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Читать книгу: «Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto», страница 4

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Pronto volvió a mi lado, contándome de este modo lo que había visto: «Pues allí va una señorona con más años que Matusalén, alta y de buenas hechuras. Su cara es blanca, con perfil de estatua: parece mismamente de mármol. Viste de luto y tiene aire de reina que ha perdido el trono. En el fondo del coche hay otras mujeres, y entre ellas una chavala guapísima… como los propios ángeles. La gachí parece una diosa de las que he visto pintadas en un libro que tiene don Florestán… No pude fijarme más porque ellas me miraban como choteándosede mí. Me dio vergüenza y me retiré en buen orden a mis posiciones, como dice el ayudante de Contreras».

Al partir el tren llenose nuestro coche de viajeros de Murcia, que alborotaban hablando a gritos de las cosas del Cantón. Unos ponderaban a Gálvez con extremadas hipérboles, asegurando que si le dejaran sería pronto el dominador de toda España; otros, con desmayado pesimismo, sostenían que el Cantón estaba perdido y que López Domínguez daría buena cuenta de aquella gentecilla, entre Año Nuevo y Reyes. Yo me desentendí de esta conversación, y reclinado en un ángulo del coche, mi mano en la mano de Leonarda, permanecí largo rato soñoliento y meditabundo, pensando en lo que mi amiga me contara de las damas que ocupaban el Reservado de Señoras. ¿IbaMariclío en aquel departamento? ¿Era Floriana la divina hermosura que Leona comparó con las diosas?

En estas ideas y en dudas tan crueles fluctuaba mi espíritu, que ya se asía fuertemente a la realidad rechazando toda relación con el mundo de las quimeras, ya se lanzaba disparado a embelesarse con las hermosas visiones Paganas y Mitológicas. Por momentos, el deseo y la curiosidad me aguijoneaban para correr hacia el coche donde iban las misteriosas viajeras; por momentos, el miedo a la desilusión y la idea de ser mal recibido me retenían, sujetándome a la única diosa de que yo podía disponer, Leona la Brava, divinidad terrestre, pedestre y de vuelo harto rastrero y prosaico.

En la estación de Hellín saqué un momento la cabeza por la ventanilla, y vi pasar a un hombre de soberbia talla y formas escultóricas. ¿Era el arrogante forjador de voluntades, padre presunto de las mil hijas de Floriana que, después de echar toda el agua fría del mundo sobre mi pasión por la Maestra educadora de pueblos, me arrojó desde lo alto de un talud, cual si yo fuera un muñeco inservible o un despreciable animalejo? Cuando advertí que el divino Titán, vestido con azul ropa de maquinista, se acercaba al Reservado de Señoras y subiendo al estribo departía con las incógnitas viajeras, llegué al colmo del espanto. Tembloroso me arrebujé en la manta y cerré los ojos para reconcentrarme de nuevo en mí mismo. «¿Qué te pasa?» – me preguntóLeona. Y yo respondí: «Me pasa… me pasa que he visto cómo resucita el Paganismo que creíamos muerto para siempre. Me pasa que he visto una figura…».

– ¿Pero a quién, a quién has visto? ¿Quién ha resucitado? – exclamó Leonarda con súbito terror, palideciendo. – ¿Es mi marido que ha vuelto ya de la isla desierta?

– No, hija, no. Tu marido… se lo comieron los peces y lo han digerido ya. La figura que he visto no es la de Cándido Palomo. Es la del forjador atlético hijo de los Dioses, padre de las mil maestras… renovador del Paganismo…

– ¡Bah, bah!; ésas son coplas. ¿Ya estás otra vez con la tecla de los paganistas? Pues ya sabes que el mejor paganismo es no pagar a nadie y cobrar todo lo que se pueda.

VII

En Chinchilla, donde bajamos a confortar nuestros estómagos con el agua de castañas almidonada que llaman café con leche los fondistas de las estaciones, me puso la mano en el hombro un señor a quien al pronto no conocí.

