habían encontrado quien les sirviera. Abandoné mi profesión de cajista, y sin consultarlo con nadie, pues nadie me hubiera comprendido, presenteme en la casa de la calle de la Sal, declarándome poseedor de las cualidades consignadas en el anuncio.

Mi único temor consistía en que los Requejos recordasen haberme visto en Aranjuez, con lo cual recelarían de tomarme a su servicio; pero Dios, que sin duda protegía mi buena obra, permitió que ni uno ni otro me reconocieran, y si doña Restituta me miró al pronto con cierta expresión sospechosa y como diciendo «yo he visto esta cara en alguna parte», fue sin duda un fugaz pensamiento que no la decidió a poner obstáculos a mi admisión.

Cuando entré en la tienda, la primera persona a quien expuse mis pretensiones fue D. Mauro, el cual dejando un rancio librote donde escribía torcidos números, se rascó los codos y me dijo:

– Veremos si sirves para el caso. De un mes acá han venido más de cincuenta; pero piden mucho dinero. Como ahora quieren todos ser señoritos…

Llamada por su hermano, presentose doña Restituta, y entonces fue cuando me miró como más arriba he dicho.

– ¿Tú sabes – me preguntó la tía de Inés- lo que damos aquí al mozo? Pues damos la mantención y doce reales al mes. En otras partes dan mucho menos, sí señor, pues en casa de Cobos, después de matarles de hambre, danles ocho reales y gracias. Con que muchacho, ¿te quedas?

Yo fingí que me parecía poco, hasta intenté regatear para que no se descubriera mi propósito, y al fin dije, que hallándome sin acomodo, aceptaba lo que me ofrecían. En cuanto a los informes que me exigieron, fácil me fue conseguir la merced de una recomendación del regente del Diario.

– Doce reales al mes y la mantención – repitió doña Restituta, creyendo sin duda, vista mi conformidad, que había ofrecido demasiado. – La mantención, sí, que es lo principal.

¡Ay! El lector no conoce aún todo el sarcasmo que allí encerraba la palabra mantención.

– Por supuesto – dijo Requejo- que aquí se viene a trabajar. Veremos si sabes tú de todos los menesteres que se necesitan. Y aquí hay que andar derechito, sí señor; porque sino… Mírame a mí: yo era un jambrera lo mismo que tú, y en fin… con mi honradez y mi…

– La economía es lo principal – añadió la hermana. – Gabriel, coge la escoba y barre todo el almacén interior. Después irás a llevar estos fardos a la posada de la calle del Carnero; luego copiarás las cuentas; más tarde lavarás la loza de la cocina antes de mondar las patatas, y así te quedará tiempo para apalear las capas, encender el fuego y soplarlo, devanar el hilo de la costura, poner los números a las papeletas, aviar la lamparilla, limpiar el polvo, dar lustre a los zapatos de mi hermano y todo lo demás que se vaya ofreciendo.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
250 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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