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Читать книгу: «Marta y Maria», страница 8

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Tenía razón el joven marqués. El color azul, que es el más espiritual, el más puro y el más sublime de los colores, se adaptaba admirablemente al rostro cándido de Marta. El rayo de luz caía sobre él como una caricia del cielo, bañándolo suavemente de una claridad diáfana. La negra cabellera quedaba teñida de azul profundo mientras el óvalo adorable de su rostro y el cuello firme y mórbido se coloreaban levemente por un azul celeste. La línea delicada y correcta de sus facciones adquiría perfección ideal, y todo su semblante se transfiguraba con una expresión angélica de beatitud.

No obstante, había cierta exageración de mal gusto en esta fisonomía arrobada y celeste que la tinta azul le prestaba. Aquélla no era la Marta verdadera, ingenua y modesta en su expresión como en sus rasgos, sino otra Marta afectada, teatral y fantástica. Ricardo concluyó por decirle que con ninguna luz estaba mejor que con la natural.

La niña exclamó de repente:

– ¡Y el Menino, Ricardo!

– Es verdad; nos habíamos olvidado… ¿Pero dónde vamos ahora?… Ya lo hemos recorrido todo…

– Vamos a la habitación de María… Tal vez se haya subido allá…

– No me parece probable…, pero, en fin, vamos.

Subieron a la torre, sin lograr mejor resultado. Ni en la habitación de María ni en la de Genoveva descubrieron rastro del canario. Ricardo sintió cierta emoción al entrar en el cuarto de su amada, que no pasó inadvertida para Marta. Quedose grave y silencioso, y se puso a examinar con afán cuanto allí había, moviendo los objetos, destapando los frascos y hasta abriendo los cajones; de tal suerte que la niña se vio obligada a decirle:

– No enredes, Ricardo… Cuando venga María y vea sus cosas revueltas se va a enfadar.

– ¡Y qué importa que se enfade!– respondió con alguna aspereza el joven.

– Es que me va a echar la culpa a mí.

– Bien, pues dile que he sido yo y asunto arreglado.

Entró en la alcoba, levantó las cortinas del lecho, tomó en la mano los libros que había sobre la mesa de noche, tornó a dejarlos y concluyó por tirar del cajón de la mesilla. Había dentro una porción de objetos hacinados, entre los cuales metió la mano, sacando uno por demás extraño.

Era una cruz ancha de cuero, llena de pinchos de bronce por uno de los lados y con un cordón para colgar al cuello.

– ¿Qué es esto?– dijo dándole vueltas en la mano con asombro.

Marta adivinó lo que era.

– ¡Déjalo, déjalo por Dios, Ricardo!… Se va a enfadar mucho María…

– ¡Jesús, qué barbaridad!… ¡Esto debe de ser un cilicio!

– Puede ser…, pero déjalo, déjalo por Dios.

El joven lo arrojó otra vez con violencia dentro del cajón, haciendo un gesto de desprecio y repugnancia.

– María se ha vuelto loca… ¡Esto es una atrocidad que a nada conduce!

– ¡No digas eso, que es pecado!… María es muy virtuosa…

– ¡Virtuosa!…, ¡virtuosa!– murmuró con cólera el joven— . También tú lo eres sin necesidad de tales extravagancias…

– ¡No me compares a mí con María!

Ricardo se puso a dar paseos por el cuarto, agitadamente y sin pronunciar palabra. Después volvió a la alcoba y tornó a sacar el cilicio del cajón, examinándolo con más cuidado.

– Parece que estos pinchos forman letras… Mira… ¿Tú sabes lo que dicen?

– No, yo no leo nada; será aprensión tuya.

– Sí, sí; aquí hay una inscripción… Pero, en fin, no quiero molestarme descifrándola… Todas estas cosas no son más que ridiculeces… Vámonos, chica, vámonos… Dejemos a cada loco con su tema…

Y cerrando el cajón con enfado salió de la alcoba, seguido de Marta. Al cruzar por delante de una de las ventanas del gabinete, la niña lanzó un grito de sorpresa y alegría:

– ¡Mira, mira, Ricardo!…, ¡mira dónde está el Menino!

