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Читать книгу: «Episodios Nacionales: El 19 de marzo y el 2 de mayo», страница 10

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XXI

Aquella noche nos favorecieron doña Ambrosia de los Linos y el licenciado Lobo. La primera se quejó de no haber vendido ni una vara de cinta en toda la semana.

– Porque – decía- la gente anda tan azorada con lo que pasa, que nadie compra, y el dinero que hay se guarda por temor de que de la noche a la mañana nos quedemos todos en camisa.

– Pues aquí nada se ha hecho tampoco – dijo Requejo, – y si ahora no trajera yo entre ceja y ceja un proyecto para quedarme con la contrata del abastecimiento de las tropas francesas, puede que tuviéramos que pedir limosna.

– ¿Y Vd. va a dar de comer a esa gente? – preguntó con inquietud doña Ambrosia. – ¿Por qué no les echa Vd. veneno para que revienten todos?

– ¿Pero no era Vd. – preguntó Lobo- tan amiga del francés, y decía que si Murat la miró o no la miró?… Vamos, señora doña Ambrosia, ¿ha habido algo con ese caballero?

– ¡Ay! Le juro a Vd. por mi salvación que no he vuelto a ver a ese señor, ni ganas. ¡Demonios de franceses! ¿Pues no salen ahora con que vuelve a ser Rey mi Sr. D. Carlos IV, y que el príncipe se queda otra vez príncipe? Y todo porque así se le antoja al emperadorcillo.

– ¡Bah! – dijo Lobo. – Pues ¿a qué ha ido a Burgos nuestro Rey, si no a que le reconozca Napoleón?

– No ha ido a Burgos, sino a Vitoria, y puede ser que a estas horas me le tengan en Francia cargado de cadenas. Si lo que quieren es quitarle la corona. Buen chasco nos hemos llevado, pues cuando creímos que el Sr. de Bonaparte venía a arreglarlo todo, resulta que lo echa a perder. Parece mentira: deseábamos tanto que vinieran esos señores, y ahora si se los llevara Patillas con dos mil pares de los suyos, nos daríamos con un canto en los pechos.

– No: que se estén aquí los franceses mil años es lo que yo deseo – dijo Requejo. – Como me quede con la contrata ¡ay mi señora doña Ambrosia!, puede ser que el que está dentro de esta camisa salga de pobre.

– Quite Vd. allá. ¿Ni para qué queremos aquí franceses, ni zamacucos, ni tragones, ni nada de toda esa canalla que no viene aquí más que a comer? Pues ¿qué cree Vd.?, muertos de hambre están ellos en su tierra, y harto saben los muy pillastres dónde lo hay. Si es lo que yo he dicho siempre. Dicen que si Napoleón tiene esta intención o la otra. Lo que tiene es hambre, mucha hambre.

– Yo creo que tenemos franceses por mucho tiempo – afirmó el licenciado- porque ahora… Luego que nuestro Rey sea reconocido, vienen acá juntos para marchar después sobre Portugal.

– ¡Qué majadería! – exclamó la señora de los Linos. – Aquí nos están haciendo la gran jugarreta. Esta mañana estuvo en casa a tomarme medida de unos zapatos, el maestro de obra prima, ese que llaman Pujitos. Díjome que en el Rastro y en las Vistillas todos están muy alarmados, y que cuando ven un francés le silban y le arrojan cáscaras de fruta; díjome también que él está furioso, y que así como fue uno de los principales para derribar a Godoy, será también ahora el primero en alzarles el gallo a los franceses… ¡Ah!, lo que es Pujitos mete miedo, y es persona que ha de hacer lo que dice.

– Si me quedo con la contrata, Dios quiera que no se levanten contra los franceses – dijo Requejo.

– Si hay levantamiento – afirmó Restituta- y mueren unos cuantos cientos de docenas, esos menos serán a comer. Siempre son algunas bocas menos, y la contrata no disminuirá por eso.

– Has pensado como una doctora – dijo D. Mauro. – ¿Pero y si se van?

