Читать книгу: «Novelistas Imprescindibles - León Tolstoi», страница 21

Шрифт:

XXIX

Todos expresaban su desaprobación en voz alta, repitiendo la frase lanzada por alguien.

–Después de eso, no falta ya más que el circo romano...

El horror se había apoderado de todos, por lo cual el grito de espanto que brotó de los labios de Ana en el momento de la caída de Vronsky a nadie llamó la atención: no había en ello nada extraordinario. Pero poco después, el rostro de Ana expresó un sentimiento más vivo de lo que permitía el decoro,

Perdido por completo el dominio de sí misma, comenzó a agitarse como un ave en la trampa, ya queriendo levantarse para ir no se sabía adónde, ya dirigiéndose a Betsy y diciéndole:

–Vámonos, vámonos.

Pero Betsy, inclinada hacia abajo, hablaba con un general y no la oía.

Alexey Alejandrovich se acercó a Ana y le ofreció el brazo galantemente.

–Vayámonos, si quiere –dijo en francés.

Ana escuchaba al general y no reparó en su marido.

–Dicen que se ha roto la pierna. ¡Eso es una barbaridad! ––comentaba el general.

Ana, sin contestar a su marido, tomó los prismáticos y miró hacia el lugar donde Vronsky había caído.

Pero estaba bastante lejos y se había precipitado allí tanta gente que era imposible distinguir nada.

Ana, bajando los gemelos, se dispuso a marchar. Pero en aquel momento llegó un oficial a caballo a informó al Emperador. Ana se inclinó hacia adelante para escuchar lo que decía.

–¡Stiva, Stiva! –gritó, llamando a su hermano. Mas él, aunque no estaba lejos, no la oyó, y ella se dispuso de nuevo a marchar.

–Insisto en ofrecerle mi brazo si quiere irse –dijo su marido, tocando el brazo de Ana.

Ésta se separó de él con repulsión y contestó, sin mirarle a la cara:

–No, no, déjame; me quedo.

Veía ahora que, desde donde cayera Vronsky, un oficial corría a través del campo hacia la tribuna.

Betsy le hizo una señal con el pañuelo. El oficial anunció que el jinete estaba ileso, pero que el caballo se había roto la columna vertebral.

Al oírle, Ana se sentó y ocultó el rostro tras el abanico. Karenin veía que su mujer no sólo no podía reprimir las lágrimas, sino que ni siquiera los sollozos que henchían su pecho. Entonces se puso ante ella, para darle tiempo a reponerse sin que los demás notaran su llanto.

–Le ofrezco mi brazo por tercera vez ––dijo a Ana al cabo de un instante.

Ella le miraba, sin saber qué decir. La princesa Betsy corrió en su ayuda.

–No, Alexey Alejandrovich. Ana y yo hemos venido juntas y le he prometido acompañarla a casa–intervino Betsy.

–Perdón, Princesa –dijo Karenin, sonriendo con respeto, pero mirándola fijamente a los ojos– Observo que Ana no se encuentra bien y quiero que regresé a casa conmigo.

Ana se volvió asustada, se puso en pie sumisa y pasó el brazo bajo el de su marido.

–Enviaré a preguntar cómo está Vronsky y se lo avisaré –le dijo Betsy en voz baja.

Al salir de la tribuna, Karenin hablaba, como de costumbre, con los conocidos que iba encontrando. Ana tenía también que hablar y proceder como siempre, pero se sentía muy agitada y avanzaba del brazo de su marido como en una pesadilla.

«¿Se habría matado o no? ¿Sería cierto lo que decían?»

Se sentó en silencio en el coche de Karenin, que destacó en breve de entre los demás coches.

A despecho de lo que había visto, Alexey Alejandrovich se negaba a pensar en la verdadera situación de su mujer. No apreciaba más que los signos externos. Ella se había comportado de una manera inconveniente y ahora él consideraba un deber suyo el decírselo. Pero era muy difícil hacerlo sin ir más lejos.

Abrió la boca para decir a Ana que su conducta era digna de censura, mas sin querer él dijo una cosa totalmente distinta.

–¡Parece imposible cómo, en el fondo, nos gustan a todos esos espectáculos tan bárbaros! ––comentó–. Observo...

–¿Qué? No le comprendo –repuso Ana.

Karenin se sintió ofendido, a inmediatamente comenzó a hablarle de lo que quería.

–He de decirle... –comenzó.

«Ahora viene la explicación», pensó Ana asustada.

