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La Fraternidad era una orden religiosa, pero, al propio tiempo, una academia de ciencia y un instrumento de poder en la política de Italia. Parece que sus reglas ascéticas de vida anticiparon las de los esenios, que a su vez sirvieron de modelo a las primitivas comunidades cristianas. Los pitagóricos compartían toda propiedad, llevaban una existencia comunal y reconocían igual estado jurídico a las mujeres. Observaban ritos y abstinencias, dedicaban mucho tiempo a la contemplación y al examen de conciencia. Según el grado de purificación que alcanzaba un hermano se le iniciaba gradualmente en los misterios superiores de la theoria musical, matemática y astronómica. El secreto que rodeaba a esta se debía en parte a la tradición de los misterios más antiguos, cuyos adeptos sabían que los éxtasis báquicos, e incluso los éxtasis órficos, podían causar estragos si se tornaban accesibles a todo el mundo. Pero los pitagóricos también comprendieron que había análogos peligros en las orgías del razonamiento. Tuvieron, aparentemente, una intuición de la hybris de la ciencia, a la que reconocieron como medio potencial, tanto de la liberación como de la destrucción del hombre, y de ahí que insistieran en que solo los purificados de cuerpo y espíritu fuesen iniciados en sus secretos. En suma, creían que los hombres de ciencia debían ser vegetarianos, así como los católicos creen que los sacerdotes deben vivir en el celibato.

Podría pensarse que esta interpretación de la insistencia pitagórica sobre el hermetismo es extremadamente rebuscada o que ella supone un alarde de visión profética por parte de los pitagóricos. Pero hay que replicar a esto que Pitágoras, por experiencia personal, tenía cabal conciencia de las inmensas potencialidades técnicas de la geometría. Ya dije que Polícrates y los súbditos que él gobernaba eran aficionados a la ingeniería; Heródoto, que conoció bien la isla, dice:13

Escribí, pues, largamente de los samios, porque ellos son los autores de las tres obras más grandes que puedan verse en cualquier país griego.

La primera de ellas es el túnel de dos bocas que excavaron a través de la base de una alta colina y que alcanza a unas ciento cincuenta toesas... y, a través de él, el agua, que procede de una abundante fuente, se lleva a la ciudad de Samos por cañerías.

Heródoto se inclina a veces a contar historias exageradas, y esta relación no se tomó muy en serio hasta que, a comienzos de nuestro siglo, se encontró y se excavó realmente el túnel en cuestión. Tiene no menos de novecientas yardas de largo, un curso de agua completo y una vía de inspección, y su forma demuestra que comenzó a excavarse desde los dos extremos. Demuestra asimismo que las dos partes excavadas, una desde el norte, la otra desde el sur, se encontraron en el centro, solo a un par de pies de diferencia de nivel. Al contemplar esta fantástica hazaña (realizada por Eupalinos, quien también construyó la segunda maravilla mencionada por Heródoto, un enorme malecón para proteger la armada samia) hasta un genio menos grande que el de Pitágoras podía haber comprendido que la ciencia bien podía ser un himno al Creador o una caja de Pandora, que solo debía confiarse a santos. Casualmente, la leyenda dice que Pitágoras, como san Francisco, predicaba a los animales, lo cual parecería extraña conducta en un matemático moderno; pero, dentro de la concepción pitagórica, nada era más natural.

V. TRAGEDIA Y GRANDEZA DE LOS PITAGÓRICOS

Hacia los últimos días del maestro, o poco después de su muerte, los pitagóricos sufrieron dos reveses que hubieran significado la extinción de cualquier secta o escuela de concepciones menos universales. Pero los pitagóricos sobrevivieron triunfalmente a los dos.

Un golpe fue el descubrimiento de una clase de números tales como √2 –raíz cuadrada de 2– que no encajaba en ningún diagrama de puntos. Y aquellos números eran comunes. Se los representa, por ejemplo, por la diagonal de cualquier cuadrado. Llámese a el lado de un cuadrado y d la diagonal. Puede demostrarse que si asigno a a un valor numérico preciso es imposible asignar un valor numérico preciso a d. El lado y el cuadrado son “inconmensurables”. Su proporción a/d no puede representarse por ningún número entero o fracción; es un número “irracional”; es tanto un número par como un número impar al mismo tiempo.14 Puedo trazar fácilmente la diagonal de un cuadrado, pero no puedo expresar su longitud en números, no puedo contar la cantidad de puntos que contiene. La correspondencia de punto a punto, entre la aritmética y la geometría, quedó rota y, con ella, el universo de las formas numéricas.

