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Ineluctable modalidad de lo visible: por lo menos eso, si no más, pensado a través de mis ojos. Las signaturas de todas las cosas estoy aquí para leer; huevas y fucos marinos, la marea que se acerca, esa bota herrumbrosa. Verdemoco, platazul, herrumbre: signos coloreados. Límites de lo diáfano. Pero añade él: en los cuerpos. Entonces, se daba cuenta de ellos, de los cuerpos, antes que de ellos coloreados. ¿Cómo? Golpeando contra ellos la mollera, claro. Despacito. Calvo era y millonario, maestro di color che sanno. Límite de lo diáfano en. ¿Por qué en? Diáfano, adiáfano. Si se pueden meter los cinco dedos a través suyo, es una verja; si no, una puerta. Cierra los ojos y ve.

Stephen cerró los ojos para oír sus botas aplastando crujientes fucos y conchas. Caminas a través de ello, sea como sea. Yo, una zancada a cada vez. Un cortísimo espacio de tiempo a través de cortísimos espacios de tiempo. Cinco, seis: el Nacheinander. Exactamente: y esa es la ineluctable modalidad de lo audible. Abre los ojos. No. ¡Dios mío! Si me cayera por una escollera que avanza sobre su base, caería a través del Nebeneinander ineluctablemente. Voy saliendo adelante bastante bien en la oscuridad. Mi espada de fresno pende a mi costado. Ve tentando con ella: así lo hacen ellos. Mis dos pies en sus botas están en el extremo de mis piernas, nebeneinander. Suena a macizo: hecho por el mazo de Los Demiurgos. ¿Estoy marchando hacia la eternidad a lo largo de la playa de Sandymount? Chaf, crac, cric, cric. Silvestre dinero de mar. El dómine Deasy se lo sabe tó.

¿No vienes a Sandymount,

Madelin la jaca?

Empieza un ritmo, ya ves. Ya oigo. Un tetrámetro cataléctico de yambos en marcha. No, al galope: delin la jaca.

Abre ahora los ojos. Ya voy. Un momento. ¿Se ha desvanecido todo mientras tanto? Si los abro y estoy para siempre en lo negro adiáfano. ¡Basta! Voy a ver si veo.

Veo ahora. Ahí, todo el tiempo sin ti: y será para siempre, mundo sin fin.

Bajaban prudentemente los escalones de Leahy’s Terrace, Frauenzimmer: y por la orilla en declive abajo, blandamente, sus pies aplastados en la arena sedimentada. Como yo, como Algy, bajando hacia nuestra poderosa madre. La número uno balanceaba pesadamente su bolsa de comadrona, la sombrilla de la otra pinchada en la playa. Desde el barrio de las Liberties, en su día libre. La señora Florence MacCabe, sobreviviente al difunto Patk MacCabe, profundamente lamentado, de la calle Bride. Una de las de su hermandad tiró de mí hacia la vida, chillando. Creación desde la nada. ¿Qué tiene en la bolsa? Un feto malogrado con el cordón umbilical a rastras, sofocado en huata rojiza. Los cordones de todos se eslabonan hacia atrás, cable de trenzados hilos de toda carne. Por eso es por lo que los monjes místicos. ¿Queréis ser como dioses? Contemplaos el ombligo: Aló. Aquí Kinch. Póngame con Villa Edén. Aleph, alfa: cero, cero, uno.

Cónyuge y compañera asistente de Adán Kadmón: Heva, Eva desnuda. No tenía ombligo. Contemplad. Barriga sin mancha, hinchada y grande, broquel de tenso pergamino, no, trigo en blanco montón, auroral e inmortal, irguiéndose por los siglos de los siglos. Vientre de pecado.

Enventrado en pecado, tiniebla fui yo también, creado, no engendrado. Por ellos, el hombre con mi voz y mis ojos y una mujer fantasma con cenizas en el aliento. Se agarraron y se separaron, cumplieron la voluntad del emparejador. Desde antes de los siglos Él me quiso y ahora no puede querer que no sea, ni nunca. Una lex eterna permanece en torno a Él. ¿Es eso entonces la divina substancia en que Padre e Hijo son consubstanciales? ¿Dónde está el pobre del bueno de Arrio para poner a prueba las conclusiones? Guerreando toda la vida contra la contransmagnificandijudibangtancialidad. Heresiarca de mala estrella. Exhaló su último aliento en un retrete griego: euthanasia. Con mitra llena de lentejuelas y con báculo, atascado en su trono, viudo de una sede viuda, con el omophorion erecto, con el trasero coagulado.

