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De ascensores y ascensos

Piso 64.

Deje que le abra la puerta del carro, señor don, señor don diputado…

LUIS BRITTO GARCÍA, Abrapalabra (1979)

12. LA DENUNCIA NOVELADA del establecimiento bipartidista y dispendioso, potenciada por la picaresca Venezuela saudita en descomposición, adquirió textura y resonancia inusitadas en la narrativa de Luis Britto García. Con mucho del vocabulario de la burocracia y su literatura gris de memorandos y convocatorias, en informes y sentencias reminiscentes de su formación de abogado, el autor de Rajatabla (1970) plasmó una nueva sustancia lingüística, renovadora de una narrativa trocada en miríada de formas textuales, pero que sobre todo resultaba corrosiva para una supuesta democracia con cuyos padres el autor no tenía deudas ni compromisos. Desde la «dirección de Compatibilidad» que parodia la imposible integración burocrática, en medio de la atomización y compartimentación ministerial,[138] hasta las diferentes podredumbres anidadas en los recovecos de los Poderes, en los textos de Rajatabla aparece asimismo la ciudad masificada y sus malestares públicos:

... pueblo acude al Palacio Legislativo donde una casi sólida peste emana de las graciosas cúpulas de los patios espaciosos de los locales de sesiones somnolientos, huida de vecinos, declárase estado de emergencia en papel putrescible que también entra en emergencia produciendo vergonzosa huida de mariscales de campo, y al final de todos los orificios de las públicas edificaciones mana hacia el exterior, e inacabablemente, una espesa miel fermentante, una irisada jalea desbordante de vapores malignos, en la cual confusamente sobrenadan palilleros, sacapuntas y Ministros.[139]

Recordando las apocopadas construcciones lingüísticas de los noticieros radiales y reportajes periodísticos, cuyos titulares tremendistas se cruzan con los formatos de la literatura oficinesca y ministerial, asoman después en Abrapalabra (1979) las mostrencas instituciones emblemáticas del Estado hipertrofiado e ineficiente, como la Oficina del Inventor de Requisitos y el Seguro Social.[140] Suerte de gran manual administrativo, el mosaico de procedimientos literarios de Britto García se pone en esta suma al servicio no ya de la «violencia verbal» –que no ideológica, a la manera de Los fugitivos (1964)– sino de escandalizar al establecimiento burgués y político, a través de un catálogo de motivos grises: «el ataque a la rutina, a la alienación de la clase media, a la autoridad consagrada, a la imbecilidad solemne»; todo lo cual permite al polígrafo, como señalara Orlando Araujo, recrear las acartonadas jergas burocrática y jurídica de las oficinas y los bufetes, al tiempo que las informales de los buhoneros y estudiantes.[141]

También está en Abrapalabra el lenguaje de negligencia y corrupción en la administración pública y los contratistas, con ecos del perezjimenismo mediante inserciones de una jerga italianizada:

Come esclavos lavoramo perché il Presidente Generale Architettonico queria fare la gran inaugurazione de las Obras Publicas. Pero pasa a dominar Laberinto. Duplicamos los turnos para construir el Hipercicloide colossale que debia ser inaugurato per il Generale para celebrar el aniversario del suo governo.[142]

Y no es casual que esa jerigonza venga incrustada en pasajes hípicos de «segunda carrera válida para el 5 y 6», no solo por estar este pasatiempo asociado a la masificada Venezuela petrolera, sino también porque, como en la Roma y la Bizancio del Bajo Imperio, el entretenimiento estaba teñido de sangre en la Caracas modernista: «Nella cittá, mirándome, mirándote, mirándonos, los muertos della bella citá splendorosa costruita colle mie mani fraturatte».[143]