– Se irán cuando nos hayan molido bastante – añadió doña Ambrosia. – Pues no tienen poca facha esos señores. Van por las calles dando unos taconazos y metiendo con sus espuelas, sables, carteras, chacós y demás ferretería, más ruido que una matraca… ¡Y cómo miran a la gente!… Parece que se quieren comer los niños crudos… por supuesto que ya les verá Vd. correr el día en que el español diga: «por ahí me pica, y me quiero rascar».

– Eso es música – dijo Lobo. – Deje Vd. que vuelvan a Madrid el Rey y el Emperador, y verá cómo todo se arregla. D. Juan de Escóiquiz, que es amigo mío, y el primer diplomático de toda la Europa, me dijo antes de irse, que son unos bobos los que creen que Napoleón intenta destronar al rey de acá. Descuiden Vds. que como haya dificultades, mi canónigo las arreglará todas, que para eso le dio el Señor aquel talentazo que asusta.

– Napoleón no viene acá sino con la espada en la mano – continuó doña Ambrosia. – El padre Salmón de la orden de la Merced, que estuvo esta mañana en casa (y por cierto que se llevó media docena de huevos como puños), me dijo que a él no se le escapa nada, y que tendremos guerra con los franceses. Napoleón nos está engañando como a unos dominguillos. Ya ve Vd. hace quince días se dijo que venía, y en palacio enseñaban las botas y el sombrero que había mandado por delante. D. Lino Paniagua que vio aquellas prendas y las tuvo en su mano, me dijo que las botas eran grandísimas y casi tan altas como este cuarto. En cuanto al sombrero, dice que era tan grasiento, que un cochero simón no se le pondría, lo cual prueba que este emperador es un grandísimo gorrino, con perdón sea dicho.

– Veinte mil franceses tenemos aquí – dijo don Mauro con expresión meditabunda. – ¡Mucho pan, mucho tocino, muchas patatas, mucho pimentón, mucha sal, mucha berza, han de entrar por veinte y cinco mil bocas! Y dicen que traen hambre atrasada.

– Por supuesto, hermano – dijo Restituta- el dinerito por adelantado.

D. Mauro tomó un papel, y con profunda abstracción hizo cuentas.

– ¿Y de lo que sobre en el almacén no se podrá traer lo necesario para el gasto de la casa? – preguntó la digna hermana. – Porque están unos tiempos ¡ay!, señora doña Ambrosia: no se gana nada…

– Vaya, vaya – dijo doña Ambrosia. – Poco, mal y bien quejado. Más dinero tienen Vds. que las arcas del Tesoro. Y a propósito, Restituta, ¿cuándo se casa Vd.?

– ¡Jesús! ¿Quién piensa ahora en eso? No corre prisa.

– No pensará lo mismo Juan de Dios. ¿Y usted, Inesita, cuándo se decide?

– Ya está decidida – dijo vivamente Restituta. – La pícara harto disimula su satisfacción. Este la tiene muy mimosa.

– Esto está muy bien: una niña bien criada debe hacer ascos al matrimonio hasta que llegue el momento crítico. Pero hija, con la conversación se me ha ido el tiempo: son las diez… Adiós, adiós.

Fuese doña Ambrosia, desfiló al poco rato Lobo, y habiendo subido a acostarse las dos mujeres, quedaron solos en la trastienda el patrono y el mancebo haciendo las cuentas de la contrata.

Yo me acosté y dormí profundamente; pero a eso de la media noche, y cuando recogido también el amo, reinaban en la casa el sosiego y la tranquilidad me desvelaron unos agudos gritos, que al punto reconocí como procedentes de la exprimida laringe de Restituta.

– Sin duda hay ladrones en la casa – dije levantándome.

Restituta llamaba angustiosamente a su hermano, el cual salió con una tranca, diciendo:

– ¡Dónde están esos pícaros, dónde están para que sepan si soy hombre que se deja quitar el fruto de su honradez!

– No son ladrones – dijo Restituta con voz temblorosa a causa de la ira; – no son ladrones, sino otra cosa peor.

– ¿Pues qué son, con mil pares de diablos?