El joven se abalanzó a la ventana, y vio sobre el tejado de la casa, no a mucha distancia, dando brinquitos de satisfacción, muy orondo y espetado, al Menino en persona.

– ¡Qué bribón, adonde se ha ido!… Es menester cogerle… ¿Por dónde se sale al tejado?

– Por aquí no; necesitamos bajar primero a casa y subir luego a la buhardilla.

– Pues, vamos.

Bajaron de la torre y después de atravesar algunas habitaciones tomaron la escalera del desván, que venía a parar a una de ellas. Estaba sumamente obscura y el joven subía con mucho trabajo.

En el segundo tramo dio un tropezón.

– ¡Oh, se conoce que no estás acostumbrado!… Te vas a lastimar; dame la mano que yo te guiaré.

Tomó la mano de la niña, que era pequeña, pero firme y segura como la de una amazona. No tenía la suavidad del raso como las de María, porque los trabajos de la casa le habían curtido un poco; en cambio ofrecía la tersura amable de una epidermis rebosando de salud y de sangre. No estaba ardorosa tampoco como aquélla, sino siempre tibia y serena, y apercibida a toda molestia como las de una hija del pueblo.

El joven marqués no pudo hacer estas observaciones, porque marchaba atento solamente a no caerse. Entraron en un desván, débilmente esclarecido aquí y allá por algunos delgadísimos rayos de sol, que por los intersticios de las rejas se colaban. Después de caminar un rato, Marta soltó la mano, diciendo:

– Aguarda ahí; voy a abrir la ventana.

Y escapándose con ligereza subió media docena de escaleras que tenía la buharda y abrió de par en par la ventana. Una ola de luz viva, intensa y consoladora invadió súbitamente todo el desván y deslumbró a nuestro joven.

– ¡Aquí está, aquí está el Menino!– gritó Marta desde arriba con entusiasmo— . ¡Está muy cerca!… ¡Menino! ¡Menino!… ¡Ven acá, tonto!… ¡Toma, toma!… ¿No me conoces?…

El Menino, que se hallaba a seis u ocho pasos de distancia, al oír la voz de su dueña, ladeó la cabeza con gracioso movimiento, como para escuchar. Los rayos del sol que caían de plano sobre él bañaban su plumaje amarillo, haciéndole resaltar de tal suerte sobre el color rojo del tejado, que parecía un pedacito de oro animado. Dio tres o cuatro brinquitos en son de acercarse a Marta y dijo pi… pii.

– ¿Quieres que suba a ver si le cojo?– preguntó Ricardo.

– No; aguarda un poco…, parece que viene él… Menino, Menino…, ven acá, mono…, ven acá…, toma…

El Menino dio otros tres o cuatro brincos, acercándose, y se paró, ladeando otra vez la cabeza para escuchar. No es fácil saber lo que entonces pasó por su cerebro; algo de ruin y de bajo y de deshonroso para la raza a que pertenece debió de ser, porque olvidando en un punto los cariñosos cuidados de su ama, sus continuas caricias, los muchos chocolates que con ella compartió, el regalo de los bizcochos y los copiosos tarros de alpiste, se espulgó con grande indiferencia ante su vista, dijo varias veces pii, pii, con cierta sorna, y abriendo las alas se tendió por el espacio yendo a perderse entre el follaje de las huertas vecinas.

Marta lanzó un grito de dolor.

– ¡Dios mío, se ha ido!

– ¿Se ha ido?

– ¡Sí!

– ¿Muy lejos?

– Se perdió de vista.

– ¡Pues señor, la hemos hecho buena!