Las brisas caracoleaban a su alrededor, brisas mordientes y ansiosas. Ahí vienen, las olas. Los caballos marinos de blancas crines, tascando el freno, embridados en claros vientos, los corceles de Mananaan.

No tengo que olvidarme de su carta para la prensa. ¿Y después? El Ship, a las doce y media. Por cierto, vamos despacio con ese dinero, como buen joven idiota. Sí, tengo que.

Aflojó el paso. Aquí. ¿Voy a casa de tía Sara o no? La voz de mi padre consubstancial. ¿Has visto últimamente a tu hermano Stephen el artista? ¿No? ¿Seguro que no está en Strasburg Terrace con tía Sally? ¿No podría picar un poquito más alto que eso, eh? Y y y y dinos, Stephen ¿cómo está tío Si? Oh, sufridísimo Dios, ¡con qué me he casado! Loh chiquilloh en lo alto del henil. El pequeño chupatintas borracho y su hermano, el trompetista. ¡Altamente respetables gondoleros! Y Walter el de los ojos bizcos tratando de señor a su padre, ¡nada menos! Señor. Sí, señor. No, señor. Jesús lloró, y no es extraño, ¡por Cristo!

Tiro de la asmática campanilla de su casita con las persianas cerradas: y espero. Me toman por un acreedor, atisban desde un rincón escondido.

—Es Stephen, señor.

—Hazle pasar. Haz pasar a Stephen.

Un cerrojo corrido y Walter me da la bienvenida.

—Creíamos que eras alguien diferente.

En su ancha cama el tío Richie, entre almohadas y mantas, extiende sobre la colina de sus rodillas un sólido antebrazo. Limpio de pecho. Se ha lavado la mitad de arriba.

—Buenas, sobrino. Siéntate y acércate.

Echa a un lado la bandeja en que hace sus notas de gastos a la atención de Maese Hoff y Maese Shapland Tandy, protocolizando poderes, atestados y un mandato de comparecencia. Un marco de encina negra sobre su cabeza calva: el Requiescat de Wilde. El bordoneo de su engañoso silbido hace volver a Walter.

—¿Qué, señor?

—Whisky para Richie y Stephen, díselo a madre. ¿Dónde está?

—Bañando a Crissie, señor.

Compañerita de cama de papá. Terroncito de amor.

—No, tío Richie...

—Llámame Richie. Al diablo esta agua de lithines. Te echa abajo. ¡Whisky!

—Tío Richie, de verdad...

—Siéntate, o si no, qué demonios, te echo abajo de un golpe, Harry.

Walter bizquea en vano buscando una silla.

—No tiene en qué sentarse, señor.

—No tiene dónde ponerlo, idiota. Trae la butaca Chippendale. ¿Quieres un bocado de algo? Nada de esos malditos melindres aquí. ¿Una buena tajada de tocino frito con un arenque? ¿De veras que no? Tanto mejor. No tenemos en casa más que píldoras contra el dolor de riñones.

All’erta!

Bordonea compases del aria di sortita de Ferrando. El número más grandioso, Stephen, de la ópera entera. Escucha.

El afinado silbido vuelve a sonar, sutilmente matizado, con chorros bruscos de aire, mientras sus puños aporrean un bombo en sus rodillas almohadilladas.

El viento es más dulce.

