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Llega la cohabitación

El socialismo, en alianza con el Partido Comunista, llegó al poder por primera vez en la Quinta República en 1981. François Mitterrand, el flamante Presidente, disolvió la Asamblea y quedó con una amplísima mayoría. En sus primeros cinco años tuvo dos primeros ministros y aprobó leyes importantes: abolición de la pena de muerte, una ley de descentralización, nacionalización de la banca y once grandes grupos económicos, impuesto patrimonial a las grandes fortunas, entre otras políticas “de ruptura con el capitalismo”. Mitterrand también elevó el salario mínimo. Sin embargo, sucesivas devaluaciones, el alto desempleo, el déficit fiscal, la fuga de capitales y, posiblemente, el impacto de la creatividad de la empresa privada que observó en Silicon Valley, contribuyeron a que el Presidente, posteriormente, diera un giro y se transformara en un socialdemócrata pro libre empresa. Pero eso ocurriría más tarde.

En las elecciones legislativas de 1986 sucedió algo sorprendente: triunfó la derecha gaullista liderada por Jacques Chirac, lo que significó, como se ha dicho, la primera experiencia de “cohabitación”. El ex Primer Ministro Raymond Barre sostuvo que lo que correspondía en esas circunstancias, era que el Presidente, simplemente, renunciara (Elgie, 2011c, loc. 1878). Si Mitterrand lo hubiera hecho y esa práctica se hubiera vuelto habitual, se habría abierto una compuerta peligrosa. Porque una simple mayoría en la Cámara podría, en tal caso, provocar la renuncia del Presidente, lo que conlleva nuevas elecciones presidenciales. El incentivo de los opositores al Presidente para construir una mayoría con ese solo objetivo, es enorme. Se puede producir, entonces, una rotativa presidencial análoga a las célebres rotativas ministeriales, que hubo en Francia durante la Cuarta República. El Presidente Mitterrand decidió mantenerse en el cargo y redefinir su papel. En lugar de ser el encargado de llevar a cabo un programa de transformaciones económico-sociales de corte estatista y respaldado por la mayoría en las urnas, tuvo que resignarse a ser el Presidente de un país gobernado por sus opositores.

La cohabitación no fue tan fácil como algunos suponen. Por ejemplo, el Primer Ministro Chirac se propuso privatizar las empresas nacionalizadas empleando para ello el procedimiento de las “ordennances”. Estos decretos con fuerza de ley o decretos legislativos deben ser firmados por el Presidente. Mitterrand sostuvo que solo firmaría la privatización de las empresas que él había nacionalizado; no las demás. Lo que estaba en cuestión era si la firma del Presidente era un requisito meramente formal o le permitía vetar la norma aprobada por el Parlamento. Chirac ante este impasse resolvió presentar su proyecto de privatización de empresas como proyecto de ley, el que fue aprobado. Una mayoría de la Cámara le permitió a Mitterrand expropiar la banca y los grandes grupos económicos. Otra mayoría le permitió al Primer Ministro Chirac, bajo la Presidencia del mismo Mitterrand, privatizar esas y otras empresas tradicionalmente estatales. Chirac, con la oposición presidencial, abrió la televisión a la empresa privada. De nuevo, la crisis no pasó a mayores, pero el caso ilustra lo difícil que es lograr una delimitación nítida de funciones bajo un régimen semipresidencialista cuando hay cohabitación.

El Presidente, en tiempos de cohabitación, retiene sus facultades constitucionales en materias internacionales y de seguridad nacional. Pero los temas económicos son de resorte del Primer Ministro. ¿Qué ocurre con los tratados de libre comercio? ¿Son asuntos internacionales o económicos? En la cumbre internacional de Tokio de 1986, Mitterrand y Chirac se coordinaron previamente para tener una posición concordante (Shugart y Carey, 1992, pp. 60-61). “...En el extranjero, la Francia habla con una sola voz” (Ardant et Duhamel, 1999, p. 11). En materias internacionales, las dos cabezas han colaborado y los primeros ministros han respetado la preeminencia del Presidente. En un clima de mayor polarización, o si el Presidente y el Primer Ministro discrepan sobre la conveniencia de un tratado, por ejemplo, es más difícil que suceda algo así.