Ricardo subió a la ventana, y siguiendo la dirección del dedo de la niña miró y remiró hasta sacarse los ojos, sin ver absolutamente nada que semejase de una legua a canario. Cuando volvió la vista a Marta observó que por sus mejillas rodaba una lágrima.

– ¿No te da vergüenza llorar por un pájaro, tonta?

– Tienes razón— repuso la niña, haciendo esfuerzos por reír y secándose la lágrima con el pañuelo— . Pero me había encariñado con él como con una persona… Ya ves…, ¡hacía tres años que le cuidaba!…

VII.
EL ALMA Y EL ESPOSO

El rocío de la Gracia seguía cayendo copiosamente sobre el alma de la primogénita de los señores de Elorza. Las virtudes cristianas florecían en ella como rosas místicas henchidas de fragancia, y uno por uno, con la impaciencia y ardor que imprimía a todas sus acciones, iba subiendo los peldaños de la escala de perfección que conduce al cielo. Sus actos de caridad y de humildad no sólo llenaban de asombro a las personas que vivían cerca de ella, sino que se esparcían ya por toda la villa, sirviendo de ejemplo edificante a jóvenes y viejos y de terna a las conversaciones de sacristía. Los ayunos y penitencias de toda clase, cada vez más frecuentes y ásperos, aumentaban el entusiasmo y la seráfica alegría de su alma, pero enflaquecieron al cabo notablemente el cuerpo. Su frágil naturaleza empezaba a rebelarse contra tanta mortificación y a mostrarse dolorida a cada instante, unas veces en el corazón, otras en el estómago, otras en la cabeza, aunque todo lo sufría con una resignación digna de envidia, y sin que la hiciesen cejar en sus santos propósitos. Padecía frecuentes desmayos, que la tenían largo tiempo sin sentido, y fuertes convulsiones. Algunos días, así que tomaba alimento lo devolvía, y en otros se quejaba de agudos dolores de cabeza. Don Máximo comenzó a recetar los preparados de hierro, baños de mar y vino de quina, con cuya medicación algo se mejoró, aunque poco. El doctor concluyó por afirmar que mientras no cambiase enteramente de régimen de vida no desaparecerían estos achaques; pero fue imposible reducirla a ello.

María comenzó a observar con gozo íntimo, del cual se acusaba a su confesor bañada en lágrimas, que infundía admiración y respeto a la gente; que cuando salía a la calle la saludaban algunos con frases de elogio y cuando estaba en la iglesia la miraban todos los fieles con particular insistencia. A sus oídos llegaban, por boca de los criados, muchas frases lisonjeras, que merecían sus virtudes a los sacerdotes más venerables y a las almas más piadosas de la población, y percibiendo en ellas cierto sabor dulce, les prohibió que se las repitiesen. Algunas señoras consultaban con ella sus casos de conciencia, y la hicieron presidenta de una escuela dominical de adultas, a las cuales comenzó a explicar la doctrina y la moral cristianas, con tanta claridad y elocuencia que no había otra cosa de qué hablar. Al segundo domingo se llenó el local que el Ayuntamiento les había cedido en un antiguo convento, no sólo de criadas y jornaleras, para las cuales se había fundado el instituto, sino también de las personas más distinguidas de la villa, ganosas de comprobar lo que la fama decía de la joven. Y en efecto, pudieron cerciorarse de que poseía especiales dotes para la enseñanza; una palabra sencilla y animada, maneras humildes y paciencia nunca desmentida. Las muchachas hicieron notables progresos bajo su dirección. No contenta con esto, suplicó y obtuvo de su padre que le cediese un pabellón que había en la huerta para reunir allí todos los días una docena de niñas huérfanas y enseñarles a leer, escribir y rezar y darles una educación apropiada a su sexo y posición social. La extremada dulzura con que trataba a las discípulas le granjearon pronto su cariño y hasta su adoración.