– Es que… – continuó la hermana, dirigiéndose al amo y a mí, que también había acudido con un palo. – Inesilla… bien decía yo que esa muchacha nos daría que sentir… es una loca, una mujerzuela, una trapisondista, una perdida de las calles.

– A ver… ¿qué ha hecho?

– Pues yo velaba, ella dormía, y de repente empezó a hablar en sueños. ¡Ay, no sé cómo no la estrangulé! Primero pronunció algunas palabras que no pude entender, después dijo así: «Juro que te querré siempre; juro que te querré cuando sea condesa, cuando sea princesa, cuando sea rica, cuando sea gran señora. Pero yo no quiero ser nada de eso sin ti». Estuvo callada un rato, y después siguió diciendo: «¡Cómo no he de quererte! Tú me arrancarás del poder de estas dos fieras… ¡Ay!, adiós: siento la voz del buitre de mi tío. Adiós…». Después la condenada niña, como si le parecieran poco estos insultos, llevose las palmas de las manos a su boquirrita, y se dio muchos besos. ¿Qué te parece, hermano? ¡No sé cómo no la ahogué! Sin poderme contener, arrojeme sobre ella; despertose despavorida, y al incorporarse se le cayó del pecho este ramo de violetas.

Al decir esto, Restituta mostraba en su trémula mano la terrible prueba del delito. Quedose don Mauro aturrullado y confuso, y luego tomando el ramo y mordiéndolo con rabia lo arrojó al suelo, donde fue pisoteado alterno pede por ambos furiosos hermanos.

– ¡Con que dice que soy un buitre! – exclamó él echando chispas. – ¡Un buitre! ¡Llamar buitre a un caballero como yo! ¡Bonito modo de pagar el pan que le doy! Ya le enseñaré los dientes a esa chiquilla. Pero ese ramo, ¿quién le ha dado ese ramo?

– Pero Mauro…

– Pero Restituta…

Y más se confundían los dos cuanto más se irritaban, y crecía su cólera a medida que aumentaba su aturdimiento, hasta que Requejo, recogiendo sus luminosas ideas en rápida meditación, dijo:

– Tiene amores con algún mozalbete de las calles. ¿Habrá entrado aquí? Esto es para volverse loco. Gabriel, Gabriel, ven acá.

Al punto comprendí que estaba en peligro de hacerme sospechoso a mis feroces amos, y como en este caso me arrojarían de la casa, imposibilitando de un modo absoluto la realización de mi proyecto, hallé prudente el desorientarles con una invención ingeniosa, que apartara de mí toda sospecha.

– Señor – dije a mi amo, – estaba esperando a que su merced acabara de hablar, para decirle alguna cosa que contribuya a descubrir esta picardía. Pues anoche cuando salí en busca del cuarterón de higos pasados, me pareció que vi en la calle a un señorito, el cual señorito miraba a estos balcones… y después, creyendo él que yo no le veía, arrojó una cosa…

– ¡Eso, eso fue… el ramo! – exclamó Requejo.

– Anoche mismo – continué- pensaba decírselo a su merced; pero como estaba ahí esa señora, y después se quedaron Vd. y D. Juan de Dios haciendo números…

– ¿Y ella se asomó al balcón? – preguntó Restituta.

– Eso no lo puedo asegurar, porque hacía oscuro y no vi bien. Pero encárguenme mis amos que esté ojo alerta, y no se me escapará nada. A fe que si Vds. me dieran la comisión de vigilar a la niña cuando salen de casa, la niña no se reiría de nosotros.

– ¡Esto no se puede aguantar! – exclamó fieramente D. Mauro. – Vaya, acuéstense todos, que mañana le leeré yo la cartilla a la señorita.

Retireme a mi cuarto, y desde mi cama oía al espantoso Requejo, hablando con su hermana.