–He de decirle que su conducta de hoy no ha sido nada correcta –le dijo su marido en francés.

–¿Por qué no ha sido correcta? –preguntó Ana en voz alta, volviendo rápidamente la cabeza y mirándole a los ojos, pero no con la fingida alegría de otras veces, sino con una resolución bajo la cual difícilmente ocultaba sus temores.

–Cuidado –dijo Alexey Alejandrovich señalando la abierta ventanilla delantera por la que podía oírles el cochero.

Y, levantándose, subió el cristal.

–¿Qué halla usted de incorrecto en mi conducta? –repitió Ana.

–La desesperación que no supo usted ocultar cuando cayó uno de los jinetes.

Karenin esperaba una réplica, pero Ana callaba, mirando fijamente ante sí.

–Ya le he rogado antes que se comporte correctamente en sociedad, para que las malas lenguas no tengan que murmurar de usted. Hace tiempo le hablé del aspecto espiritual de estas cosas. Ahora ya no me refiero a tal aspecto. Hablo de las conveniencias exteriores. Usted se ha comportado incorrectamente y espero que esto no se repetirá.

Ana apenas oía la mitad de aquellas palabras. Temía a su marido y a la vez se preguntaba si Vronsky se habría matado o no, y si se habrían referido a él al decir que el jinete estaba ileso y el caballo se había roto la columna vertebral.

Sólo acertó a sonreír con fingida ironía cuando su marido acabó de hablar. Pero no pudo contestarle nada, porque apenas había entendido nada de lo que él le dijera.

Karenin había comenzado a hablar con mucha energía, mas cuando se dio cuenta de lo que estaba diciendo a su mujer, el temor que ésta experimentaba se le contagió. Vio la sonrisa irónica de Ana y una extraña confusión se apoderó de su mente.

«Sonríe de mis dudas. Ahora va a decirme lo mismo que me dijo entonces: que mis sospechas son infundadas y ridículas...»

Sintiéndose amenazado de oír la verdad, Karenin deseaba vivamente que su mujer le contestase como lo había hecho entonces, que le dijese que sus sospechas eran estúpidas y sin fundamento. Era tan terrible lo que sabía y sufría tanto por ello que en aquel instante estaba pronto a creerlo todo.

Pero la expresión temerosa y sombría del rostro de Ana ahora ni siquiera le prometía el engaño.

–Puede que me equivoque –siguió él–,y en ese caso le ruego que me perdone.

–No se equivoca usted –dijo lentamente Ana, mirando con desesperación el semblante impasible de su marido–. No se equivoca... Estaba y estoy desesperada. Mientras le escucho a usted estoy pensando en él. Le amo; soy su amante. No puedo soportarle a usted; le aborrezco. Haga conmigo lo que quiera.

E, inclinándose en un ángulo del coche, Ana rompió en sollozos, ocultando la cara entre las manos.

Karenin no se movió ni cambió la dirección de su mirada. Su rostro adquirió de pronto la solemne inmovilidad del de un muerto y aquella expresión no se modificó durante todo el trayecto hasta la casa de verano. Una vez ante ella, Karenin volvió el rostro hacia su mujer, siempre con la misma expresión.

–Bien. Exijo que guarde usted las apariencias hasta que... –y la voz de Karenin tembló–, hasta que tome las medidas apropiadas para dejar a salvo mi honor. Ya se las comunicaré.

Salió del coche y ayudó a Ana a apearse. Le apretó la mano, de modo que los criados lo vieran, se sentó en el coche y volvió a San Petersburgo.

Poco después llegaba el criado de la Princesa con un billete para Ana.

«He mandado una carta a Alexey preguntándole cómo se encuentra. Me contesta que está ileso, pero desesperado.»

«Entonces vendrá», pensó Ana. «¡Cuánto celebro habérselo dicho todo a mi marido!»

Miró el reloj. Faltaban tres horas aún para la cita. Los recuerdos de la última entrevista la llenaban de emoción.

«¡Dios mío, cuánta claridad aún! Es terrible, pero, ¡me gusta ver su rostro y me gusta esta luz fantástica! ¿Y mi marido? ¡Ah, sí! Gracias a Dios todo ha terminado entre nosotros...»

––––––––


XXX

Como en todas partes donde se reúne gente, en la pequeña estación balnearia adonde habían ido los Scherbazky se realizó esa especie de cristalización habitual en la sociedad que hace que cada uno de sus miembros ocupe un lugar definido.