Era David Montero, totalmente transfigurado de ropa y rostro. Tenía la facha de un clérigo vestido de seglar. Se había quitado barba y bigote, y disimulaba con ligero tinte las canas de las sienes y de la nuca, bajo un gorro de terciopelo negro como el que usan los párrocos de aldea. «Hablemos quedito – me dijo sentándose junto a mí, – y no pronuncie usted mi nombre. Ya ve que voy disfrazado. Me escapé hace días, y en casa de un amigo de Balsicas me vestí de máscara para marcharme a Madrid… Leona me mira sonriendo. Sin duda me ha conocido. Adviértale que no venga ahora con aspavientos y que no me llame por mi nombre… Ya hablaremos, ya hablaremos. Dígame en qué departamento van, y si es de segunda como el mío pasaré un rato con ustedes».

Alegrándome mucho de ver a David, le indiqué que íbamos en el último coche. Antes de partir el tren ya estábamos reunidos los tres y entablábamos una grata conversación sin recelo de ser oídos, pues al pasar de Chinchilla sólo quedaron en nuestro departamento dos viajeros, que arrebujados en sus mantas dormían como lirones. «El Cantón está perdido, señor don Tito – me dijo Montero con voz apagada. – Lo estuvo desde 1.º de Diciembre. Ya sabrá usted la prisión de Carreras, Pozas y demás individuos del Ejército».

– Lo sé, lo sé – respondí. – Estoy bien enterado de todo. Desde que López Domínguez tomó el mando de las fuerzas Centralistas, los militares de la plaza se hacen cucamonas con los de fuera.

– ¡A quién se lo cuenta usted! – repuso David. – Yo he tenido algún trato con los Centralistas. Ello fue porque un primo mío, Carlos Montero, está de mecánico en el Cuartel General, donde le estiman mucho por los servicios que presta. He hablado con el Coronel Sánchez Molero, que ayer me dijo: «La fiesta de Reyes la celebraremos dentro de la Plaza». He hablado también con López Domínguez, quien, generoso, y muy satisfecho con las referencias que le dieron de mí, me aseguró que pedirá mi indulto. Pero mientras esa gracia viene, yo me pongo en salvo, amigo mío, que si se rinde Cartagena, lo primero que harán los vencedores será meter en chironaa toda la población penal. Y lo que es a mí no me pescan.

– Muy bien, David – dije yo, – ha hecho usted muy bien: libertad y vida nueva.

– Eso, eso – saltóLa Brava juguetona y alegre. – La idea de pasar de un mundo a otro la tuvo antes que usted, amigo Montero, una servidora. No más presidio: el mío era la pobreza, la vergüenza, el andar siempre entre gente groserota y vil o entre señoritos babosos y cargantes que todo lo ven bajo el prisma de la corcupicencia.

No pudimos prolongar nuestro coloquio porque Montero se quedó en Albacete, donde tenía un hermano. Allí descansaría breve tiempo, trasladándose luego a Madrid sin abandonar las precauciones que garantizaban su libertad. Díjome su nombre postizo, que era Simón de la Roda, añadiendo que se holgaría mucho de que nos viéramos en la Villa y Corte. De su paradero darían razón en el taller de Calixto Peñuela, un su amigo, famoso armero establecido en la calle de los Reyes, número 15… En Alcázar de San Juan, donde la parada fue muy larga, no me fue posible reprimir mi curiosidad, y me lancé a una indiscreta exploración del Reservado de Señoras, cuya portezuela estaba abierta.

Con gran asombro vi que el coche se hallaba vacío. ¿Qué se hizo de las misteriosas viajeras? ¿Se desvanecieron en los aires cual figuras que tenían su domicilio en los espacios imaginarios, o eran seres de carne y hueso que habían terminado su viaje? Busqué a las fantásticas damas a lo largo del andén; luego en la Fonda, y no hallé rastro de las princesas o señoras paganistas, como decía La Brava. Ésta, que era un águila para las averiguaciones por su metimiento y natural comunicativo, preguntó a un empleado del tren, el cual nos dijo secamente que el Reservado de Señoras había venido vacío desde Cartagena. La mentira y la verdad, enzarzadas y juguetonas, continuaban atormentando mi espíritu.

