Читайте только на ЛитРес

Книгу нельзя скачать файлом, но можно читать в нашем приложении или онлайн на сайте.

Читать книгу: «Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto», страница 12

Шрифт:

XX

A las voces de Tordesillas acudieron los que estaban más próximos. El cuerpo del General en Jefe cayó en tierra. Tal fue la consternación y el espanto de los primeros espectadores de la terrible escena, que todos quedaron un momento mudos. Los ayudantes de Concha, creyendo que aún vivía el caudillo, le desabrocharon el impermeable y levita, haciendo saltar botones y rasgando ojales. Nada vieron que no indicase la seguridad de una muerte instantánea. Pronto se formó un grupo espeso en el cual nadie osaba determinar cosa alguna. ¿Qué pensar, qué decir, qué hacer…?

Por fin, entre los ayudantes y Tordesillas discurrieron lo único práctico en trance tan fatídico. Ante todo urgía apartar de allí el cadáver. Con gran trabajo, por la pesadumbre del recio cuerpo exánime, colocaron éste sobre un caballo y sigilosamente fue conducido al pueblo de Abárzuza, evitando que las tropas pudieran darse cuenta de la catástrofe. La triste caravana, fatal término y desenlace de un acto militar que debió ser glorioso, deslizábase furtiva por los campos como una decepción horrenda, o una burla del Destino que quiere sustraerse a la mirada humana, y aun a los ojos de la Historia. La media luz crepuscular, alumbrando este paso solemne y medroso, daba a la escena la intensa melancolía de las grandezas caídas súbitamente en los abismos de la nada.

El primer Jefe que se presentó en Abárzuza fue el General Echagüe, que enterado del desastre tomó el mando del Ejército a pesar de hallarse muy enfermo. No olvidaré nunca la cara del Conde del Serrallo cuando vio el cadáver de su amigo y maestro. El dolor concentrado y mudo no tuvo jamás expresión más fiel que la que le dieron aquellas facciones duras, angulosas, de soldado curtido en cien combates. La primera determinación de Echagüe fue convocar Consejo de Generales y Brigadieres. Se reunieron sin demora los que estaban más cerca de Abárzuza: Beaumont, Burriel, Reyes, Blanco, Bargés y el Coronel de Artillería señor Echaluce. Por unanimidad acordose la retirada del Ejército a Tafalla para el amanecer del siguiente día. Y al cabo se circularon órdenes a fin de que el movimiento se realizase aquella misma noche.

Las tropas se pusieron en marcha. El desfile de las de la derecha fue protegido por las del centro. Las de la izquierda mantuviéronse en sus posiciones hasta que desfilaron todas las demás. El cadáver del Marqués del Duero fue colocado con misterio sigiloso en un furgón de Artillería, y los heridos quedaron en Abárzuza confiados a la humanidad del enemigo. Como el éxito de la operación dependía del tiempo que se ganase y de que los carlistas no advirtieran la retirada, se apresuró ésta todo lo posible y se tomaron minuciosas precauciones. Determinose prohibir a los vecinos de los pueblos por donde había de pasar la tropa el encender luz ni fuego en las casas; se advirtió a todo el Ejército que nadie podía fumar, del General en Jefe para abajo; se conminó con penas severísimas al que imprudentemente produjera el menor ruido. De este modo, bajo la protección del silencio y de las sombras, realizose el prodigio de que antes de amanecer hubiera desfilado ya la muchedumbre armada, incluso la Artillería y los convoyes, por delante de las posiciones de Villatuerta, sin que los realistas sospechasen siquiera lo que ocurría en el campo liberal.

Ya era día claro y nos aproximábamos a Oteiza cuando los carlistas se dieron cuenta del fúnebre desfile. Tarde conoció el enemigo su engaño, y fue inútil cuanto intentó para molestar a nuestras tropas. Las columnas delanteras donde iba el furgón mortuorio avivaron el paso. Las de retaguardia, combinadas con las fuerzas de Rosell y de Reyes, tomaron posiciones y contuvieron el tardío movimiento de los soldados de Dorregaray, retirándose después por escalones con el orden más perfecto. No se perdió ni un hombre, ni un fusil, ni un cañón, ni una acémila, ni un carro del convoy: la retirada dispuesta por Echagüe en Abárzuza fue una brillante aunque triste página militar. En las encarnizadas acciones del día 27, las bajas del Ejército de Concha habían sido: 121 oficiales y 1.300 individuos de tropa fuera de combate, más 268 extraviados y prisioneros.