Así como el frío da una forma invariable y fija a cada partícula de agua, convirtiéndola en un fragmento determinado de nieve, así cada nuevo cliente que llegaba al balneario ocupaba su correspondiente lugar.

Fürst Scherbazky sammt Gemahlin and Tochter se habían cristalizado en el puesto definido que les correspondía teniendo en cuenta el piso que ocuparon, su nombre y las relaciones que se habían creado.

Aquel año había llegado a las aguas una verdadera Fürstin alemana, gracias a la cual la cristalización se realizó más rápidamente.

La princesa Scherbazky se obstinó totalmente en presentar a Kitty a la princesa alemana y al segundo día de llegar efectuó la ceremonia.

Kitty, ataviada con un vestido muy sencillo, es decir muy lujoso, que había sido encargado expresamente a París, saludó profunda y graciosamente a la Princesa.

La princesa alemana dijo:

–Espero que las rosas iluminen en breve ese hermoso rostro.

Y los caminos de la vida de los Scherbazky en el balneario quedaron tan fijamente trazados que ya no les fue posible salirse de ellos.

Los Scherbazky conocieron a una lady inglesa, a una condesa alemana y a su hijo, herido en la última guerra, a un sabio sueco y al señor Canut y a una hermana suya que le acompañaba.

Pero a quien más trataban los Scherbazky era a una señora de Moscú, Marla Evgenievna Rtischeva, a su hija, antipática a Kitty por estar enferma, como ella, de un amor desgraciado, y a un coronel moscovita al que Kitty veía y trataba desde niña y al que recordaba siempre de uniforme y con espuelas, aunque ahora llevaba el cuello al descubierto y usaba corbata de color.

Este hombre, de pequeños ojos, era extraordinariamente ridículo y se hacía pesado porque resultaba imposible desembarazarse de él.

Una vez establecido aquel régimen de vida fijo, Kitty se sintió muy aburrida, y más aún cuando su padre marchó a Carlsbad y quedó sola con su madre.

Kitty no se interesaba por los conocidos, ya que no esperaba nada nuevo de ellos. Su interés principal en el balneario consistía en observar a los que no conocía y hacer conjeturas sobre ellos. Por inclinación natural de su carácter, Kitty suponía siempre buenas cualidades en los demás y sobre todo en los desconocidos. Y ahora, al hacer suposiciones sobre quien pudiera ser aquella gente, sus relaciones mutuas y sus caracteres, imaginaba que éstos eran agradables y excepcionales y en sus observaciones creía encontrar la confirmación de su creencia.

Le interesaba en especial una joven rusa que acompañaba a una señora enferma, rusa también, a quien todos llamaban madame Stal.

Esta dama pertenecía a la alta sociedad. Estaba tan enferma que no podía andar, y sólo los días muy buenos se la veía en un cochecillo. No trataba nunca con rusos, lo que, según la princesa Scherbazky, no se debía a su enfermedad, sino al excesivo orgullo que alentaba en ella.

Como Kitty pudo observar, la joven rusa que la cuidaba trataba a todos los enfermos graves, muy abundantes allí, y les atendía con la mayor naturalidad. Siempre con arreglo a sus observaciones, la joven no debía de ser ni pariente de madame Stal ni una enfermera a sueldo. La señora Stal la llamaba Vareñka y los otros madeimoselle Vareñka.

Aparte de que a Kitty le interesaban las relaciones entre madame Stal y Vareñka, así como entre ellas y otras personas a quienes no conocía, Kitty sentía por la joven una simpatía explicable, como sucede a menudo, y, por las miradas que Vareñka le dirigía, se veía que también a ella le agradaba la Princesita.

Vareñka no era lo que puede decirse una muchacha. Parecía un ser sin juventud, a quien tanto se le podían atribuir treinta años como diecinueve. Pero, a juzgar por las líneas de su rostro y pese a su color enfermizo, Vareñka era más bien linda que fea. Habría incluso sido esbelta a no ser por la delgadez extremada de su cuerpo y el volumen de su cabeza, que no guardaba proporción con su estatura; pero no resultaba atrayente para los hombres. Se diría una hermosa flor que aún conservara sus pétalos, pero ya mustia y sin perfume...

Finalmente, no podía cautivar a los hombres porque le faltaba lo que le sobraba a Kitty: un reprimido ardor vital y la consciencia de sus encantos.

Vareñka parecía estar ocupada siempre por algún trabajo que realizaba y le impedía, al parecer, interesarse por ninguna otra cosa.

