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I INTRODUCCIÓN

Fin del costumbrismo urbano

Negar el costumbrismo decimonónico y la narrativa agraria para caer en un costumbrismo urbano (el barrio, el malandro, la clase media empobrecida, la jerga, etc.) no significa superación creativa alguna. Y es lo que guía a algunos narradores jóvenes…

JUAN LISCANO, Panorama de la literatura venezolana actual (1984)

Como si al hablar de la ciudad, aún en clave experimental, no sea otra forma de costumbrismo.

HARRY ALMELA, «Enderezar la modernidad» (2005)

1. A COMIENZOS DE LOS AÑOS OCHENTA, al revisar su Panorama de la literatura venezolana actual (1973, 1984), Juan Liscano entreveró factores tecnológicos, económicos y existenciales que atentaban contra la función intelectual en un mundo de polarizados totalitarismos, herederos en mucho de la Guerra Fría que estaba por finalizar:

La descomposición cumplida en forma inexorable al parecer, y unida al crecimiento agobiante de la natalidad y de las ciudades ya apoplegéticas, el acondicionamiento creado en forma creciente por la tecnología puesta al servicio del consumo y apoyada en el tecnomercado, desvían la formación de los existentes, desde su más tierna edad, hacia el interés por la artificialidad y la valoración de las cosas, más que del espíritu. La evolución material se produce a costa de la conciencia. El objetivo secreto y hasta involuntario, tanto del capitalismo como del totalitarismo, es el de convertir al individuo en hombre-masa apto para consumir los bienes producidos o las consignas expuestas…[1]

El dictamen de Liscano se avalaba no solo por haber sido uno de nuestros más representativos críticos literarios, sino también por fungir como uno de los últimos humanistas del siglo XX venezolano. No olvidemos que, junto a su congénere Arturo Uslar Pietri, don Juan era uno de los argos de la intelectualidad nacional, lo que le haría ser considerado «notable» en la crisis política de la Venezuela finisecular.[2] Sin embargo, al tomarlo para abrir esta reflexión introductoria del cuarto libro de la investigación sobre la ciudad en el imaginario venezolano,[3] conviene advertir en la posición de Liscano –marcada por antinomias propias de su generación, como capitalismo y totalitarismo– un recurrente pesimismo sobre la sociedad de masas y el crecimiento desmesurado de las ciudades. También el resabio ante a la omniprescencia tecnológica y consumista en la civilización occidental, liderada por Estados Unidos desde la segunda posguerra.[4]

Resonaba en Liscano algo del arielismo de los humanistas venezolanos de las generaciones del 18 y 28, si se nos permite retomar estos años sin connotaciones políticas contra el gomecismo, como ocurriera de hecho en el caso de don Juan. Algunos de sus miembros, como Mariano Picón Salas, habían escuchado los ecos de Darío y Rodó, de Manuel Ugarte y Francisco García Calderón, lo que de jóvenes les sublevó ante al supuesto materialismo anglosajón.[5] Pero la Segunda Guerra Mundial los haría capitular ante el portento estadounidense, tal como reconocería el mismo don Mariano en sus visitas a ciudades y universidades norteamericanas en los años de la Buena Vecindad. También se habían opuesto algunos de aquellos humanistas a la penetración del consumismo y la sociedad de masas, sobre todo en la insensata bonanza de la Venezuela petrolera, tal como hiciera Mario Briceño Iragorry en Mensaje sin destino (1951).[6]