– Nada, nada, esta semana me casaré con ella. Si no quiere de grado será por fuerza… Estoy furioso, estoy bramando. Mañana sabrá ella si soy yo Mauro Requejo, o quién soy. La encerraremos en el sótano, sin darle de comer. ¿Acaso vale ella el mendrugo de pan con que le matamos el hambre? Le diremos que no probará bocado, ni beberá gota hasta que no consienta en ser mi mujer… La encerraremos en el sótano, sí señor, en el sótano. Y si no quiere, palos y más palos. A fe que tengo yo buena mano de almirez… ¡Llamarme buitre esa rapazuela de las calles!… Estoy furioso… me la comería… Sí: que yo iba a dejarla escapar con el mozalbete del ramo… Se casará, sí, se casará, y si no, de aquí no sale, sino difunta… ¡Buen genio tengo yo!… Malas brujas me chupen, sino la caso conmigo mismo… Y si no quiere por blandas será por duras, la amarraré a un poste, la azotaré, la abriré en canal con el cuchillo de abrir las latas de pomada.

Requejo en aquel instante parecía un demonio escapado del infierno; y la primera luz de la aurora, entrando difícilmente en la oscura casa, le encontró despierto aún y vociferando como un insensato.

XXII

Dicho y hecho: desde la mañana del día siguiente, D. Mauro pareció dispuesto a llevar adelante su bestial propósito, el de precipitar el martirio de Inés, casándola consigo mismo, como él decía en su bárbaro lenguaje. La táctica de amabilidad y de astuta dulzura, recomendada por el licenciado Lobo, se consideró inútil, siendo sustituida por un sistema de terror, que ponía en fecundo ejercicio las facultades todas de doña Restituta. Antes de partir a la reunión donde D. Mauro y otros dos comerciantes debían ponerse de acuerdo para la subasta del abastecimiento, mi amo tuvo el gusto de plantear por sí mismo el nuevo sistema. Dispuso que Inés no saldría de su cuarto ni para comer, que los vidrios y maderas de la ventanilla que daba a la calle de la Sal, se cerraran, asegurándolas por dentro con fuertísimos clavos, y que se colocara un centinela de vista dentro de la misma pieza, cuya misión a nadie podía corresponder más propiamente que a Restituta.

Ya no era posible, pues, ni ver a Inés, ni hablarla, ni prevenirla, porque todo indicaba que aquella tenaz vigilancia no concluiría sino cuando los Requejos vieran satisfecho su ardiente anhelo de casar a la muchacha consigo mismos. Por último, llegaron las vejaciones ejercidas contra Inés hasta el extremo de notificarle enérgicamente que no vería la luz del sol sino para ir a casa del señor vicario a tomar los dichos. La situación de Inés era por lo tanto insostenible y tan crítica, que me decidí a intentar resueltamente y sin esperar más tiempo, su anhelada libertad. Para hacer algo de provecho, era indispensable aprovechar un día en que ambas fieras, macho y hembra, salieran a la calle a cualquier negocio, pues pensar en la fuga mientras nuestros carceleros estuviesen en la casa, era pensar en lo excusado. D. Mauro, ocupado en su contrata, salía con frecuencia; pero Restituta, imperturbable como esfinge faraónica, no se movía de la casa, ni del cuarto, ni de la silla. Para vencer tan formidable dificultad, discurrí a fuerza de cavilaciones el siguiente medio.

Mi seductora ama tenía la costumbre, harto lucrativa, de asistir a todas las almonedas que se anunciaban en el Diario, y hacíalo con la benemérita intención de pescar muebles, colchones, ropas, adornos de sala y otros objetos, que adquiridos por poco precio, vendía después en dos o tres prenderías de la calle de Tudescos, que eran de su exclusiva pertenencia, aunque no lo pareciese. Hacia el 15 de Abril tuvo noticia de un ajuar completo de ricos muebles puestos en almoneda en una casa de la plazuela de Afligidos. Habíales ella visto y examinado, y aunque le parecieron de perlas, no los tomó porque la dueña, que era viuda de un consejero de Indias, no se resignaba a entregar su única fortuna casi de balde. Regatearon: Restituta ofreció una cantidad alzada; mas no fue posible la avenencia, y volviose aquella a su casa sin aflojar los cordones de la bolsa, aunque harto se le conocía su desconsuelo por haber dejado escapar negocio de tal importancia. Pues bien, sobre aquella almoneda, sobre aquel regateo, sobre este desconsuelo, fundé yo el edificio de la invención que debía quitarme de delante a mi señora doña Restituta por unas cuantas horas.