Seguimos a buen andar, bordeando los montes de Baigorri; hicimos una corta parada en Larraga para tomar alimento; y dejando a la derecha los altos de Val de Ferrer, a media tarde llegamos a Tafalla, donde tuve el descanso que mis asendereados huesos imperiosamente reclamaban. Mi oficioso espolique me buscó cerca de la plaza un alojamiento muy aceptable. Allí platiqué con mis amigos, comentando cada cual según su entender las bravas refriegas y el inmenso desastre que mató en flor las hermosas esperanzas del Ejército liberal. Enaltecieron todos el saber estratégico, la genial maestría y la bravura del héroe muerto que trajimos en mísero furgón, ocultándolo como si fuera un robo que se había hecho a la Fatalidad.

Entre los oficiales que conmigo formaban corro alrededor de una mesa, bebiendo y fumando, había un Teniente de Infantería muy desahogado, sobrino según creo de una persona de alta significación en la política, el cual, colmando de alabanzas la figura militar del Marqués del Duero, aseguró (sabiéndolo de buena tinta) que el primer acto de éste al entrar en Estella, si a entrar llegara, hubiera sido proclamar Rey de España al Príncipe Alfonso. La irrespetuosa manifestación de aquel jovenzuelo llevó nuestro coloquio al vértigo de las disputas políticas, y se oyeron las opiniones más peregrinas, diferentes en estilo y criterio, flemáticas unas, ardientes las otras. Queriendo yo poner término a la controversia dije estas palabras: «Caballeros; no pierdan el tiempo discutiendo lo que pudo pasar y no ha pasado… Descuiden que todo se andará. Lo que hizo Concha lo harán otros, y estas peleas horribles acabarán poniéndose todos de acuerdo para llegar a un feliz arreglito, cuya finalidad será que nos gobierne el Nuncio».

Antes de entregarme al descanso fui al Ayuntamiento, a punto de las diez, deseoso de presenciar las primeras honras que se tributaron al grande hombre muerto, reuniendo en un solo acto el esplendor militar y la escasa pompa religiosa que en aquel pueblo pudo ostentarse. Arreglado y compuesto el cadáver, sin que desaparecieran las huellas de una muerte gloriosa en el campo de batalla, le colocaron en un ataúd decoroso. Paños negros y blandones encendidos completaban el triste cuadro. Las facciones del héroe apenas habían sufrido alteración. Ignoro si hubo o no embalsamamiento. Permanecía tal como le vi en el instante de caer del caballo: el ceño fruncido, apretados los labios cual si aún durase el dolor de la herida que le mató, el corto bigote rígido, la frente surcada de arrugas. Por un momento creí yo adivinar dentro de aquel cráneo la visión de su postrer arranque frustrado, y el agotamiento de su voluntad al expirar el día.

Bien dijo el que dijo que tras de las pisadas duras de la tragedia suele ir el blando paso de la comedia. Así lo quiere la complejidad tumultuosa de nuestra vida, y yo lo confirmé aquella noche con el descomunal contraste que voy a referiros. Hallábame en mí cuarto con El Sargentico y a meterme en la cama me disponía, cuando sonaron golpecitos en la puerta. Fugaz presagio cruzó por mi cerebro. El sonido seco de la madera me delataba los nudillos de una persona conocida. ¿Sería Chilivistra?… Sí, sí; era ella, ¡Dios!… Apenas pronuncié yo el adelante, abriose la puerta y penetró de rondón la señora mística y destornillada. Venía bien arregladita, con el hábito de los Dolores. En su bello rostro notábase, fresco y reciente, un discreto aliño de colorete y polvos.