En general, en materias de política interna, Mitterrand se situó como un abierto opositor del gobierno de Chirac. “El Presidente Mitterrand... haciéndole la vida lo más difícil posible al Primer Ministro Chirac durante los siguientes dos años ganó popularidad y consiguió ser reelegido como Presidente” (Elgie, 2011b, loc. 1872). Mitterrand y Chirac encabezaban las dos coaliciones que se disputaban el poder y esa confrontación se llevó a cabo desde sus respectivos cargos de Presidente y Primer Ministro. Chirac representaba al Gobierno y Mitterrand a la oposición. Una vez reelegido en 1988, Mitterrand disolvió la Asamblea y logró armar una coalición sin los comunistas y con la centroizquierda, lo que le dio mayoría y, por tanto, un Primer Ministro afín. Durante ese período, el Primer Ministro Michel Rocard gobernó haciendo uso frecuente del procedimiento de la “guillotina”, ya señalado. La censura del Primer Ministro y su caída acarreaba la vuelta de la derecha al poder y una nueva cohabitación. Por tanto, la “guillotine” disciplinaba a su coalición. Con todo, dos años antes de terminar su período, la derecha volvió al gobierno de la mano del Primer Ministro Édouard Balladur (1993-1995). Por segunda vez, Mitterrand debió transformarse en un presidente que ha perdido el control del gobierno.

La oposición entre el Presidente Mitterrand y el Primer Ministro Chirac no produjo nada parecido a una parálisis legislativa. Chirac logró aprobar numerosas leyes de gran trascendencia. El Presidente francés que pierde las riendas del gobierno no puede frenar al Primer Ministro. Su papel se aproxima al del Jefe de Estado de un régimen parlamentario. Pero retiene más poderes que el típico Jefe de Estado de un régimen parlamentario. Por ejemplo, sigue presidiendo el consejo de ministros que se reúne cada semana. Esto le da pie para criticar en los medios de comunicación el rumbo del gobierno. “En tiempos de cohabitación, el verbo deviene su arma privilegiada, ejerce un verdadero ministerio de la palabra” (Ardant et Duhamel, 1999, p. 22).

El Presidente ha sido elegido por una mayoría nacional de ciudadanos para llevar a cabo un proyecto de gobierno. “Son siempre muchísimos los franceses que ven en él al verdadero Jefe del Ejecutivo” (Ardant et Duhamel, 1999, p. 13). Sin embargo, el Primer Ministro tiene el poder en su mano. El sistema ha funcionado basado en un consenso y, a su vez, la cohabitación ha estimulado ese consenso, según estos autores. Como señaló tempranamente Duverger, el Presidente ha ejercido tanto los poderes constitucionales propios como los del Primer Ministro, gracias a que los ministros han decidido seguir las indicaciones presidenciales. Si hubieran decidido ignorar las instrucciones del Presidente y el Presidente se hubiera opuesto, la Constitución habría sido dejada de lado. “Esto no ha ocurrido porque la interrelación de fuerzas no lo permitió” (1980, p. 172). No obstante, en un país con clima fuertemente polarizado, vale decir, en presencia de divisiones muy profundas (políticas, religiosas, étnicas, socioeconómicas, nacionales, regionales u otras), ante una estructura institucional más cuestionada, o dado el caso de un shock económico o durante un prolongado estancamiento económico, este régimen de dos cabezas chocando entre sí es potencialmente peligroso.

