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Primera parte

LECTURAS TERRITORIALES



JUSTICIA EN ARAUCA: ENTRE EL ESTADO Y LA INSURGENCIA

Arturo Suárez Acero


Este capítulo busca explicar las relaciones entre el Estado, la insurgencia y las comunidades con respecto al acceso a la justicia en la región del Sarare, identificando cómo han operado las intersecciones entre las diferentes prácticas de administración de justicia en los municipios del piedemonte araucano y, a partir de este entendimiento, aportar a los diseños institucionales que son necesarios para que las respuestas a las necesidades de justicia contribuyan a la paz del territorio y del país.

En un primer apartado se enuncian algunos aspectos relativos al contexto territorial. Más adelante, se hace un abordaje de la forma en la que se configuraron realidades normativas en esta región a partir de la influencia ejercida por los diferentes actores del conflicto. Posteriormente, se indagará por la forma en la que se dieron intersecciones entre las justicias ejercidas por estos actores. Finalmente, se plantearán algunas reflexiones frente a los actuales procesos de reacomodamiento de las dinámicas del conflicto armado, el proceso de desmovilización de las FARC y la eventual consolidación de un proceso de negociación con el ELN.

EL REVÉS DE LA JUSTICIA

Las diferentes situaciones de la vida social, en las que la interacción es la condición de posibilidad para la emergencia de conflictos que requieren de regulación por parte de autoridades, configuran todo un campo de demandas de justicia, al cual se busca responder mediante la disposición de una oferta institucional integrada por procedimientos, actores y normas. En la lógica del Estado liberal, este es, pues, uno de los factores que da sentido a la existencia de una rama jurisdiccional.

Según el positivismo jurídico, frente a determinado tipo de conflictos, el Estado cuenta con una jurisdicción, una autoridad con competencia para administrar justicia, unas normas sustanciales y otras procedimentales a través de las cuales el ejercicio de la administración de justicia se materializa en decisiones oponibles frente a las partes involucradas y frente a terceros. Esta segmentación de las dinámicas de la conflictividad social reproduce el mito de que el Estado comprende todas las situaciones de contradicción social y, por lo tanto, todo sería susceptible de tener un trámite por parte de los mecanismos formales/judiciales del Estado.

Sin embargo, en los territorios de frontera, esos que se han excluido de la construcción del proyecto de nación para convertirse en su revés (Serje, 2011), en los que no se encuentra una capacidad efectiva de regulación por parte del Estado, resulta altamente factible que, al no disponerse de dispositivos institucionales para la gestión de la conflictividad, se generen escenarios de caos (Ardila, 2018), en los que la obtención de los intereses propios se vuelve una cuestión de fuerza, en la que no pueden apreciarse normas aplicables y cada cual se juega su interés con base en sus propios recursos.

Arauca, particularmente, es un territorio de frontera en una perspectiva doble. Por un lado, es un territorio fronterizo con Venezuela, con quien comparte 296 kilómetros. Pero, del mismo modo, es una frontera interna en relación con la nación colombiana, situada sobre los bordes andinos. De ahí que este territorio hubiese sido poblado principalmente a través de un proceso de colonización dirigida “impulsada por el gobierno de Lleras Restrepo (1966-1970)” (Gutiérrez, 2010, p. 6).

Este proceso, que se orientó principalmente hacia la zona del Sarare, contrasta con la histórica fundación de municipios como Arauca (capital) y Tame, que datan de los tiempos de la Colonia. Sin embargo, y pese al lugar que busca Tame en la historiografía nacional, como cuna de la libertad, al ser el epicentro de la reunión de las tropas de Bolívar y Santander, la presencia institucional en Arauca ha sido tendencialmente precaria, sin ninguna función de integración nacional relevante. De hecho, la capital de Arauca no ha sido especialmente relevante en la centralización de las relaciones y los flujos de la vida intendencial: “En apariencia, no cumple muchas funciones de polarización económica y espacial, social ni cultural” (Gutiérrez, 2010, p. 4).