Nos hallábamos mi costilla falsa y yo consumiendo sendos chocolates con tortas de Alcázar, cuando se nos acercó un señor de más que mediana edad, alto y de buen porte, suelto de ademanes y de lengua, que saludó a Leona con despejo y gracia, felicitándola por verla camino de Madrid. Fue después al mostrador para pagar su gasto y el nuestro, y yo pregunté aLa Brava: «¿Este caballero es Prefumo o uno de los Paganes de Murcia?».

– Pagano es y de los buenos – me contestó mi amiga gozosa. – Pero no se llama Pagán.

Y cuando el caballero volvía del mostrador salió ella a su encuentro y hablaron un mediano rato lejos de mí. Al meternos en nuestro coche para continuar el viaje, mi esposa fortuita o accidental me dijo, con frase que por su extremada sinceridad parecía candorosa, que el paganole había propuesto pasarse a su departamento de primera y que él abonaría la diferencia del billete.

«¿Qué te parece, Tito? – agregó la moza con zalamería. – Sí tú lo consientes, voy; si no, no. Te digo esto, Titín, porque el ir con ese amigo me servirá para la introducción».

– ¿Qué quieres decir?

– Que para introducirme o como aquel que dice presentarse en la vida de Madrid, ese caballero poderoso me hará un buen avío. Aconséjame si debo ir o no. Aconséjame, hombre.

Con toda honradez y franqueza le contesté que siendo ella mujer libre y árbitra de su destino, podía tomar la senda que más le conviniese para el buen principio y orientación en la carrera que había emprendido. Mi fácil consentimiento produjo en ella un ligero chispazo del amor propio y fugaces monerías de coquetismo. Pero al fin quedó convencida, gracias a la perfecta lucidez con que yo expresé la rectitud de mis intenciones. Díjele que si en Madrid necesitaba de mí me encontraría en mi vivienda, calle del Amor de Dios. Como La Brava no dominaba el conocimiento de los números, señalé la casa con la infalible indicación de que junto a la puerta había una cacharrería y en ésta una tablilla anunciadora de burras de leche… En Aranjuez se consumó nuestro divorcio. No debo ocultar que si ella se fue un tanto pesarosa yo quedé medianamente triste.

Llegué a Madrid solito y tan campante. Al tomar un coche de punto vi de lejos a Leona la Brava con el caballero pagano, precedidos de un mozo cargado de bultos, y disponiéndose a entrar en el ómnibus de la Fonda Peninsular. En mi casa fui recibido con explosión de júbilo. A Rosita encontré más espigada, a Nicanora más barriguda, y a Ido transparente ya de puro espiritado. Una novedad de la vida hospederil me contrarió mucho: la que yo llamaba mi habitación estaba ocupada por una señora, a quien mis buenos patrones no podían echar para restituirme en el usufructo de aquel cuarto. Era una dama recomendada por Delfina Gil, la dulce beata traficante en ataúdes. ¿Era guapa aquella señora? Sí. ¿Joven? Regular, tal, cual… En fin; ya la veríamos.

Ayudándome a quitarme la ropa de viaje, el seráfico Ido me dijo: «Ya sabemos, señor don Tito, que los cabecillas cantonales le nombraron a usted Embajador de Constantinopla, y que usted propuso al Gran Turco pactar un Tratado de Alianza con la República Cartagenera… No se ría, no venga negándolo; aquí todo se sabe… Nos dijeron también que estuvo en Roma tratando de conseguir del Papado que se entendiera con Roque Barcia para establecer en Cartagena un catolicismo suave y democrático. Ahora… usted lo negará, porque diplomacia y reserva son una misma cosa… ahora, digo, viene usted a Madrid a negociar con el Gobierno las paces con el Cantón en condiciones honrosas para ambas partes… No se haga de nuevas… ¡Si aquí le están esperando!… Hace días estuvo en casa don Nicolás Estévanez a preguntar cuándo volvía usted. Luego vino con la misma cantinela un caballero que a mi parecer es el secretario del señor Maisonave, Ministro de la Gobernación».