En todas partes recibía nuestra virtuosa heroína testimonios inexcusables del gran aprecio con que era mirada, pero muy particularmente en la sociedad de devotos y beatas, donde se la consideraba como un faro luminoso que había de reportar ventajas a la religión. En los tiempos de incredulidad a que habíamos llegado, el espectáculo de una joven tan linda, tan instruidaa y tan principal, consagrada exclusivamente al ejercicio de las virtudes y de los actos religiosos, no podía menos de influir saludablemente en las costumbres de la villa.

Cierta mañana, al retirarse de las gradas del altar, donde acababa de recibir la comunión, ofrecía su rostro tal expresión edificante, que una mujer salió del concurso, y arrodillándose delante de ella le pidió su bendición. María, turbada y confusa, quiso negarse; pero al fin no tuvo más remedio que ceder a sus instancias. En otra ocasión, pasando por uno de los arrabales con Genoveva, otra mujer que estaba a la puerta de una pobre vivienda, con un niño moribundo entre los brazos, le suplicó que le tomase entre los suyos y rezase un padrenuestro por él. María así lo hizo por complacerla, protestando de que ella era una miserable pecadora a quien Dios no podía escuchar; pero el niño, apenas se vio acariciado por tan hermosa mano, comenzó a sonreír y no tardó muchos días en ponerse bueno. Esta maravillosa cura, pregonada por la agradecida madre, hizo gran ruido en el pueblo. Desde entonces la casa de Elorza se vio invadida por una muchedumbre de mujeres que venían con niños enfermos a pedir a la señorita María que los tomase en brazos y los bendijese. Como esto tenía visos de milagro, al decir de la gente, nuestra joven se apresuró a consultar con su confesor si debía continuar cediendo a los ruegos de las afligidas madres, y el sacerdote, después de tomarse un día para reflexionar, le contestó que no veía ningún inconveniente, antes creía que de ello pudieran redundar algunas ventajas a la fe. ¿Cómo es posible, preguntó María, que Dios quiera obrar actos milagrosos por medio de una criatura tan ruin y tan pecadora como yo? A lo cual replicaba el confesor que significaba gran osadía pretender escrutar los altos designios de Dios, y que se abstuviese de hacer tan irrespetuosas consideraciones; que Dios se valía de quien quería para manifestar su santa voluntad, y que de todas suertes, aunque no hubiese en ello milagro, nunca era malo atribuir al poder del supremo Hacedor los bienes que experimentamos, lo mismo en el alma que en el cuerpo. María acataba estas razones y procuraba hacerse digna por todos los medios que estaban a su alcance, por la oración, por la humildad y la penitencia, de aquellas increíbles gracias que Dios ponía en su mano.

Poco a poco, y por virtud del apartamiento a que su vida piadosa la obligaba, iban aflojándose en su alma los lazos terrenales. Principió por huir toda diversión y entretenimiento mundanos, como bailes, teatros y paseos, donde antes brillaba por su hermosura y elegancia, llegando al extremo de aborrecerlos. Abstúvose después de ciertos recreos lícitos como cantar y tocar música profana, jugar a los naipes, correr por la huerta, tomar parte en las tertulias de su casa. En su afán de mortificarse concluyó por no contemplar a menudo el paisaje desde las ventanas de su cuarto y privarse de aspirar el aroma de las flores y el perfume de las esencias. Todavía le quedó, no obstante, y por mucho tiempo el gusto de vestirse con elegancia, lo cual procedía de cierta reflexión que había leído en un libro devoto francés, aconsejando a las jóvenes que no descuidasen el aseo y afeite del cuerpo, pues Dios se complacía en verlas hermosas y saber que para Él solamente se adornaban. Al mismo tiempo que se iba despegando de los placeres de este mundo se amortiguaban en su corazón los sentimientos de amor hacia las criaturas, aun hacia aquellas que más de cerca la tocaban. Comprendiendo que para amar a Dios es indispensable despojarse de los afectos terrenales, porque ningún otro afecto es digno de entrar en un corazón consagrado al Criador, se apartaba cada vez más del cariño, no sólo de su prometido, sino también de sus padres y hermana. Cesaron las frecuentes expansiones de amor que con todos tenía y por donde se revelaba la ternura de su apasionado espíritu. Cuando veía a su padre por la mañana, ya no se arrojaba a su cuello y le cubría de caricias. Con su hermana ya no desahogaba los secretos y pesares de su corazón. A todos los mantenía alejados por una prudente reserva revestida de dulzura y humildad.