Margarita Serje (2011) analiza el proceso de colonización del Sarare según las descripciones proveídas por el obispo Builes hacia los años 40 del siglo XX. En estos relatos se empieza a estructurar la imagen de las fronteras de lo nacional como una gesta movida por la “seducción de aventura y la promesa de la inmensidad de los territorios vírgenes donde construir un mundo nuevo” (pp. 216-217).

En palabras de este jerarca católico,

[…] tomad como ejemplo esas soleadas regiones del Sarare, arcas de inagotable riqueza, reservas de energía, fuente copiosa de posibilidades futuras. Si os preguntáis qué cosa es el Sarare se os dirá que es un país lejanísimo, con una fauna primordial, donde residen unas tribus morenas, armadas de envenenados dardos. (Serje, 2011, p. 217)

Desentrañar el discurso que sirve como base de tan magníficas descripciones permite identificar la imagen de una belleza natural protegida del avance civilizatorio por los fieros y bravos hombres, salvajes, equipados con armas rudimentarias. Pero también salta a la vista en la descripción cómo el desconocimiento de una tan maravillosa zona escapa aún al “rumor de la patria que no llega” (Serje, 2011, p. 218), lo cual no es otra cosa que la afirmación de que el derecho territorial del Estado legislado desde los pulpitos de la democracia liberal centralista no ha bautizado esas inhóspitas tierras como parte del territorio sagrado de la ciudadanía nacional.

Por tal razón es que el término de “Baldíos de la Nación” es pertinente para entender la pretensión de que esa inmensidad virgen sea extraída para el crecimiento de las arcas de la república. Sin embargo, la república no puede irradiar con el imperio de la ley un proyecto de explotación que integre a ese Sarare mítico. De ahí que surja la necesidad de que los valientes acometan la labor de la integración.

Ahora bien, el proceso de la colonización de la región del Sarare, y el consecuente establecimiento de dinámicas de poblamiento basadas en la tumba del monte, la fundación, la apropiación de tierras consideradas como baldíos de la nación y la paulatina urbanización, que fueron contribuyendo al desarrollo territorial del departamento de Arauca, constituyen en su conjunto todo un proceso social de producción del territorio, definido por las dinámicas autogestionarias basadas en lazos de colaboración y solidaridad, mientras que el Estado se mantiene, en cierto modo, ausente.

Así, se fueron consolidando,

dos núcleos de crecimiento demográfico y económico de importancia: Arauca, la capital, en pleno llano y Saravena, en el piedemonte, sobre la selva del Sarare. Entre estos municipios se ha dado una suerte de complementariedad y competencia por el liderazgo político y económico. (Gutiérrez, 2010, p. 9)

En este sentido, vale la pena considerar que la fragmentación que ha hecho de Arauca una zona de frontera en las dos perspectivas vistas, ha generado también una fragmentación institucional, que han provocado “divergencias profundas […] sobre la manera como se concibe, se interpreta y se aplican las normas. Esto es particularmente notorio en los órganos encargados de mantener el orden público” (García, 2008, p. 38).

La fragmentación institucional y las fisuras de una soberanía que nunca estuvo exclusivamente en cabeza del Estado fueron el escenario propicio para la penetración guerrillera en Arauca: hacia 19661, los primeros militantes del ELN llegan a la zona de colonización a establecer formas organizativas comunitarias en los renglones económicos a manera de cooperativas, y de reclamación ante el Estado frente a las necesidades de acceso a tecnologías, créditos, infraestructura y conformación de mercados (Gutiérrez, 2010).

Para entender la forma en la que se dio el proceso de la colonización, y la manera sobre la cual debería operar lo institucional, Serje (2011) devela la existencia de un estado civil que solo puede crearse por efecto de crear primero al Otro, a un Otro monstruoso, bruto, sin habla, salvaje, con desenfreno de sus propias pasiones. Este es el Otro que habita el estado de naturaleza, el cual resulta imprescindible para fundar el estado civil, como justificación para su eliminación.