Era precisamente esta circunstancia, que las hacía distintas, lo que atraía a Kitty más vivamente. Parecía a ésta que en Vareñka, en su manera de vivir, encontraría el modelo de lo que buscaba con tanto ahínco: un interés en la vida, un sentimiento de dignidad personal que nada tuviera de común con aquellas relaciones establecidas en el gran mundo entre muchachos y muchachas, y que ahora le repugnaban pareciéndole una exhibición humillante, como de mercadería en espera del comprador.

Cuanto más observaba Kitty a su desconocida amiga, tanto más creía que era el ser perfecto que ella imaginaba y tanto más deseaba conocerla personalmente.

Cada una de las varias veces que las dos jóvenes se encontraban durante el día, los ojos de Kitty parecían decir:

«¿Quién y qué es usted? ¿Acaso un ser tan bello moralmente como imagino? ¡Pero no piense, por Dios, que deseo imponerle mi amistad! Me basta con quererla y admirarla». «Yo la quiero también, es usted muy gentil. Y la querría más si tuviese tiempo ...» , se diría que contestaba la joven rusa con la mirada.

Efectivamente, Kitty veía muy ocupada a Vareñka; ora acompañaba a casa a los niños de una familia rusa, ora llevaba una manta a una enferma y la envolvía en ella, ora trataba de calmar a un enfermo excitado, ora iba a comprar pastas de té para alguien...

A poco de la llegada de los Scherbazky hizo su aparición en el manantial una pareja de nuevos personajes que atrajeron la atención general sin despertar ninguna simpatía. Él era un hombre algo encorvado, de enormes manazas, vestido con un viejo gabán que le quedaba corto, de ojos negros a la vez ingenuos y feroces; y ella una mujer agraciada, de rostro pecoso, vestida pobremente y con escaso gusto.

Kitty, notando que aquella pareja era rusa, empezó a inventar a su propósito una novela bella y enternecedora.

Pero la Princesa, informada por la Kurlist, el diario local, de que los nuevos viajeros eran Nicolás Levin y María Nicolaevna, informó a Kitty de que aquel hombre era una persona poco recomendable, de modo que todas las ilusiones de la muchacha sobre los recién llegados se desvanecieron. No tanto por los informes de su madre como por ser aquel Levin hermano de Constantino, la pareja se hizo todavía más desagradable a Kitty. Para colmo, la costumbre de Nicolás de estirar la cabeza producía en la joven una repulsión instintiva.

Le parecía, por otra parte, que en aquellos ojos grandes y feroces, que la contemplaban con insistencia, se expresaban sentimientos de odio y de burla, por lo que Kitty procuraba evitar a Nicolás Levin siempre que podía.

––––––––


XXXI

Era un día desapacible, había llovido toda la mañana y los enfermos, provistos de paraguas, llenaban la galería.

Kitty paseaba con su madre y el coronel moscovita, que presumía mucho con su americana a la moda europea comprada en Francfort. Iban de un lado a otro de la galería, procurando evitar a Levin, que paseaba por el extremo opuesto.

Vareñka, con su vestido oscuro y su sombrero negro de alas bajas, paseaba con una francesa ciega. Cada vez que se cruzaba con Kitty, ambas cambiaban miradas amistosas.

–¿Puedo hablarle, mamá? –preguntó Kitty, siguiendo con la mirada a su desconocida amiga y observando que se dirigía al manantial donde podrían coincidir.

–Si tanto empeño tienes en conocerla, me informaré primero de quién y cómo es hablándole yo antes –repuso su madre–. ¿Qué encuentras en ella de particular? Si quieres, te presentaré a madame Stal. He conocido a la bella soeur –añadió la Princesa irguiendo la cabeza con orgullo.

Kitty sabía que su madre estaba ofendida de que madame Stal fingiera no reconocer a los rusos; no quiso, por lo tanto, insistir.

–¡Es verdaderamente encantadora! ––dijo Kitty viendo a Vareñka ofrecer un vaso de agua a la francesa–. Cuanto hace resulta en ella espontáneo, agradable...

–Me dan risa tus engouements –dijo la Princesa– Vale más que nos volvamos –agrego, viendo a Levin que avanzaba en su dirección con su compañera y con el médico alemán, a quien hablaba en alta y enojada voz.

Al volver la espalda oyeron, no ya una voz fuerte, sino gritos. Levin gritaba y el doctor alemán estaba irritado también. La gente les rodeó. La Princesa y Kitty se alejaron precipitadamente y el coronel se unió al corro para saber de qué se trataba.

Instantes más tarde, el coronel alcanzó a las Scherbazky.

