Читать книгу: «Manuel Mejía Vallejo (1923-1964): vida y obra como un juego de espejos», страница 5

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Durante más de una semana se armó un escándalo en torno a los calumniadores que nunca mostraron las pruebas que decían tener, y alrededor de los defensores de Mejía Vallejo que eran la mayoría de los intelectuales de la región76. Estos últimos cuestionaron la mala fe de los supuestos poetas, mientras Mejía permanecía silencioso. Incluso, recuerda Mejía dos anécdotas sobre el asunto:

Por esos días recibí una carta del director de la Biblioteca de Pasto donde me decía que con razón había maliciado que un mocoso como yo no podía escribir una novela tan linda como esa; que eso únicamente lo podía hacer alguien que tuviera inteligencia y una vida brillante. (Escobar, 1997, p. 69)

Similar opinión recibió de un magistrado de Medellín «cuando la prensa aseguró que había pirateado la obra: ‘con razón imaginaba yo —dice el magistrado— que una novela tan madura no podía ser escrita por un idiota de veinte años’. Después tuvo que pedirme excusas» (Pineda, 1964, p. 27).

Mejía seguía en silencio. Mucho después, refiriéndose a esto, se preguntaba cómo podía ser esta novela de su tío, un hombre de edad y culto, mientras que él había vivido hasta el comienzo de la adolescencia en el campo y era un joven sin experiencia de vida ni literaria, aunque sí un lector de lo poco que llegaba a su casa. Lo particular del caso fue que, mientras Mejía permaneció en Medellín y recibía elogios de las más diversas personalidades culturales, nadie salió a la palestra para decir que la novela no era de él, pero en cuanto se ausentó para viajar a Bogotá a promover su libro y gestionar una segunda edición, Ospina y Piedrahita contactaron a un corresponsal del periódico bogotano El Liberal en Medellín, Hernán Gallego (1946), para contarle de la supuesta pirateada del libro y desprestigiar al novel escritor. El corresponsal transmitió ingenuamente la falsa información a su periódico en Bogotá, después de que Piedrahita y Ospina, amigos suyos, informaran de manera personal que tenían evidencias de que la novela de Mejía no era suya e insistían en que se divulgara de inmediato, en tanto que prometían los documentos que avalaban lo dicho, los cuales nunca llegaron.

Mientras tanto, varios periódicos de Medellín replicaban la misma información sin corroborar ni con el escritor ni con la familia del supuesto plagio. Durante varios días los rumores iban y venían sin que los periódicos hicieran nada para aclarar la situación, hasta que un hijo y un hermano del doctor Mejía Montoya salieron a desmentir, con pruebas, lo afirmado categóricamente por Piedrahita y Ospina. El corresponsal engañado contó luego cómo había sido la farsa y se disculpó ante el escritor y los lectores por haber creído en tan mendaz información, motivada por una «envidia criminal»; asimismo, conminó a los dos farsantes a mostrar las pruebas prometidas.

Ante tal controversia, el hijo del doctor Manuel Mejía Montoya envió una carta al periódico El Colombiano, en la que mostraba con hechos e información precisa que esa novela no fue escrita por su padre, porque «nunca escribió literatura» y muchas cosas que se narran en la novela pasaron años después de su muerte —ocurrida en 1935—, por ejemplo, la mudanza de la familia Mejía Vallejo a Medellín en 1942, la venta obligada de la finca en 1944, el matrimonio de algunos de los miembros de la familia, la muerte de la hermana menor del escritor, etc. Además, confirmó que, a medida que Mejía iba escribiendo la novela, mostraba y discutía sus borradores con algunos familiares y amigos cercanos. Él mismo, como primo, fue uno de los que tuvo el privilegio de conocer sus avances (Mejía, 1946). Casi enseguida de la carta del hijo del doctor Mejía Montoya (1946*), un tío del escritor y hermano del jurista envió una carta al director de El Correo, en la que desmentía la falsedad de que su hermano hubiera dejado cuentos y novelas inéditos que nunca escribió como decían los poetas detractores.

Antes del escándalo, Mejía viajó a la capital en compañía de Hernando Escobar Toro77, que deseaba mostrar su reciente obra pictórica expuesta semanas antes en Medellín, y de Carlos Castro Saavedra, que ha sido invitado a un recital en el teatro Colón sobre su reciente y primer libro de poemas Fusiles y luceros. Este viaje de «dos de los autores nuevos más renombrados de la patria» fue anunciado en los medios78 («Viaje…», 1946, p. 3). Recién llegado a Bogotá, Mejía se encontró con la sorpresa de ver en algunos periódicos titulares como estos: «Mejía Vallejo, pirata literario», «¿Hurto literario realizó D. Manuel Mejía Vallejo?»79.