Eran cuestiones que parecían superadas entre la intelectualidad venezolana del último cuarto del siglo XX, como ya veremos, de manera que podemos atribuirlas al pesimismo generacional de Liscano, inaudible ya, como él mismo sabía, en un país de escritores crecidos en ciudades grandes, aunque no fueran grandes ciudades. Una Venezuela de aparente estabilidad económica y política, respetada en una Latinoamérica sintonizada con los avances del fin de siglo, aunque fuera un continente todavía subdesarrollado. Pero allende los supuestos atributos de su generación que no eran exigibles a las siguientes, como el argos seguramente reconocía en su fuero interno, había un aspecto vigente de aquella crítica formulada en la segunda edición de su Panorama…, reconfirmado por don Juan en 1999. Se trataba del «nihilismo como negación de todo», el cual formaba parte «del alma juvenil actual», llevando a las nuevas generaciones a desconocer a escritores consagrados; era una postura diferente de la suya, por ejemplo, al asumir la dirección del Papel Literario de El Nacional en 1943, cuando abrió sus páginas «a los jóvenes de entonces y a los mayores de entonces».[7]

2. Junto a los resabios sobre el olvidado humanismo y el creciente nihilismo entre los escritores venezolanos del fin de siglo, los cuales podrían pensarse más asociados con el ensayo, también en el dominio narrativo había una posición literaria diferente, la cual contraponía Liscano en términos generacionales y culturales. Como llevando al terreno de la ficción su tesis sobre el humanismo eclipsado del intelectual secular, al comentar con admiración la obra narrativa de grandes nombres de los años setenta y ochenta, como Ednodio Quintero, José Balza y Luis Barrera Linares, entre otros, resintió empero el autor de Panorama de la literatura venezolana actual:

A diferencia de mi generación y de las que le precedieron, carentes de verdadera formación profesional literaria, las actuales dominan técnica, métodos críticos, lecturas, procedimientos, estilos, lenguajes pero carecen, casi siempre, de un cuerpo de ideas que otorgue a la obra un sentido metaliterario. Son dueños de la técnica, pero no de las ideas monumentales de los narradores del siglo XIX, desde Tolstoi y Dostoievski, Balzac y Flaubert, Dickens y Kipling, hasta Melville, Henri [sic] James, Conrad, Thomas Mann, Hermann Hesse, André Malraux, D. H. Lawrence, Kafka, Aldous Huxley…[8]

Es discutible esa falta de sentido metaliterario, como la llamara don Juan, en los casos de académicos arriba mencionados, como Balza, Barrera y Quintero, cuyas obras ensayísticas y fictivas demuestran su familiaridad con esos clásicos universales; no solo en el caso de Balza, con estudios sobre Proust y otros autores trabajados a lo largo de su carrera docente, sino también en el de Quintero, quien no obstante venir de la ingeniería, ha enseñado literatura y reconocido influencias diversas en su propia obra, desde Hesse y Cortázar en la etapa juvenil, hasta Flaubert y los japoneses en la madurez.[9] A pesar de ello, creo que resulta válida la actualización planteada por Liscano en lo concerniente a la relación entre generalismo y especialización del narrador, la cual ya ha sido abordada en libros anteriores de esta investigación a propósito del ensayo.[10] Ese manejo profesional de las técnicas narrativas por parte del novelista, debido a su propia formación académica y crítica, va a ser uno de los rasgos del corpus de obras a revisar en este cuarto libro de la investigación; algunas de ellas han sido escritas por especialistas en literatura, haciendo que éstos puedan aparecer aquí referidos en la doble condición de novelista y crítico.

3. Otra cuestión que pudiera aducirse como parte de una característica generacional es el modo de entender el tema urbano en tanto algo diferenciado de la realidad natural del escritor. Sabemos que la «temática urbana» no le interesaba a don Juan, a diferencia de «la agrarista tradicional o bien la fantástica», tal como confesaría él mismo al comentar la obra de Alberto Jiménez Ure, cuentista novel del fin de siglo.[11] Pero más que ese desinterés propio de un hombre nacido en la todavía rural Venezuela gomecista, quien había dedicado buena parte de su obra ensayística a la cultura popular y la relación con la tierra, resulta significativa su crítica a lo que él llamara el «costumbrismo urbano» de la generación posterior a Los pequeños seres (1959).