«Pero mujer, ¿qué es esto? – exclamé indicándole un sillón cojitranco. – ¿Qué buscas, qué quieres, cómo has venido aquí?». Y ella, serena y flemática, me contestó: «Desde lejos he seguido tus pasos, sabiendo día por día y hora por hora dónde estabas. Razón tuve de tu alojamiento en cuanto llegamos aquí, a eso de las diez. En esta misma posada buscamos albergue. Tú no te enteraste porque habías ido al Ayuntamiento a ver el cadáver del pobrecito Concha».

– Según eso, no has venido sola – exclamé yo, aterrado ante la idea de habérmelas con el elegante caballero, Administrador de Rentas de Vitoria.

– Solita hubiera venido – afirmó Silvestra, – sin más compañía que mi anhelo de verte. Pero traigo conmigo dos personas respetables que, compadecidas de mis infortunios, no han querido separarse de mí en todo el viaje, y me seguirán, según dicen, hasta donde yo vaya. Una de estas buenas almas es el Capellán de las Brígidas. La otra, una señora mayor con quien hice conocimiento en el trayecto de Vitoria a La Guardia. Es dama muy principal, de finísimo trato y mucho saber. Conversamos, intimamos y nos hicimos muy amigas.

Oyendo a la voluntariosa mujer me maravillaba de los enredos e imaginarias historias que se traía. Mi estupefacción llegó al colmo cuando me dijo, para darme pormenores de sus compañeros de viaje: «El Capellán de monjas, para que te enteres, es el padre Carapucheta, que como recordarás, estaba de Rector en el Oratorio del Olivar. La dama es una matrona de regia estirpe… No te rías… que a ti te conoce mucho y te llama su muñeco. Su nombre es… ¿no lo adivinas?… Doña Mariana».

Este nombre retumbó en mi cerebro como el eco de un cañonazo… Se nublaron mis ojos, no sabía lo que me pasaba. «Tú – dije a Silvestra, poniendo mis manos trémulas junto a su rostro, – o padeces un mal que te sugiere los absurdos más desatinados, o posees una imaginación que deja tamañitos a todos los inventores de fábulas, a todos los poetas del mundo. Si esa Doña Mariana no es engendro de tu caletre enfermizo, quiero verla ahora mismo. Pronto, pronto».

Grave y serena se levantó Chilivistra, y cogiéndome la mano, me dijo: «Pues ven a verla. Bien cerca la tienes. Dos puertas más allá, en este mismo pasillo. Ven, Tito, ven».

Momentos después, mis ojos, asustados de su propia visión, distinguieron la imagen o la persona de Mariclío en una estancia mal alumbrada, anchurosa, con las paredes cubiertas de viejos cuadros al óleo ennegrecidos por el tiempo. En un sofá de dos cabeceras y respaldo de crines, modelo antiquísimo que sólo se ve ya en alguna fonda de pueblo, estaba la excelsa Madre, apoyada en una de las cabeceras, en actitud de tristeza y cansancio. Adelanteme hacia ella con timidez y respeto…

Las primeras palabras articuladas por sus labios augustos determinaron súbitamente en mí la transformación de lo interno y lo externo, de todo cuanto yo llevaba en mi espíritu y de lo que mis sentidos podían apreciar. La estancia creció desmesuradamente, la figura olímpica se agigantaba, y su voz llegó a mis oídos como lejana música. Mi turbación no me permitió retener el justo sentido de aquella música. Creo que me dijo: «Lo que has visto de esta guerra estúpida yo también lo vi… La Fatalidad, ley que viene de muy alto, impidió al gran soldado dar un golpe decisivo… No creas que puedan concluir estas luchas de otro modo que por conciertos y cambalaches como los de Vergara… Tu pobre España gemirá, por largos años, bajo la pesadumbre del despotismo que llaman ilustrado, enfermedad obscura y honda, con la cual los pueblos viven muriendo… y se mueven, gritan y discursean, atacados de lo que llaman epilepsia larvada… Debajo de esta dolencia se esconde la mortal tuberculosis…». Si tales no fueron sus expresiones textuales, no creo equivocarme respecto al sentido de ellas.