Como en la oralidad de las tardes de carrera de sábado y domingo, transmitidas por radio y televisión a todo el país, es penetrada también la textualidad de Abrapalabra por el argot y los albures de uno de los juegos más populares entre las masas venezolanas. Por estar asimismo su autor atento a las jergas populares y la picaresca nacional, en la novela homónima de Eduardo Liendo, el mago de la cara de vidrio le dice a Ceferino: «No lo olvides..., el 5 y 6 es el único juego que inventaron los vivos para que los pendejos como tú se emparejen… Es tan fácil ganar al 5 y 6».[144] Era una filosofía arribista que resumía el afán de ascenso y riqueza fácil en la Venezuela saudita, incorporados por el novelista a la programación traída al hogar venezolano por el huésped infaltable. Y por ello a la postre, tras asumir en serio el estudio de las «formas lúdicas» de las carreras, el concienzudo maestro Ceferino, protagonista de la novela de Liendo, comenzó a «emplear el sagrado tiempo que siempre había dedicado a la corrección de los deberes» de sus alumnos, «en el estudio y meditación de la Receta Hípica».[145]

13. Acaso con más penetración que en los estudios publicados desde los setenta sobre las deficiencias de la democracia venezolana –incluyendo Reflexiones de La Rábida del mismo Caldera– el calvario de la clientela popular atravesando la maquinaria partidista para ser atendida por sus supuestos representantes es otro motivo recurrente en Abrapalabra. Y como protagonista siniestro de esa cooptación destaca el sindicalista Moncho, cuyo boato palurdo encarna el americanizado esnobismo de la Venezuela saudita.

Todos los días perfumaba el carro con el aerosol que le daba olor a cuero nuevo, y salía hacia el Congreso en el Cadillac de asientos de cuero de tigre con hamacas en miniatura colgadas de los parales y un zapatito bronceado colgado del parabrisas. Una sirena tocaba intermitentemente. El piso del carro estaba lleno de metralletas, de peines y de cartuchos desperdigados. Pasaban frente al edificio de la inversionista americana y a Moncho le daban vapores y sensaciones rosadas en el estómago. Se sentía caer en una vorágine. Los radiantes anuncios de Coca-Cola le inducían trances hipnóticos y durante ellos los persuasores subliminales le bombardeaban en los oídos la vainita del peligro de la subversión comunista. Moncho había caído sin defensa en el puño de la magia gringa.[146]

Escoltado por guardaespaldas y choferes del carro oficial hasta cuando lo llevan a saunas y al Dr. Scholl, donde le liman los juanetes de los pies curtidos –dolorosa impronta del pasado pedestre como obrero– con todo ese séquito inicia Moncho su caleidoscópico viaje en ascensor a través de los pisos del edificio de la Toma de Decisiones. Conviene recordar en este sentido que, al negarse a transitar trama alguna, la «principal misión» de Abrapalabra es, como ha señalado Celso Medina, «la de contar al país a través de sus lenguajes. La historia nacional se va contando desde los distintos registros discursivos».[147] Creo, no obstante, que hay episodios, como este de Moncho en el ascensor, los cuales pueden ser vistos como subtramas de la obra. En la antesala y planta baja, cual muestrario de la parasitaria Venezuela partidista, el edificio congrega todas las especies del clientelismo, quienes reconociendo a Moncho por los afiches como candidato a la Dirección Nacional Sindical, le repiten su eslogan electoral, mientras «desde lejos le agitan sus carnets del partido».[148]

pedidores de recomendaciones

solicitantes de renovaciones de permisos

de expendio de licores

selladores de formularios hípicos

asesores electorales

Senadores de la República

vendedores de rifas

organizadores de concursos de belleza

actrices de telenovela

directores de ministerios

testigos falsos

agregados culturales

cobradores de peaje

campesinos tratando de que les reconozcan títulos

de tierras entregados por la Reforma Agraria

traficantes de indocumentados

gestores de exoneraciones de impuestos

desempleados

vendedores de permiso de construcción trucados concejales

tramitadores de subsidios.[149]

14. El viaje de Moncho a lo largo de los pisos del edificio es, asimismo, una odisea por su propio pasado, una suerte de vertiginosa novela petrolera construida por Britto siguiendo el ascensor que sube, abriendo en cada piso un imaginario que, por su tesitura narrativa y periodística a la vez, refracta la novela y el ensayo sobre las desigualdades de las dos Venezuela resultantes de la revolución petrolera y urbana.[150] Así, por ejemplo, en un cuadro reminiscente del final de Casas muertas (1955), donde los escoteros buscadores del oro negro son entrevistos por Carmen Rosa al pasar por el Ortiz desolado, el piso 2 es una postal de la migración en el camión que sacó a Moncho del pueblo «de puertas caídas y techos que se han venido abajo»; fue entonces cuando el futuro obrero y sindicalista advirtiera a la madre, con realismo trágico:

Y el Emeterio Vásquez se fue, mama, dicen que para los campamentos. Y se fue el Álvaro Luque, tocado de centella. Se fueron las Segarra, a buscar novios con quien casarse. Se fue Rosita a trabajar de sirvienta. Los patos se van, mama. Se van las guacharacas. Me voy con el camión que está en la plaza, recogiendo a los que quieran irse. Yo trato de no irme y por donde paso, puertas caídas y techos que se han venido abajo, salgo a un corral donde está el camión pitando la bocina, mama… De qué puede uno agarrarse en este pueblo. Nomás de usté, mama, que es tan brava y no da sino lamentos…[151]

Con algo de las parcas que, para utilizar la imagen de Picón Salas, fueron aquellas madres arrebatadas de sus hijos por el oprobio gomecista; con algo también de las Penélopes abandonadas en los Andes y otras provincias venezolanas, después de la migración de los hombres a los campos petroleros,[152] la madre plañidera responde a Moncho, en el piso 3 de su viaje vertical:

Váyase, mijo, detrás de los ranchos caídos me le escondo, váyase, para creer que usté se va porque no me encuentra, pero mentira, mijo, usté se iría de todas formas, mijo, váyase, detrás de la iglesia me le escondo cuando usté grita por la plaza, detrás de la pulpería sin techo me le escondo cuando usté grita por la calle, váyase mijo, que la desgracia de una es que siempre se le estén yendo los hombres, váyase mijo que no hay cosa peor que seguir de pobre, parienta pobre, hija de pobre, madre de pobre, mijo, váyase mijo, búsquese la vida, mijo, abra los ojos bien, mijo, dese cuenta de las cosas, mijo, fíjese quién es el que manda y váyasele atrás, mijo, y después trate de ponérsele en el sitio, consiga, que nadie le va a conseguir a usté…[153]

El mandato suicida y arribista de la madre, alegato a la vez por el abandono del campo como único escape de la miseria endémica y la pobreza atávica, fue seguido por Moncho al pie de la letra. Lo vemos subiendo desde el piso 12, cuando recuerda sus duros inicios como obrero y sindicalista petrolero que organizaba piquetes; pasando después por el piso 13, con su ascenso atropellado en el sindicato; hasta desembocar en los pisos 50 y 80, en un muelle presente como dirigente partidista, coronado más tarde con el penthouse de la alta sociedad.[154]

A lo largo de ese viaje vertical, al ser una «novela camaleónica» más que carnavalesca, Abrapalabra se «mimetiza en cuanta realidad nombra»; de allí que ambienta cursis gabinetes y escenarios cónsonos con ese súbito ascenso de Moncho, los cuales son como una historia vertical del mal gusto en el país petrolero.[155] Así, como en un caleidoscopio que espeja su hilarante dominio de la palabra corrosiva, Britto nos coloca en el piso 74 ante el «Álbum de fotos» de Moncho, que es a su vez un nuevo catálogo de motivos del sindicalista trepador a través de las parafernalias sociales y electorales impuestas por la Venezuela rocambolesca: desde la foto 5, «del matrimonio con Zoraida, de traje azul prestado Moncho, de traje blanco con velo de mosquitero ella»; pasando por la 11, en plena campaña electoral, en «el lanzamiento inaugural de un juego de bolas criollas entre un grupo de campesinos a quienes acaba de prometer trabajo, tierras y bienestar»; la 15, con Yolanda, «elegida Reina Obrera en las elecciones del Sindicato», tocada de corona de papier maché y lentejuelas; la infaltable en El Tablao Sevillano, así como la del Paseo de La Reforma, durante el exilio de la Venezuela perezjimenista; la 24, en el «Hilton de Miami, entre camisas rayadas, palmeradas, floreadas y estrelladas», mientras Moncho da el discurso en el congreso de sindicalistas; la 25, «en la revista Visión, de casimir gris con corbata y chaleco Pierre Cardin», ilustrando un artículo sobre «Un Nuevo Estilo de Sindicalismo para las Américas»; hasta otra infaltable, la 28: «Bailando el primer vals con su hija Eleanor, quien aparece rígida y con los ojos casi en blanco por mirarse un detalle del peinado de colmena».[156]