Se dice que los pitagóricos mantuvieron en secreto el descubrimiento de los números irracionales –los llamaron arrhetos, impronunciables, y que Hipaso, el discípulo que reveló el escándalo, fue condenado a muerte. En Proclo hay otra versión:15

Se dice que aquellos que primero revelaron los números irracionales y los sacaron a la luz perecieron en un naufragio en que se perdió hasta el último hombre. Pues lo inexpresable e informe debe mantenerse forzosamente oculto, y aquellos que pusieron al descubierto y tocaron esta imagen de la vida murieron instantáneamente y quedarán para siempre expuestos al juego de las ondas eternas.

Pero el pitagorismo sobrevivió. Tenía la elástica adaptabilidad de esos sistemas ideológicos verdaderamente grandes que, cuando cede alguna parte de ellos, muestran la facultad de recuperación de un cristal en proceso de crecimiento o de un organismo vivo. La matematización del universo mediante puntos como átomos probaba que se había tomado por un atajo prematuro; pero en una vuelta más alta de la espiral, las ecuaciones matemáticas volvieron a demostrar que eran los símbolos más útiles para representar el aspecto físico de la realidad. Hemos de encontrar otros ejemplos de intuición profética basada en razones equivocadas y habremos de comprobar que constituyen más la regla que la excepción.

A nadie, antes de los pitagóricos, se le había ocurrido que las relaciones matemáticas contenían el secreto del universo. Veinticinco siglos después, aún siente Europa la maldición y la bendición de la herencia pitagórica. No parece que se le haya ocurrido nunca a civilizaciones no europeas la idea de que los números sean la clave de la sabiduría y del poder.

El segundo golpe que recibieron los pitagóricos fue la disolución de la Fraternidad. Sabemos poco de sus causas. Probablemente, la disolución tuvo algo que ver con los principios igualitarios y las prácticas comunitarias de la orden, la emancipación de las mujeres y su doctrina casi monoteísta, la eterna herejía mesiánica. Pero la persecución se limitó a los pitagóricos como cuerpo organizado, y ella impidió probablemente que el pitagorismo degenerara en ortodoxia sectaria. Los principales discípulos del maestro –entre ellos Filolao y Lisis–, que estaban en el exilio, pronto obtuvieron permiso para retornar al sur de Italia y reanudar sus enseñanzas. Un siglo después las enseñanzas pitagóricas se convirtieron en una de las fuentes del platonismo y entraron así en la corriente principal del pensamiento europeo.

Digámoslo con las palabras de un estudioso moderno: “Pitágoras es el fundador de la cultura europea en la esfera mediterránea occidental”.16 Platón y Aristóteles, Euclides y Arquímedes, son hitos del camino, pero Pitágoras se halla en el punto de partida, donde se decidió qué dirección había de tomar el camino. Antes de tal decisión la orientación futura de la civilización grecoeuropea era todavía vacilante: pudo tomar la dirección de la cultura china o de la cultura india o de la cultura precolombina, todas las cuales eran aún igualmente informes e indecisas en el momento del gran alborear del siglo VI. No quiero decir que si Confucio y Pitágoras hubieran intercambiado de lugar de nacimiento, China habría echado a andar por el camino de la revolución científica y Europa se habría convertido en un país de mandarines bebedores de té. La interacción del clima, la raza y el espíritu, la influencia orientadora de individuos sobresalientes en el curso de la historia, son tan oscuras que no es posible formular predicciones ni siquiera al revés; todos los juicios condicionales sobre el pasado son tan dudosos como las profecías sobre el futuro. Parece muy plausible que si Alejandro o Genghis Khan no hubieran nacido, algún otro individuo habría ocupado su lugar y ejecutado el designio de la expansión helénica o mongólica; pero los Alejandros de la filosofía y la religión, de la ciencia y del arte parecen menos sustituibles. Su impacto parece menos determinado por las exigencias económicas y las presiones sociales, y parecen tener un campo mucho más amplio de posibilidades para influir en la dirección, la forma y la estructura de las civilizaciones. Si se considera a los conquistadores como los maquinistas de la historia, los conquistadores del pensamiento son acaso los guardagujas que, menos visibles a los ojos del viajero, determinan la dirección del viaje.