Casas de ruina, la mía, la suya y todas. Decías a la gente bien de Clongowes que tenías un tío juez y un tío general del ejército. Sal fuera de ellos, Stephen. La belleza no está ahí. Tampoco en la empantanada bahía de la biblioteca de Marsh donde leíste las desteñidas profecías del abad Joaquín. ¿Para quién? La chusma de cien cabezas del recinto de la catedral. Odiador de su especie, salió corriendo del bosque de la locura, con la melena espumeando bajo la luna, los globos de los ojos hechos estrellas. Houyhnhnm, narices de caballo. Las ovales caras caballunas. Temple, Mulligan, Foxy Campbell. Abba Padre, furioso deán, ¿qué agravio incendió sus cerebros? ¡Paf! Descende, calve, ut ne nimium decalveris. Una guirnalda de pelo gris en su amenazada cabeza, mirádmele bajar gateando hasta el escalón inferior (descende!), agarrando una custodia, con ojos de basilisco. ¡Baja, cholla calva! Un coro devuelve amenaza y eco, ayudando en torno a los cuernos del altar, con el latín nasal de los curapios removiéndose rollizos en sus albas, tonsurados y ungidos y castrados, gordos de la grasa de los riñones del trigo.

Y en el mismo instante quizá un sacerdote a la vuelta de la esquina elevándolo. ¡Tilintilín! Y dos calles más allá otro encerrándolo en una píxide. ¡Tilintilín! Y en una capilla de la Virgen otro engulléndose toda la comunión él solo. ¡Tilintilín! Abajo, arriba, adelante, atrás. Dan Occam ya lo pensó, doctor invencible. Una neblinosa mañana inglesa, el duende de la hipóstasis le cosquilleó los sesos. Al bajar la hostia y arrodillarse oyó entrelazarse con su segundo campanillazo el primer campanillazo del transepto (ése está elevando la suya), y al levantarse, oyó (ahora yo estoy elevando) sus dos campanillazos (ése se está arrodillando) tintineando en diptongo.

Primo Stephen, nunca serás santo. Isla de santos. Eras terriblemente piadoso, ¿no es verdad? Rezabas a la Santísima Virgen para no tener la nariz roja. Rezabas al diablo en Serpentine Avenue para que la viuda regordeta de delante de ti se levantara un poco más las faldas, en la calle mojada. O si, certo! Vende tu alma por eso, ea, trapos teñidos sujetos con alfileres alrededor de una mujer pielroja. ¡Más, dime, más aún! En la imperial del tranvía de Howth, solo, gritando a la lluvia: ¡Mujeres desnudas! ¡Mujeres desnudas! ¿Y de eso qué, eh?

¿Y de eso qué? ¿Para qué otra cosa se han inventado?

Leyendo dos páginas a cada vez de siete libros cada noche, ¿eh? Yo era joven. Te hacías reverencias a ti mismo en el espejo, adelantándote al aplauso seriamente, con cara impresionante. ¡Hurra por el condenado idiota! ¡...Rra! Nadie lo ha visto: no se lo digas a nadie. Libros que ibas a escribir con letras por títulos. ¿Ha leído usted su F? Ah, sí, pero prefiero Q. Sí, pero W es estupendo. Ah, sí, W. ¿Recuerdas tus epifanías en hojas verdes ovaladas, profundamente profundas, copias para enviar, si morías, a todas las bibliotecas del mundo, incluida Alejandría? Alguien las había de leer al cabo de unos pocos miles de años, un mahamanvantara. Como Pico della Mirandola. Sí, muy parecido a una ballena. Cuando uno lee esas extrañas páginas de uno que desapareció hace mucho uno se siente uno con uno que una vez...

La arena granujienta había desaparecido de sus pies. Sus botas volvían a pisar húmedo magma crujiente, conchas de navajas, guijarros chirriantes, todo lo que choca en los innumerables guijarros, madera cribada por la carcoma marina, perdida Armada Invencible. Mefíticos bancos de arena esperaban chupar sus suelas hollantes, exhalando hacia arriba aliento de alcantarilla. Los costeó, andando cautamente. Una botella de cerveza se erguía, encajada hasta la cintura, en la masa pastelosa de la arena. Un centinela: isla de la sed temible. Rotos aros de tonel en la orilla: en tierra, un laberinto de oscuras redes astutas: más allá, lejos, puertas falsas garrapateadas de tiza, y en lo más alto de la playa, una cuerda de secar ropa con dos camisas crucificadas. Ringsend: wigwams de atezados pilotos y patrones de barcos. Conchas humanas.

Se detuvo. He dejado atrás el camino a casa de tía Sara. ¿No voy a ir allí? Parece que no. Nadie por aquí. Se volvió al nordeste y cruzó la arena más firme hacia la Pichonera.