La jai se divierte

Es una fiesta de disfraces. Mamabella irá disfrazada de Juana de Arco. Escoge la ropa. Los va sacando del clóset y va mirando los vestidos, sobre la enorme cama alta, king size. Suzy y Vanesa la ayudan. La pila crece. Es una hoguera de seda. Es una hoguera psicodélica con llamaradas de todos los colores. Juana de raso. Juana de seda. Juana de lamé…

ANTONIETA MADRI Madrid, Ojo de pez (1990)

15. HEREDADO DE LA COMEDIA HUMANA de Balzac y de Vanity Fair de Thackeray, por citar tan solo dos clásicos de la literatura urbana, el motivo de la fiesta burguesa como compendio de la metrópoli babélica y arribista, es retomado por Britto García para coronar, en el penthouse de su edificio nacional, el ascenso ladino de Moncho a través de la Venezuela saudita. Al abrir el ascensor, que podría ser también el pórtico de una gran quinta caraqueña,[157] el mago de la palabra nos introduce a un fresco verbal del país enriquecido y corrupto, con pretensiones de refinamiento y flagrancias de cursilería, adoptando para ello, esta vez, el lenguaje de la crónica social de los periódicos, epitomadas a la sazón por «La ciudad se divierte», de Pedro J. Díaz.[158] Tan pronto entra al apartamento festivo, Moncho se encuentra:

el resumen del chic capitalino[,] ya lo saludan el doctor Aramendi y su señora doña Amelia Illaramundi de Aramendi quienes están dotados con la varita mágica de la cordialidad, de allí el donaire con que luce el modelo exclusivo de Ives Saint Laurent que reafirma su reputación en el buen vestir caraqueño así como sus dotes de ceramista altamente aplaudidas por toda la metrópoli social, a su lado el Ciudadano Ministro con su señora que exhibe un traje en muselina y encajes de corte romántico y el maquillaje firmado por Nestor’s que está arrasando entre la clase de nuestra sociedad…[159]

Saludando apellidos rimbombantes, que no rancios; escuchando a miembros del cuerpo diplomático huronear las corruptelas que son comidilla; entre campaneos de Buchanan’s y aplausos al Hombre del Año en Publicidad acabado de llegar, Moncho se abre paso a través de aquel cuerpo social que está siendo filmado por las cámaras de Noti Cine y Noti TV. Abundan seculares y tropicalizadas formas de cortesanía y adulación, de frivolidad y narcisismo que rodeaban también a clásicos personajes del realismo y naturalismo franceses, del Julián Sorel de Stendhal a la Naná de Zola.[160] Cuando suenan «las Gloriosas Notas del Himno Nacional de la República hace su aparición el Presidente Entrante acompañado de la Primera Dama y demás integrantes del Tren Ejecutivo quienes se ven emblanquecidos por los vatios de los reflectores y las luces de la miniteca.»[161] Después de la entrada solemne, continúan los sorbos de Johnnie Walker y los abrazos con doña Katty, los ministros y el Presidente de la Cámara del Senado, hasta que aparece en escena

la bellísima Miss Venezuela que se dirige a Moncho para plantearle las mezquindades financieras que le impiden representar en debida forma al patronímico en el Concurso de Miss Mundo y Miss Universo y Miss Cosmos y Miss Galaxia a poner en alto el pabellón y los colores nacionales y fomentar el turismo y la belleza típica que en este caso se muestra en un traje de encajes y bordados con inspiración de líneas neta mexicana, como el que usaban las niñas hijas de los grandes hacendados cuando se iban a casar.[162]