Este Otro no tenía necesariamente que ser un “comegente” para poder ser el objeto de la violencia de la gesta civilizadora —llamada regulación normativa—, solo resistirse ante el poder avasallador de la colonia era argumento suficiente para ser calificado como un vestigio del atraso. “A partir de entonces, toda forma de resistencia al orden urbano colonial-moderno se ha visto convertida en barbarie y delincuencia” (Serje, 2011, p. 228). Delincuencia, curiosa apelación nuevamente a una categoría jurídica.

Además de sujetos que deben ser regulados mediante la implantación del Derecho formal, un aspecto útil para entender el contexto territorial tiene que ver con la aparición del petróleo como un factor fundamental que explica las dimensiones de las relaciones vigentes en Arauca vistas a través del lente de la integración nacional: la extracción de recursos minero-energéticos en una modalidad de enclave.

Esta ha sido la forma de integración económica de la colonización.

La imaginación geopolítica del territorio que sustenta esta doble coerción es la base de un sistema de apropiación y de administración que se resume en la política del enclave: la forma de intervención que ha sido privilegiada para integrar los territorios salvajes a la nación y, con el mismo gesto, al mercado global. El enclave sintetiza las políticas de explotación y de pacificación que han caracterizado históricamente la intervención metropolitana en las regiones de frontera. (Serje, 2011, p. 261)

En este sentido, la economía de enclave, de característica extractivista, parte de concesionar para que las empresas privadas actúen como promotores de la regulación, desde criterios de mercado. Operan, en zonas salvajes que empiezan a ser controladas, como fuertes en los que se crea una cabeza de playa, desde la cual organizar las avanzadas sobre los baldíos. Se debe tener en cuenta que el enclave es un vaso que comunica el centro de un mercado global con los confines de las periferias; una característica fundamental del enclave como modelo productivo es la necesidad de garantía de seguridad, con lo cual es evidente que su operación en “territorio enemigo” ha hecho que sean unos de los principales promotores de las relaciones de las empresas con paramilitares.

Pero la relación no estaría completa si se olvida el rol orientador del Estado nación en la conquista de las vastas tierras vírgenes para la explotación: “Está de más señalar que las explotaciones de enclave han contado con el apoyo incondicional de los gobiernos/élites nacionales y locales, gracias al poder de corrupción de las empresas, que continuamente compran y sobornan funcionarios” (Serje, 2011, p. 266). Es por esta razón que se dan las fracturas de lo territorial. Esta idea es reforzada por el planteamiento de que en Colombia “ha habido más territorio que nación, más nación que sociedad, más sociedad que Estado y más partidos políticos que democracia” (García, 2008, p. 31).

A continuación, se verá cómo se han configurado algunos de los órdenes en el territorio araucano, en especial buscando acotar el análisis a la zona del piedemonte.

REGLAS ARMADAS: ENTRE LA SEDUCCIÓN Y EL MIEDO

En condiciones de caos institucional y de ausencia reconocible de regulación, existen dos tipos de salidas: por un lado, se impone el principio de Estado y se amplía la ciudadanía como un campo institucional o, por otro lado, se establecen equilibrios entre diferentes órdenes de regulación y se configura una constelación pluralista (Santos, 1991). Dicho en otras palabras, toda situación de conflicto representa una posibilidad de definir órdenes de regulación para que salir del caos se constituya en una de las condiciones propias de la producción social del territorio (Ardila, 2006).

La llegada de los grupos armados, previa incluso a la aparición del petróleo hacia principios de los años ochenta, viene a ocupar los espacios que requerían de la presencia de una autoridad que regulara un sinfín de situaciones que necesitaban ser atendidas para garantizar un orden. Así, las insurgencias aportaron criterios normativos y de regulación a un territorio del que, por otra parte, hicieron su retaguardia estratégica.

Durante más de tres décadas, la presencia del ELN, así como la de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), ha definido la forma en la que las comunidades se organizan y establecen patrones para la tramitación de sus conflictos, lo cual ha estado respaldado en que, a través de los brazos armados de las insurgencias, en los márgenes de la soberanía, surgen los contrapoderes como nuevas formas de soberanía.