– También vino – dijo Nicanora, que entraba con ropa limpia para hacerme la cama – uno que debía de ser el propio Castelar…

– Era él, era él – afirmó Ido dándose una palmada en la frente. – Era don Emilio con barba postiza.

– No, José, no; estás trascordado – repuso Nicanora. – Aquel caballero no traía barba… Pero si no era don Emilio, era Carvajal afeitadito… También estuvieron aquí don Luis Blanc, don Serafín de San José y un porción de santones, es a saber: el General Velarde, Solís, Moreno Rodríguez, doña Candelarita la escritora, y un tal Robledo Romero que me parece que es borbónico.

El mismo día de mi regreso al hogar patronil, hice conocimiento con la señora que ocupaba mi habitación. Era una dama de agraciado rostro, de estatura menos que mediana, edad incierta entre los treinta o treinta y cinco, tipo de lugareña fina, modosa y bien criada, el habla dulce aunque no exenta de viciosas concordancias, vestida con el hábito de los Dolores, limpia, peinada con esmero y un poquito perfumada.

«No es la primera vez que veo a usted, señor Liviano – me dijo, haciéndome sentar junto a ella en el sofá de los duros y punzantes muelles. – Yo soy vizcaína, de un pueblo que llaman Elanchove, y en Durango tuve el gusto de oír el discurso que usted nos echó sobre la República Pontificia, sermón bonita que si al pronto nos entusiasmó, luego vimos que irreverente burla era… Conozco a su padre de usted que fuertecito todavía está, aunque resentido de sus achaques. Trato mucho a su hermana Trigidia y a Ignacio Zubiri. Soy amiga de Pepita Izco, y algo parienta del cura Choribiqueta. Me llamo Silvestra Irigoyen, pero allá todos me conocen con el nombre familiar de Chilivistra… Conque ya ve que nos conocemos… Y ahora sólo me falta decirle que esperaba su vuelta como agua de Mayo para que me dé su auxilio poderosaen la pretensión que traigo a Madrid».

Atento a la buena señora, y sintiéndome ya ¿por qué no decirlo?, prendado de su modestia y dulzura melancólica, le dije que dispusiera de mí a todo su talante y voluntad.

«Tanto Delfina como este señor Sagrario y doña Nicanora – prosiguió Chilivistra – me han dicho que a usted no le niega nada el Gobierno. Cosa que pida es cosa lograda. Todos me aseguran que va usted para Ministro, y que ha venido al arreglo de paces con el Cantona».

Protestando con modestia de aquella supuesta privanza mía, le rogué que me diera razón de su cuita o desventura, y ved aquí lo que me contestó, echando por delante un gran suspiro: «Yo soy casada… No podré decir a usted si el casarme fue para mi felicidad o desdicha, pues de todo hay. Mi marido es… corazón de ángel y genio de todos los demonios. Pruebas mil tengo de su cariño, y en mi cuerpo no faltan señales de sus malos tratos. Se llama Gabino Zuricalday. En su familia todos son carlistas netos… Desde Febrero del año pasado mandaba el 5.º Navarro. Cuentan que era una fiera en los combates… Por dejarse llevar de su arrojo le coparon con otros en un encuentro que tuvieran con las avanzadas de Moriones cerca de Bacaicoa. Cuando le llevaban preso a Pamplona quiso escaparse y… ¡pim!, ¡pum!… sin lograr su objeto, Gabino mató a un guardia civil… Milagro fue que no le fusilaran. Hoy le tiene usted en la prisión militar de Logroño esperando sentencia de un Consejo de guerra… Más de un mes lleva en este suplicio; pero ello va despacio. Militares hay del Ejército liberala que se interesan por él; mas no faltan otros que no pararán hasta la vida quitarle… Oído el parecer de mi familia, y el consejo de mi confesor, vine a Madrid para poner cuanto esté de mi parte en la santa obra de salvar a ese desgraciado».