Como los personajes de la alta sociedad y la política, el cine y la televisión, la infaltable miss es otra referencia ilustrativa de la Venezuela frívola y farandulera, indicativa a la vez del país que busca en el éxito de aquélla un antídoto a su autorrepresentación negativa.[163] Pero ésta prevalece en el imaginario del autor a través de la fiesta rastacuera, alcanzando registros escatológicos, como la obra toda: los invitados se abren paso hacia el buffet, mientras los mesoneros cambian el Haig por el White Horse, empeñándose en poner en las manos de la concurrencia «canapés y camarones y hallaquitas y cebollitas y tequeños que parecen dedos cortados y rollitos de jamón que parecen tiras de piel y huevitos de codorniz que parecen ojos y anchoas y trocitos de pizza»; hasta que se sientan a la mesa del Secretario de la Cámara de los Industriales, cuyos guardaespaldas, malacostumbrados por los jefes, «no aceptan los vasos de 100 Pipers que los mesoneros se empeñan en acuñarles.»[164] Y aunque el autor nos haya advertido de la miniteca, mosaicos de la Billo’s podrían acompañar esta suerte de apoteosis ambientada por Britto García en el penthouse de su edificio social, encumbrado trasunto del país cursi y consumista, nuevo rico y corrupto, apilado todo en la suma verbal de Abrapalabra.

16. Actualización de los grandes saraos en las novelas burguesas venezolanas –de La casa de los Abila (1921-22), de Pocaterra, a Allá en Caracas (1948), de Vallenilla Lanz, hijo– esa high que se divierte en el penthouse de Abrapalabra asoma en otros contextos y grupos de la ciudad, aunque no fueran siempre tan encumbrados. Así por ejemplo, en Los platos del diablo (1985), de Eduardo Liendo, una reunión bohemia tiene lugar en «una lujosa mansión ubicada en una zona burguesa de la ciudad, en uno de esos puntos donde el llamado cinturón de miseria se rompe y se transforma en súbita opulencia».[165] Recordándonos la fiesta entremezclada y decadente que encontrábamos en las novelas de José Balza, esta fiesta de Liendo en la ciudad de finales de los setenta –diferente de los bonches populares imaginables en los apartamentos de El mago de la cara de vidrio (1973) o en las parroquias de Los topos (1975)– tiene lugar en una ostentosa quinta de la Venezuela saudita, adonde Ricardo Azolar, el protagonista, termina invitado tan solo por la casualidad de sus conexiones editoriales. Con sus cuadros de Reverón y Tamayo, de Chagall y Vassarely, de Botero, Soto y Borges, esa mansión es un «museo particular», cuya ambientación acogedora, aunque «algo decadente», contrasta, a lo Balzac, con «la ruindad del pequeño apartamento donde habitaba y que tenía por toda decoración una fotografía de Franz Kafka».[166]

Miembro de una generación novelesca posterior a la de Liendo, Ana Teresa Torres retrató esa jai festiva y burguesa de diferentes proveniencias sociales y temporales en El exilio en el tiempo (1990). Las clases superpuestas en el palimpsesto de esta novela nos permiten utilizarla desde este momento de nuestro recorrido, aunque esté más asociada al imaginario urbano de los noventa.[167] No es casual en este sentido que la autora haya sabido ver la pertenencia a una tradición y a un «cuerpo literario» como uno de los rasgos rescatados por su obra, al igual que ocurre con jóvenes escritores venezolanos de finales del siglo XX.[168]

Allende su frivolidad juvenil, el baile de quinceañera con la Billo’s era, como decían las parientes en el novelado coro femenino de Torres, para conocer amigas y amigos «en los que encontrarás a tu futuro marido, estas cosas te las digo por tu bien, porque en este país hay cada vez más gente, gente de todas partes y de todas clases, cada vez somos más y más, ya no conocemos a todo el mundo como antes.»[169] Masificada desde hacía mucho con los inmigrantes de la posguerra europea, porque los del Cono Sur no habían llegado todavía, en esa ciudad seguían ofreciéndose las selectas fiestas del Country Club los 31 de diciembre y los carnavales, cuando las mujeres rivalizaban entre Marías Estuardo y Catalinas de Rusia, Luisas Lane y Cleopatras a lo Taylor.[170] Si no fuera por estos últimos disfraces copiados de la mitología televisiva y hollywoodense de los sesenta, podría decirse que era el mismo repertorio de las carnestolendas de finales del gomecismo en el Country Club de Allá en Caracas.[171]