Entonces, ¿qué ha ocurrido con la gobernabilidad en Francia? Según Lazardeux en términos de producción legislativa no hay un patrón común. Chirac fue un Primer Ministro que aprobó numerosas leyes trascendentales, pero no ocurrió así con Édouard Balladur (Lazardeux, 2015, loc. 1972 y sigs.). Lazardeux, concluye que las relaciones entre Presidente y Primer Ministro son estratégicas. Es decir, cada cual actúa estimando la conducta esperada del otro. Al Primer Ministro —lo comprobó Chirac— no le conviene que el Presidente lo critique abiertamente en los medios de comunicación. Los sondeos de opinión muestran que los ataques presidenciales hacen mella. El Primer Ministro tiene la iniciativa legislativa. Será menos activo si prevé que vendrán esos ataques. “Al decidir si presenta o no un proyecto, la preocupación primera del Primer Ministro es saber cuánta oposición presidencial deberá enfrentar” (Lazardeux, 2015, loc. 925). Porque el Primer Ministro es un candidato natural a la Presidencia y, como señalé, su popularidad puede verse dañada si el Presidente lo fustiga públicamente.

La cohabitación Mitterrand/Chirac fue conflictiva. No así la de Mitterrand/Balladur. ¿La razón? En el primer caso, ambos se iban a medir en las próximas elecciones presidenciales. En el segundo, Mitterrand ya no podía reelegirse y le convenía levantar la figura de Balladur como posible carta de la derecha contra Chirac. Cuando fue Primer Ministro Chirac se veía incierto que, de ser el candidato de la derecha, ganara la elección. Eso lo empujó a asegurar la aprobación de leyes que transformaron la sociedad francesa. Cuando Balladur fue Primer Ministro, las expectativas eran las contrarias y a Balladur parecía convenirle no chocar con el Presidente Mitterrand, consolidar así su popularidad y esperar llegar a ser Presidente para impulsar sus propios proyectos. Esas expectativas personales no se cumplieron, pero sí las de su coalición, pues quien llegó a la Presidencia en 1995 fue Chirac.

En otras palabras, Lazardeux sostiene que las coaliciones parlamentarias mayoritarias con alta probabilidad de conquistar la Presidencia procuran evitar los ataques del Presidente y son temerosas y poco productivas. Las coaliciones mayoritarias que temen perder el poder son, en cambio, más productivas. Y el sistema, concluye, “no promueve políticas bipartidarias” (Lazardeux, 2015, loc. 2766). Su tesis se apoya en los casos de Francia (3 cohabitaciones) y Portugal (13 cohabitaciones).

Pero Chirac, por ejemplo, pudo haber usado su cargo de Primer Ministro para aumentar su popularidad, pudo haber pospuesto proyectos conflictivos, pero importantes, como las privatizaciones hasta llegar a la Presidencia. No lo hizo. No sé, entonces, si esta explicación de Lazardeux acerca de la causa de la mayor productividad legislativa en ciertos casos y no en otros, es tan generalizable.

Es claro que en un sistema parlamentario el Primer Ministro no aspira a ser Jefe de Estado. En cambio, en Francia, un semipresidencialismo de premier, el Primer Ministro normalmente aspira a ser Presidente con un Primer Ministro afín. Ese es el premio mayor. Y eso marca la dinámica entre el Presidente (que, si puede, querrá reelegirse) y el Primer Ministro. En suma, la conclusión del estudio de Lazardeux es negativa: “El análisis pinta un cuadro más bien pesimista de la cohabitación y, en general, de lo que significa gobernar en la sociedad francesa.... En términos de eficiencia en la aprobación de políticas públicas, las instituciones semipresidencialistas reciben una evaluación más bien pobre” (Lazardeux, 2015, loc. 2706 y 2892).