Negar el costumbrismo decimonónico y la narrativa agraria para caer en un costumbrismo urbano (el barrio, el malandro, la clase media empobrecida, la jerga, etc.) no significa superación creativa alguna. Y es lo que guía a algunos narradores jóvenes. Por supuesto no cabe incluir la creación de Salvador Garmendia en esta observación, porque su obra aunque se afinque en la realidad popular del barrio, contiene elementos trascendentales de penetración en las conductas humanas alienadas, distorsionadas por el envolvente y exasperante ambiente urbano de los pequeños seres. De todos modos, hay un riesgo en querer ser demasiado fiel al tema de la vida en los barrios de la ciudad.[12]

Sin embargo, la del costumbrismo urbano no ha sido cuestión planteada tan solo por un autor con la perspectiva generacional de Liscano, sino también por críticos más jóvenes como Julio Ortega. Justamente en conferencia dictada en Caracas en 1993 sobre las voces de la ciudad posmoderna, el profesor peruano advirtió que «el registro de esas voces pasa todavía por un anacronismo bastante empobrecedor: el costumbrismo, el criollismo, el pintoresquismo literario»; ello ha llevado a escritores jóvenes a creer que «dar cuenta de la intimidad urbana es reproducir esas voces desde el paradigma costumbista, esto es, desde una reproducción que se quiere fiel pero que es estereotípica, que pretende ser astuta y humorística pero que es denigratoria y empobrecedora».[13]

Actuando como crítico literario, además de poeta, Harry Almela también cuestionó la asociación establecida por la narrativa venezolana entre modernidad, experimentalidad formal y ciudad a partir de la novelística de Guillermo Meneses, con la cual se habría pretendido contraponer y superar el regionalismo a lo Rómulo Gallegos:

La pasión que despierta El falso cuaderno viene de allí, de su capacidad de convertirse en texto que reflexiona sobre la escritura, creando con su entretejido experimental y autorreferencial una cáscara de cierto espesor que protege al texto de la realidad y de la vida misma. Al fin, la narrativa venezolana abandona su pasión costumbrista y criollista, acercándose a los prestigios de la narrativa occidental y contemporánea. Como si el costumbrismo y el criollismo sean propiedad exclusiva de la falsa contradicción campo/ ciudad. Como si al [sic] hablar de la ciudad, aún en clave experimental, no sea otra forma de costumbrismo.[14]

Almela cuestionó así las categorías de costumbrismo y criollismo, que remiten a la dicotomía entre campo y ciudad todavía presente en los estudios culturales de mediados del siglo XX, pero desdibujada ya en el medio venezolano de fin de siglo, así como en el dominio conceptual y teórico del urbanismo.[15] Si bien este planteamiento demanda, desde la perspectiva sociológica y geográfica, referencias que esperamos ir desarrollando a lo largo de este libro, es relevante desde ahora el cuestionamiento de Almela a esa «ciudad letrada moderna» que «supo rematar su tarea, imponiendo un canon estético que dura hasta los ochenta en la poesía y hasta los noventa en la narrativa».[16]

Más que por haber sufrido ese costumbrismo urbano un agotamiento temático y lingüístico, como advirtiera Ortega, creo que una de las particularidades narrativas del fin de siglo estriba en que, sobre todo para generaciones venezolanas posteriores a 1958, lo urbano no era un tema entre otros, sino una irrenunciable condición o talante del escritor, como se desprende del planteamiento de Almela. Es un talante ensayístico o narrativo –para recordar los dos géneros entrecruzados en esta investigación– correspondiente con una concepción de la ciudad en tanto mundo existencial; ello sobre todo en un país que, con 83 por ciento de población urbana para 1981, completó su ciclo de urbanización demográfica en menos de cincuenta años.[17] Esa urbanización atropellada pero irreversible, con mucho del campamento petrolero que la hizo cundir, está en la base de las deformidades que autores como Uslar y Liscano, seguidos de otros más jóvenes, continuarían endilgando a las metrópolis venezolanas, tal como veremos más adelante. Por todo ello, más que por agotamiento del ciclo temático iniciado con la novela seminal de Garmendia, es en el sentido existencial del escritor de la Venezuela urbanizada, aunque fuera a empellones, como debemos ahora revisar ese supuesto fin del costumbrismo urbano.