El calor que escatimaba a los humanos iba subiendo, no obstante, como perfumado incienso, a un sitio más elevado, a un objeto infinitamente más digno de él. Su corazón no podía permanecer inactivo; necesitaba amar porque era su ley; necesitaba rebosar de entusiasmo por algo, en lo cual pensara en todos los instantes de la vida y a lo que dedicase continuos sacrificios. María no podía apetecer ni amar nada sin sentirse agitada por una fiebre que la consumía. Cuando era niña había amado a otra de la misma edad, morena, de grandes ojos negros y duros, y la había amado con tal pasión que se había convertido en su esclava voluntariamente. La niña de los ojos negros, hija de un pobre menestral de la villa, la trataba con la autoridad de reina y señora, le exigía todos los juguetes de que era poseedora, la obligaba a plegarse a todos su caprichos, la humillaba siempre que quería, y frecuentemente la maltrataba de palabra y de obra, sin que por eso disminuyese poco ni mucho el cariño de su apasionada amiga. En cierta ocasión, estando las dos planchando las enaguas de una muñeca, la cruel muchacha le dijo con cierto tonillo de burla:– Si tanto me quieres, ¿a que no eres capaz de ponerte por mí esta plancha en un brazo? María levantó con decisión la manga del vestido y aplicó la plancha encendida al brazo, ocasionándose una horrible quemadura. Por estas y otras cosas de que don Mariano tuvo noticia, puso en la calle a la amiguita y le prohibió pisar en adelante el portal de su casa, lo cual hizo enfermar a su hija de dolor.

Cuando un corazón es de tal suerte inflamable, su aspiración constante es la de abrasarse y consumirse en algún amor extraordinario, y cuando no lo tiene lo busca como el sediento la fuente de agua cristalina. María lo había buscado y lo había hallado; un amor puro e inmortal, sublime y maravilloso; el amor de un Dios que reduce a polvo los astros y se entrega como un manso cordero al alma enamorada. Este amor, que iba prendiendo cada vez con más violencia en su espíritu, no sólo se manifestaba en actos casi incomprensibles de humildad y mortificación, sino que se escapaba continuamente de sus labios con frases apasionadas que iban a refugiarse como tímidas avecillas en el sagrado Corazón de Jesús. En un principio había orado con admiración respetuosa, con el alma y el cuerpo prosternados, más asustada que enternecida, como el que hace una declaración de amor; pero así que por mil señales manifiestas comprendió que Jesús correspondía a su pasión y se la pagaba con creces, encontró más libertad y elocuencia en sus palabras y una felicidad más firme en todo su ser.

Los momentos más dichosos de su existencia eran los que consagraba a la oración, que más bien era un tierno coloquio de dos enamorados, incomprensible para los que no han sondeado jamás los profundos secretos del amor divino ni han gustado las dulzuras de la unión mística. A fuerza de conversar con Dios, de comunicarle sus más íntimos pensamientos e impresiones y de confesarle con lágrimas todos los días las más leves flaquezas de su conciencia, había llegado a establecer con Él una santa familiaridad llena de dichas y consuelos. A la hora del crepúsculo, cuando cesaba en sus piadosas tareas, que la tenían ocupada todo el día, acostumbraba a recogerse en su cuarto para gozar a su sabor de los regalos y deleites que Jesús le otorgaba en sus fervorosas súplicas como recompensa de los trabajos y mortificaciones del día.