El Presidente Chirac propuso y logró aprobar el 2000 un referéndum que reducía el mandato presidencial de siete a cinco años. La idea la planteó el ex Presidente Giscard D’Estaing y la recogieron tanto Chirac como Lionel Jospin, líder del socialismo y Primer Ministro. Esto ocurría durante el tercer período de cohabitación. La reforma implica que los parlamentarios de la Asamblea y el Presidente se eligen en fechas muy próximas y duran el mismo tiempo en el cargo. El 2002, Jospin como Primer Ministro del Presidente Chirac, vale decir, en una situación de cohabitación, y siendo candidato presidencial de la izquierda, propuso hacer las elecciones de la Asamblea un mes después de la segunda vuelta presidencial. La conjunción de ambas reformas constitucionales produjo una consecuencia principal: hacer sumamente improbable la cohabitación. Es difícil que los votantes que acaban de elegir a su presidente no quieran darles su voto a los representantes que él o ella les pida. Hay consenso en los efectos de estas dos reformas: Se trata de una “crucial remodelación de la manera en que funciona el sistema francés” (Dupoirier and Sauger, 2010, p. 38). “Como la cohabitación se hará más improbable, el Presidente será más que nunca un super-Primer Ministro y líder partidario... Finalmente, podemos decir que la ambigüedad inherente a los textos fundacionales de la Quinta República ha sido resuelta” (Grossman and Sauger, 2010, loc. 4368). Así “el Presidencialismo se afianzó todavía más”. Nadie duda de que las reformas mencionadas “reducen sustancialmente la posibilidad de futuros episodios de cohabitación» (Samuels and Shugart, 2010, p. 178). “El mayor objetivo implícito de la reforma fue reducir la probabilidad de la cohabitación” (Lazardeux, 2015, loc. 2782). “Esto hizo al sistema político de facto más ‘presidencial’, por cuanto el Presidente es la cabeza efectiva del ejecutivo en un gobierno unificado” (Elgie, 2016, p. 184).

Las reformas contribuyen, asimismo, a reducir la fragmentación política al aproximar la elección de representantes a la segunda vuelta presidencial —en las elecciones parlamentarias también hay segunda vuelta, salvo que en la primera un candidato logre una mayoría absoluta— y a estabilizar el poder presidencial durante su período completo (Dupoirier and Sauger, 2010, p. 39).

La ambigüedad ha quedado resuelta

El 20 de febrero de 1978, Georges Vedel, profesor de derecho público, publicó en Le Monde el artículo “Synthése ou Parenthèse”, en el que sostenía que el régimen constitucional francés se caracterizaba por la alternancia. El semipresidencialismo no era una síntesis sino un sistema de alternancia entre el régimen presidencialista y el parlamentarista. Duverger lo cita y recoge su tesis en su célebre trabajo de 1980 sobre el tema. El régimen es de naturaleza dual por su posible “alternancia entre fases presidencialistas y fases parlamentaristas” (Duverger, 1980, p. 186), según el Presidente tenga mayoría parlamentaria o haya cohabitación.

Esta naturaleza oscilante del semipresidencialismo fue subrayada no solo por Duverger. También por Liphardt y Linz, entre otros. En Austria, Irlanda y Finlandia funciona de manera parecida al parlamentarismo; en Francia, al presidencialismo. “La Quinta República es, en vez de semipresidencialista, usualmente presidencialista y solo ocasionalmente parlamentaria”. (Liphardt, 1994, p. 95). “El sistema puede funcionar aproximándose al modelo presidencial o al parlamentario con un presidente que tiene influencia, pero no poder” (Linz, 1994, p. 52). Linz cree que el semipresidencialismo puede funcionar bien solo si, de facto, opera como un sistema parlamentario. Sin embargo, a su juicio, el semipresidencialismo “no es un sistema efectivo para superar los problemas de un sistema de partidos polarizado o fragmentado”. Se espera que el Presidente, si pierde la mayoría parlamentaria, se adapte y redefina su papel. “El problema es: ¿se adaptará o se embarcará en una ruta de conflicto”. Un Presidente enfrentado a un Primer Ministro elegido por una mayoría adversa “puede conducir a un impasse serio y generar las condiciones para una crisis del sistema político” (Linz, 1994, p. 54-55). Esa situación, de alguna manera, ocurrió bajo el régimen semipresidencialista de la República de Weimar, de cuya crisis emergió Hitler, quien llegó al poder por la vía constitucional.