Hacia la calle vamos

Venimos de la noche y hacia la calle vamos…

Manifiesto Grupo Tráfico (1981)

El otro aspecto que nos identificaba, que tampoco hallábamos claramente expresado en nuestra literatura, era el hecho de que habíamos crecido en un país civil, que tejía la red de un sistema bipartidista, en el que los militares eran una suerte de episodio de otros tiempos, que creíamos que nunca volverían…

RAFAEL ARRÁIZ LUCCA, Discurso de incorporación como Individuo de Número (2005)

4. A DIFERENCIA DE LOS GRUPOS VANGUARDISTAS DE 1958 –para quienes la ciudad fue ora escenario reciente de una renovadora postura democrática tras la dictadura, ora laboratorio contracultural ante el aburguesado establecimiento intelectual– la metrópoli venezolana fue dejando de ser novedoso tema de costumbrismo urbano para las generaciones de los setenta y ochenta. Crecidas en el país urbanizado y la democracia erosionada, esas generaciones asumieron una postura más natural frente al consumado hecho metropolitano, mientras construyeron su obra sobre la institucionalidad cultural del Estado venezolano, donde había seguido cambiando la relación entre generalismo y especialismo.[18]

En efecto, las décadas de los setenta y ochenta presenciaron giros de la relación entre intelectualidad y especialización, masificación urbana y establecimiento político en Venezuela. La creación del Ministerio de la Cultura en 1979, si bien fortaleció la difusión a través de cerca de 2.500 instituciones censadas como tales dos años más tarde, no llegaría a profundizar la buscada promoción y animación culturales entre las masas, multiplicando al mismo tiempo las competencias burocráticas en las postrimerías de la Gran Venezuela.[19] Sin embargo, se logró en aquellas décadas resquebrajar la tradicional alianza entre poder y escritura, que para José Balza había condicionado buena parte de la temprana producción intelectual en la Venezuela de Puntofijo: ya no se necesitaba «ser exiliado o guerrillero, diputado o periodista», así como tampoco dar «prioridad al exclusivo tema de la injusticia social», para ser considerado intelectual serio y respetable.[20]

Tal despolitización estaría acompañada por una renovación de los cuadros y experimentos literarios, aunque no tuviera gran impacto popular sino más bien grupal. Sobre todo desde la creación del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg) en 1974, fueron significativos los talleres impartidos desde universidades e instituciones públicas y privadas, siguiendo un modelo importado desde México por Domingo Miliani. Con frecuencia conducidos por creadores como Juan Calzadilla y Antonia Palacios, manifestándose en revistas como La Gaveta Ilustrada y Hojas de Calicanto, respectivamente, los talleres conformaron un nuevo mapa cultural donde destacaba la ciudad como paisaje, tal como epitomaran los grupos Tráfico y Guaire.[21]

5. Como una de las voces más resonantes de aquel Guaire de los tempranos ochenta, Rafael Arráiz Lucca ofrecería más de veinte años después, en ocasión de su incorporación como Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua, un testimonio del contexto y las búsquedas literarias de su grupo, que eran en mucho las de la generación del país urbanizado:

Los que integramos Guaire nacimos en Caracas en los últimos años de la década de los cincuenta o los primeros de la década de los sesenta. Ninguno había tenido la experiencia de la vida en el campo, ni había tenido el periplo que trazaron muchos de nuestros padres, quiero decir, el desplazamiento de un pequeño pueblo del interior a la metrópolis. Todos habíamos crecido en Caracas y, salvo Armando Coll, ninguno había vivido aún, fuera de la capital. Nelson Rivera, Luis Pérez Oramas, Leonardo Padrón, Alberto Barrera Tyszka, Javier Lasarte y quien esto escribe, éramos muchachos urbanos, pues, que no entendíamos bien cómo era aquello de que la ciudad era solo un infierno, cuando ese «infierno» había sido, también, nuestro paraíso. Nos buscábamos en nuestra literatura y, salvo excepciones, no nos hallábamos ni interpretados, ni retratados en aquellas lecturas desoladoras de la ciudad en donde habíamos crecido.[22]