Era un domingo, día 1º de Mayo. Salí por la mañana, y dirigiéndome a mi antigua casa, buscáronme allí una mujer que se encargó de llevar a doña Restituta el recado que puntualmente le di. Estaba el ama, a las cuatro de la tarde, sentada en el cuarto de la costura, cuando se presentó mi comisionada en la casa, diciendo que la señora de la plazuela de Afligidos consentía en dar los muebles a la señora de la calle de la Sal, por el precio que esta había tenido el honor de ofrecer.

Dio un salto en su asiento Restituta, y al punto su acalorada imaginación ilusionose con las pingües ganancias que iba a realizar. Se vistió con aquella ligereza viperina que le era propia, y después de cerrar el balcón y la puerta de la habitación de Inés, tuvo la condescendencia incomparable de entregarme la llave de la puerta que conducía a la escalerilla principal: encargó a Juan de Dios el mayor cuidado, y salió.

Cuando la vi salir, respiré con indecible desahogo. Pareciome que huía para siempre, llevada en alas de vengadores demonios.

Ya no podía perder un instante, y dije a mi amiga desde fuera.

– Inesilla, prepárate. Recoge toda tu ropa, y aguarda un momento.

La única contrariedad consistía ya en que Juan de Dios descubriese mi intriga, oponiéndose a nuestra fuga; pero yo contaba con la facilidad que ha existido siempre para cegar por completo a quien ya tiene ante los ojos la venda del amor. Bajé a la tienda, y ya desde el primer momento advertí que la fortuna no me era muy favorable, porque Juan de Dios estaba en conversación con dos militares franceses, y no era aquella ocasión a propósito para que me diera la llave falsificada que hacía falta.

Diré brevemente por qué estaban allí los dos franceses. Un oficial de administración militar fue en busca de mi amo para hablarle de no sé qué particularidades relativas al contrato de abastecimiento: acompañábale otro que me parecía teniente de la guardia imperial, el cual, entablada conversación con Juan de Dios, habló en incorrecto español y dijo que era del país vasco-francés. Como el hortera había nacido y criádose en el mismo país, al punto se las echaron los dos de compatriotas, y hubo apretones de manos. El extranjero era un mozo alto y rubio, de modales corteses y simpática figura.

– ¿No recuerda Vd. la familia Sajous, en Bayona? – dijo a Juan de Dios.

– ¿Pues no la he de recordar? Mi padre, D. Blas Arroiz, estuvo de escribiente en casa de Mr. Hipólito Sajous, en Bayona, y después en casa de otro Sajous en Saint-Sever – repuso Juan de Dios.

– El de Saint-Sever es mi padre – añadió el francés; – pero yo nací en Puyoo, donde aquel tiene una fábrica de tejidos. Me acuerdo de haber oído hablar en mi niñez de un administrador guipuzcoano que falleció en nuestra casa.

A este tenor continuaron hablando un cuarto de hora, hasta que al fin, después de mutuas felicitaciones y ofrecimientos, despidiose el francés, prometiendo volver a visitarnos. Yo estaba tan impaciente, que necesité disimular mi agitación para que no se me conociera en el semblante lo que traía entre manos. Sin perder tiempo, porque perderlo era perderme, dije a Juan de Dios:

– Vamos, amigo; este es el momento de entregar a la niña la carta amorosa que Vd. tiene escrita.

– Sí, chiquillo, aquí está – repuso mostrándome la epístola, que era un monumento caligráfico. – ¿Qué te parece este trabajo? ¿Has visto alguna vez letra como esta? Repara bien esa M y esa H mayúsculas. ¡Qué rasgos tan finos! Y esas letras con que pongo su nombre, ¿qué te parecen? Tres días de tarea eché en ese nombre divino, que como el de Jesús

 
Endulza el alma y la lengua
más que con la miel y azúcar,
con sólo sus cinco letras.
 