Así se inicia lo que un periodista capitalino llamó el «enrarecido ambiente por la explosión de odios y envidias a fuego prestado» (Castro, 1946)80; también, un comunicador antioqueño comentó: «revolotea a manera de chapola pendenciera y fatal, la extravagancia y la envidia, el deseo frustrado, la avidez inconclusa» (Echavarría, 1946, p. 5). Luego de la desmentida del supuesto plagio, siguió la guerra de titulares: «Ninguna prueba en contra de Manuel Mejía Vallejo» (Castro, 1946). «La envidia éramos nosotros» (Tito, sep.*), «Como envidioso literario acusó Humberto de Castro al sr. Federico Ospina A.» («Como…», 1946*), «Del affaire literario: declaración terminante» (Hoz, 1946, pp. 4 y 5), «La impostura éramos nosotros» (Castro, 1946ª, p. 4)81.

A los veintitrés años, Mejía recibió el primer golpe a su labor creativa y credibilidad personal. Luego vendrían otros dentro y fuera del país, los cuales siempre supo enfrentar con entereza y con nuevo y renovado empeño. No en vano su tío Mora Vásquez, que conocía bien el gremio de los artistas y escritores por haber sido uno de los tan cuestionados panida, le había advertido cuando salió La tierra éramos nosotros: «Vea, sobrino, usted va a caer en el gremio más hijo de puta del mundo» (Escobar, 1997, p. 70). No fue fácil para Mejía eludir las críticas de una sociedad y sobrevivir a ellas por haber actuado y vivido de otra manera a las mayorías adocenadas. Su postura contestataria contra ciertos sectores cerrados de la sociedad le granjearon no pocos problemas y varias discusiones públicas a través de periódicos y revistas en distintos momentos como se verá luego. Así expresa Mejía su sentimiento frente a esta situación:

Cuando hay un triunfo de alguien hay cierto orgullo en la gente, pero no están en la gestación de ese triunfo, no están en la lucha, y si pueden, lo impiden, le ponen zancadilla. Cuando uno es más fuerte que ellos, o que los obstáculos que le ponen, tienen entonces que reconocer lo que está por encima de ellos, pero se atienen a algo inevitable y que ya no pueden atajar. Impedir ese reconocimiento cuando ya está implantado sería de mal gusto, sería una torpeza y ellos no quieren ser torpes por vanidad. Entonces aceptan y aplauden, pero se trata de un hecho que quisieran que no fuera así. Como uno ha desafiado a Dios y al diablo, se emputan porque uno no ha sido castigado. No se aguantan eso. Esto mismo lo noto actualmente cuando converso con algún moralista y cuestionan mi rebeldía, mi trago. Entonces se enojan porque no estoy muerto ni paralítico ni me han castigado. También, porque sigo lúcido o por lo menos no me he embobado del todo. Ellos se aguantan el totazo y tratan de explicar que el que fuma, el que bebe y el que mete, todas esas son antivirtudes. Entonces se les rompen todas esas chatas normas morales, esa manera torpe, inmediatista de tratar de entender los fenómenos humanos; se desorientan. Me ha tocado discutir todo esto con críticos importantes y me echan muchos sermones. Para ellos estoy muerto hace veinte años y les da rabia que de pronto escriba un libro de poemas o una novela que le guste a la gente, porque de acuerdo con sus preceptos eso no debería ser así. (p. 70)

En esta cita, Mejía se refiere brevemente al hecho de haber sido desde joven un consuetudinario fumador y bebedor de ron. El hábito de beber lo distinguió siempre, por lo cual era criticado por algunos mojigatos. En «Carta para un escritor joven», Mejía responde a ese cuestionamiento y hace interesantes reflexiones al respecto a partir de unos versos de Barba Jacob:

«La vida es para hechizados» y si aceptamos este «relámpago entre dos eternidades», beber, sí, beber, pero jamás como una meta […] La sobriedad no ha dado genios, tampoco los ha dado la borrachera […] Si antes de la sobriedad o de la borrachera no hay lucidez, ¡despídete, viejo, que eso no lo sirven en copas! […] Debe aceptarse el licor mientras no vaya contra nuestra dignidad de hombres, de escritores, de creadores. La dignidad del oficio es una cosa tan frecuentemente olvidada. Ella no debe dejarse encasillar, no dejarse sobornar, no oficializarse […] Yo bebo, pero mi trago es amigo de las canciones, de la mirada larga sobre un paisaje, de lo dolido en algunas almas dolidas. Mi trago es amigo de los amigos, de las cuerdas de una guitarra, de una voz que nos va diciendo lo que diríamos si tuviéramos voz […] Mi trago es amigo de los muertos vecinos, de los nombres olvidados, de los epitafios que siguen en mí y que en alguna forma anuncian mi propia muerte. Soy amigo de esa muerte y de la vida que vamos viviendo y muriendo en cada trago, en cada palabra, en cada respiración. (Mejía V., 1985, pp. 151, 152)

Mientras se da la polémica y para poner en evidencia a sus enemigos gratuitos, Mejía publica un capítulo de la novela El hombre vegetal, titulado «Miseria», en octubre de 1946 en la revista Artes y Letras, con ilustraciones de Hernán Merino Puerta, amigo de tertulia de Mejía82. El cuento se inicia con la descripción del protagonista, Antonio, un hombre viejo y en la miseria total que vive con su esposa y un perro flaco, tan hambriento como sus dueños. El hombre siente rabia ante ese estado de miseria, pero nada puede hacer. Toma su tiple que ha alegrado tantas tardes y piensa que debe empeñarlo o venderlo, así como sus sembrados, y abandonar la tierra que tanto quiere para paliar el hambre del momento, a la espera de que las cosas puedan cambiar en la ciudad. Pero un destino aciago parece imponerse.

El narrador se implica para brindar al lector una imagen del estado de desolación del protagonista y del lugar: «la miseria rondaba hacía mucho a la familia, como canes desesperados que desgarran los vestidos y las almas, como arañas peludas y uñosas, que tejen una oración maldita». Cuando Antonio se dirige a buscar su caballo, descubre que este se está muriendo de viejo, de enfermedad y de hambre, debajo de un árbol. En el momento en que piensa en toda la miseria e infelicidad que le rodea, su perro a los lejos emite un ladrido de muerte, la misma que se aproxima a los que allí quedan, porque han perdido todo, hasta la más mínima esperanza. Este es un texto mediado por una excesiva adjetivación con la que se describe el paisaje del entorno y el estado de ánimo del protagonista. Es una mirada introspectiva de alguien a punto de la inanición física y moral. La frase final es elocuente al respecto cuando el hombre ve a su perro al borde del agotamiento: «fuiste un gran perro, Amarillo. Yo también fui un hombre. Y pronunció esto como si escribiera en una lápida». Este tema de la miseria campesina y el abandono de las instituciones del campo y sus habitantes será un tema recurrente en los siguientes cuentos de Mejía, como producto de lo que ha visto en su país y verá luego en Venezuela y Centroamérica. Una especie de fatalismo y tragedia se impone sobre los hombres del campo.

Seis meses después de «Miseria», en abril de 1947, aparece otro capítulo de la novela en la Revista 82 de la Universidad de Antioquia, titulado «Las azarosas noches campesinas». En este capítulo, el narrador habla de algunas tradiciones entre campesinos como contar historias de personajes populares o legendarios, bailar, enamorarse, etc.83. El narrador introduce al lector con una descripción del río Cauca que se arrastra apacible entre acantilados en una noche de luna, mientras se oyen los cascos de un caballo, el de Antonio o «Niño Malo», que viene a una parranda de campesinos alrededor del fuego, en la que se encuentran varias mujeres sencillas del campo. Una de ellas es la vieja Serafina que ha conocido la historia de tantos hombres como Antonio que se juegan la vida por una mujer o para demostrar su bravura. También ella ha visto o le han contado cómo se fueron conquistando con coraje y temeridad esas rudas y escarpadas montañas. Ella es hoy la invitada a contar, entre muchas historias, la del Duende Malo, que cada vez que es invocado, aparece y arrasa con todo. Un día, un hombre que no creía y se burlaba del Duende apareció muerto en una cañada, comido por los gallinazos. Desde ese momento no volvieron a invocarlo y el Duende desapareció. Serafina es uno de esos narradores naturales del campo, en cuyas historias se mezclan «lo bueno y lo malo, lo divino y lo diabólico, la magia negra y la magia blanca» y todos gozan escuchando (Mejía V., 1946, p. 265)84. Antonio comienza a contar la historia imaginaria e hiperbólica de su tío en una pelea con el diablo, antes de que este se lo llevara. Interrumpe la historia cuando ve a Rosa, una joven a la que quiere conquistar como lo ha hecho antes con muchas otras. Rosa se hace la esquiva y le recrimina su condición de seductor y mujeriego, lo que incita más a Antonio, porque la joven rechaza los halagos y regalos que le ofrece. El baile comienza y Antonio no deja de observar a Rosa mientras baila con otras. Por su cabeza pasan muchas imágenes y se incrementa su deseo por la escurridiza campesina85.