Mediante una producción sobre todo poética –género al que se refiere principalmente la visión negativa denunciada por Arráiz– Tráfico y Guaire acentuaron y diversificaron, entre 1981 y 1983, los motivos citadinos y metropolitanos de una generación que, repetimos, había nacido y crecido en el país urbanizado demográficamente. Provenientes del taller Calicanto, al primero pertenecieron Armando Rojas Guardia, Miguel Márquez, Yolanda Pantin, Alberto Márquez, Igor Barreto y Rafael Castillo Zapata; al segundo, un grupo de jóvenes muy vinculados a la Universidad Católica Andrés Bello, identificados ya por Arráiz Lucca, los cuales funcionaron también como taller.[23] Partiendo de los famosos versos de Vicente Gerbasi en Mi padre el inmigrante (1945) –«Venimos de la noche, y hacia la noche vamos»– Tráfico proclamó su cuño urbano no solo a tráves de su nombre, sino también del segundo verso actualizado: «Venimos de la noche y hacia la calle vamos», convirtiéndose en su lema, prédica en buena medida de otros grupos de los ochenta.[24]

Aunque quizás en aquel momento no lo conceptuaran tanto como su desazón ante la sombría visión literaria de la ciudad venezolana, otro factor unificador de aquella generación –la cual habría de ser tildada de «boba» por su inconsciencia frente a las tormentas políticas en ciernes– era la asunción de haber crecido en una Venezuela democrática y estable, tanto política como económicamente. Empero, el país estaba en vísperas del Viernes Negro de 1983, cuando el bolívar perdería su libre convertibilidad frente al dólar, después de haber permanecido por dorados lustros en torno a 4,30. Fue ese el primer sacudón de una serie que, seguidos por el Caracazo de 1989, los golpes fallidos del 92 y la Revolución bolivariana iniciada con el siglo XXI, trastocarían aquel país de apariencia estable, donde germinaran Tráfico y Guaire. Por ello, mirando en retrospectiva a esa noche del verso de Gerbasi conjurada por ambos grupos a comienzos de aquella década crucial, Sainz Borgo ha señalado que «se alzaron desde la literatura sin considerar, quizá, el peso de la metáfora que invocaban».[25] Y el mismo Arráiz Lucca reconocería, en el ya referido discurso ante la Academia, las sorpresas que para su generación vendrían con esa noche conjurada, poniendo en perspectiva los vertiginosos cambios políticos definidores de este cuarto libro:

El otro aspecto que nos identificaba, que tampoco hallábamos claramente expresado en nuestra literatura, era el hecho de que habíamos crecido en un país civil, que tejía la red de un sistema bipartidista, en el que los militares eran una suerte de episodio de otros tiempos, que creíamos que nunca volverían. Ustedes comprenderán, pues, que nuestras vidas han estado signadas por las sorpresas.[26]

6. Después de la figuración inicial de los grupos, la producción de algunos de ellos se desarrollaría ya no solo a través del imaginario poético o narrativo, sino también de la especializada crítica literaria y cultural en centros intelectuales donde laborarían sus otrora miembros. En éstos emergerían nuevas voces del ensayo y la narrativa que recrearon procesos sociales varios, como en los casos de Miguel Gomes y Gustavo Guerrero, con especial referencia a lo urbano en Arráiz Lucca, Antonio López Ortega, Silda Cordoliani y Stefania Mosca, entre otros. Continuó acentuándose mientras tanto la tendencia al especialismo proveniente de décadas anteriores, según la cual el humanista fue desapareciendo, para dar lugar a expertos de una literatura profesional, la cual perdió con frecuencia su resonancia ensayística.[27]