Desde que oí a la Señora subió de punto el desvarío de mis pensamientos. Se me olvidó el nombre del pueblo donde me encontraba. «¿Pero dónde estás, Tito?» – me pregunté… Vi a Chilivistra arrastrando por los polvorosos ladrillos de la inmensa habitación la cola negra de un vestido como los que usan las damas en la Corte. Me senté a distancia de la Madre en una banqueta de nogal lustroso. Creí advertir que el sofá de antiguo modelo no estaba próximo a la pared, y que por aquel hueco discurrían las figuras descendidas de los cuadros viejos, tomando las negras apariencias de Doña Gramáticay Doña Caligrafía.

Transcurrió un lapso de tiempo, que ignoro si fue de minutos o de horas. Silvestra se llegó a mí, diciéndome: «Quiero que conozcas a mi segundo acompañante, el bendito Capellán padre Carapucheta». Ausentose un momento, y reapareció trayendo de la mano a un sujeto esmirriado y larguirucho, vestido de luenga sotana. ¡Dios, Jehová, Lucifer! El hombre que hacía reverencias frente a mí era el mismísimo Ido del Sagrario. «¿Pero es usted don José?» – dije o creí decir yo. Y él, dilatando su boca en larga sonrisa, habló en su habitual estilo: «Francamente, naturalmente, señor don Tito, no podía venir a estas tierras sin disfrazarme… Sabrá Vuecencia que al llevar a mi hija Rosita, el mes pasado, a la feria de Huete, que es el pueblo de Nicanora, me fue robada en Fuentidueña de Tajo por la partida carlista que manda el cabecilla Santés. Desesperado salí a recuperarla. Dijéronme que su raptor se la llevó a Navarra, y aquí me han dicho que ahora podré encontrarla en tierras de Guadalajara o de Cuenca. Ayúdeme usía en mi empresa y Dios le dará el Reino de los Cielos».

Al oír estos desatinos, me llevé las manos a la cabeza creyendo que de ella se me escapaba la razón y todo el sentido de la realidad. Salí de la estancia como alma que lleva el diablo, gritando: «¡Favor, socorro!…». Dando tropezones y metiéndome en diferentes cuartos llegué por fin al mío, donde me encontré frente a un hombre escueto, con chaleco de pana y zorongo. Cogiéndole de los brazos le zarandeé mientras le decía: «¿Qué hace usted aquí?… ¿Quién es usted?… ¿Dónde estoy?».

Turbado me contestó el buen hombre: «Señor, ¿qué le pasa? Soy El Sargentico. ¿No me conoce ya?… De aquí salió usted despierto y vuelve dormido».

XXI

Con solícitos cuidados, mezclando en su lenguaje la expresión seria con la festiva, mi buen espolique se esforzaba en serenarme. Hízome tender en la cama, y sentado junto a mí apuró razones y cuchufletas para traerme a la percepción de la realidad. Yo le dije: «Quedamos en que tú eres El Sargentico. Bien:El Sargentico. Sobre eso ya no hay duda. Dime ahora cómo se llama este maldito pueblo donde estoy, pues mi memoria es esta noche como una jaula rota de la que se escapan todos los pájaros». Al oír el nombre de Tafalla, repetido tres veces por mi espolique, agarré el vocablo y me lo metí en la casilla más honda de mi cerebro.

«Ya me vuelve poco a poco el sentido – dije incorporándome en el camastro. – Tafalla es esta ciudad, y a ella hemos traído un muerto que se llama… ¡ah, ya me acuerdo!… el General Concha… Y ahora, Fermín, contéstame a otra pregunta. Pero has de prometerme, por la salvación de tu alma, decirme la verdad. Vamos a ver, ¿no crees tú como yo que estamos en una casa encantada?…».

– Como encantada por achaque de brujería o maleficio, no lo creo, señor – replicó mi espolique. – Ahora, si achacamos a encantamento el golpe de gente, el rebullicio, el entrar y salir de oficiales, curas, mujeres de toda laya… con perdón… todos pidiendo de comer, comiendo el que puede, éstos borrachos por el mosto, aquéllos por el meneo de los naipes… si es así, la casa de Irucheta está dada, como quien dice, a todos los demonios.

