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Читать книгу: «La guardia blanca», страница 21

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CAPÍTULO XXXIV
REGRESO Á LA PATRIA

NOS hallamos en Inglaterra, en una hermosa mañana de Julio, cuatro meses después de los sucesos que quedan relatados. Por el camino que conducía derechamente á la antigua ciudad de Vinchester y á no muy grande distancia de ella iban dos jinetes, joven, apuesto y ricamente ataviado el uno, con las espuelas de oro del caballero, al paso que el otro, hercúleo mocetón, tenía más trazas de gañán que de soldado, á no revelar su profesión la formidable espada que al cinto llevaba. Sobre la grupa de su caballo veíase un saco que contenía, entre otras cosas, los cinco mil ducados que pagara por su rescate Don Diego de Álvarez. Inútil es decir que era el jinete nuestro jovial amigo Tristán de Horla, elevado recientemente á la dignidad de escudero de Sir Roger de Clinton, señor de Munster, á cuyo lado cabalgaba en aquel momento.

Roger había sido armado caballero por el Príncipe Negro en persona, con aplauso de todo el ejército que le consideraba como uno de los más brillantes soldados del reino. Aquella defensa inaudita, aquel esfuerzo supremo de la Guardia Blanca había sido referido y ensalzado en toda la cristiandad y el príncipe heredero, en nombre del soberano, había colmado de honores á los escasos sobrevivientes de tan honroso hecho de armas. Por más de un mes fluctuó Roger entre la vida y la muerte, y tan luego triunfó su juventud y cesó el delirio, supo que había terminado la guerra y que nada se había podido averiguar sobre el paradero ni la suerte del barón de Morel. Recibió las felicitaciones y alabanzas que le prodigó en persona el príncipe, y tan luego se halló en disposición de soportar el viaje á Londres se embarcó acompañado de su fiel Tristán. Inmediatamente que llegaron á aquella ciudad emprendieron el camino de Hanson, pues Roger carecía de toda noticia desde la carta del prior que le anunció la muerte de su hermano.

Tristán comentaba con admiración y entusiasmo cuanto veían en el camino, la verdura y lozanía de los campos, los matices de las flores y la hermosa apariencia del ganado.

– Bien está que te regocijes, amigo Tristán, le dijo el joven caballero, pero cuanto á mí jamás pensé volver á la patria con tanta amargura en el corazón. Lloro por mi señor y por el valiente Simón Aluardo, y no sé cómo atreverme á comunicar la pérdida del primero á la baronesa y á su hija, suponiendo que no tengan ya noticia de su desgracia.

– ¡Ay de mí! exclamó Tristán dando un gemido que espantó á los caballos. Duro es el trance en que os véis y también yo lamento la muerte de ambos. Pero descuidad, que la mitad de estos ducados que aquí llevo se la daré á mi madre y la otra mitad la agregaremos á los dineros que vos tengáis, para comprar el Galeón Amarillo que nos llevó á Burdeos y con él saldremos en busca del barón.

– ¡Buen Tristán! dijo Roger sonriéndose. Pero ¡ah! que si el barón viviese ya hubiéramos tenido nuevas suyas. ¿Qué villa es esa? preguntó poco después.

– ¡Romsey! La conozco bien. Allí está el monasterio con su vieja torre parda. Permitidme que dé una moneda al venerable ermitaño que allí véis, sentado en aquella piedra junto al camino.

Suspendió el anciano sus preces para aceptar la dádiva del arquero.

– Soldados sois á lo que veo, hijos míos, y mis oraciones os acompañarán en vuestras empresas.

– De España venimos, reverendo padre, dijo Tristán.

– ¿De España decís? ¡Ah! Infortunada expedición en la que tantos bravos ingleses han sacrificado las vidas que Dios les concediera. Hoy mismo he dado mi bendición á una noble dama que ha perdido cuanto amaba en esa cruel y lejana guerra.

– ¿Qué decís? preguntó Roger con vivo interés.

– Sí, una joven y principalísima dama de esta comarca, tranquila y dichosa cual ninguna pocos meses hace y que se prepara á tomar el velo en el convento de Romsey. ¿No habéis oído hablar, mis buenos caballeros, de una compañía llamada la Guardia Blanca?

– ¡Oh, sí, mucho! dijeron ambos á la vez.