Efectivamente, desde los sesenta se había producido una especialización técnica de la literatura urbana, consecuencia en parte de la profesionalización de los estudios urbanísticos en Venezuela desde los años cincuenta. Perdida en ese especialismo la visión integradora sobre la ciudad y la urbanización, en su relación original con la cultura y la civilización, al buscar una voz más reflexiva sobre el tema, se apelaba a intelectuales nacionales cuando dispensaban alguna entrevista o ensayo ocasional, como ocurría con Uslar, Liscano e Isaac J. Pardo.[28] Los famosos «pizarrones» y demás colaboraciones de don Arturo en el diario El Nacional y otros medios divulgativos fueron completados, desde los setenta, por crónicas de quienes escenificaban sus imaginarios en la Caracas mutante, como ocurría con Elisa Lerner, Luis Beltrán Guerrero, Igor Delgado Senior y José Ignacio Cabrujas. Se puede predicar de estos autores diversos lo que Milagros Socorro señalara –ensayista ella también a través de su periodismo– a propósito de la Sádica Elisa: «es confesa la actitud creativa del cronista al echar mano de unos materiales de lo real que ha observado, pero también ensoñado, imaginado, ficcionalizado, sin otra intención que la de hacer coincidir en algún punto su propia percepción con la del colectivo».[29]

Se produjo, empero, desde finales de los años ochenta, una recuperación del abordaje ensayístico por especialistas provenientes de diferentes campos, señaladamente desde la filosofía y la estética, entre quienes se contaron Juan Nuño y María Elena Ramos. Fueron surgiendo, al mismo tiempo, profesionales de la arquitectura y el urbanismo, quienes sobre todo a través de la crítica en prensa, trataron de rescatar el talante ensayístico y humanístico para la ciudad, desde William Niño y Federico Vegas a Marco Negrón y Tulio Hernández.[30] En diferentes grados y desde distintos puntos de vista generacionales e ideológicos, esos autores comparten la tesitura reflexiva que, no obstante el prevaleciente especialismo advertido desde el tercer libro de esta investigación, interesa mantener en tanto clave del conjunto de textos a ser revisado aquí.[31]

7. A la par de aquellos grupos emblemáticos y de los novelistas consolidados ya para la década de 1970 –Salvador Garmendia, Adriano González León, José Balza, Antonieta Madrid, Eduardo Liendo, Carlos Noguera, Renato Rodríguez–, entre los narradores que asumieron «la urbe como escenario y clima intelectual del relato» destacarían Victoria de Stefano, Humberto Mata, Antonio López Ortega, Ángel Gustavo Infante y Gabriel Jiménez Emán.[32] A partir de lo señalado por Barrera Linares a propósito de la aparente internacionalización de tramas y personajes en la narrativa de los ochenta y noventa, surge como cuestión a revisar en ese corpus novelístico que la urbanización del imaginario, sobre todo en la más joven generación finisecular, no se reduzca –casi un siglo después de la evasión modernista, más que comprensible en su momento histórico y estético, pero obviamente superada– a «poner a los personajes a moverse en espacios de ciudades extranjeras, haciéndolos emprender viajes a Europa o a otros países, cuando no acudiendo a temáticas que rayan en la más transgresora de las banalizaciones».[33]

Como rasgos metodológicos y temáticos de la narrativa venezolana finisecular, el mismo Barrera Linares ha señalado que, después de lo urbano emerger con fuerza en los sesenta y setenta, los ochenta llevaron a muchos narradores «a escribir para y por la academia», mientras que en los noventa se pretendió una renovación con tópicos supuestamente inusitados, como «lo sexual, lo político, lo cotidiano, lo familiar, lo fantástico o lo terrorífico, más allá de lo telúrico, lo urbano y lo popular».[34] Ese academicismo está emparentado con el afán de virtuosismo técnico señalado por Liscano, precisamente a propósito del profesionalismo de Barrera Linares, el cual puede ser predicado de otros autores del fin de siglo; la narrativa de éstos revelaba, para el autor de Panorama de la literatura venezolana actual, «un dominio de procedimientos envidiable, pero cierta falta de centramiento ontológico muy propio de nuestra época finisecular y dislocadora».[35]