Desde finales de 1945, Mejía piensa en la escritura de El hombre vegetal como una segunda parte de La tierra éramos nosotros, en la que busca reconstruir ese mundo bucólico y de personajes que conoció y que, a su pesar, están a punto de desaparecer, porque las costumbres están cambiando, debido a una lenta pero progresiva industrialización y a una nueva infraestructura que va comunicando los pueblos y la violencia partidista que empieza a llegar a los campos para alterar las anteriores formas de vida. En 1947, Mejía se ve en la necesidad de multiplicarse en varios oficios para sobrevivir en lo económico, por lo cual se ve resentido su trabajo literario. A comienzos de ese mismo año, el director del suplemento cultural «Fin de Semana» de El Espectador, Eduardo Zalamea Borda («Ulises»), propuso a los lectores y no a los «intelectuales y críticos» que enviaran una lista de las diez novelas que consideraran representativas de la literatura nacional. Mejía, que escribía bajo el seudónimo de «Un lector antioqueño», se excusó por entrometerse en el asunto y planteó su lista, no sin antes hablar de los recelos de publicar a los jóvenes escritores, tal vez pensando en lo que le había pasado a él:

Siempre he creído que en materia novelística es abundante la literatura nacional; solo que a todo aquel que se aventura en la publicación de esta clase de obras se le recibe, o se le recibía, porque también en esto vamos cambiando con indiferencia manifiesta o severidad injusta e implacable. El autor, novato la mayoría de las veces, se dolía y dejaba de escribir más libros o encaminaba su afición a otro género más fácil […] El nombre del incipiente novelista se olvidaba fácilmente y el libro pasaba a ser curiosidad bibliográfica en empotrados estantes de unas pocas bibliotecas particulares, de donde años después lo tomaba algún curioso, quien adivinaba, quizá con optimismo exagerado algún futuro novelista de categoría. (Mejía, 1947; Ulises, 1947)

En vez de novelas, Mejía propuso diez autores que para él representaban bien lo que había sido la literatura colombiana y las formas de pensar en distintos momentos. Entre algunos seleccionados, incluyó a Carrasquilla, Osorio Lizarazo, Zalamea Borda, César Uribe Piedrahita y Eduardo Caballero Calderón86. Este año es interesante para la literatura colombiana porque, pocos meses después, en agosto de 1947, en una carta de un lector dirigida al director del suplemento «Fin de Semana» de El Espectador, Zalamea Borda, se lamenta de que no se publiquen autores jóvenes, sino reconocidos; mismo reclamo de Mejía. Zalamea reacciona motivando a los jóvenes escritores a enviar sus textos. García Márquez es uno de ellos y es así como aparece su primer cuento

«La tercera resignación» y luego vendrán otros, porque como dice Zalamea: «los lectores […] habrán advertido la aparición de un ingenio nuevo, original, de vigorosa personalidad. Con García Márquez nace un nuevo y notable escritor […] Pero sí me resisto a creer […] que sea un caso aislado entre la juventud colombiana». (Eligio García, 2001, pp. 101, 102)

TIEMPOS DE INICIACIÓN A LA VIDA TRIBAL

La generación que perdió el cielo al conquistarlo…

Quien tiene demasiadas palabras se queda solo.

Canetti

Brindis de bohemios y tertuliadores de la literatura y otras cosas

Vamos a detenernos un momento en el papel de las tertulias y cafés en Medellín, por la importancia que estos tuvieron en la cultura regional, nacional y en Mejía. Son espacios privilegiados y casi únicos para escritores, intelectuales y personalidades —distintas algunas de ellas—, en los que convergen y despliegan sus conocimientos, curiosidades y peculiaridades. Además, porque era el espacio por excelencia de diálogos infinitos e inconclusos de Mejía —y sus amigos— durante décadas, en los que inició a no pocos jóvenes. Es posible que él haya sido el último juglar que siguió la tradición de otras dos figuras cimeras de su región, Carrasquilla y León de Greiff. Con Mejía casi que puede decirse que esa tradición se terminó.