En palabras de Gutiérrez,

Durante más de 15 años esta organización construyó en el piedemonte un poder sin hacer uso de amenazas de muerte o actos de violencia sobre la población civil o los representantes del Estado […]. Cabe anotar que parte del éxito subversivo consistió en ofrecer y garantizar seguridad a los medianos y grandes hacendados contra el abigeato y la usurpación de tierras. (2011, p. 10)

Como parte de la estrategia de guerra del ELN, se definió la construcción del Poder Popular2 como una forma de establecer un poder paralelo en las zonas de influencia de la guerrilla, fortaleciendo y estimulando las organizaciones sociales de las comunidades campesinas. Así, estas tendrían la legitimidad estatal, pero serían al mismo tiempo, el fundamento de un ejercicio diferente de poder transformador, consciente de los contextos y las particularidades de cada zona.

Lo anterior traía consigo la construcción de formas organizativas tanto en la esfera institucional como estatal; con la finalidad de “combatir al Estado desde sus entrañas”3; así como desde lo extrainstitucional (Aguilera, 2014), en el anuncio de una nueva sociedad, sustentada en los criterios locales, rescatando la identidad regional en lo comunitario, a partir de la estructuración de formas de democracia directa4, en un combate frontal al individualismo y la hegemonía burguesa.

En referencia a la manera en la que se da la regulación de la vida social en las zonas de presencia del ELN, se reconoce la adjudicación de normas para la redistribución, la moderación de ciertas explotaciones, el cuidado y respeto a las temporadas de caza, pesca y recolección, las disposiciones sobre lo productivo, como por ejemplo sobre los pagos de jornales, la distribución y adjudicación de tierras, las reglamentaciones del derecho de propiedad y la imposición de sanciones.

El poder popular se manifiesta con el desarrollo de formas y prácticas alternativas de justicia. La mayoría de las normas no constituyen una novedad, por cuanto están contempladas en las legislaciones estatales. Lo realmente llamativo es que el procedimiento coloca en manos de una instancia comunitaria la solución de una amplia gama de conflictos, sin que su violación signifique una fuerte sanción o amenaza para el infractor. (Aguilera, 2006, p. 247)

De otro lado, las FARC, desde su perspectiva estratégica, integraron aspectos de los modelos de guerra prolongada5 e insurreccional6, con un énfasis en la consolidación militar de un aparato nacional con capacidad operativa para la toma de un centro de despliegue estratégico en Bogotá.

Sin embargo, el crecimiento de la capacidad operativa de las FARC no se vio reflejado en el logro de sus objetivos estratégicos, pese a que llegaron a rodear la capital y contaban con corredores de movilidad que interconectaron el país, se ubicaron las retaguardias estratégicas y se consolidó un ejército con plena financiación.

La construcción de retaguardias nacionales basculó, principalmente, hacia el sur del país y los márgenes de la cordillera oriental hacia el piedemonte llanero. El Bloque oriental, que operaba en Meta, Guaviare, Casanare, Arauca, Boyacá, Guainía y Vaupés, fue el que acumuló el mayor peso de la confrontación (Aguilera, 2014). En Arauca, operaron principalmente los frentes 10 y 45.

El control de las FARC en las zonas de retaguardia se asentaba en la incidencia de sus cuadros dentro de las estructuras de las Juntas de Acción Comunal (JAC), presionando frecuentemente a los campesinos de sus zonas de influencia a participar en la organización comunitaria, asistir a las reuniones y a las jornadas de trabajo colectivo. “Esa política de las FARC de colocar bajo su control a las juntas comunales, parece haber sustituido la formación de ligas campesinas o de otras organizaciones agrarias conectadas al Partido Comunista” (Aguilera, 2014, p. 416).

Las FARC planteaban como parte de su política de masas la obligación de colocar a las organizaciones comunales de su lado, para ganar la consciencia de las masas y movilizarlas en la lucha por el reclamo y la defensa de sus derechos, y también para que las organizaciones comunales le exigieran al gobierno que financiara y adelantara las obras necesarias para el progreso.