– Procede usted – le dije yo efusivamente apretándole las manos – como esposa cristiana que olvida las ofensas y obra conforme a la divina ley de amor. Porque si es verdad que su bello cuerpo conserva señales de malos tratos…

Chilivistra me interrumpió diciendo con presteza: «Cardenales fueron y tantas que llevaba yo sobre mí todo el Sacro Colegio. Mas tiempo ha que no dolerme. Mi confesor, santo siervo de Dios y de don Carlos, me ha dicho que perdone al marido mala que me ofendía… y ello no era más que cuando se arrebataba por la bebida o se encalabrinaba porque le había soplado mal el naipe… El Altísimo y mi conciencia me gritan que emprenda la campaña de redención. Lo hago no sólo por mí sino por el mi hijo… Se me olvidó decirle que tenemos un niño de siete años al cual he dejado en casa de los mis padres… ¡Ayúdeme usted, don Tito, en esta empresa cristiana, y si en ella salimos triunfosganaremos el cielo!».

Lo que yo mayormente quería ganar era la ternura indecisa de sus ojos, tras de los cuales entreveía los cielos infinitos del amor. «Señora cristiana y dolorida – exclamé con arranque, – yo, como buen caballero, me pongo al servicio de usted, y no tendré paz ni sosiego hasta que rematemos el alto empeño de rescatar la vida de su esposo. Hoy mismo veré a Sánchez Bregua, a Castelar. Mi grande amigo Emilio no me dará una negativa…».

Chilivistra quedó muy complacida, y yo salí de su presencia revolviendo en mi mente un plan de campaña que me pareció inspirado en la lógica más pura. Con el súbito recuerdo de mis admirables éxitos, en la primera mitad del año que expiraba, se renovó en mí la firme convicción de que cuantas peticiones hiciese a los Ministros serían inmediata y satisfactoriamente resueltas, por obra y gracia de mis invisibles espíritus familiares. En aquel poder hermético confiaba yo para conseguir la libertad del prisionero y hacerme dueño de su interesante y acardenalada esposa.

Imaginando que me bastaría poner una expresiva carta a mi amigo Eleuterio Maisonave para que el prodigio se realizase con la presteza sobrenatural de marras, puse en ejecución mi pensamiento, y allá fue la epístola que a mis queridos espíritus daba tarea en qué pasar el rato… Refrescado y vestido de limpio me eché a la calle en busca de mis camaradas, y tuve la desgracia de no encontrar a ninguno.

Silvestra, sola o con Delfina, iba diariamente a misa, y las más de las noches a los oficios que se celebraban en las iglesias próximas. Pero no creáis, lectores píos, que era una de esas beatas apestosas y cargantes que son verdadero antídoto contra el pecado. Largo espacio de la mañana empleábalo en la limpieza y arreglo de su bella persona, y cuando salía tan bien apañada y elegantita, daban ganas de ir en su seguimiento y arrodillarse con ella ante los altares. El 1.º de Enero de 1874, se me ocurrió salir en su acecho y la sorprendí hociqueando en la rejilla de un confesonario. Mas no por esto se amenguaban su gracia y atractivos. Algunas veces, después de dar un paseíto por el barrio, volvía trayendo en su pañuelo naranjas o peladillas compradas en los puestos de Antón Martín. Jamás conocí santurrona tan sugestiva y simpática.

Fiado en la intervención de mis amigos del otro mundo, daba yo a Chilivistra seguridades de un éxito feliz en nuestra empresa de salvamento, y una tarde, acompañándola con su permiso a la iglesia de Montserrat, donde había sermón y Manifiesto, pude advertir que cuando yo le hablaba de la libertad de su marido no parecía tan contenta como era de suponer. Llegué a formar la opinión de que los anhelos de la dama dolorida y coquetona se satisfarían con obtener la vida de Zuricalday, y conseguido esto… que le mandaran lejos, lejos, a Filipinas por ejemplo, poniendo así la mayor distancia posible entre el adorable cuerpo de la señora y la mano impía del esposo.