Desde los años treinta, los cafés «La Bastilla»87, «Madrid»88 y «Blumen»89, fueron lugares de encuentro en diversos momentos de escritores, artistas y periodistas de Medellín y de otros lugares, en los cuales Mejía conocía lo que pasaba dentro y fuera de la ciudad y lo que cada cual iba produciendo90. En los años cuarenta, Eddy Torres y Balmore Álvarez, ambos editores, dirigían parte de la labor intelectual antioqueña del momento. Torres, orientaba un grupo de jóvenes escritores llamados «La Nueva Generación», en torno a una editorial de libros de bolsillo creada por él, llamada Caballitos de Mar (Ebeycor, 1946, p. 5; Jaramillo, 1945, p. 4). Aunque por esta época Medellín contaba con tres editoriales y 24 librerías, estas se reducían en su mayoría a la labor de papelería, útiles escolares y textos religiosos (Arango, 1941, pp. 148,149)91.

Los encuentros en los bares en los que se reunían los «intelectuales» de la época eran, en el decir de Mejía, reuniones espontáneas en las que había la intención de hablar de literatura y sobre todo de la vida política y social, álgida en aquellos momentos previos a la división y consecuente pérdida del poder por parte de los liberales en las elecciones de 1946. Pero uno de los temas infaltables era el surgimiento del gaitanismo, el incremento de la violencia partidista, motivado por el ascenso al poder de los conservadores y las retaliaciones de los seguidores de ambos partidos tradicionales que llevaron a la hecatombe social y moral del 9 de abril de 1948 con el asesinato del líder popular Jorge Eliécer Gaitán92 y los sucesos de El Bogotazo. Por su parte, los temas sobre arte y literatura giraban en torno a los más importantes escritores europeos y norteamericanos de entreguerras, al igual que a los escritores colombianos de la anterior generación, la de «Los Nuevos»93, y la del momento, la de «Los Piedracelistas». Esos lugares y momentos de encuentro de escritores, periodistas, artistas, aunque conservaban el espíritu de famosas tertulias antioqueñas anteriores94 como «El Casino Literario» (1887), «La Tertulia» (1891), «Los Panida» (1915) y la «Tertulia del Negro Cano» (1920)95, no tenían la fuerza de cohesión y la afinidad de intereses y el liderazgo de personajes como Carrasquilla, Efe Gómez, Fidel Cano96, en Medellín, o León de Greiff, los hermanos Zalamea, Hernando Téllez97, etc., en el «Café Automático» y otros de Bogotá. Sin lugar a duda, tres escritores que hicieron de la tertulia una forma de vida son Carrasquilla, De Greiff y Mejía Vallejo.

Mejía tuvo una presencia significativa durante más de cincuenta años en la cultura antioqueña y en el medio literario de Medellín, a través de distintas tertulias formales e informales que él propició en distintos momentos. Mejía fue toda una institución que estimuló a varias generaciones de escritores y artistas de manera directa o indirecta; directa, con la creación del primer taller de literatura de Medellín (1979-1993), que se celebraba regularmente en la Biblioteca Pública Piloto y en el que sobresalieron, entre otros, veintidós escritores que fueron publicados luego, algunos de los cuales merecieron varios premios a nivel regional y nacional98. Las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX fueron importantes en Antioquia para cierto desarrollo cultural y la formación de nóveles escritores y el afianzamiento de otros más veteranos por medio de tertulias, cuyos fines eran, en términos generales, las reuniones de amigos para compartir en torno a unos copas de café o licor, discutir de los sucesos sociales y políticos del momento y hablar de las últimas novedades literarias salidas en los periódicos, revistas y en las pocas editoriales nacionales, porque casi todo lo que llegaba era editado en México, Buenos Aires o España. También eran interesantes esas tertulias, porque los miembros daban a conocer lo que venían escribiendo. Una de esas tertulias fue la del bogotano Santiago Pérez Triana99, que se asentó por un buen tiempo en Rionegro y después en Medellín. Entre las más apreciadas por las personas que asistían y por lo que significaría en la vida social y cultural del país fue la de Fidel Cano hacia 1882, quien dirigía el periódico semanal La Consigna y la revista La idea. Los contertulios de esta eran Sanín Cano, Manuel Uribe Ángel100, Rafael Uribe Uribe101, Antonio José Restrepo102, Camilo Botero Guerra103, entre otros. Según Sanín (1977), «en ‘La Consigna’ se reunían las gentes de preocupaciones literarias y nexos con la política un tanto agitada de la época» (pp. 455-462).