Sin embargo, este mandato a las JAC no debía hacerse de manera hostil, sino como resultado de una acción pedagógica, así como de la instauración de un orden regulatorio, eficaz frente a los conflictos que se presentaban entre el campesinado.

Al respecto, Pedro7, dirigente social de Saravena, afirma que los primeros tipos de normas que fueron implantando las organizaciones insurgentes estuvieron enfocadas en acabar con situaciones consideradas como desagradables por parte de las comunidades:

Cuando ellos llegaron, había situaciones muy jodidas; por ejemplo, se robaban el ganado, se robaban las cosas de las casas. Entonces, esas fueron unas de las razones por las cuales ellos empezaron a decirle a la comunidad que a los ladrones había que aplicarle la pena de muerte. Lo otro es que ellos jamás estuvieron de acuerdo con el consumo de sustancias estupefacientes, sobre todo la marihuana, en esa época, y ya después el bazuco y la cocaína. Ellos no aceptaban la presencia de consumidores de esas sustancias. (Pedro, comunicación personal, 18 de mayo de 2017)

De este testimonio se puede extraer que, en efecto, las normas que fueron impuestas por la insurgencia pueden agruparse en dos categorías. Por un lado, normas dirigidas hacia la protección de la organización, a través de las cuales se amparase la seguridad de los guerrilleros y milicianos, dentro de las cuales se cuentan aquellas que estaban destinadas a restringir la movilidad o la circulación: “En ese entonces, como ahora, era necesario ejercer control sobre las personas extrañas que llegaban al territorio, porque podían ser agentes encubiertos, lo que en esa época se llamaba la mano negra. Eso era para cuidar su territorio” (Pedro, 2017).

También fueron reconocidas como normas la restricción de movilidad entre las seis de la tarde y las seis de la mañana, el cese obligatorio de actividades agrícolas y comerciales durante los paros armados y, ante informaciones de presencia del ejército, los guerrilleros alertaban a la gente para que no tuvieran ningún trato, que no tuvieran ningún tipo de conversación con las fuerzas militares, so pena de morir ajusticiado.

Por otra parte, había normas dirigidas a regular las relaciones de la comunidad, principalmente a través de prohibiciones; por ejemplo, frente al consumo de estupefacientes, el robo de ganado y los hurtos comunes. De ese modo se estableció la pena de muerte para violadores, para cuatreros y para casos reconocidos de reincidencia de ladrones o consumidores de sustancias psicoactivas.

También era obligatorio asistir a las actividades comunitarias y de participación en asambleas populares. “También se puede ver que la administración de justicia tenía que ver con los linderos y también en los problemas entre vecinos, como incluso las infidelidades, que era un asunto muy delicado” (Pedro, 2017).

En ese contexto, el papel de la insurgencia se hizo necesario para resolver los problemas entre vecinos, entre ellos, las infidelidades, los problemas de linderos, las deudas, los chismes, etc. Por ejemplo, una vereda llamada Puerto Miranda, anteriormente era llamada “Puerto Machete”, debido a que allí, la mayoría de las veces, los conflictos entre pobladores —principalmente santandereanos y boyacenses— se resolvían a machete, causando lesiones y mutilaciones, o incluso la muerte. Esta forma de resolver los problemas fue regulada por las FARC prohibiendo que los conflictos entre vecinos fueran tratados de manera directa. De ese modo, quien hiriera o matara a otra persona era sancionado con la pena capital.

Sin embargo, también se reconocen un tipo de sanciones menores, como limpiar caminos. María, lideresa de Tame, pudo presenciar la aplicación de este tipo de sanciones. Ella describe que para delitos que no eran sancionados con pena de muerte, pero que debían ser ejemplarizantes, le ordenaban al infractor limpiar un camino con un machete sin filo y sin el mango, de tal manera que el rigor del trabajo quedara marcado en sus manos.