–¿Qué pasaba? –preguntó la Princesa.

–¡Una vergüenza! –repuso el coronel–. ¡Es terrible encontrar a un ruso en el extranjero! Ese señor ruso ha disputado con el médico, diciéndole mil barbaridades, acusándole de que no le cura como debe y hasta amenazándole con el bastón. ¡Es vergonzoso!

–¡Qué cosa tan desagradable! –comentó la Princesa–. ¿Y en qué ha terminado la cosa?

–Gracias a la intervención de aquélla... esa del sombrero que parece una seta. Creo que es una rusa –dijo el coronel.

–¿Madeimoselle Vareñka? –preguntó Kitty con admiración.

–Sí: fue más hábil que todos. Cogió al señor ruso por el brazo y se lo llevó.

–¿Ve, mamá? –dijo Kitty a su madre–. ¡Y todavía le extraña a usted que la admire!

Observando al siguiente día a aquella amiga a quien no trataba aún, Kitty comprobó que Vareñka estaba ya en tan buenas relaciones con Levin y su mujer como con sus demás protégés. La muchacha se acercaba a ellos, les hablaba y servía de intérprete a la mujer, que no sabía ningún idioma extranjero.

Kitty insistió a su madre para que le permitiese tratar a Vareñka. Y, pese a lo desagradable que le parecía a la Princesa ser ella quien iniciase el trato con la señora Stal, que adoptaba aquella actitud orgullosa no se sabía por qué, le habló y se informó de cuanto concernía a Vareñka, sacando la conclusión de que si bien no había mucho bueno, tampoco había nada malo en conocerla. Acercándose, pues, ella misma a la joven, la interrogó.

Escogió al efecto un momento en que Kitty había ido al manantial y Vareñka se había detenido junto a un vendedor ambulante de dulces y la abordó.

–Permítame presentarme personalmente –dijo la Princesa, con una sonrisa llena de dignidad, Mi hija está enamorada de usted. Quizá usted no me conozca. Soy...

–Ese sentimiento es recíproco, Princesa –contestó Vareñka inmediatamente.

–Se portó usted muy bien ayer con nuestro pobre compatriota ––comentó la Princesa.

Vareñka se ruborizó.

–No recuerdo haber hecho nada –repuso.

–¿Cómo no? Evitó usted un lance desagradable a Levin.

–¡Ah, sí! Su compañera me llamó y yo procure calmarle. Él está muy enfermo y se encuentra descontento de su médico. Estoy acostumbrada a tratar enfermos así.

–Sé que vive usted en Menton con su tía. Creo que madame Stal es tía suya, ¿no? He conocido a la belle soeur de su parienta...

–No es tía mía. Aunque la llamo mamam, no soy parienta suya –dijo Vareñka volviendo a ruborizarse, Pero he sido educada por ella.

Lo dijo con tal sencillez, con tanta suavidad y franqueza en su rostro, que la Princesa justificó al punto que Kitty estuviese enamorada de aquella muchacha.

–¿Y qué va a hacer ahora ese Levin? –preguntó la Princesa.

–Se marcha –respondió Vareñka,

Kitty, radiante de alegría al ver que su madre trataba ya a su desconocida amiga, volvía en aquel momento del manantial.

–Como ves, Kitty, tu ardiente deseo de conocer a la señorita...

–Vareñka –precisó ésta, con una sonrisa–. Así me llaman todos.

Kitty, ruborizándose de alegría, apretó durante largo rato la mano de su nueva amiga, quien no correspondió al apretón, dejando su mano inerte entre los dedos de Kitty.

Pero, aunque su mano no correspondiese al apretón de la joven, su rostro se iluminó con una viva sonrisa, alegre y a la vez algo melancólica, que dejaba al descubierto unos dientes grandes pero magníficos.

–También yo deseaba conocerla –dijo Vareñka.

–¡Pero está usted siempre tan ocupada ...!

–¡Quia; no tengo nada que hacer! –aseguró la muchacha.

Mas en aquel mismo instante hubo de dejar a sus recientes amigos viendo a dos niñitas rusas, hijas de un enfermo, que corrían hacia ella.

–¡La llama mamá, Vareñka! –gritaban.

Y Vareñka las siguió.

––––––––


Бесплатный фрагмент закончился.

185,41 ₽
Возрастное ограничение:
0+
Объем:
1344 стр. 8 иллюстраций
ISBN:
9783969441190
Издатель:
Правообладатель:
Bookwire
Формат скачивания:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip

С этой книгой читают