El 25 de octubre de 1887, cuando las demás tertulias habían desaparecido o estaban, según Carlos E. Restrepo104, «decrépitas o agonizantes», llegó «El Casino Literario» conformado por un selecto grupo de escritores e intelectuales de la época, cuyos fines eran ejercitar la composición y la lectura, procurar «ratos de solaz y expansión» y comentar «la vida y tendencias de nuestra sociedad»105. Era requisito indispensable, a la manera del ingreso a la Academia de la Lengua, ser presentado por uno de los miembros y escribir un texto significativo. Uno de sus recientes aspirantes, Carrasquilla, escribió su primer cuento, «Simón el mago», para ser aceptado en esta entidad literaria como miembro de planta106. De ahí también saldría como reto Frutos de mi tierra (1896), luego de una apuesta motivada por el hecho de que en Antioquia «no había materia novelable» (Carrasquilla, 1952: p. xxx). Esa novela fue la prueba de Carrasquilla de que había tema para hacer ficción ante las demandas de Carlos E. Restrepo y de otros miembros de la Tertulia. Con ese reto superado, Carrasquilla inició su obra narrativa de gran factura y sentó las bases de una tradición literaria desde una nueva perspectiva, el realismo decimonónico, que buscaba recrear la realidad del medio antioqueño y colombiano. En Antioquia esa tradición será secundada luego por Francisco de Paula Rendón107, Jesús de Corral108, Efe Gómez, Wenceslao Montoya109, Julio Posada110, Alfonso Castro111, Sofía Ospina de Navarro112, hasta la primera mitad del siglo XX, y, en la segunda, sobre todo por Mejía.

Ante el ocaso de «El Casino Literario», porque algunos de sus miembros emigraron a otras ciudades o fuera del país, y ante la necesidad de darle otra dinámica, se crea en 1891 «La Tertulia Literaria», dedicada a «cultivar el amor al arte y a las letras» (Historia, 1996, II, p. 769). Era, según Manuel Antolínez, una «sociedad sin reglamento, sin presidente, sin parlamentarismo, con mucho amor al arte y a las glorias patrias» (Naranjo, 1996, p. 459), de la cual hacían parte: Carrasquilla, Manuel Uribe Ángel, Efe Gómez, Fidel Cano, Eduardo Zuleta113, Carlos E. Restrepo, Pedro Nel Ospina114 y Mariano Ospina Pérez115. Dos años después, en 1893, se crea la famosa «Biblioteca del Tercer Piso», tertulia de Santodomingo, pueblo cercano a Medellín, entre cuyos miembros fundadores se encontraban Carrasquilla, Francisco de Paula Rendón y Ricardo Olano116. Como objetivos básicos, además de hablar de literatura, tenían la compra de libros en Medellín, Bogotá y España, según el gusto de los fundadores, los cuales eran leídos por los miembros asociados (Levy, 1958, pp. 259, 260, 304)117.

En 1895, Saturnino Restrepo118, José Montoya119, Alfonso Castro, Antonio J. (El Negro) Cano, Julio Vives Guerra120 y otros fundan una tertulia informal en torno a una revista llamada La Bohemia Alegre; según uno de sus integrantes, en «ella depositábamos cuanto nos sobraba en la mente, ya en prosa, ora en verso» (Vives, 1994, p. 37). Como «La Tertulia Literaria», esta también funciona, en la opinión de uno de sus miembros, «sin reglamentos, sin estiramientos enfadosos, sin domicilio fijo, pues unas veces nos reuníamos en un parque, otras en un puente, otras en la esquina de alguna de las novias, y otras, casi siempre, en mi destartalado cuarto de soltero, paupérrimo» (p. 37). Pero, así como de este grupo nace una revista, de las anteriores y las que vendrán, surgirá el motivo para crear no solo periódicos como El Espectador, El Movimiento, El Bateo, El Colombiano, La Defensa, sino, y sobre todo, revistas importantes como Panida121, El Repertorio, El Montañés, Lectura y Arte (editada por el pintor Francisco Cano), Alpha, La Miscelánea, El Oasis, El Cascabel, Sábado, Cyrano, Claridad, Lectura Amena, Arte, Letras y Encajes y Revista Musical (editada por el músico Gonzalo Vidal)122. En estos periódicos y revistas se puede observar el movimiento cultural y la formación de una mentalidad, a finales del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX123.