– Pues el padre de la dama de que os hablo era el jefe de esa valiente fuerza, y su prometido era escudero del famoso capitán. Llegó aquí la nueva de que ni un solo miembro de la Guardia había sobrevivido á una serie de cruentos combates y la pobre doncella…

– ¡Acabad! gritó Roger. ¿Habláis de Doña Constanza de Morel?

– La misma.

– ¡Constanza monja! ¿Qué decís? ¿Tan terrible efecto le ha causado la pérdida de su padre?

– De su padre y del gallardo mancebo de rubios cabellos á quien adoraba. La muerte de este último es la que en verdad abre para ella las puertas del claustro…

– ¡Á escape, Tristán! ¡Á Romsey! gritó Roger espoleando á su caballo, que partió como una flecha.

Grande había sido la alegría de las monjas de Romsey al saber que la noble cuanto hermosa Constanza de Morel había pedido ser recibida como hermana suya, tras corto noviciado. Hechos estaban todos los preparativos para la solemne ceremonia, decorado el templo, cubierto de flores el altar y numerosos grupos de gentes del pueblo se hallaban congregados en el atrio ó se encaminaban hacia la iglesia inmediata al monasterio, ansiosos de presenciar el imponente acto. Ya habían visto pasar á la venerable abadesa con su gran crucifijo de oro, seguida de las hermanas, del clero y los acólitos con los humeantes incensarios y de unas hermosas niñas que iban alfombrando de flores el suelo, al paso de la novicia. Seguíalas ésta entre cuatro compañeras suyas, cubierta de la cabeza á los pies por el blanco velo, y centro de todas las miradas.

Aquella solemne procesión llegó á las puertas del templo y se disponía á entrar en él cuando se notó súbita confusión en uno de los ángulos de la plaza, de donde pronto partieron grandes clamores. La multitud osciló primero y abrió luego paso á un jinete, á un joven caballero cubierto de polvo, que sin miramientos lanzaba su corcel sobre la compacta masa del pueblo. Era el mensajero de la juventud y del amor, que llegaba á tiempo de arrancar al claustro una vida que por ningún concepto le estaba destinaba. Llegado á los escalones que conducían al atrio saltó de su caballo, y apartando bruscamente á la sorprendida abadesa, dirigióse el doncel al punto donde se hallaba la novicia y extendiendo hacia ella sus brazos, exclamó con amoroso acento, en el que palpitaba profundísima emoción:

– ¡Constanza!

– ¡Roger!

La novicia iba á caer desvanecida, pero Roger la recibió en sus brazos y la estrechó amorosamente, con gran escándalo de la abadesa y con no menor admiración de las veinte monjas y novicias que presenciaban tan inesperado desenlace. Pero Constanza y Roger no se daban cuenta de lo que en torno de ellos sucedía, perdidos como estaban en mutua contemplación, embriagados con la felicidad inmensa de verse reunidos después de una separación que ella había creído eterna. Tras los amantes quedaba el obscuro arco de entrada del templo; frente á ellos la vida entera, llena de luz, de alegría y felicidad. Su elección quedó hecha en un momento y se dirigieron, entrelazadas las manos, hacia la luz, en busca del amor, abandonando ella para siempre el claustro, olvidados ambos por el momento de sus pasadas tristezas.

El anciano padre Cristóbal bendijo poco tiempo después su unión en la iglesia del Priorato de Salisbury. Los únicos testigos de la tierna ceremonia fueron la baronesa, Tristán de Horla y una docena de arqueros y servidores del castillo. La animosa señora de Morel, tras largos meses de ansiedad y amargos sufrimientos, dudaba todavía de la muerte del barón; parecíale imposible que habiendo regresado de tantas y tan mortíferas campañas, hubiese sonado para él la hora suprema en aquella última expedición, lejos de su hogar, privado del amor de los suyos y de los solícitos cuidados de su amante esposa. Desde luego manifestó el deseo de ir á España en persona y agotar todos los recursos para averiguar el paradero del barón. Disuadióla Roger de su proyecto, convenciéndola de que á él le tocaba emprender aquel viaje, debiendo quedarse ella acompañando á su hija y al cuidado de los múltiples intereses que suponía la administración de las vastas propiedades de Munster, unidas á la del castillo de Monteagudo y sus dependencias.

Fletó Roger el Galeón Amarillo, mandado por el mismo valiente capitán Golvín, y un mes después de su boda partió el joven señor de Munster para Sorel, acompañado de su fiel Tristán, á fin de averiguar si había llegado de Southampton el para ellos inolvidable galeón. Poco antes de llegar á Sorel se detuvieron en Dalton, pueblecillo de la costa, donde notó Roger la presencia de una pequeña galera recienllegada, á juzgar por el número de botes y lanchas que la rodeaban para conducir á tierra su cargamento.