Imitando los sonados bonches de la jai, también estaban los de graduación de los colegios y liceos, cuyos estudiantes se debatían entre hacerlos con la Billo’s o la Aragón; pero para una orquesta tan grande había que alquilar el Tamanaco u otros hoteles caraqueños, lo que resultaba carísimo; por eso los padres españoles de algunos graduandos ofrecían hablar con la Hermandad Gallega, si bien éstos, incómodos con la rusticidad asociada por entonces con la inmigración española de posguerra, aducían que el local de Maripérez no pegaba con la tropicalidad de las orquestas.[172] También estaban los cocteles y las kermeses, los bautizos y las comuniones, ocasiones más selectas para que las señoras de la Gran Venezuela lucieran los trajes de Bonwitt Teller y Lord and Taylor comprados en Nueva York, insatisfechas ya de las boutiques y las costureras caraqueñas.[173] Aunque todavía la palabra de postín fuera francesa, era en las tiendas gringas donde las mujeres adquirían también los trousseaux para las novias de la familia y otras prendas de la era del tabarato, importadas todas por un consumismo pretextando practicidad. Y así podía oírse la cháchara aburguesada en las tardes de canasta de los clubes, o en los baby showers de las grandes quintas:

Mamá y Margarita se fueron a Nueva York y se habían traído todas las sábanas, no se comparaba la calidad de las sábanas y paños Royal Crown con lo que pudiera conseguirse aquí y además no se conseguía, y todas las pantaletas y los sostenes y medios fondos de la Warner y algunos franceses para días de más ocasión, pero para diario el resultado que daban los Warner era una cosa increíble, se lavaban todo lo que fuera y siempre estaban nuevecitos y también muchísimas faldas con blusitas a cuadros y los jumpers, era una cosa comodísima ponerse un jumper, y algunos vestidos plisados como para la mañana y los bluyines para mil cosas que tuviera que hacer en la casa. Bueno, y para la casa, había que comprar de todo porque eran objetos de primera necesidad para la cocina, la tela de las cortinas y unos rollos de plástico buenísimos para forrar los closets, para los sofás de la sala consiguieron unas cretonas floreadas igualitas a las que salían en el House and Garden, la guía de cómo debería quedarle el apartamento…[174]

17. La parafernalia de clase asoma asimismo en las fotos del álbum familiar contemplado por Vanesa en Ojo de pez (1990) –también escrita en los ochenta, como El exilio del tiempo– donde Antonieta Madrid, coetánea de Torres, despliega las pretensiones de la jai venezolana, a través de las imágenes miradas por aquella narradora especular. Algunas de ellas ilustran el consumismo de la Venezuela saudita, como las de la canastilla comprada en Miami para el nacimiento del primer nieto que se suponía varón, cuando el abuelo dio a Mamabella «dólares para gastar como si se tratase de bolívares. Un verdadero derroche la bienvenida del esperado bebé. Una hecatombe de trapos y objetos»; pero después terminarían los de motivos azules desechados cuando naciera la niña Vanesa, lo que fue tragedia para el abuelo que veía amenazado de extinción su resonante apellido Luder.[175]

Recordando la cursilería de los cumpleaños sifrinos a los que nos invitara, a través de su Victorino Peralta, el MOS de Cuando quiero llorar no lloro, también están en la novela de Madrid las melifluas fotos de la abuela en la celebración de los quince años de la mamá de Vanesa, cuando ésta era «simplemente una niña linda»; ocasión que la narradora aprovecha, al igual que lo hiciera Otero Silva, para satirizar sobre el costo de la fiesta a todo trapo en la economía familiar:

Un gran baile con orquesta y damas de honor. Niña-linda de blanco y las damas en azul, rosado, lila, verde tierno. Se ha vendido una casa para costear los gastos. Abuelabella no se arrepiente. Nunca se arrepiente de nada. Je ne regrette rien, como la Piaf, decía. Solamente una vez en la vida se cumplen quince años. Muchas veces en la vida se venden casas y se compran...[176]

Mirando el festín del país, acaso sea ese razonamiento familiar subyacente en la foto de los Luder lo que impidió a la Venezuela en despegue alcanzar la madurez requerida por el desarrollo, tal como preconizaban las teorías de Rostow ya comentadas.[177] Y como en confirmación de la Venezuela frívola y nueva rica que elegimos ser, otras fotos del álbum de los Luder Almarza son, por ejemplo, de Mamabella arreglada para un bonche popof:

Es una fiesta de disfraces. Mamabella irá disfrazada de Juana de Arco. Escoge la ropa. Los va sacando del clóset y va mirando los vestidos, sobre la enorme cama alta, king size. Suzy y Vanesa la ayudan. La pila crece. Es una hoguera de seda. Es una hoguera psicodélica con llamaradas de todos los colores. Juana de raso. Juana de seda. Juana de lamé...