Recientemente, en la República Checa han ocurrido conflictos como los que describe Linz. Desde el 2013 los checos eligen por votación al Presidente, quien, hasta entonces, era nombrado por el Parlamento. Es decir, los checos dejaron de lado el régimen parlamentarista e instauraron uno semipresidencialista. De entrada, el primer Presidente elegido por votación popular, Milos Zeman, se encontró en una cohabitación. Los choques comenzaron y Zeman nombró un Primer Ministro de su confianza. Posteriormente, estableció una alianza con Andrej Babis, quien es Primer Ministro con mayoría parlamentaria desde el 2017. Milos Zeman fue reelegido Presidente el 2018. En agosto del 2019, el Parlamento demoró más de 100 días en acordar el nombramiento del ministro de cultura, cuestión en la que se jugaba la mantención de la coalición mayoritaria, pues era una exigencia perentoria de la izquierda socialdemócrata. Finalmente, la persona en cuestión no resultó aceptable para el Presidente, quien yendo más allá del nombramiento formal que se espera, decidió imponer a Lubomir Zaoralek. Con todo, la coalición subsistió y Babis sigue como Primer Ministro. “El sistema semipresidencialista checo ha estado desde el comienzo en una situación difícil” (Drahokoupil, 2013, Ginsburg y Huk, 2018).

Las reformas del 2000 y 2002 en Francia tienden a eliminar el carácter ambiguo y oscilante del régimen semipresidencialista. En el fondo, procuran evitar que el Poder Ejecutivo quede dividido y refuerzan significativamente el poder del Presidente. La ambigüedad ha sido resuelta. En efecto, “no se le concede mayor concentración de poder a ninguna autoridad en el paisaje de las democracias contemporáneas, incluyendo las que han adoptado el modelo parlamentario” (Bradley and Pinelli, 2012, loc. 15872).

La pregunta es ¿por qué Francia abandonó hace casi veinte años la cohabitación? ¿Por qué decidió ponerle obstáculos casi irremontables? Es una pregunta pertinente si se piensa importar a Chile el régimen semipresidencialista. Por alguna razón, en Francia el semipresidencialismo no evolucionó en la dirección del de Austria o Finlandia. Es lo que corresponde preguntarse en Chile si está en la agenda tomar este camino.

La lupa en Polonia

El 2014 todavía se consideraba a Polonia como un caso exitoso y ejemplar de régimen semipresidencialista de premier (Sydorchuk, 2014). Polonia estaba catalogada como una democracia consolidada con un puntaje sobre 6 en la escala de 1 a 7 de Freedom House. Su puntaje empezó a bajar rápidamente a partir del 2016 y el 2019 pasó a ser una democracia semiconsolidada. ¿Seguirá cuesta abajo hasta transformarse en una autocracia? Quizás no. “Estos procesos a menudo no conducen a un autoritarismo propiamente tal, sino que a un borroso y angustioso crepúsculo, en el que las formas de la democracia coexisten inquietas con la sustancia del gobierno autoritario” (Ginsberg y Huk, 2018, p. 118).

La vía polaca ha sido legalista. El partido Ley y Justicia (PiS) llegó al poder la primera vez como un gobierno de minoría el 2005, con un 33.5 por ciento de los escaños. La fuerte tensión política hizo imposible armar una coalición mayoritaria. Luego armó una coalición de corta duración. Más tarde estuvo en la oposición y desde el 2015 domina la escena política.