1 En inglés, “números”. (N. del T.).

2 Cotéjese JOHN BURNET, Greek Philosophy, Parte I, Thales to Plato, Londres, 1914, págs. 42 y 54.

3 ARISTÓGENO DE TARENTO, Elementos de Armonía, citado por Burnet, op. cit., pág. 41. Aristógeno, un peripatético del siglo IV a. C, estudió con los pitagóricos y con Aristóteles.

Para una valoración crítica de las fuentes sobre Pitágoras, véase BURNET, Early Greek Philosophy, págs. 91 y sig.; y A. DELATTE, Études sur la Litterature Pythagoricienne, París, 1915. Sobre la astronomía de los pitagóricos, J.L.E. DREYER, History of the Planetary Systems from Thales to Kepler, Cambridge, 1906, y PIERRE DUHEM, Le Système du MondeHistoire des doctrines cosmologiques de Plato à Copernic, vol. I, París, 1913.

4 Por irónico que parezca, se cree que Pitágoras carecía de una demostración completa del teorema pitagórico.

5 El descubrimiento de la esfericidad de la Tierra se atribuye, diversamente, a Pitágoras y/o Parménides.

6 Hist. Nat., II, pág. 84, citado por Dreyer, op. cit., pág. 179.

7 El Mercader de Venecia, V.I.

8 EURÍPIDES, Las Bacantes, según la nueva traducción de Philip Vellacott, Londres, 1954.

9 BURNET, Early Greek Phil., pág. 88.

10 Citado por B. Farrington Greek Science, Londres, 1953, pág. 45.

11 F.M. CORNFORD, From Religion to Philosophy, Londres, 1912, página 198.

12 De ahí los atajos y cortos circuitos que había entre las diversas series de símbolos en el saber numérico místico de los pitagóricos, como la correlación de números impares y pares con lo masculino y lo femenino, la izquierda y la derecha, o la cualidad mágica atribuida al pentagrama.

13 Libro III, cap. 13, citado por Ch. Seltman, Pythagoras, en History Today, agosto de 1956.

14 La manera más sencilla de demostrar esto es la siguiente: representemos a d con la fracción m/n en la cual m y n son desconocidos. Supongamos que a=1; luego d2 = 12 + 12 y d = √2. Luego, m2/n2= 2. Si m y n tienen un factor común, dividamos por él, luego m o n debe ser un número impar. Ahora bien, m2 = 2n2; por tanto m2 es par; luego m es par; por tanto n es impar. Supongamos m=2 p; entonces 4 p2 = 2 n2; luego n2 = 2 p2; y por tanto n es impar, contra hyp. De manera que ninguna fracción m/n puede medir la diagonal.

15 Citado por T. Danzig, Number, The Language of Science, Londres, 1942, pág. 101.

16 FARRINGTON, op. cit., pág. 43.

CAPÍTULO III

La tierra al garete


He intentado una breve exposición general de la filosofía pitagórica, en la cual se consideran aquellos aspectos que solo indirectamente se relacionan con el tema de este libro. En las partes siguientes solo mencionaremos algunas escuelas importantes de filosofía y ciencia helénicas –eleática y estoica, atomista e hipocrática– hasta que lleguemos a otro punto culminante de la cosmología: Platón y Aristóteles. El desarrollo de las concepciones humanas del cosmos no podía tratarse separadamente del fondo filosófico que prestaba color a tales concepciones. Por otra parte, si se pretende que la parte expositiva no quede absorbida por el fondo, este solo podrá esbozarse en ciertos puntos importantes del proceso, donde el clima filosófico general hizo impacto directo sobre la cosmología y alteró el curso de esta. Por ejemplo, las concepciones políticas de Platón o las convicciones religiosas del cardenal Bellarmino influyeron profundamente en las cuestiones astronómicas durante siglos y, en consecuencia, debemos tratarlas; en tanto que ciertos hombres como Empédocles y Demócrito, Sócrates y Zenón, que dijeron muchas cosas sobre las estrellas, pero nada que realmente importe a nuestro tema, deberán pasarse por alto.