Con la grata conversación de El Sargentico, mi ánimo iba entrando en su normalidad. Sentí sueño, me metí en la cama, y cuando mi espolique quiso retirarse le ordené que se quedase a dormir en mi cuarto. Yo tenía miedo de que se repitieran las morbosas aberraciones que me atormentaron antes de media noche. En un sofá de enea arregló lindamente su cama mi escudero con dos mantas y un maletín que convirtió en almohada. Dormí algunos ratos. En mis instantes de desvelo agradábame oír a los serenos cantando las horas.

La del alba sería cuando hirió mis oídos una música dulcísima, un coro armónicamente concertado con voces agudas y graves, tan hermosas por timbre como por su cabal afinación, música deliciosa, solemne y mística, que a mi parecer pasaba por la calle cual bandada de angélicos cantores que al término de la noche se retiraban de la Tierra al Cielo. Embelesado por aquel divino cántico, en cuyas vocalizaciones distinguí el nombre y alabanzas de la Virgen María, me incorporé en el lecho y afiné mi oído para que no se me escapase ni un acento de tan incomparable salmodia.

«¿Qué es esto que oigo?» – pregunté a Fermín, notando que remuzgaba desperezándose.

– Señor – me contestó al momento. – ¿No sabe que estamos en la tierra de los cantores? Todo navarro nace músico antes que carlista. Eso que oye es el alba, como decimos por acá, un canticiomucho precioso que los serenos echan al retirarse, alabando a la Virgen Santísima. Sereno hay aquí que cuando suelta la melodia da quince y raya a los tiples de las iglesias… ¡Ay, señor, si hubiera usted oído a un chico del Roncal que vino a Pamplona poco tiempo ha!… ¡Aquello sí que era voz! Por gracia cantó algunas mañanas con los serenos, y los vecinos salían en paños menores a los balcones para oírle más a gusto. Voz de tenor tan fina y bien timbrada diz que no se ha oído jamás, como no sea en los coros que festejan al Padre Eterno. Por toda Navarra se corre que han venido unos maestros de Madrid para llevarle a cantar óperas en el Teatro Real.

Ya entraba la luz solar en la habitación cuando dije a mi espolique: «Mientras yo me levanto vete callandito a la cocina, manda que me aderecen la riquísima esencia de castañas que aquí llaman café, y me la traes con abundante leche bien caliente para desayunarme. Para ti pides el chorizo y panazo que te gusta. En cuantico que metamos ese lastre en el cuerpo recogemos nuestros bártulos, bajamos de puntillas sin que nadie nos vea, pagamos la cuenta, ensillamos el jaco y salimos pitando de esta condenada Tafalla».

Largo rato empleó El Sargentico en dar cumplimiento a mi encargo, y cuando me ponía delante el cocimiento de achicorias y la leche aguada, me dijo tranquilamente: «Bueno, señor: nos escapamos de tapadillo sin que nadie nos vea. Muy bien. Y ahora le pregunto yo: ¿a dónde vamos?».

La pregunta del viejo navarro me dejó suspenso. ¿A dónde iríamos? El problema era grave. Hallábame perplejo y atontado, discurriendo a qué punto del globo terrestre debíamos encaminar nuestros pasos, cuando un súbito estremecimiento como sacudida de terremoto me hizo saltar en la silla. Mas no fue temblor del suelo propiamente sino dos tremendos golpes en la puerta, los cuales, por la dureza de la percusión, debieron de ser dados con nudillos de piedra. «¡Ay! – grité. – No abras, Sargentico… Sí, sí; abre, que si no, puede que nos derriben la puerta».

Franqueada la estancia vi en el umbral una mujer de espigada estatura, vestida de luengos paños negros que caían hasta sus pies con pliegues estatuarios. La blancura de su rostro era blancura de alabastro, y su voz, como articulada por una boca de piedra, heló mi sangre cuando me dijo: «La señora doña Silvestra y el padre Capellán han ido a la iglesia de Santa María y San Pedro. Allí está también la soberana Madre. De su parte vengo a decir al señor don Tito, que le espera sin demora en aquel lugar: Clío necesita dar órdenes a su gentil muñeco».

Al decir la última palabra se apartó para darme paso. Yo alargué mi mano y toqué la suya: era de mármol… Temblé de frío y de pavura… Miré al Sargentico y vi que se santiguaba… «No temas – le dije tratando de sobreponerme a la turbación. – La Señora que me llama es mi Madre, es también la tuya, porque tú, Fermín, antes de estar a mi servicio y desde que estás en él, si no has escrito la Historia la has hecho. Todos hemos sido y somos modeladores de la vida de los pueblos».