No se me olvida la fecha de estas insignificantes ocurrencias y vanos coloquios. Era el 2 de Enero. Deseoso de ponerme en contacto con mis amigos me fui al Congreso, donde el invisible poder de Mariclío me llevó a presenciar los memorables acontecimientos de la noche del 2 y madrugada del 3 de Enero de 1874… ¡Dame tu aliento, sostén en mí la acendrada devoción de la verdad, divina Madre y Maestra!

VIII

El primer amigo con quien tropecé en los pasillos fue Moreno Rodríguez, a quien debí las referencias que me dieron un rumbo fijo en la corriente histórica. Díjome que las mayores dificultades acumuladas sobre el Gobierno Castelar provenían de la inquietud de los Intransigentes y de la cuestión de los obispos. «Ya sabes – añadió – que sin aquiescencia de Roma nombraron Arzobispo de Cuba al padre Llorente, íntimo de Martos, y Obispo de Cebú al amigo Alcalá Zamora, demócrata de buena cepa, que siendo diputado en las Constituyentes del 69 votó la Libertad de Cultos vestido de clérigo. Sabes también que el Papa se negó a preconizar a estos prelados, y que han pasado largos meses sin que el Gobierno español y el Vaticano se entiendan».

– Ya, ya lo sé – contesté yo. – Dicen que Pío IX está afligidísimo.

– Naturalmente – repuso mi amigo-; lo está siempre que no puede tener a los países católicos bajo su sandalia. El nuestro se las mantiene tiesas con Roma desde el 68, y por eso el Pontificado ha tenido que cantar la palinodia, conviniendo un modus vivendi con el Gobierno Castelar para la provisión de las mitras vacantes, que son muchas. Los jesuitas querían que el Papa nombrase los nuevos obispos arrebatando al Gobierno el derecho de presentación, y hasta tenían preparada una hornada de clérigos carcundas para encasquetarles la mitra. Pero Masttai Ferretti vio que mermaban los chorros del dinero de San Pedro, y acabó por entenderse bonitamente con la República española. Esto es un éxito indudable del Gabinete Castelarino, ¿no te parece, querido Tito? Pues verás qué amarguras y contratiempos le aguardan al bueno de don Emilio. Salmerón está que echa bombas, y me parece que oigo ya los ruidos lejanos de la tempestad que se acerca.

Poco después di de manos a boca con Pablito Nougués, que compartía con Eugenio García Ruiz el fervor unitario. De lo que me contó el inteligente y simpático periodista, redactor-jefe de El Pueblo, deduje que la eterna discordia entre unitarios y federales era por aquellos días violentísima. La más clara expresión del odio que unos a otros se tenían es la frase pronunciada por un rabioso Intransigente: «Entre una República que no sea Federal y la Monarquía, preferimos la Monarquía». Este relámpago no fue el último que me deslumbró aquella tarde en la cálida atmósfera del Congreso.

En diferentes grupos, donde encontré amigos muy queridos, pude oír el retumbar horrísono de la tempestad que se aproximaba. Salmerón, ya muy esquinado con el Gobierno, estimando el Modus Vivendi episcopal supremo error y violación del credo republicano, escogió este tema para cantarle a Castelar el De profundis y dar con él en tierra.

Una Comisión de diputados se acercó a don Nicolás, rogándole que depusiera su actitud contra el Gobierno. Mas no lograron rendir la tenacidad del filósofo, que condensó su negativa en esta implacable sentencia: Sálvense los principios y perezca la República. Tal fue el segundo relámpago deslumbrador que me anunciaba el rápido avance de la tormenta. El espantable fallo del Presidente de las Cortes arrancó lágrimas a los leales republicanos que más de una vez jugaron su vida en las conspiraciones y en las barricadas.