I. FILOLAO Y EL FUEGO CENTRAL

Desde fines del siglo VI a. C. en adelante la idea de que la Tierra era una esfera que flotaba libremente en el aire fue afianzándose continuamente. Heródoto1 menciona un rumor, según el cual existía un pueblo muy al norte que dormía durante seis meses del año, lo cual demuestra que ya se tenían en cuenta algunas de las consecuencias de la redondez de la Tierra (como, por ejemplo, la noche polar). El siguiente paso revolucionario lo dio un discípulo de Pitágoras, Filolao, el primer filósofo que atribuyó movimiento a nuestro globo. La Tierra se convirtió con ello en algo sustentado en el aire.

Solo podemos conjeturar los motivos que llevaron a Filolao a esta tremenda innovación; acaso comprendiera que había algo ilógico en los movimientos aparentes de los planetas. Parecía insensato que el Sol y los planetas se moviesen alrededor de la Tierra una vez por día y marcharan lentamente, al mismo tiempo, a lo largo del Zodíaco en sus revoluciones anuales. Todo se tornarla más sencillo si se supusiera que la revolución diaria del cielo entero era una ilusión creada por el movimiento de la propia Tierra. Si la Tierra se encontraba libre y sin ataduras en el espacio, ¿no podía también moverse? Pero la idea, aparentemente obvia, de hacer rotar la Tierra sobre su propio eje no se le ocurrió a Filolao. En cambio, este la hizo girar en veinticuatro horas, alrededor de un punto exterior en el espacio. Al describir un circulo completo en un día, el observador situado en la Tierra tendría la ilusión, como la tiene quien va montado en un tiovivo, de que toda la feria cósmica giraba en dirección opuesta.

En el centro de su tiovivo, Filolao colocó la “torre de observación de Zeus”, llamada también el “fogón del universo” o “el fuego central”. Pero no hay que confundir este “fuego central” con el Sol. Aquel no podía verse nunca, pues la parte habitada de la Tierra –Grecia y sus inmediaciones– nunca se enfrentaba con él, así como ocurre con la parte oscura de la Luna respecto de la Tierra. Además, entre la Tierra y el fuego central Filolao intercaló un planeta invisible: el Antichton o Contratierra. Aparentemente su función consistía en proteger a los antípodas de ser quemados por el fuego central. La antigua creencia de que las remotas regiones occidentales de la Tierra, más allá del estrecho de Gibraltar, estaban bañadas en una eterna media luz2 se explicaba ahora por la sombra que la Contratierra proyectaba sobre esas zonas. Pero era también posible –como lo hizo notar desdeñosamente Aristóteles– que la Contratierra fuese inventada tan solo para elevar a diez –el número sagrado de los pitagóricos– el número de cosas que se movían en el universo.3

Alrededor del fuego central giraban, en órbitas concéntricas, estos nueve cuerpos: el más interior, Antichton; después la Tierra, la Luna, el Sol y los cinco planetas; luego la esfera que soportaba todas las estrellas fijas. Más allá de esa cubierta exterior había un muro de éter ígneo que rodeaba el universo por todas partes. Ese “fuego exterior” era la segunda y principal fuente de donde el universo obtenía su luz y su aliento vital. El Sol servía tan solo como una especie de ventana transparente o lente, a través del cual la luz interior se filtraba y se distribuía. Este cuadro trae al recuerdo uno de los agujeros que, según Anaximandro, había en la rueda llena de fuego; pero estos fantásticos productos de la imaginación eran tal vez menos fantásticos que la noción de una bola de fuego que surcaba eternamente el firmamento sin consumirse. Trátase de una idea absurda, ante la cual la mente retrocede. Si consideramos el cielo con ojos limpios de toda teoría, ¿no es acaso más convincente considerar el Sol y las estrellas como agujeros de la cortina que rodea el universo?

El único objeto celeste que se consideraba análogo a la Tierra era la Luna. Se suponía que en ella había plantas y que estaba habitada por animales quince veces más fuertes que los nuestros, porque la Luna gozaba de la luz diurna durante quince días sucesivos. Otros pitagóricos creían que las luces y sombras de la Luna eran reflejos de nuestros océanos. En cuanto a los eclipses lunares, algunos eran producidos por la Tierra, otros por la Contratierra; esta última también explicaba la presencia de la tenue luz cenicienta del disco lunar en la Luna nueva. Y por fin parece que otros suponían la existencia de varias Contratierras. Debió de entablarse un vehemente debate.