Pedro (2017) también relata que, donde existía la posibilidad de hacer aseo o arreglos a los caseríos, los ponían a cumplir diversas tareas para que la gente viera que una persona debía comportarse bien. Esta exposición pública implicaba que todos los habitantes sabían que había cometido alguna irregularidad. Muchas obras públicas fueron realizadas por lo que en aquel entonces se conocían como “los sancionados”. “Si usted iba por un camino y veía a una persona o a un grupo de personas trabajando ahí solas, usted decía: ah, a estos los sancionaron. Así que algunas sanciones eran purgadas con trabajo comunitario”.

También menciona que en alguna ocasión le preguntó a un guerrillero de las FARC sobre la razón de imponer la pena de muerte. La respuesta fue tan simple como contundente: “porque no tenemos cárceles. Como no se puede tener a nadie preso, toca matarlo”.

Había una práctica cuando los primeros grupos empezaron a llegar. Ellos reunían a las comunidades y las mantenían informadas sobre las decisiones que habían tomado y las que había que tomar. Y cuando había ajusticiamientos, ellos ponían el caso a disposición de la asamblea popular, para que la comunidad decidiera por la vida de esa persona que hubiera cometido un delito, como un robo, una violación u otro. (Pedro, 2017)

Pese a que se desarrollaran estos procesos a instancias de la comunidad, según Pedro, se garantizaban algunos derechos, como el derecho a la defensa: “Yo he escuchado que incluso, un miembro del grupo armado o de la comunidad actuaba como defensor” (Pedro, 2017).

Ante la pregunta sobre la motivación para cumplir las normas impuestas por las insurgencias, Pedro responde que a la mayor parte de la gente le gustaba que por fin hubiera gobierno. Necesitaban un gobierno y en ese contexto a las comunidades les parecía adecuado, porque entendían que las sanciones eran drásticas.

Esta legitimidad se derivaba de que era ocasional que algunos comandantes fueran los que tomaran las decisiones respecto de la aplicación de sanciones, puesto que resultaba más común que fuera la comunidad la que decidiera, con lo cual se incrementaba el sentimiento de que se estaba haciendo justicia y no cometiendo alguna arbitrariedad. “En la mayoría de los casos reunían a las comunidades para hacerles esas consultas. Yo una vez tuve que participar de un juicio revolucionario siendo profesora en la vereda La Palestina” (María, comunicación personal, 15 de mayo 2017).

En este punto, vale la pena traer la reflexión de Mario Aguilera, a través de la cual, siguiendo al tratadista italiano Norberto Bobbio, se entiende que el Derecho puede surgir en el marco de procesos de institucionalización en los que la presencia de normas define un contexto en el que se sitúan los fines de un determinado orden, los medios para alcanzar aquellos fines, y se distribuyen las funciones entre los actores para alcanzar tales fines.

Afirma Aguilera,

La guerrilla tiene una organización y por medio de ella llega a constituir un ordenamiento jurídico. Las guerrillas cuentan con un orden hacia adentro y hacia afuera. Hacia adentro, expresada en una estructura político-militar con mandos jerarquizados, unas estrategias de guerra sometidas a evaluaciones en congresos y conferencias, una distribución territorial, unas normas disciplinarias para juzgar faltas y delitos, etc. Hacia afuera, el orden de la guerrilla se manifiesta en la configuración de retaguardias con contrapoderes en los que se realizan actos de gobierno y justicia, la extracción de recursos, la ubicación de frentes de acuerdo a estrategias político-militares, la aplicación de medidas judiciales en las zonas de disputa, etc. (Aguilera, 2014, p. 122)

Por otro lado, debe ser reconocido que, a nivel normativo, la economía del petróleo también ha definido una realidad regulatoria:

[...] las reglas las ponían las compañías y el Estado se limitaba a conceder, con tal de que entraran el capital y el porcentaje acordado de regalías. Este manejo contó siempre con la anuencia del Estado, que en su afán por “crear condiciones favorables a la inversión”, se hizo el de la vista gorda, al igual que lo hizo con el exterminio de las poblaciones indígenas y con los asuntos laborales, permitiendo a las compañías toda clase de abusos. (Serje, 2011, p. 270)

Así pues, se ha configurado una especie de pluralismo jurídico, en el que la regulación de las empresas se oculta bajo un manto de presunta juridicidad representado en la licencia de explotación, la concesión, el contrato o la exención tributaria para el estímulo de la inversión privada. “Entre las facultades que se le concedían se contemplaba, incluso, que podía nombrar funcionarios de justicia, lo que generó conflictos de soberanía con los funcionarios de la administración colonial en los niveles local y regional” (Serje, 2011, p. 273).