No queriendo abandonar el Congreso entre la sesión de la tarde y la de la noche tomé un piscolabis en la Cantina con Martínez Pacheco, Castañeda, Olías, Morayta. Éste nos dijo que el voto de gracias al Gobierno, que presentaron a primera hora de la tarde, se discutía calurosamente. Castañeda refirió que estando aquella mañana en la casa de Castelar, calle de Serrano, don Fernando Álvarez, pariente del gran tribuno, y otros amigos allí presentes, aconsejaron al Presidente del Poder Ejecutivo que se resolviera a dar el golpe de Estado. Don Emilio contestó que su honor rechazaba no sólo la idea, sino hasta la frase golpe de Estado, y que a las Cortes iría sin vacilar, afrontando todo lo que pudiera ocurrir.

Martínez Pacheco, uno de los políticos más ligados al jefe de la Situación, nos contó sigilosamente que Castelar había conferenciado con Pavía en el despacho de la Presidencia para informarle de los rumores por todos oídos de que intentaban sublevarse contra las Cortes Soberanas. El General lo negó en redondo. Don Emilio entonces le exigió palabra de honor de que decía verdad. Pavía, dando su palabra, dijo textualmente: «Jamás, jamás me sublevaré yo ejerciendo mando». Oído esto convinimos todos en que no había peligro por aquel lado. Don Manuel Pavía y Alburquerque, ayudante de Prim, tuvo siempre estrechas relaciones con los republicanos y era el General que más confianza podía inspirar a todos.

En la sesión nocturna se fue avivando el debate, no sé si sobre la proposición de Morayta y Olías o la indispensable de No ha lugar a deliberar. Subí a la tribuna de la Prensa y oí discursos de los conservadores favorables al Gobierno. Romero Robledo dijo que habiendo apoyado a Pi y Margall y a Salmerón cuando eran Poder, no podía negar su voto al Gabinete Castelar. En el propio sentido habló don Agustín Esteban Collantes, que sintetizó su pensamiento en esta frase feliz: «Si un regimiento de Granaderos entrase por esas puertas y se hiciese dueño del Poder, yo sería de los vencidos, ya triunfasen las turbas, ya los Granaderos…». Relámpago intenso que me hizo cerrar los ojos.

Defendió al Gobierno, entre otros, el eximio catedrático don Francisco de Paula Canalejas, que fijó la cuestión política en estos precisos términos: «Si el Ministerio debe caer, es preciso sepamos cuál es la solución que ha de sustituirle». Atacaron, sin acritud Benítez de Lugo, y con sin igual dureza Corchado y Labra, quienes intentaron presentar a Castelar como sospechoso a los republicanos. No pudiendo formar Gobierno ningún hato suelto del rebaño parlamentario, se imponía un Gabinete sintético o de conciliación; pero como era imposible armonizar la Izquierda con el Centro, y la Derecha con los Intransigentes, resultaba un embrollo de todos los diablos o un nudo que los dedos más hábiles no podrían deshacer.

En esto sonó el primer trueno de la ya inminente tempestad. Salmerón, que había dejado la silla presidencial, soltó en un escaño próximo al reloj el raudal de su elocuencia altísona y majestuosa. Sus negros ojos fulgurantes, su lucida estatura y la solemnidad de sus ademanes, completaban el mágico efecto del orador sobre sus embelesados oyentes. Mostrose ufano de haber contribuido a formar la Derecha, que definió de este modo: «Partido eminentemente republicano, esencialmente democrático en los principios, radical en las reformas, pero conservador en los procedimientos; partido de paz, de orden, de imperio, de ley, de autoridad». A mi lado, los periodistas, comentando estas palabras, dijeron que la Derecha no la había formado Salmerón con sus vacilaciones, sino Castelar con su continua propaganda. Don Emilio era el representante legítimo y autorizado de la Derecha.