—Qui vous a mis dans cette fichue position?

—C’est le pigeon, Joseph.

Patrice, en casa con permiso, lamía leche caliente conmigo en el bar MacMahon. Hijo del pato salvaje, Kevin Egan de París. Mi padre es un pájaro, lamía la dulce lait chaud con joven lengua rosa, gorda cara de conejito. Lamer, lap, lap, lapin. Sobre la naturaleza de las mujeres, había leído en Michelet. Pero tiene que mandarme La Vie de Jésus de Léo Taxil. Se la prestó a su amigo.

—C’est tordant, vous savez. Moi je suis socialiste. Je ne crois pas en l’existence de Dieu. Faut pas le dire à mon père.

—Il croit?

—Mon père, oui.

Schluss. Lame.

Mi sombrero de Barrio Latino. Dios mío, sencillamente hay que caracterizarse según el papel. Necesito guantes color pulga. ¿Eras estudiante, no es verdad? ¿De qué, en nombre del otro demonio? Peceene. P.C.N., ya sabes: physiques, chimiques et naturelles. Ajá. Te comías tus pocos cuartos de mou en civet, ollas de carne de Egipto, entre codazos de cocheros eructantes. Basta que digas en el tono más natural: Cuando yo estaba en París, boul’Mich, solía. Sí, solía llevar encima tickets perforados para probar la coartada si me detenían por asesinato en algún sitio. Justicia. En la noche del diecisiete de febrero de 1904 el encartado fue visto por dos testigos. Otro tipo lo hizo: otro yo. Sombrero, gabán, nariz. Lui, c’est moi. Parece que lo pasaste muy bien.

Caminando orgullosamente. ¿Cómo quién intentabas caminar? Lo he olvidado: un desheredado. Con el giro postal de madre, ocho chelines, la retumbante puerta del correo estampada en tus narices por el portero. Dolor de muelas de hambre. Encore deux minutes. Mire el reloj. Tengo que entrar. Fermé. ¡Perro a sueldo! A tiros, hacerle pedacitos sangrientos con, bum, una escopeta de perdigones, pedacitos hombre espachurrado paredes todo botones dorados. Pedacitos todos jrrrrclac a su sitio vuelven chascando. ¿No se ha hecho daño? Oh, todo está perfectamente. ¿Ve lo que quiero decir? Choque esos cinco. Bueno, está muy bien todo.

Ibas a hacer milagros, ¿eh? Misionero en Europa siguiendo al fogoso Columbano. Fiacre y Escoto en sus taburetes de castigo en el cielo hacen desbordar sus potes de cerveza, riendoruidosolatín: Euge! Euge! Fingiendo hablar mal el inglés cuando arrastrabas la maleta, tres peniques un maletero, a través del limoso muelle, en Newhaven. Comment? Con rico botín te volviste: Le Tutu, cinco números desgarrados de Pantalon Blanc et Culotte Rouge: un telegrama francés, azul, curiosidad para enseñar: —Madre muriéndose vuelve casa padre.

La tía cree que mataste a tu madre. Por eso no quiere.

Por la tía de Mulligan un brindis,

la razón en seguida se verá:

ella fue la que siempre hizo a los Hannigan

con decencia tener la familia.

Sus pies marchaban con súbito ritmo orgulloso sobre los surcos de la arena, a lo largo de los pedruscos de la muralla sur. Los miraba fijamente con orgullo, apilados cráneos de mamut de piedra. Luz dorada en el mar, en la arena, en los pedruscos. El sol está ahí, los esbeltos árboles, las casas limón.

París despertando en crudo, cruda luz de sol en sus calles limón. Miga húmeda de panecillos humeantes, al ajenjo verderrana, su incienso matinal, cortejan el aire. Belluomo se levanta de la cama de la mujer del amante de su mujer, el ama de casa empañuelada se afana, una bandeja de ácido acético en las manos. En Rodot, Yvonne y Madeleine renuevan sus bellezas tumbadas, destrozando con dientes de oro chaussons de pastelería, las bocas amarilleadas por el plus de flan breton. Pasan caras de hombres de París, sus complacidos complacedores, rizados conquistadores.