Este no tiene más que cuatro; pero ¡qué perfiles!, y toda la carta está lo mismo. No tiene más que once pliegos; pero me parece que es bastante. Como es la primera que le escribo, no debo marearla mucho: ¿no te parece?

– Me parece bien. Dos palabritas bien dichas, y basta por ahora. Pero lo que importa es llevársela cuanto antes, pues la espera con impaciencia.

– ¿Cómo que la espera? ¿Pues acaso tú le has dicho algo?

– No… verá Vd… Ella debe haberlo adivinado. Cuando la di el ramo díjele que se lo mandaba una persona de la casa que la quería mucho y tenía pensado sacarla de aquí: ella lo besó.

– ¡Lo besó! – exclamó el mancebo, tan conmovido, que algunas lágrimas asomaron a sus ojos. – ¡Lo besó! Es decir, se lo llevó a sus divinos labios. ¡Ah!, Gabriel, ¿crees tú que me corresponderá?

– No lo creo, sino que lo afirmo – respondí enérgicamente. – Pero venga la carta. Pues no se va a poner poco contenta. Ahora caigo en que me debe usted dar la llave que encargó al cerrajero, para que yo entre y le dé la carta en propia mano, porque no está bien visto que una cosa de tanta importancia se arroje así… pues.

– No: la llave no te la daré – contestó- porque no necesitas entrar. Quiero que esté sola, para que se entregue a sus anchas al placer de la lectura. ¿Con que dices que lo recibió bien?

– Pero la llave, la llave… ¿No me da Vd. la llave!

– No: la llave no te la doy. Déjala encerrada, que no faltará quien la saque pronto. ¡Ay!, si me atreviera a ir yo mismo, y a hablarla… Pero no. En la carta le digo mi amor y mis proyectos; le digo que la sacaré pronto de esta espantosa esclavitud, y que será mi mujer, mi mujercita, pues nos casaremos en tierras lejanas… ¿Sabes tú por dónde se va a alguna de esas islas desiertas que nos cuentan…? Iremos; porque has de saber, Gabrielillo, que yo soy rico. Yo he guardado mis ganancias desde hace veinte años. Lo malo es que todo lo tengo en poder de los Requejos… pero ya, ya tomaré yo lo que me pertenezca. Entre esta noche y mañana he de poner por obra mi plan. ¿Ves esta carta que tengo aquí para mi amo?, pues de esto depende todo. Cuando él lea esta carta… pero esto es un secreto… punto en boca.

– ¿De modo que no me da Vd. la llave?

– No. ¿Para qué? No quiero que la veas, no quiero que la hables, cuando yo no la hablo ni la veo. Al considerar que si entras en su cuarto te ha de mirar, siento unos celos… ¡Ay!, yo me muero, Gabriel; yo no duermo, ni como, ni bebo. Si no tuviera qué hacer me estaría día y noche paseando por los Melancólicos. Esta es mi única delicia, pensar en ella, representármela en la imaginación y entablar con ella unos diálogos que no tienen fin. A cada instante la abrazo y la beso a mis anchas, le pongo una flor en la cabeza, la llevo en mis brazos cuando está cansada, la arrullo, le canto para que se duerma y la visto por la mañana cuando despierta.

– Así es Vd. feliz – repuse; – pero si me diera usted la llave le contaría todo eso.

– No; yo se lo diré mañana, esta noche quizás – dijo Juan de Dios con exaltación. – ¿Pues qué crees tú que soy capaz de consentir un día más los martirios que padece? Gabriel: a ti te puedo confiar mis planes. ¡Esta noche, esta noche quedará Inés en libertad! ¿Tú sabes por dónde se va a alguna isla desierta?… Anda lleva la carta, se la arrojas por el tragaluz; ¿entiendes? Pobrecita: qué dirá cuando vea que hay quien se interesa por ella, quien la adora, y está dispuesto a sacrificar vida, hacienda y honor… Así se lo he dicho esta mañana al Santísimo Sacramento y a la Virgen María. Todos los días voy a misa y ruego por ella a Dios y a los Santos. Esta mañana cuando el cura alzaba el cáliz, le miré y dije: «Santísimo Sacramento de mi alma, yo amo a Inés. Si quieres que no la ame más que a ti, dámela. Nunca te he pedido nada. Con ella seré bueno, sin ella seré… lo que el demonio quiera». Anda, Gabriel; llévale de una vez la esquelita.