Todavía en el dominio temático, retomando el señalamiento hecho al comienzo sobre el relativo agotamiento del costumbrismo urbano, es necesario plantearse para el corpus narrativo de este último libro cómo la ciudad y la urbanización, menos novedosas ya para los narradores más jóvenes, van a entreverarse, por así decir, con otros temas y motivos de la agenda narrativa del fin de siglo venezolano. En este sentido cabe primeramente mencionar que «lo popular y lo urbano», a lo que se podría añadir los motivos de la tropicalidad y la noche, han sido desarrollados por Igor Delgado Senior, José Napoleón Oropeza, Eduardo Liendo y el mismo Barrera dentro del formato del cuento, por lo que no serán incorporados dentro del espectro de la investigación, al igual que en libros anteriores.[36] Al mismo tiempo, el tema de la marginalidad urbana y de los pequeños seres, llevado a una cima por Salvador Garmendia en la generación de 1958, es continuado en esta fase por narradores como Ángel Gustavo Infante en los ochenta, para después ser actualizado narrativamente por Israel Centeno y José Roberto Duque, según la genealogía establecida por el mismo Barrera Linares.[37]

8. Las obras panorámicas sobre la literatura venezolana manifiestan a veces, como señaló Oscar Rodríguez Ortiz, una visión sombría al referirse a la producción de los noventa: «el presente no sirve para nada y el futuro es como una improbabilidad. Se da por sentado que no merecen el esfuerzo del estudio, acaso se las piensa transitorias y todo el mundo ha comenzado a ocuparse más bien del pasado».[38] Sin embargo, dista esta de ser la posición de la presente investigación, cuyo cuarto libro aquí ofrecemos: abarca un período coincidente, grosso modo, con las décadas de los ochenta y noventa, cuando se produjo una ingente literatura, que más que versar sobre, se cruzó con la ciudad y la urbanización, los cuales siguen siendo, valga recordar, hilos conductores de esta pesquisa.[39] Sin embargo, debe considerarse que, tal como ya ha sido advertido, estos hilos no son ahora motivos temáticos de un costumbrismo urbano agotado, para volver a utilizar la expresión de Liscano comentada en esta introducción; son más bien elementos constitutivos de un contexto demográfico, territorial y espacial, así como de un talante compartido existencialmente por casi todos los escritores a ser trabajados.

Quizás por esa interiorización de la ciudad y la urbanización, a propósito de la novelística de los años noventa, particularmente en las obras de Ana Teresa Torres, Eduardo Liendo y Carlos Noguera, ha sido señalado que la presencia de la ciudad no se manifiesta necesariamente a través de un referente reconocible y comprobable, sino más bien mediante la memoria individual, colectiva e histórica, las cuales se entretejen en una ciudad que la escritura inventa y reescribe todo el tiempo. Anclada así en el recuerdo, la ciudad de esa narrativa memoriosa posee apenas una ubicación física desde donde parte, un espacio significativo solo para el sujeto enunciativo, pues el narrador representa a una ciudad del recuerdo.[40]

Aunque solo sea así mediante el recuerdo y el talante del sujeto novelesco, y a pesar de que el protagonismo de los grupos de los ochenta ha sido cuestionado por narradores de los noventa como Torres, esa fijación con lo urbano pareciera confirmar para Barrera Linares que «el compromiso con la calle» inaugurado por Tráfico no es, «para el inicio de un nuevo siglo, un asunto de la poesía, sino de la narrativa».[41]

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