La tertulia de los panida es una de las más importantes de comienzos del siglo XX por la postura que asumen sus miembros con respecto a la literatura, las artes, la moral y la sociedad; además, algunos apuntalan su irreverencia y actitud iconoclasta en la publicación del mismo nombre. Aunque personajes como León de Greiff, Fernando González y Ricardo Rendón son consecuentes en su actitud contestataria, y los escritos dan cuenta de ello, la revista en su conjunto va tomando pronto el camino de la institucionalidad. Aunque pretenden mantener un diálogo abierto con colegas de América y Europa, no siempre es posible, debido a una ausencia de directriz cultural clara en la revista. El vanguardismo les atrae, pero no todos tienen empatía para eso, más en una sociedad tan enclaustrada como la antioqueña tanto en lo geográfico como en lo cultural. Sin embargo, el grupo irrumpe con brío distinto y quiere hacer propuestas nuevas como las observadas en De Greiff, Rendón y González, que tampoco serán secundadas ni siquiera a nivel regional. Los dos primeros emigran pronto a Bogotá y González a Europa en busca de otras alternativas culturales. Cuando comienza a reunirse el grupo de los panida, jóvenes entre los 18 y 20 años, en el café «El Globo» del parque Berrío —corazón de Medellín—, no hacen más que continuar con una tradición ante el vacío de otros espacios culturales institucionales.

Con el propósito de tratar en cada revista temas de actualidad en los campos del arte y la literatura, con escándalos mayúsculos para la cuasi monacal villa, el 15 de febrero de 1915, aparece el primer número con un valor de 10 centavos, más 50 de la suscripción semestral. Todos los colaboradores, salvo Fernando González, escriben bajo seudónimo, y las ilustraciones y caricaturas son de responsabilidad de Ricardo Rendón. En la revista Panida se

Encuentra, sin duda, la primera importante manifestación de lo que serían Los Nuevos. En otras palabras, es el primer intento que se hizo por crear una vanguardia en la literatura y en el arte. Influidos por el individualismo nietzscheano, por el simbolismo francés […] Señalan y demuestran la necesidad de un cambio radical que debía comenzar por ‘enterrar a los muertos’ […] La ciudad, después de la irrupción de los panida, no volvió a ser la misma. (Escobar C., 1991, pp. 514-515)

Sin lugar a duda una tertulia reconocida por los efectos en su momento y a posteriori, y por la presencia importante de escritores, algunos de los cuales serán en cierta manera padrinos de los jóvenes escritores de la generación de Mejía, es la tertulia de la «Librería Cano», la que Horacio Franco califica como «la última gran tertulia», que desaparece con la muerte de Cano y de su generación (Franco, 1963, p. 167)124. Fue importante por la vigencia de más de dos décadas, la prestancia de los que la conforman en distintos momentos y la calidad humana del librero Cano. Autodidacta, poeta, músico, funda esta librería que se convierte en la pasión fundamental de toda su vida y el lugar de encuentro de sus compañeros de estudio, casi todos profesionales ilustrados, y demás interesados en seguir los rumbos de los nuevos saberes. Hasta allí llegan Tomás Carrasquilla, León de Greiff, Efe Gómez, Alfonso Castro, Marco Tobón Mejía, así como el expresidente Carlos E. Restrepo o El Vate González125. También participan la clase política y los periodistas más reconocidos del momento. Como la mayoría de las tertulias, este es un espacio de encuentro informal y sin protocolo alguno; sin embargo, según Franco (1963), fue creando

Una especie de conciencia orientadora, una calidad de respetuosa consideración y hasta un modo de sanedrín de Concejo [...] Se reunían las inteligencias y los temperamentos más dispares, las vocaciones y especializaciones más distintas y hasta las edades más diversas para hacer de todo aquel conjunto, de toda esa suma de inquietudes heterogéneas y de anhelos contradictorios una sola fe y una sola esperanza bajo la irrevocable dignidad humana (pp. 165 y 166)126.

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511 стр. 3 иллюстрации
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9789585122093
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