Prosiguió el filósofo sosteniendo que Castelar había roto la órbita de la política conservadora, y trató de probarlo exponiendo vagas generalidades acerca del Ejército, del partido conservador monárquico, de reformas administrativas y de economía de los gastos públicos, sin aludir ni por asomo a la cuestión de los obispos, móvil, según creíamos, de aquella gran borrasca. Se guardó muy bien de indicar cuáles eran las economías y reformas administrativas que, según él, debió Castelar implantar y no lo hizo. Tampoco dijo nada que permitiese apreciar la diferencia entre las disposiciones referentes al Ejército dictadas por don Emilio y las que él adoptó en el período de su mando.

Las únicas afirmaciones, por cierto nada tranquilizadoras, del orador fueron éstas: «Soy inhábil, soy incapaz para el Gobierno mientras las actuales condiciones no cambien: ni pretendo, ni demando, ni acepto el Poder. Si no es posible salvar la situación presente dentro de la órbita del Partido Republicano, antes que romperla nosotros con mano sacrílega, digámoslo a la faz del país; declaremos que no es posible gobernar con nuestros principios, con nuestros procedimientos: así quedará nuestra conciencia tranquila de no haber profanado el Poder, de no haber hollado nuestras sagradas convicciones».

Aunque no sonaron fuertes aplausos, las señales de asentimiento que advertimos en toda la Cámara, nos demostraron que había herido gravemente al Gobierno el discurso del filósofo sin realidad, según la sabida frase castelarina. Había llegado el momento supremo. El Presidente del Poder Ejecutivo se levantó arrogante, ansioso de mostrar en aquel torneo la pujanza de su nombre, de su elocuencia y de su honor, como jefe de la democracia gubernamental.

Empezó su discurso el inmenso tribuno con estos ardientes apóstrofes: «Soy sospechoso al Partido Republicano porque le digo que él solo no puede salvar la República; porque le digo que está hondamente dividido y perturbado; porque le digo la verdad, como se la dije a los Reyes, y añado que no gobernará como no condene enérgicamente y para siempre a esa demagogia». (Señalando a la extrema izquierda.)

Fijó luego su significación gubernamental, constante en su vida pública. Sostuvo que nada hizo en el Gobierno que no hubiera defendido en la oposición y expuesto en su programa al ser elevado al Poder. Notó los servicios prestados por él a todos los Gobiernos de la República, de quienes fue ministerial ardiente aun sin compartir sus opiniones, por no mermarles autoridad. Luego prosiguió así: «Tenemos todo lo que hemos predicado. Tenemos la Democracia, tenemos la Libertad, tenemos los Derechos Individuales, tenemos la República. Dos reformas no más necesitamos: la primera es la separación de la Iglesia del Estado; la segunda es la abolición de la esclavitud en Cuba».

El relampagueo y tronicio continuaban, con fulgores y sonidos más próximos. Un diputado interrumpió: «¿Y la Federal?». Don Emilio repuso con acento iracundo: «Eso… eso es organización municipal y provincial. Ya hablaremos más tarde; no merece la pena. ¡El más federal tiene que aplazarla por diez años!». En los bancos de la Intransigencia produjeron enorme tumulto las frases del tribuno. Una voz dijo: «¿Y el proyecto de Constitución?». Castelar lanzó esta respuesta fulminante: «Le enterrasteis en Cartagena».(Sensación profunda en la Cámara y contradictorias manifestaciones.)

El Jefe del Gobierno puso término a su discurso con estas palabras: «El Partido Republicano tiene que transformarse en dos grandes partidos: uno de acción, progresivo, muy progresivo, a quien le parezcan estrechas y mezquinas nuestras ideas; y otro pacífico, nada de dictatorial, nada de autoritario, nada de arbitrario; legal, muy legal, demócrata, muy demócrata, pero con grandes instintos de consolidación y conservación… Mi política es la natural y podréis maldecirla, pero no sustituirla, porque ante la guerra no hay más política que la guerra».

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
260 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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