En una tarde plácida y serena de las postrimerías del invierno, María se hallaba en su cuarto haciendo oración, postrada ante la imagen de Jesús. Todas las ventanas estaban abiertas para recoger la luz que ya se iba escapando lentamente. Por la que miraba a la tierra veíase la extensa llanura de prados y las suaves colinas que la circundaban bañadas en un vapor azul que se hacía cada vez más denso hasta convertirse en niebla. Por la que daba a la ría se veía la superficie de ésta tranquila, inmóvil, como si de improviso toda aquella agua se hubiese convertido en piedra. Cerca del Moral había cuatro o cinco montecillos de arena, llamados con propiedad los Arenales, que heridos por los moribundos rayos del sol brillaban como grandes topacios. Ni el más leve ruido turbaba el silencio del gabinete, que en aquel momento semejaba, por lo sombrío y recogido, un gran confesonario.

Una hora larga hacía que la joven conversaba con el Amado de su corazón, sin que ningún pensamiento terrestre se deslizase en su arrobado espíritu. Nunca se sintiera tan abstraída y despegada de la carne y de los intereses mundanos. Todo el calor de su cuerpo se había refugiado en el corazón, que latía con inusitado brío. Tenía los ojos cerrados. Después de haber rezado todas las oraciones que sabía de memoria, algunas compuestas por ella, dejó descansar los labios y se entregó a una suave meditación, donde su fantasía se espació como en un campo infinito esmaltado de flores. Lo mismo el confesor que los libros devotos le aconsejaban que pensase con frecuencia en la cruenta pasión y muerte del Redentor, y así lo había hecho hasta entonces, embargada de dolor y anegada en lágrimas. Se le clavaba en el alma aquel rostro contraído y angustiado de Jesús en la cruz, aquellos ojos entornados y moribundos, donde aun ardían el amor y la bondad eterna de un Dios. Cuando le veía marchar hacia el Calvario, cargado con el pesado leño y caer una, dos y tres veces, rendido de fatiga, sin encontrar en los feroces rostros que le rodeaban una mirada de compasión, sentía anudársele la garganta y estallar el pecho en sollozos. Asistía uno por uno a todos los dolores de Cristo, desde la memorable noche del huerto hasta el instante de cerrar los ojos para siempre entre dos ladrones, víctima de la perfidia de los hombres. Las sublimes palabras de perdón que al expirar pronunció, sonaban en sus oídos como una promesa del cielo y una esperanza de verle aún rodeado de gloria en la otra vida.

Pero en aquel instante su pensamiento huía de las escenas de muerte. En torno de él flotaban imágenes risueñas y gloriosas que le infundían una amable alegría que pocas veces había sentido, acompañada de indecible bienestar corporal. Creía sentir un suavísimo calor que irradiaba del corazón hasta las manos y los pies, como si la sumergiesen en un baño de leche tibia. Al mismo tiempo, unas manos delicadas y fragantes le tenían cerrados los ojos, mientras un hálito dulce le refrescaba la frente. El gabinete de la torre se henchía de vagos y tenues sonidos que su imaginación transformaba en conciertos misteriosos. Estaba tan fuera de sí que no sabía si se hallaba en realidad despierta, por más que conservase todas sus potencias. Poco a poco empezó a perder la voluntad; trató de abrir los ojos y no pudo; trató de separar las manos que tenía cruzadas, y tampoco lo consiguió. Una fuerza superior la ataba, pero tan dulcemente, que por nada en el mundo rompería aquellos lazos. Era un desmayo celestial de todo el ser que la sumía en deleites ignorados por ella hasta entonces. Las lágrimas resbalaban por su rostro como un licor exquisito que bañaba sus labios de dulzura, y desde los labios corría por lo interior de su cuerpo y penetraba en los huesos como unción suavísima, como un gran olor. Este licor la embriagaba y la fortalecía a la vez, y no se cansaba de beberlo. La salud penetraba como un torrente en su marchito cuerpo, prestándole una fuerza incomprensible; entraba en una vida plena y divina donde no existen los dolores, en un letargo extático lleno de molicie, del cual nacían muchedumbre de vagos deseos, como flores que abren su cáliz un instante y difunden por el aire su perfume. Los deseos de su alma también se difundían y apagaban en la inmensa alegría que la embargaba.