Sin embargo, se trata de una presunta juridicidad, porque como lo señala Serje:

La explotación de los territorios salvajes y de las tierras de nadie, siempre a través de economías extractivas y de enclave, se ha visto enmarcada en el complejo juego de legalidades e ilegalidades ligado a sus formas particulares de producción y comercialización: la usurpación, el esclavismo, la servidumbre, el endeude. (Serje, 2011, p. 279)

Esta dimensión de regulación se sostenía en un equilibrio muy frágil en el que la ventaja la tiene quien ejerce los monopolios de coercitividad. Pero, en todo caso, la seguridad no resultaba solo en un uso de la fuerza, en la tensión monopolio-dispersión en el uso de la violencia, sino en lógicas de regulación con instituciones muy definidas tales como el contrabando.

Ahora bien, debe plantearse que en Arauca no ha habido solo presencia de guerrillas en confrontación con lo Estatal. El paramilitarismo fue un fenómeno que impactó fuertemente las relaciones en el territorio, dejando tras de sí una estela de sangre que fracturó de manera dramática el tejido social.

Los paramilitares ingresaron desde el sur hacia el municipio de Tame. Venían de Casanare y Meta, promovidos por las bandas de los hermanos Mejía Múnera. Entraron por Tame y llegaron hasta Puerto Rondón y Cravo Norte. Iniciaron su incursión desde 1997, perpetrando masacres y asesinando esporádicamente “maestros, líderes agrarios, sindicales, políticos y periodistas, en lo que no eran, con propiedad, operativos contrainsurgentes” (Gutiérrez, 2010, p. 21).

Según lo expresa Ruth, una habitante de Tame que para esa época vivía en la vereda Puerto Gaitán —en la que se asentarían los paramilitares—y de la que salió en uno de los desplazamientos masivos, como los paramilitares no tenían una base social, ni el apoyo de los terratenientes e industriales, la principal forma de buscar su espacio en los municipios de Arauca fue a través de las demostraciones de crueldad y poder sin límite.

Al respecto, Gutiérrez explica que la imposibilidad de incrustarse más decididamente en la vida social de Arauca tiene que ver con que la dirigencia política local y departamental no se alió con los paramilitares para derrotar a las guerrillas: “Tampoco encontraron mucho eco entre propietarios medios de las zonas rurales o habitantes de los barrios de Arauca y Saravena” (Gutiérrez, 2010, p. 22).

No obstante, es apreciable una incidencia sobre las normas de comportamiento, influenciada por las autodefensas. En la descripción de María (2017) se evidencia un cambio en los modos de relación en Tame:

Se vivía con miedo. Muchos de los muchachos de aquí, que vimos crecer, también los vimos volverse sicarios de los paramilitares. Andaban en camionetas con vidrios polarizados, se imponían mediante amenazas. A que ganara el más mal encarado. Los paramilitares instauraron una época de terror y de silencio. (María, comunicación personal, 2017)

Uno de los cambios más notorios tenía que ver con la desconfianza que se generó en los habitantes de Tame:

No se podía confiar en quien era un vecino o amigo. A cualquiera lo podían tildar de auxiliador de la guerrilla. Aquí el chisme se volvió una norma social que le costó muchas vidas al municipio. Los paramilitares no preguntaban, solo iban matando, y entre más cruel fuera la muerte, para ellos mejor 8. (Ruth, comunicación personal, 10 de mayo 2017)

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9789587945560
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