II. HERÁCLIDES Y EL UNIVERSO (HELIOCÉNTRICO)

A pesar de sus extravagancias poéticas, el sistema de Filolao abrió una nueva perspectiva cósmica. Se apartó de la tradición geocéntrica, de la tenaz convicción de que la Tierra ocupa el centro del universo del cual, maciza e inmóvil, no se mueve jamás ni un centímetro.

Pero el sistema de Filolao constituyó también un hito en otra dirección. Separó nítidamente dos fenómenos antes mezclados: la sucesión del día y de la noche, esto es, la rotación diurna del cielo en su conjunto y los movimientos anuales de los siete planetas móviles.

El progreso siguiente se refirió a los movimientos cotidianos. Desapareció el fuego central; la Tierra, en lugar de girar alrededor de él, giró ahora sobre su propio eje, como un trompo. La razón de ello estribaba, según es de presumir,4 en el hecho de que los contactos cada vez mayores que establecían los marinos griegos con regiones distantes –desde el Ganges al Tajo y desde la isla de Thule a Taprobana– no conseguían descubrir ninguna señal –ni rumor siquiera– del fuego central o del Antichton, que deberían ser visibles desde el otro lado de la Tierra. Ya dije antes que la visión del mundo que tenían los pitagóricos era elástica y adaptable. No abandonaron la idea del fuego central como fuente de calor y energía; la transfirieron del espacio exterior al corazón de la Tierra y, en cuanto a la Contratierra, la identificaron, sencillamente, con la Luna.5


El siguiente gran pionero de la tradición pitagórica es Heráclides del Ponto. Vivió en el siglo IV a. C., estudió con Platón y, probablemente, también con Aristóteles. Y de ahí que, con arreglo a la cronología, debiéramos tratarlo después de ellos; pero me ocuparé primero del desarrollo de la cosmología pitagórica, la más audaz y promisoria de la antigüedad, hasta su fin, que se produjo en la generación siguiente a la de Heráclides.

Heráclides daba por sentada la rotación de la Tierra alrededor de su propio eje. Lo cual explicaba el diario girar de los cielos, pero dejaba intacto el problema del movimiento anual de los planetas. Ahora bien, esos movimientos anuales se convirtieron en el problema central de la astronomía y la cosmología. La multitud de estrellas fijas no presentaba ningún problema, porque nunca se modificaba su posición relativa –las unas respecto de las otras o de la Tierra–.6 Constituían una garantía permanente de la ley, el orden y la regularidad del universo y, sin gran dificultad, podía imaginárselas como un conjunto de cabezas de alfiler (o de agujeros hechos con alfiler) en la almohadilla celestial, que se movía, como una unidad, alrededor de la Tierra, o bien que parecía hacerlo así por la rotación de esta; pero los planetas y los astros vagabundos, se movían con pasmosa irregularidad. El único rasgo tranquilizador era que todos se movían a lo largo de la misma cinta estrecha o calle curvada que corría alrededor del cielo (el Zodíaco), lo cual significaba que sus órbitas se hallaban todas casi en el mismo plano.

Para hacernos una idea de cómo los griegos percibían el universo imaginemos el tránsito transatlántico –submarino, naval y aéreo– limitado a una misma ruta. Las “órbitas” de todas las naves serían, pues, círculos concéntricos alrededor del centro de la Tierra, todos en el mismo plano. Imaginemos que un observador echado de espaldas en una cavidad del centro de la Tierra, transparente, observara el tránsito: este se le manifestaría a modo de puntos que se movieran con diferentes velocidades a lo largo de una sola línea: la calle zodiacal del observador. Si la esfera transparente rota alrededor del observador (mientras este permanece inmóvil), la calle del tránsito rotará con la esfera, pero el tránsito quedará aún limitado a esa calle. En ella se mueven: dos submarinos que surcan las aguas en profundidades diferentes, por debajo de la calle (son los planetas “inferiores”, Mercurio y Venus); después, un único barco de luces resplandecientes: el Sol; luego tres aviones, a diferentes alturas: los planetas superiores, Marte, Júpiter y Saturno, en ese orden. Saturno estaría muy alto en la estratosfera, pues, por encima de él, solo se halla la esfera de las estrellas fijas. En cuanto a la Luna, se halla tan cerca del observador, en el centro, que debiera considerársela como una bola que girara en la pared cóncava interior de la cavidad, aunque también en el mismo plano de las demás naves. Esta es, pues, a grandes rasgos, la visión que los antiguos tenían del mundo (fig. A).