Mientras el cuerpo dormía en este dulce enajenamiento de los sentidos, velaba el espíritu con actividad maravillosa. Su memoria estaba bañada de claridad y la imaginación se lanzaba con raudo vuelo dando vuelta a los orbes. En vez de meditar sobre la muerte del Señor, pensaba con íntima complacencia en su adorable vida y recorría todos los pasos completamente embelesada, representándoselos con tal verdad como si realmente hubiese asistido a ellos. Veía primeramente a Jesús naciendo en la gruta de las cercanías de Belén, abrazando con sus tiernos brazos el cuello de la Virgen y sonriendo a los pastores y a los magos que de luengas tierras vinieron a adorarlo. Veíale en seguida transportado a Egipto, recorriendo los desiertos de la Arabia, durmiendo sobre el regazo de su madre debajo de algún árbol o en el fondo de alguna cueva. Después lo encontraba en los pórticos del templo de Jerusalén sentado en medio de los doctores, cuando sólo tenía doce años, con sus largos cabellos de color de bronce y la blanca túnica, que formaba graciosos pliegues hasta cubrirle los pies, asombrando a todos tanto por su belleza sobrehumana como por la profunda sabiduría de sus palabras. Contemplábale en su modesto albergue de Nazareth, en la paz de una vida obscura y contemplativa, nutriendo su divino espíritu de las sublimes verdades que el Eterno Padre le comunicaba en sus frecuentes solitarios paseos. Asistía después a sus primeras predicaciones por la Galilea y al primer milagro con que dio testimonio de su poder infinito en las bodas de Caná. Acompañábale a Cafarnaum, cuando de pie sobre una barca de pescar, mecida suavemente por las olas, dirigía su palabra, más clara que el sol que los alumbraba, más dulce que la brisa de la tarde, a la muchedumbre congregada a la orilla. Volvía con Él a Nazareth, de donde sus rebeldes e ingratos compatriotas le arrojaron sin dejarse vencer de su dulzura y elocuencia. Marchaba a Bethania, donde la santa de su nombre, María Magdalena, y Marta, su hermana, tuvieron la dicha de hospedarle y aquélla de escucharle sentada a sus pies por largo tiempo. En todas partes le veía sereno y hermoso como lo pinta la tradición, con sus ojos azules de inexplicable dulzura, el cutis sonrosado y transparente, la barba apuntada y su dorada cabellera partida por el medio cayendo en ondas sobre los hombros. Los numerosos retratos que había visto, no sólo de su divina persona, sino del país donde las predicaciones se efectuaron, unido a su poderosa fantasía, la transportaban a los tiempos de la Redención, como nadie pudiera imaginarse. Pero donde más se placía su imaginación era en verle entrar triunfante en Jerusalén, seguido de una muchedumbre embriagada de entusiasmo, en medio de hosannas y bendiciones. Entonces su hermoso rostro, que desaparecía casi entre el follaje de los ramos y las palmas, tomaba una expresión divina; sus ojos, tan apacibles, brillaban con el fulgor de la omnipotencia y sus manos se extendían sobre la ciudad, perdonándola de antemano el bárbaro deicidio. ¡Oh, cómo se recreaba su alma con esta escena poética y tierna en que Jesús alcanzó sobre la tierra un poco de la adoración que se le debe! Si ella se hubiese encontrado en aquellos parajes, formaría parte del séquito del Rey de los Reyes y elevaría su voz para aclamarle. La mezcla que había en Él de poder y de humildad, de fuerza y dulzura, la llenaba de entusiasmo y de admiración.