Y por si fuera poco, la hoguera de telas apiladas por madre e hijas se enciende de perfumes: «La pila de Mamabella huele a Diorísimo… Mamabella, Dior y Chanel. Paco Rabane. Lanvin. Chloé, el preferido de mamá».[178]

18. Cual solícita anfitriona de nuestra memoria doméstica, Torres nos aparta del barullo de invitados y mesoneros para mostrarnos parte del interior de la casa; no tanto ya de la rancia mansión de los amos del valle, para utilizar la expresión rediviva por la obra homónima de Herrera Luque, tan en boga a la sazón, sino más bien de la quinta de la clase media enriquecida a empellones y con ínfulas de sofisticación.[179] Recuerda en algo el recorrido que Briceño Iragorry hiciera en la última parte de Los Riberas (1952), al enseñarnos las preferencias decorativas de la burguesía petrolera que refinaba su gusto en las mansiones del Country Club o Campo Alegre, las cuales, por cierto, también se suceden en el novelado catálogo de Torres.[180]

Perspicaz y detallista, la narradora se enfoca sobre la recargada utilería de la burguesía venezolana más nueva rica, personificada por el papá de Marisela, casada con Pedro en el señalado año de 1975:

Tenía una mansión neo-colonial con un gran corredor de columnas azules en el que había un chinchorro, un pilón, un tinajero y unas alfombras de piel de vaca, una sala de «Capuy», un comedor renacimiento español, unos sillones fraileros neo-peruanos, una virgen de Guadalupe en cerámica y unos tapices mexicanos en la escalera, una cocina de fórmica verde empotrada, dos freezers de veinte pies, un fabricador de hielo en cubitos, un dispensador de jugo de naranja, un disolvente automático de basura, tres televisores de treinta pulgadas, dos Betamax, un equipo de sonido profesional japonés, un sistema de riego automático, un circuito de televisión cerrado en el jardín, dos espalderos en la entrada y una puerta de acero corrediza, por lo que puede decirse que tenía una casa completamente venezolana.[181]

Así eran muchas quintas del este y sureste de Caracas, en cuyos jardines se exhibían, junto a los querenciosos nombres de las casas, en hierro forjado, tinajeros, pilones y otros adornos tomados de la Venezuela interiorana, como evocando el reciente pasado rural de sus dueños. Y al lado, en garajes con algo de vitrinas, los Impalas y los LTD parecían proclamar el presente más urbano de aquella burguesía nueva rica que los conducía, como al país mismo.[182] La contraposición de ésta con los herederos del mantuanaje caraqueño –parte del cual, no olvidemos, fue a su vez burguesía advenediza del petróleo– es satirizado en la novela al ser el padre de Marisela invitado a un lance de golf por su venidero consuegro; entonces pretexta que, como «se había acostumbrado a jugar en Miami, la gramita del Country le parecía un poco seca y no le salían bien los tiros»; o cuando las mujeres de la familia advenediza enumeran sus compras de zapatos Gucci y carteras Dior traídas de Mayami, mientras doña Clemencia, la abuela, con la ranciedad de sus años en el Country, los ve como unos parvenus.[183] Hay ribetes aquí del esnobismo de los Montálvez recreados por Pío Gil en la Caracas del Cabito, de los Abila de Pocaterra en la del Benemérito, así como de otras familias rastacueras en las novelas de comienzos de siglo XX, viejo tema retomado y actualizado por Torres para la Venezuela de los setenta y ochenta.[184] No en vano su novela es señera dentro del género que Luz Marina Rivas ha estudiado como «intrahistoria», con un coro de voces femeninas que no solo recrean la aburguesada diversión de la jai, sino también muchos otros motivos de la sociedad venezolana.[185] Porque en esa novela, como en Abrapalabra y Ojo de pez, coexisten no solo las varias fiestas de la Venezuela saudita, sino también, como veremos, otros malestares de la capital que se divertía sin sospechar las tormentas que se avecinaban.[186]

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9788412337129
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