Primero, el partido PiS intentó y logró paralizar al Tribunal Constitucional —el Gobierno llegó incluso a no publicar sus fallos—; luego, en una segunda fase, pudo controlar su mayoría con varias designaciones de cuestionada legalidad. Entonces el Tribunal pasó a ser una institución legitimizadora de las decisiones de la mayoría parlamentaria liderada por Jarosław Kaczyński. “Después de las victorias electorales del 2015... el Tribunal Constitucional, dejó de ser un dispositivo contra-mayoritario efectivo para el escrutinio de la constitucionalidad de las leyes” y fue transformado “en una institución impotente... y, posteriormente, en un seguro defensor del aumento de los poderes de la mayoría... En Polonia, el Tribunal Constitucional ha llegado a ser un defensor y protector de la mayoría legislativa” (Sadurski, 2019, pp. 83-84). La “sofisticación procesal” con que actuó Kaczyński al mando de su partido muestra “cómo, incluso operando bajo normas constitucionales normales, un actor resuelto puede paralizar y corroer las salvaguardias de la legalidad” (Ginsburg y Huk, 2018, p. 99).

El otro objetivo ha sido controlar el sistema judicial, lo que se ha conseguido con un conjunto de reformas legales y decisiones políticas. Por ejemplo, se modificó la edad de retiro de los jueces de la Corte Suprema, con lo cual el PiS pudo nombrar a los nuevos jueces y controlar su mayoría. Otro ejemplo: el 2016 el cargo de Fiscal Nacional se fusionó con el de Ministro de Justicia.

Por otro lado, a través de diversos procedimientos el Parlamento se transformó en una “máquina de votación”. El debate parlamentario es un simulacro. Las intervenciones a menudo no pueden durar más de un minuto. Los medios de comunicación empiezan a ser regulados desde un “Consejo Nacional de Medios”. Y, como en la Hungría de Viktor Orbán —que ha sido un modelo para Polonia—, se habla de la “polonización” de los medios de comunicación social, pues muchos de ellos están en manos de empresas comunicacionales extranjeras. La Comisión Nacional Electoral, el organismo a cargo de las elecciones, ha sido reestructurado y también está ahora bajo la influencia del PiS. En paralelo, el gobierno ha creado un ambicioso conjunto de programas de subsidios socioeconómicos que benefician a buena parte de la población. El más conocido es “500+,” un bono mensual por hijo, pero a partir del segundo, y que llega a más de dos millones de familias. Los programas de beneficios sociales han sido planteados en nombre de la “dignidad” (Sadurski, 2019, pp. 175-176).

Hasta ahora, “ni el bicameralismo, ni el semipresidencialismo, ni el Tribunal Constitucional ni la descentralización” han sido “puntos de veto”, es decir, no han sido contrapesos al poder del partido mayoritario. O’Donnell esbozó un tipo de régimen que llamó “delegative democracy” (democracia delegada), que se caracteriza porque la persona que gana las elecciones “tendrá derecho a gobernar... como considere apropiado”, restringida “solo por la dura realidad de las relaciones de poder existentes y por un período en funciones limitado constitucionalmente”. Este tipo de “democracia plebiscitaria” es “fuertemente mayoritaria” y ajena a poderes independientes capaces de imponer limitaciones efectivas al poder. En Latinoamérica esta visión de la democracia tendría una raigambre histórica. O’Donnell, escribiendo en 1994, da como ejemplos a Brasil, Argentina y Perú. Las excepciones, en ese momento, serían los casos de Chile y Uruguay (O’Donnell, 1994). Según Sadurski, lo ocurrido en Polonia hace pensar en el concepto de “democracia delegada”: “el semipresidencialismo polaco con el líder del partido ganador desempeñando un papel similar al del Presidente latinoamericano en la visión de O’Donnell”. Kaczyński ha construido una “autocracia plebiscitaria” (Sadurski, 2019, pp. 242 y 247).