Sabía, no obstante, que la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén repetíase diariamente en un sentido místico; que el divino Señor gozaba más entrando en el alma de sus escogidos que en la ingrata hija de Sión; que el amor era poderoso contra el dueño absoluto de todas las cosas y tenía placer en entregarse a quien se lo profesaba. Mas para ello era necesario amarle mucho, amarle de tal modo que se prefiriesen los dolores y tormentos venidos de su mano a los deleites más exquisitos de la tierra, amarle hasta desfallecer y morir en su presencia y caer rendida a sus pies bajo el imperio de su mirada; era necesario pasar largas horas buscándole en las profundidades del cielo, en el sosiego de la tarde, en la hermosura de las flores, de los pájaros y de todas las criaturas, al lado de los moribundos, en el centro de los dolores y penitencias; era necesario dejar correr las horas en extática oración, sintiendo resbalar las lágrimas y quemar las mejillas; era necesario obedecer a todos, ser la sierva humilde de todos, despegarse de todo lo criado, hasta de sus mismos padres, y aborrecerse a sí misma para ser la amada de Jesús. ¡Así, así le amaba ella! ¡Cuántas horas del día y de la noche había pasado pensando en Él! ¡Cuántas lágrimas había derramado por su causa! ¡Cuántas veces en el silencio de la noche había salido su alma con ansias en amores inflamada como la Esposa del místico Cantar, en busca del Dueño de su corazón! Y cuando de esta manera le buscaba ardiendo en amoroso deseo, nunca dejaba de hallarle. En cierta ocasión, habiendo pasado todo el día curando a los enfermos del hospital, a la hora de acostarse sintió tan gran placer en su alma y en su cuerpo, que faltó poco para que se desmayase. Humillándose delante de alguno también percibía un dejo exquisito. Macerando su cuerpo con áspera disciplina, había sentido más deleite que jamás le había proporcionado el mundo con sus desabridos placeres. De esta suerte Jesús le empezaba a pagar subidamente el amor que le profesaba, transformando para ella en regalo lo que para otros era dolor y penitencia.

Esta última consideración penetró tan agudamente en su espíritu, que la hizo prorrumpir en un sinfín de gracias y bendiciones, que permanecieron encerradas en el corazón sin brotar a los labios. Sus labios estaban mudos, inmóviles como los de la esfinge, sin osar reproducir por medio de sonidos los inefables pensamientos que cruzaban por su mente. Escuchaba dentro de sí mil voces suaves que le hablaban, pero sin comprender lo que decían: sentíase suspendida por unos delicados brazos, que sin cesar la acariciaban y advertía cerca, aunque sin verla, como la presencia de un ser sobrenatural que la consolaba con su aliento. Entonces se persuadió de un modo repentino a que el Señor la amaba. Vio claramente con los ojos del espíritu que el esposo acudía ya a la voz de la esposa y no deseaba más que unirse a ella para enriquecerla y regalarla eternamente. Ya estaba cerca: lo sentía a su lado y se deshacía en ansias de verle; pero Él no se mostraba, no acababa de rendirse a sus tiernas y amorosas súplicas. Como el que muestra una golosina a un niño y se la oculta, y de nuevo se la enseña y torna a ocultársela para encenderle más el apetito, así el divino Esposo la tenía suspensa y embelesada, irritando más y más su deseo. La apasionada estrofa de San Juan de la Cruz acudió a su memoria:

 
¡Ay, quién podrá sanarme!
Acaba de entregarte ya de vero,
No quieras enviarme
De hoy ya más mensajero,
Que no saben decirme lo que quiero.
 

Y mil veces la estuvo repitiendo en su interior con una sublime congoja en que le parecía que el alma quería salírsele por la boca. Pero su boca seguía muda. Quería gritar, romper en alabanzas de Jesús, desahogar los ímpetus fervorosos de su pecho, y no le era posible. Sentía una extraña opresión que la mataba con una muerte celestial que no trocara por cien vidas.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
330 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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