Salimos, apoyado el uno en el otro, pues ambos flaqueábamos de las piernas… En la calle, cuando dije a Fermín que me guiara a la iglesia de Santa María y San Pedro, me sentí otra vez navegante en el piélago de las cosas suprasensibles. «Mejor – pensé avivando el paso. – Bien venido sea el mundo quimérico. Bendita sea la sinrazón que es casi siempre el molde de la razón».

Lo primero que vi al entrar en la iglesia y llegamos a una de las capillas, fue un delicioso absurdo que en pocas palabras refiero… ¡Ido del Sagrario estaba acabando de decir misa, con casulla encarnada! Al pronto dudé. Pero cuando se volvió de cara a los fieles para decir el ite, missa est, reconocí sus inequívocas facciones. Al retirarse el oficiante hacia la sacristía, calado el bonete y llevando en sus manos el sagrado cáliz, no pude reprimir las ganas de soltarle una chirigota. «Vaya, don José – le dije, – que sea enhorabuena: esto es mejor que ir a la compra».

Vi a Chilivistra surgir de un grupo de mujeres arrodilladas, y cuando iba hacia ella, una mano blanda me tocó en el brazo. Era la Madre, que me dijo con acento jovial: «Ven aquí, perdulario; ahora no te me escapas. Salgamos al pórtico y hablaremos». Se me presentaba Mariclío en la forma más humana, ajustada estrictamente al tipo de señora principal, como tantas otras que vemos en el mundo físico. No advertí en ella ni el menor asomo de figura olímpica ni de fantástica evocación pagana. Su rostro y porte eran los de una matrona hermosa, aunque algo madura. Llevaba un trajecito de merino y su mantilla negra; en la mano el libro de Jenofonte, Agesilao, impreso en griego, que yo pude ojear cuando Clío me visitó en la fonda de Cartagena.

Al salir al pórtico me llevó la Madre a uno de los poyos más distantes de la puerta, donde charlamos tranquilamente en el lenguaje más opuesto al que suelen usar las almas del otro mundo. «Esta vez, como siempre – me dijo, – has de cumplir fielmente mis órdenes. Forzoso es seguir los pasos de una guerra, que juzgo hermanando dos calificativos tan distintos y antitéticos como lo son de infantil y sangrienta. Creyérase, mi querido Tito, que estos niños grandes se matan por el gusto de la destrucción, y que el fin sin fin de las batallas, encuentros y emboscadas, no es otro que disminuir la población hispana. Vuestros políticos y vuestros guerreros estiman como el mal el crecimiento de la raza. Hay que matar, matar sin tregua para que se acorte el número de los españoles que viven y comen… Has visto, en sus diferentes fases, la guerra en el Norte. Conviene que la veas en el reino de Valencia y términos fronterizos de Castilla. Vete, pues, yo te lo mando, en compañía del buen Capellán padre Carapucheta y de la desdichada señora a quien sus conterráneos dan el gracioso nombre de Chilivistra».

Como yo, sin oponerme a sus mandatos, indicara que las genialidades de Silvestra me amargaban la vida, la excelsa matrona rebatió mis escrúpulos con estas sendas razones: «Has de persuadirte, hijo mío, de que en el carácter borrascoso y tornadizo de tuChilivistra tienes un perfecto símbolo de la vida española en el aspecto político, y estoy por decir que en el militar. Tan pronto es cariñosa y tierna como altiva y marimandona. El amor la dulcifica hoy, y mañana la endurece el orgullo. Inventa con lozana imaginación fábulas absurdas y acaba por creerlas. Se finge deshonesta sin fundamento real de sus mentirosos pecados. En ella habrás observado que al fuego del sentimentalismo sustituye rápidamente el hielo de los negocios menudos, todo ello sin criterio fijo, sin noción alguna de la realidad. En su desconcertada cabeza es un mito el Administrador de Rentas de Vitoria; mito es también ese marido errante, y por fin, personaje de leyenda es el hijo que busca».