A este punto llegábamos, cuando entró D. Mauro con dos amigos. Diole Juan de Dios la carta de que antes me había hablado con tanto misterio, y cuando la hubo leído lanzó grandes exclamaciones de coraje, que a todos los presentes nos infundieron miedo. Al instante hizo salir a Juan de Dios con una comisión apremiante, y yo me retiré. Aunque el maniático no había querido entregar la llave, comprendí que no debía retroceder en mi empresa, y resuelto a todo, pensé en descerrajar la puerta de la prisión de Inés. Favorecía este proyecto la circunstancia de estar Requejo en coloquio muy acalorado con sus dos amigos, y además ignorante de la ausencia de su hermana.

Pedí auxilio a Dios mentalmente, y después de advertir a Inés para que estuviese preparada y me ayudase por dentro, cogí un pequeño barrote de hierro en figura de escoplo, que había en la sala de los empeños, y comencé la delicada obra. El miedo de hacer ruido me obligaba a emplear poca fuerza, y la cerradura no cedía. Canté en alta voz para ahogar todo rumor, y al fin ayudado por Inés, que empujaba desde dentro, logré desquiciar una de las hojas, que tuvimos buen cuidado de sostener para que no viniese al suelo.

– Estás libre Inés, vámonos. Huyamos sin tardanza – exclamé con locura. – Si nos detenemos un instante estamos perdidos.

Nos dirigimos a la puerta que conducía a la escalera exterior. Abrila yo, y salimos. Ya oscurecía. Un hombre bajaba de los pisos superiores, y se juntó a nosotros en la meseta. Advertí que nos miraba con sorpresa: observele yo a mi vez, y no pude menos de temblar reconociendo al licenciado Lobo, el cual extendiendo sus brazos como para detenernos, preguntó:

– ¿Adónde van Vds.?

– ¿Y a Vd. qué le importa? – dije con rabia viendo delante de mí obstáculo tan terrible.

Después, considerando que contra semejante cernícalo más convenía la astucia que la fuerza, añadí:

– Doña Restituta nos ha mandado salir en busca suya. Ha ido en casa de una amiga…

– Tú eres un picarón redomado – me contestó. – ¿A dónde vas con esa muchacha? Tunantes: ¡os fugáis de esta santa casa! Ya os arreglaré yo. Adentro pronto, si no queréis ir conmigo a la cárcel de Villa.

Mi desesperación no tuvo límites, y ahora celebro no haber tenido en aquel momento un puñal en mi mano, porque de seguro le hubiera partido el corazón al leguleño trapisondista.

– ¡Ah!, pícaro ladrón, ya te conozco, ya sé quién eres – continuó. – Esta noche precisamente pensaba venir a ajustarte las cuentas… No te había conocido, bribonzuelo; pero ya sé qué clase de pájaro eres… Ya tenía ganas de cogerte entre mis uñas.

Y efectivamente me tenía tan cogido, que no sé cómo no me desolló el brazo.

Inés lloraba. Lobo la asió también por un brazo y empujándonos hacia dentro, nos dijo:

– ¡Qué a tiempo llegué, pimpollitos míos!

Hice un esfuerzo desesperado para desprenderme de sus garras y me desprendí. Él entonces alzó el grito, exclamando:

– ¡Que se me escapa ese tuno… ladrones… acudan acá!

Subió precipitadamente D. Mauro, reuniose en el portal alguna gente, y acertando a llegar Restituta, poco después me encontraba entre ambos Requejos como Cristo entre los dos ladrones. Inés desmayada, era sostenida por el escribano.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
250 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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