El mediodía dormita. Kevin Egan enrolla cigarrillos de pólvora entre dedos pringados de tinta de imprenta, sorbiendo su hada verde, como Patrice la suya blanca. Alrededor de nosotros, engullidores se echan tenedoradas de judías picantes tragadero abajo. Un demi setier! Un chorro de vapor de café desde la bruñida caldera. Ella me sirve, a la señal de él. Il est irlandais. Hollandais? Non fromage. Deux irlandais, nous, Irlande, vous savez? Ah oui! Creyó que querías un queso hollandais. Tu postprandial, ¿conoces esa palabra? Un tipo que conocí una vez en Barcelona, un tipo raro, solía llamarlo su postprandial. Bueno: slainte! En torno a los bloques marmóreos de las mesas, el enredo de alientos vinosos y gaznates gorgoteantes. El aliento de él pende sobre platos manchados de salsa, el colmillo verde de hada despuntando entre sus labios. De Irlanda, los Dalcasianos, de esperanzas, conspiraciones, de Arthur Griffith ahora, AE, guía, buen pastor de hombres. Enyugarme como compañero suyo de yugo, nuestros delitos nuestra causa común. Tú eres el hijo de tu padre. Conozco la voz. Su camisa de fustán, floreada color sangre, hace temblar sus borlas españolas por sus secretos. M. Drumont, famoso periodista, Drumont, ¿sabes cómo llamó a la reina Victoria? Vieja bruja de dientes amarillos. Vieille ogresse con los dents jaunes. Maud Gonne, hermosa mujer, la Patrie, M. Millevoye, Félix Faure, ¿sabes cómo murió? Hombres licenciosos. La froeken, bonne à tout faire, que restriega desnudez masculina en el baño en Upsala. Moi faire, dijo. Tous les messieurs. No este monsieur, dije. Costumbre muy licenciosa. El baño es una cosa muy íntima. No le dejaría a mi hermano, ni siquiera a mi propio hermano, cosa muy lasciva. Ojos verdes, os veo. Colmillo, lo noto. Gente lasciva.

La yesca azul arde muriendo entre las manos y arde clara. Sueltas hebras de tabaco se inflaman: una llama y un humo acre iluminan nuestro rincón. Crudos huesos de la cara bajo su sombrero de conspirador. Cómo escapó el cabecilla, versión auténtica. Disfrazado de novia, hombre, velo flores de azahar, salió disparado por el camino a Malahide. Así lo hizo, de veras. De jefes perdidos, los traicionados, fugas locas. Disfraces, agarrados, desaparecidos, no aquí.

Enamorado despreciado. Yo era entonces un muchachote espléndido, te lo aseguro. Te enseñaré algún día mi retrato. Sí que lo era, de veras. Enamorado, por amor de ella rondó con el coronel Richard Burke, jefe hereditario de su clan, bajo los muros de Clerkenwell y, acurrucados, vieron una llama de venganza lanzarles a lo alto en la niebla. Cristal roto y mampostería desmoronándose. En el alegre Parí se esconde, Egan de París, no buscado por nadie sino por mí. Haciendo sus estaciones diarias, la mísera caja de tipografía, sus tres tabernas, la cueva de Montmartre donde duerme su corta noche, rue de la Goutte-d’Or, tapizada con rostros de los desaparecidos, cagados de moscas. Sin amor, sin tierra, sin esposa. Ella está tan fenomenalmente a gusto sin su proscrito, madame, en rue Gît-le-Coeur, canario y dos huéspedes de postín. Mejillas de albaricoque, una falda cebrada, vivaz como la de una muchachita. Despreciado y sin desesperar. Di a Pat que me viste, ¿quieres? Una vez quise encontrarle un trabajo al pobre Pat. Mon fils, soldado de Francia. Le enseñé a cantar Los muchachos de Kilkenny son unos tíos valientes y ruidosos. ¿Conoces esa vieja canción? Le enseñé a Patrice ésa. Viejo Kilkenny: San Canice, castillo de Strongbow sobre el Nore. Es así, oh, oh. Me toma de la mano, Napper Tandy:

Oh, oh, los muchachos

de Kilkenny...

Débil mano consumida en la mía. Han olvidado a Kevin Egan, él no a ellos. Recordándote ¡oh Sión!