Asombrado escuché el admirable juicio que en cortas razones hizo Clío de la histérica dama, y acabó de maravillarme con esta discreta síntesis: «Fíjate bien, hijo mío, y verás que con el sistema puramente Chilivistril, y conforme al voluble proceso mental de tu amiga, gobiernan a España las manadas de hombres que alternan en las poltronas o butacas del Estado, ahora con este nombre, ahora con el otro. También ellos invocan el sentimentalismo patriótico cuando les conviene, o se entregan a los espasmos del despotismo cuando no hallan salida por la vía patriótica, o sea la vía liberal. También ellos inventan historias para domar las fieras oleadas de la opinión y acaban por creer lo que engendró su propia fantasía. Tus gobernantes son creadores de mitos, y mostrándolos al pueblo andan a ciegas sin saber lo que quieren ni a dónde van… Resígnate, pues, a llevar contigo este emblema de la vida nacional en la cristalización que llamamos política militante. Chilivistra será para ti lección viva, que hora tras hora te mostrará los capitales defectos de tu patria, para que aprendas a precaverte contra ellos con la mira de que algún día seas llamado a gobernar la Nación».

El talento de la Madre, con ser divino y de tan extraordinarias luces adornado, no acabó de llevarme al convencimiento. Pero, sin dejar salir de mis labios la menor objeción, declaré que obedecería ciegamente sus mandatos. Donosa y risueña me dijo la Señora que en todo tiempo no me inspiraría conducta y acciones que no fueran para mi provecho, y con dulzura materna me encareció que desechase toda sensación de miedo cuando ella creyese necesario llamarme a su presencia. Respondile que la noche anterior me había sobrecogido el verme de improviso y sin preparación alguna frente a tan excelsa divinidad, y que asimismo me turbé horriblemente aquella mañana cuando recibí sus órdenes por la mensajera más clásica y más helénica que vi en mi vida: una estatua de mármol. «¡Pero, hijo del alma – exclamó la celeste Musa, soltando una deliciosa risa que también me pareció helénica, – si el recado para que vinieras aquí te lo mandé con la criada de la fonda!».

En esto, llegaron al pórtico Silvestra y el enigmático sujeto en quien se fundían las dos personalidades del cura Carapucheta y del filósofo simple Ido del Sagrario. Reunidos los cuatro, Mariclíose mostró impaciente y nos incitó a partir sin demora. En mis manos puso una carterita que contenía, según me dijo, cuanto dinero pudiera yo necesitar para un largo viaje. Antes de que preguntase a dónde íbamos, afirmó que Chilivistra y el señor Capellán marcarían nuestro derrotero. Preparado tenía un buen coche con cuatro poderosos caballos, que podríamos dejar cuando se nos presentase coyuntura de recorrer largos trayectos en ferrocarril.

Antes de emprender tan aventurada correría, no debía yo olvidar a mi buen espolique Fermín, ni al espejo de las cabalgaduras, el gallardo y sufrido Babieca. Pero la Madre, que todo lo había prevenido, declaró que a su cuidado quedabanEl Sargentico y mi corcel, agregando que ella guardaría y conservaría con toda solicitud al hombre y al bruto, para que yo los recobrase en el punto y hora en que tan dulces prendas me fueran necesarias. Llamé al escudero fiel, que a corta distancia nos oía, y con pocas palabras le enteré del acuerdo. Quedó muy complacido de servir, por plazo más o menos largo, a la más alta Señora que en estos reinos existe.

En fin, lectores de mi alma, que no sé si llamar severos o socarrones, sabed que me llevaron a donde esperaba el coche, que en él metieron los equipajes de los tres viajeros, que por un callejón cercano vi que se retiraba Mariclío entre dos estatuas de mármol vestidas con negras y ajustadas túnicas, que al Sargentico se le humedecieron los ojos al despedirme, y que a mis oídos llegó lastimero relincho de mi Babieca, encerrado en una cuadra próxima. ¡Adelante con la Fábula, adelante con la Historia! El coche partió a escape por la margen del río Cidacos. ¡Arre, caballitos, arre hacia lo desconocido, hacia las alturas, hacia los abismos, hacia el ensueño!…

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
260 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

С этой книгой читают