Pero el modelo A nunca podría imponerse apropiadamente. Para nuestra visión retrospectiva la razón es obvia: los planetas estaban dispuestos según un orden equivocado; el Sol debería ocupar el centro, y la Tierra el lugar del Sol, entre los planetas “inferiores” y los planetas “superiores”, incluyendo la Luna (fig. D). A este defecto capital del modelo obedecían las incomprensibles irregularidades que se observaban en el movimiento de los planetas.

En la época de Heráclides tales irregularidades habían llegado a convertirse en la preocupación principal de los filósofos interesados por el universo. El Sol y la Luna parecían moverse más o menos regularmente a lo largo de la calle del tránsito; pero los cinco planetas viajaban de manera muy caprichosa. Un planeta marchaba durante cierto tiempo a lo largo de la calle, en la dirección general del tránsito, es decir de oeste a este; pero en ocasiones disminuía la velocidad y se detenía como si hubiera llegado a una estación en el cielo, para volver sobre sus pasos. Luego tornaba a cambiar de idea, daba una vuelta y volvía a reanudar la marcha en la dirección primera. Venus se comportaba aún más caprichosamente. Los pronunciados cambios periódicos de su brillo y de sus dimensiones parecían indicar que se acercaba a nosotros y que luego retrocedía; ello sugería que Venus no se movía realmente en un círculo alrededor de la Tierra, sino que seguía alguna inconcebible línea ondulada. Además, tanto Venus como Mercurio, el segundo planeta interior, ora se adelantaban al Sol, ora quedaban por detrás de él; pero siempre en sus inmediaciones, como toninas que juguetearan alrededor de un barco. En consecuencia, Venus aparecía en ocasiones como Fósforo, la “estrella matinal” que salía con el Sol delante de ella. En otras ocasiones, como Héspero, la “estrella vespertina” que surgía detrás del Sol. Parece que Pitágoras fue el primero en reconocer que se trataba de uno y el mismo planeta.

Además, en nuestra visión retrospectiva, la solución que dio Heráclides al enigma parece bastante sencilla. Si Venus se movía de manera irregular respecto de la Tierra –el supuesto centro de su órbita– aunque no dejara de danzar cerca del Sol, se hallaba, pues, evidentemente ligado al Sol y no a la Tierra: era un satélite del Sol. Y puesto que Mercurio se comportaba de la misma manera, los dos planetas interiores debían de girar alrededor del Sol y, con el Sol, alrededor de la Tierra, como una rueda que girase alrededor de otra rueda.

La figura B de la pág. 45 explica por qué Venus se aproxima a la Tierra y se aleja de ella; por qué a veces está delante del Sol y otras detrás de él; y por qué se mueve con intermitencias en dirección inversa, a lo largo de la calle del Zodíaco.7

Todo esto parece de palmaria evidencia en nuestra visión retrospectiva; pero hay situaciones en que se necesita gran poder imaginativo, combinado con desdén por las corrientes tradicionales del pensamiento, para descubrir lo obvio. La escasa información que poseemos sobre la personalidad de Heráclides confirma que tenía ambas cosas: originalidad y desdén por la tradición académica. Sus allegados le daban el sobrenombre de Paradoxólogo, creador de paradojas. Cicerón dice que era aficionado a contar “fábulas pueriles” e “historias maravillosas”; y Proclo nos comenta que Heráclides tenía la audacia de contradecir a Platón, quien sostenía la inmovilidad de la Tierra.8

La idea de que los dos planetas inferiores –y solo esos dos– eran satélites del Sol, mientras el mismo Sol y los planetas restantes aún giraban alrededor de la Tierra, llegó a conocerse ulteriormente con el equivocado nombre de “sistema egipcio” y obtuvo gran popularidad (fig. B, pág. 45). Tratábase, evidentemente, de una teoría situada a mitad de camino entre la concepción geocéntrica (la Tierra como centro) y la concepción heliocéntrica (el Sol como centro) del universo. No sabemos si Heráclides se detuvo allí o si dio el paso siguiente el de hacer girar también a los tres planetas exteriores alrededor del Sol y a este mismo, con sus cinco satélites, alrededor de la Tierra (fig. C, pág. 45). Habría sido un paso lógico, y hay estudiosos modernos que creen que Heráclides llegó a esta teoría situada a tres cuartos del camino.9 Hay quienes creen, inclusive, que también dio el paso final, el de hacer girar todos los planetas, incluso la Tierra, alrededor del Sol. Pero que haya recorrido o no todo el camino hasta la concepción moderna del sistema solar es sencillamente una cuestión de curiosidad histórica, pues su sucesor, Aristarco, lo recorrió ciertamente todo.