Sin embargo, uno de los aspectos más extraordinarios del poder de Jarosław Kaczyński es su ubicuidad. Sadurski no destaca esta diferencia con los caudillos latinoamericanos. Es cierto que fue Primer Ministro un año, con su hermano gemelo, Lech, como Presidente. Pero su mayor influencia la ha ejercido como parlamentario y líder del partido Ley y Justicia. Desde que tiene la mayoría parlamentaria, Kaczyński nombra y destituye a los primeros ministros. Es el caso de Beata Szydlo (2015-2017) y luego, Mateusz Morawiecki (2017-). Los últimos presidentes son de su partido. Así, Andrzej Duda, candidato del PiS, fue reelegido como Presidente este año. De modo que todas las transformaciones recientes de Polonia las ha conducido Kaczyński sin ser ni Presidente ni Primer Ministro. “...Opera en las sombras del orden constitucional sin tener un papel oficial” (Scheppele, 2016, p. 31). La enorme concentración de poder que Kaczyński ha acumulado en sus manos emana solo de su liderazgo como jefe del partido mayoritario en un régimen semipresidencialista. El partido es crucial. Su fuerza no radica tanto en una ideología sino en que es un ascensor para llegar a las capas dirigentes: “define quien llega a la élite. La élite política, la élite cultural y la élite financiera” (Appelbaum 2020, p. 22). Kaczyński maneja los hilos del poder, pero gobierna a través de otros. La obvia pregunta es qué sucederá cuando él no esté. Se habla ya de su retiro y de luchas por la sucesión en la coalición.

En suma, en Polonia, a partir de una democracia consolidada, con un régimen semipresidencialista de premier, como el que recomendaron Shugart y Carey, Elgie y otros, se ha logrado avanzar, por la vía legal, hacia una autocracia. El objetivo ha sido destruir los pesos y contrapesos institucionales, que conducen a lo que Kaczyński llama “imposibilismo” legal o constitucional. Se ha conseguido, en importante medida, remover esos obstáculos y abrir cauce a “la voluntad soberana”, es decir, la del partido o coalición mayoritaria, es decir, la de su caudillo.

Y no solo en Polonia, a través del régimen semipresidencialista se ha podido construir, en nuestro tiempo, una autocracia. Lo mismo ha ocurrido en Rusia y en Turquía.

Condiciones para que el semipresidencialismo funcione bien

En 1990 se encontraron en Chile, participando en un seminario del Departamento de Ciencia Política de la uc (Godoy, 1990) y, después, en una mesa redonda en el Centro de Estudios Públicos, Juan Linz, Arendt Lipjhardt y Giovanni Sartori, entre otros. Mientras los dos primeros propiciaban para Chile el régimen parlamentarista, muy en la línea del trabajo pionero de Arturo Valenzuela, ya mencionado, Sartori recomendó el semipresidencialismo. En la mesa redonda del Centro de Estudios Públicos (7/9/1990), su propuesta explícita fue “pasar de un presidencialismo a un semipresidencialismo (de tipo francés)” (Sartori, 1991). Posteriormente, reiteró esta proposición para Chile en su artículo del libro The Failure of Presidential Democracy, editado por Linz y Valenzuela (Sartori, 1994, p. 114).

Sartori no solo propuso un semipresidencialismo de tipo francés para Chile, sino que estableció, a la vez, tres condiciones necesarias para su buen funcionamiento. La primera de ellas es que haya pocos partidos políticos. Afirmó que tres o cuatro partidos es mejor que cinco, cinco es mejor que seis y seis mejor que diez. “La lógica es que cuando hay más de dos partidos relevantes, generalmente se producen gobiernos de coalición; y de ser así mientras más grande la coalición (mientras mayor sea el número de participantes) mayor será el número de disputas” (Sartori, 1991, p. 11). En otras palabras, en una coalición, a medida que aumenta el número de partidos que la integran, aumentan los costos de transacción.