Se había acercado al borde del mar y húmeda arena abofeteaba sus botas. El nuevo aire le saludaba, con arpegios en sus nervios locos, viento de loco aire de semillas de luminosidad. Eh, no estaré andando afuera, hacia el barco faro de Kish, ¿no? Se detuvo de repente, con los pies empezando a hundirse lentamente en el suelo tembloroso. Volver atrás.

Volviéndose, escrutó la orilla sur, los pies hundiéndose otra vez lentamente en nuevos agujeros. Aguarda el frío espacio abovedado de la torre. A través de las troneras, las lanzadas de luz se mueven siempre, lentamente siempre, tal como se hunden mis pies, deslizándose hacia la oscuridad sobre la esfera de reloj del suelo. Oscuridad azul, caída de la noche, profunda noche azul. En la oscuridad de la bóveda esperan, las sillas echadas atrás, mi maleta en obelisco, en torno a una mesa de vajilla abandonada. ¿Quién va a recogerla? Él tiene la llave. No voy a dormir allí cuando llegue la noche. Una puerta cerrada de una torre silenciosa sepultando sus cuerpos ciegos, el sahib de la pantera y su perro perdiguero. Llamar: sin respuesta. Levantó los pies de la absorción y volvió atrás siguiendo el muelle de pedruscos. Tomar todo, conservar todo. Mi alma camina conmigo, forma de las formas. Así en mitad de las velas de la luna mido con mis pasos el sendero sobre las rocas, plateadas en color sable, oyendo la tentadora creciente de Elsinore.

La creciente me sigue. Puedo observarla pasar desde aquí. Vuelve atrás entonces por el camino de Poolbeg hasta la playa, ahí abajo. Trepó sobre los juncos y los viscosos bejucos y se sentó en una banqueta de roca, apoyando el bastón de fresno en un saliente de la roca.

La carcasa hinchada de un perro yacía repantigada en los sargazos. Delante, la regala de un bote, hundida en la arena. Un coche ensablé llamó Louis Veuillot a la prosa de Gautier. Esas pesadas arenas son lenguaje que la marea y el viento han sedimentado aquí. Y ahí, los túmulos de constructores muertos, un laberinto de madrigueras de ratas comadrejas. Esconder oro ahí. Pruébalo. Lo tienes. Arenas y piedras. Pesadas del pasado. Juguetes de Sir Lout. Fíjate que no recibas una, pam, en la oreja. Yo soy el muy jodido gigante que echa a rodar todos esos jodidos pedruscos, huesos para mis piedras pasaderas. ¡Fiifoofum! Juelo la jangre de un jirlandej.

Un punto, un perro vivo, creció ante la vista corriendo a través de la extensión de arena. Señor, ¿me irá a atacar a mí? Respeta sus fueros. No serás señor de otros ni esclavo suyo. Tengo mi bastón. Quédate bien sentado. Desde más lejos, caminando hacia la orilla a través de las crestas de la marea, figuras, dos. Las dos Marías. Lo han metido en sitio seguro entre los juncos. Veo, veo. ¿Qué ves? No, el perro. Vuelve corriendo a ellas. ¿Quién?

Las galeras de los Lochlanns corrían aquí a la playa, en busca de presa, con sus proas de picos sangrientos cabalgando una baja rompiente de peltre fundido. Vikingos daneses, con collares de tomahawks reluciendo sobre el pecho cuando Malachi llevaba el collar de oro. Una bandada de balenópteros varados en el caluroso mediodía, lanzando chorros, revolcándose en los bajíos. Luego, desde la hambrienta ciudad de jaulas, una horda de enanos con jubones de cuero, mi gente, con cuchillos de desollar, corriendo, encaramándose, dando tajos en la verde carne de ballena, revestida de grasa. Hambruna, peste y matanzas. Su sangre está en mí, sus lujurias son mis olas. Me moví entre ellos por el Liffey helado, aquel yo, cambiado en la cuna, entre las crepitantes hogueras resinosas. A nadie hablé: nadie a mí.