III. EL COPÉRNICO GRIEGO

Aristarco, el último de los astrónomos de la línea pitagórica, procedía, lo mismo que el maestro, de Samos, y se cree que nació, simbólicamente, en el mismo año, 310 a. C., en que murió Heráclides.10 Solo ha llegado hasta nosotros un breve tratado: Sobre las dimensiones y distancias del Sol y la Luna. En él demuestra que tenía los dones básicos necesarios en un hombre de ciencia moderno: originalidad de pensamiento y minuciosidad en la observación. Los astrónomos de toda la Edad Media siguieron el elegante método que él ideó para calcular la distancia del Sol. Si sus cifras eran equivocadas, ello se debía al hecho de que Aristarco había nacido dos mil años antes de la época del telescopio; pero, aunque lo separaba igual distancia de la época de la invención del reloj de péndulo, mejoró la estimación de la longitud del año solar, agregando 1/1.623 a la estimación anterior de 365 ¼ días.

El tratado en que Aristarco proclamó que el Sol, y no la Tierra, era el centro de nuestro mundo, el centro alrededor del cual giraban todos los planetas –descubrimiento que constituía el punto culminante de la cosmología pitagórica y que Copérnico iba a volver a descubrir diecisiete siglos después– se ha perdido. Pero, afortunadamente, poseemos el testimonio de autoridades no menores que las de Arquímedes y Plutarco, entre otras, y tanto las fuentes antiguas como los estudiosos modernos aceptan unánimemente que Aristarco enseñó el sistema heliocéntrico.

Arquímedes, el matemático, físico e inventor más grande de la antigüedad, era un contemporáneo más joven de Aristarco. Una de sus obras más curiosas es un tratadito llamado El arenario, dedicado al rey Gelón de Siracusa. Contiene estas palabras fundamentales: “Pues él (Aristarco de Samos) suponía que las estrellas fijas y el Sol son inmóviles, pero que la Tierra se mueve alrededor del Sol en un círculo...”.11

La referencia que Plutarco hace es igualmente importante. En su tratado Sobre la superficie del disco lunar, uno de los personajes se refiere a Aristarco de Samos, quien enseñaba “que el cielo está quieto, y que la Tierra gira en una órbita oblicua, en tanto que también gira alrededor de su propio eje”.12

De manera que Aristarco de Samos llevó a conclusión lógica el proceso que comenzara Pitágoras y continuaran Filolao y Heráclides: el universo con el Sol como centro; pero aquí el proceso toca bruscamente a su fin, Aristarco no dejó discípulos ni encontró epígonos.13 Durante casi dos milenios quedó olvidado el sistema heliocéntrico –¿o diremos, reprimido por la conciencia?– hasta que un oscuro canónigo de Varmia, remoto lugar de la cristiandad, retomó el hilo en el punto en que lo había dejado el samio.

Esta paradoja sería más fácil de entender si Aristarco hubiera sido un hombre extravagante o un dilettante, cuyas ideas no se tomaran en serio. Pero su tratado Sobre las dimensiones y distancias del Sol y la Luna llegó a convertirse en un libro clásico de la antigüedad y nos lo muestra como uno de los astrónomos más prominentes de la época. Alcanzó fama tan grande que casi tres siglos después, Vitruvio, el arquitecto romano, comenzó su lista de genios universales del pasado con estas palabras: “Son raros los hombres de esta clase, hombres del pasado tales como Aristarco de Samos...”.14

A pesar de todo esto, la correcta hipótesis de Aristarco fue rechazada en favor de un sistema monstruoso de astronomía, que hoy nos impresiona como una afrenta a la inteligencia humana, y que reinó, soberano, durante mil quinientos años. Habremos de ver gradualmente las razones de este oscurecimiento, pues nos encontramos aquí frente a uno de los más asombrosos ejemplos de la manera desviada, más aún, retorcida, del “progreso de la ciencia”, que es uno de los temas principales de este libro.

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