Al respecto, recomendó un sistema electoral presidencial y parlamentario de segunda vuelta, como en Francia. Lo planteó como uno de tres requisitos para el funcionamiento adecuado de un régimen semipresidencialista en Chile. “Yo recomiendo la segunda vuelta, no la representación proporcional... Lo que a mí me interesa es... establecer una estructura de incentivos que fuerce a todos los partidos a formar coaliciones” (Sartori, 1991, p. 17). La primera vuelta opera como una suerte de primaria respecto de la segunda. Y puede suceder que en un contexto multipartidista, dos partidos extremos con pocos votos de ventaja, pasen a disputar la segunda vuelta. ¿No acentuaría eso la polarización? Bueno, desde luego, pero lo mismo puede suceder sin segunda vuelta. No obstante, la idea de Sartori es que los candidatos y partidos saben que, muy probablemente, habrá segunda vuelta y en ella deberán conquistar votos moderados para ganar. Y eso solo ya tiende a centrar sus posiciones. Por cierto, en estas materias no pueden pedirse certezas, pero es lo que debiera tender a ocurrir. La segunda vuelta presidencial y parlamentaria contribuye a que se vayan formando pocas y grandes coaliciones. Esa es la tesis de Sartori.

La segunda condición es que haya un bajo nivel de polarización: “Pienso que esta es la variable crucial: todo depende de cuán distanciados estén los partidos entre sí” (Sartori, 1991, p. 11).

La tercera variable es que haya “disciplina de partido”. Bajo el presidencialismo, la disciplina de partido no es tan importante, asegura Sartori. Pero en los regímenes parlamentaristas, la indisciplina partidaria “degenera en la Tercera y Cuarta República de Francia” (Sartori, 1991, p. 12).

Sartori resumió así su posición: “En síntesis, el número de partidos relevantes debe ser pequeño, el grado de polarización debe ser bajo y la disciplina de partido debe ser fuerte. ¿Hasta qué punto se pueden lograr estas condiciones en Chile? Esa es la interrogante”, terminó diciendo (Sartori, 1991, p. 12). Y esa sigue siendo la pregunta.

El funcionamiento de los regímenes de gobierno, como se sabe, está fuertemente influenciado por el sistema de partidos y el sistema electoral. Estos factores interactúan entre sí. Ninguna ingeniería electoral puede fabricar un sistema de partidos a su antojo. Pero el sistema electoral crea incentivos que afectan a los partidos. Sartori nos alerta: escoger el semipresidencialismo implica un sistema de partidos y un sistema electoral. El argumento específico de Valenzuela, como vimos, el que fundamenta su propuesta de un régimen parlamentarista para Chile es, justamente, el sistema de partidos. A su juicio, nuestro multipartidismo requiere un régimen parlamentarista (Valenzuela, 1985).

Cyndy Skach también ha establecido condiciones necesarias para el funcionamiento adecuado de un régimen semipresidencialista. La primera condición es que haya un sistema de partidos institucionalizado y estable, fuertemente enraizado y legitimado en la sociedad. Un conjunto de partidos indisciplinado y volátil tiende a producir gobiernos volátiles. La segunda es que el sistema electoral promueva partidos y coaliciones mayoritarias. En esto coincide con Sartori. La fragmentación del sistema de partidos acrecienta las disputas internas y hace frágiles las coaliciones, lo que obstruye la gobernabilidad. La tercera es que el Presidente sea un hombre de partido, no una figura políticamente neutra. El Presidente ha de ser el líder de un partido o coalición. De lo contrario, queda en una situación incómoda y resbalosa. Esto se debe, me parece, a que el Presidente no es un mero Jefe de Estado. Ha sido elegido para eso, pero sobre todo para gobernar. Y para gobernar necesita ser el líder de su coalición. Estas tres condiciones necesarias las extrae Skach del caso francés, tal como funciona después de las reformas del 2000 y 2002 (Skach, 2005a, p. 123-124). A Skach no le parece viable un Presidente que quede en un más allá de los partidos, como figura imparcial, simbólica, ceremonial y arbitral, que quede situada ‘au- dessu de la mêlée’. Cree, por el contrario, que los presidentes no solo deben presidir sino que deben gobernar y para ello necesitan liderar de veras su sector político.

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