El ladrido del perro corría hacia él, se detuvo, retrocedió corriendo. Perro de mi enemigo. Sencillamente me quedé pálido, silencioso, acorralado. Terribilia meditans. Un justillo color prímula, la sota de la fortuna, sonreía de mi miedo. ¿Por eso te angustias, el ladrido de su aplauso? Pretendientes: vivir sus vidas. El hermano de Bruce, Thomas Fitzgerald, caballero sedoso, Perkin Warbeck, falso retoño de York, en calzones de seda de marfil rosablanco, prodigio de un día, y Lambert Simnel, con una escolta de maritornes y buhoneros de guerra, barrendero coronado. Todos los hijos del rey. Paraíso de pretendientes entonces y ahora. Él salvó a algunos de ahogarse y tú tiemblas ante el ladrido de un chucho. Pero los cortesanos que se burlaron de Guido en Or San Michele estaban en su casa propia. Casa de... No queremos que nos vengas con tus abstrusidades medievales. ¿Harías lo que hizo él? Habría cerca una barca, un salvavidas. Natürlich, puesto allí para ti. ¿Lo harías o no? El hombre que se ahogó hace nueve días al largo de Maiden’s Rock. Le esperan ahora. La verdad, desembúchala. Yo querría. Intentaría. No soy un nadador muy bueno. Agua fría blanda. Cuando metía la cara en ella en la palangana en Clongowes. ¡No veo! ¿Quién está detrás de mí? ¡Fuera deprisa, deprisa! ¿Ves la marea fluyendo deprisa por todos los lados, ensabanando deprisa los bajos de las arenas, color cáscara de cacao? Si tuviera tierra bajo los pies. Quiero que su vida siga siendo suya, y la mía siga siendo mía. Un hambre que se ahoga. Sus ojos humanos me gritan desde el horror de su muerte. Yo... Con él hundiéndome del todo... A ella no pude salvarla. Aguas: amarga muerte: perdida.

Una mujer y un hombre. Le veo las enaguas. Sujetas en alto con alfileres, apuesto.

El perro de ellos corría contoneándose en torno a un banco de arena invadido por el agua, al trote, olfateando por todas partes. Buscando algo perdido en una vida pasada. De repente salió disparado como una liebre que salta, las orejas echadas atrás, en persecución de la sombra de una gaviota en vuelo raso. El silbido chillón del hombre le hirió las flojas orejas. Se dio vuelta, volvió de un salto, se acercó, trotó sobre ancas chispeantes. En campo de gules, un ciervo pasante, de color natural, sin astas. En el borde de encaje de la marea se detuvo, con las patas delanteras rígidas, las orejas aguzadas hacia el mar. Su hocico levantado ladró al ruido de olas, manadas de morsas. Serpenteaban hacia sus patas, rizándose, desplegando muchas crestas, una de cada nueve rompiéndose, salpicando, desde lejos, desde aún más afuera, olas y olas.

Buscadores de berberechos. Vadearon un trecho en el agua y, agachándose, sumergieron sus bolsas, y volviéndolas a levantar, salieron vadeando. El perro ladró corriendo hacia ellos, se irguió y les manoteó, cayó a cuatro patas, y otra vez se irguió hacia ellos con muda adulación de oso. Sin que le hicieran caso, se mantuvo junto a ellos mientras se acercaban hacia la arena más seca, con un andrajo de lengua de lobo jadeando roja desde sus quijadas. Su cuerpo a manchas se contoneaba por delante de ellos, y luego echó a correr en un trote de becerro. El cadáver estaba en su camino. Se detuvo, olfateó, dio vueltas majestuosamente, hermano, acercó la nariz, giró en torno, olfateando deprisa perrunamente por completo todo el pelaje arrastrado del perro muerto. Cráneo de perro, olfatear de perro, ojos en el suelo, avanza hacia una sola gran meta. Ah, pobre cuerpo de perro. Aquí yace el cuerpo del pobre cuerpo de perro.

—¡Andrajos! Fuera de ahí, chucho.