Á un tiro de ballesta del pueblo había un pequeño edificio, entre mesón y taberna, hacia el cual se dirigieron los dos viajeros. Á una ventana del primero y único piso de la casita se asomaba un individuo que parecía contemplarlos con curiosidad. Mirándole estaba Tristán cuando salió corriendo del mesón una robusta moza, riéndose á carcajadas y perseguida de cerca por un truhán que muy pronto desapareció, lo mismo que la muchacha, entre los árboles del huerto. Echando pie á tierra los jinetes, ataron sus caballos á la cerca y apenas tomaron por el sendero que á la casa conducía se detuvieron atónitos, contemplándose en silencio, presa de profunda emoción.

– ¡Ah, ma belle! decía una voz sonora. ¿Con que así tratas á un viejo soldado que hace tiempo no ha visto tan siquiera una buena moza inglesa? ¡Por el filo de mi espada! aguarda un poco y en lugar de un beso te daré media docena…

Una exclamación de alegría se escapó de los labios sonrientes de Roger y Tristán. ¡Era Simón, no cabía duda! Simón bueno y sano, que apenas puesto el pie en tierra volvía á las andadas. Iban á precipitarse en su busca, á llamarle á gritos, cuando oyeron otra voz que partía de la ventana.

– ¿Qué ocurre, Simón? decía. Si me necesitas, no pido cosa mejor que empuñar la espada y desentumecer un poco el brazo, metiendo en cintura al primero que se desmande y nos busque pendencia, aunque sea en tierra propia.

Apareció Simón al oir la voz de su señor y en un instante se vió asido por los formidables brazos de Tristán, de los que pasó á los de Roger. No había vuelto de su sorpresa el buen Simón cuando se presentó en la puerta el barón de Morel, espada en mano y guiñando más que nunca sus ojillos, en busca de imaginario enemigo. Renováronse entonces los abrazos, que el barón y el veterano no tardaron en devolver con creces, poseídos de inmensa alegría.

Durante el viaje de regreso oyeron sus amigos el relato de sus portentosas aventuras. Hechos prisioneros ambos en la homérica lucha, allá en España, viéronse cautivos de un noble aragonés, que tras largo viaje los condujo á la costa, donde los embarcó con rumbo á unas posesiones que por allí tenía. Sorprendida su embarcación en alta mar por los piratas berberiscos, se acrecentaron sus sufrimientos bajo el yugo bárbaro de su nuevo amo; pero llegados á un puertecillo africano, el indomable barón halló modo de matar al capitán pirata en la barca que á tierra los conducía y arrojándose después al agua seguido de Simón ganaron á nado la tierra y tras mil penalidades lograron embarcarse en la galera que acababa de llevarlos á Inglaterra, no sin rico botín arrebatado con astucia á sus crueles enemigos. Inútil es hablar de su recepción en el castillo de Monteagudo, y de la inmensa ventura que llenó aquel dichoso hogar, poco antes tan agobiado por la tristeza y el dolor.

El barón León de Morel vivió todavía largos años, colmado de honores, tranquilo y feliz. La dicha de Roger de Clinton y su esposa adorada fué también completa. Dos veces guerreó él en Francia, conquistando preciados laureles y altísima fama. Concediósele distinguido puesto en la corte y por muchos años ejerció brillantes cargos en los reinados de Ricardo y de Enrique IV, quien le confirió la orden de la Jarretiera y le honró como á uno de los primeros caballeros y más valientes campeones de su tiempo.

Cuanto á Tristán de Horla, se casó con una linda muchacha de Dunán y allí se estableció definitivamente, gozando del prestigio que le daban sus proezas y los cinco mil ducados tan briosamente ganados allá en tierra de España. Él y su inseparable amigo Simón animaron frecuentemente con su presencia y su alegría perenne las bulliciosas veladas del Pájaro Verde. Simón acabó por ofrecer su amor y su nombre á la buena ventera que tan fielmente le guardara su botín de anteriores campañas. Así vivieron aquellos hombres, rudos si se quiere, como la época que los vió nacer y morir, pero francos, honrados y valientes, dejando á las generaciones venideras un ejemplo digno de imitación y aplauso.

FIN
Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
28 сентября 2017
Объем:
360 стр. 1 иллюстрация
Переводчик:
Правообладатель:
Public Domain

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