El grito le hizo volver furtivamente a su amo y un sordo puntapié sin bota le lanzó sano y salvo a través de una lengua de arena, encogido en el vuelo. Volvió disimulándose en curva. No me ve. A lo largo del borde del muelle, arrastró las patas, vagabundeó, olió una roca y, por debajo de una pata trasera, orinó brevemente hacia una roca que no olió. Los sencillos placeres del pobre. Sus zarpas traseras entonces desparramaron arena: luego las zarpas delanteras hurgaron y ahondaron. Algo enterró allí, a su abuela. Hozó en la arena, hurgando, ahondando, y se detuvo a escuchar el aire, volvió a rascar la arena con una furia en sus garras que cesó pronto, leopardo, pantera, engendrado quebrantamiento conyugal, buitreando a los muertos.

Después que él me despertó anoche el mismo sueño, ¿o no? Espera. Portal abierto. Calle de prostitutas. Recuerda. Harún al-Raschid. Lo estoy casi casi. Aquel hombre me guiaba, hablaba. Yo no tenía miedo. El melón que tenía, me lo acercó a la cara. Sonreía: olor de fruta cremosa. Esa era la regla, decía. Adentro. Venga. Alfombra roja extendida. Ya verá quién.

Con las bolsas al hombro, avanzaban fatigosamente, los rojos egipcios. Los pies lívidos de él, saliendo de unos pantalones remangados, azotaban la arena pegajosa; una bufanda ladrillo oscuro estrangulando su cuello sin afeitar. Ella, con mujeriles pasos, le seguía: el gachó y su gachí. El botín colgado a la espalda de ella. Arena suelta y trozos de conchas formaban costra en sus pies descalzos. El pelo le flotaba al aire, tras la cara, áspera del viento. Detrás de su señor, compañera ayudante, tira allá, a la gran urbe. Cuando la noche esconde los defectos de su cuerpo, llama bajo su chal pardo, desde un soportal ensuciado por los perros. Su hombre está invitando a dos del Royal Dublin en O’Loughlin de Blackpitts. Besuquéala, cómetela, en la jerga pringosa del pícaro, por, Oh, mi chupadora tía cachonda. Una blancura de diabla bajo sus andrajos rancios. El callejón de Fumbally aquella noche: los olores de la tenería.

Blancas tus patas, roja tu jeta,

y tus magras son bien duras.

Ven al catre ahora conmigo.

Agárrate y besa a oscuras.

Delectación morosa llama a eso Panzo Tomás de Aquino, frate porcospino. Adán antes de la caída montaba y no se ponía cachondo. Déjale que brame: tus magras son bien duras. Lenguaje ni pizca peor que el suyo. Palabras de monje, cuentas de rosario charloteando sobre sus cinturones: palabras de pícaro, duras pepitas se entrechocan en sus bolsillos.

Pasan ahora.

Una mirada de reojo a mi sombrero de Hamlet. ¿Y si de repente estuviera desnudo, aquí mismo donde estoy sentado? No lo estoy. A través de las arenas de todo el mundo, seguida por la espada flamígera del sol, hacia occidente, marchando hacia tierras de poniente. Camina penosamente, schleppea, arrastra, remolca, trascina su carga. Una marea occidentalizante, tirada por la luna, sigue su estela. Mareas, de miríadas de islas, dentro de ella, sangre no mía, oinopa ponton, un mar vinoso oscuro. He aquí la esclava de la luna. En sueño, el signo húmedo marca su hora, la manda levantarse. Cama de esposa, cama de parto, cama de muerte, con velas espectrales. Omnis caro ad te veniet. Viene él, pálido vampiro, a través de la tempestad sus ojos, sus alas de murciélago ensanguinolando el mar, boca al beso de la boca de ella.

Ea. Clávale un alfiler, ¿quieres? Mis tabletas. Boca para el beso de ella. No. Debe haber dos. Pégalos para el beso de la boca de ella.

Sus labios labiaron y boquearon labios de aire sin carne: boca para el vientre de ella. Entre, omnienventrador antro. Su boca molde moldeó aliento que salía, inverbalizado: uuiijáh: rugido de planetas cataráticos, globados, incandescentes, rugiendo allávaallávaallávaallávaallávaallá. Papel. Los billetes, malditos sean. La carta del viejo Deasy. Aquí. Agradeciendo su hospitalidad arrancar el final en blanco. Volviendo la espalda al sol se inclinó sobre una mesa de roca y garrapateó palabras. Es la segunda vez que me he olvidado de llevarme papelitos de notas del mostrador de la biblioteca.

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