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Читать книгу: «Marta y Maria», страница 6

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V.
CAMINO DE PERFECCIÓN

La carta que acabamos de leer señala una etapa importantísima en la vida de nuestros amantes. Ricardo principió por enfurecerse y escribir una larga contestación a su novia, dando por terminadas sus relaciones, que no llegó a enviar a su destino. Después celebró con ella una conferencia, donde se desató en denuestos. Todo cuanto venía escrito en su epístola no era más que un tejido de necedades y simplezas, fabricado adrede para disimular su perfidia. Bien podía despedirle de otro modo menos grotesco, pues ya que no tuviese derecho a su amor, al menos podía y debía exigir la franqueza y lealtad que él había usado siempre; desde mucho tiempo atrás venía notando su frialdad y desvío, pero jamás pudo creer se sirviese para desatar el lazo que los unía de pretexto tan ridículo, etc., etc. María recibió con humildad tal granizada de insolencias, afirmando con palabras tiernas y persuasivas, siempre que le dejaba un instante para hablar, que le seguía amando con toda su alma; que podía poner a prueba su amor siempre que quisiera, pues resuelta estaba a hacer por él cuantos sacrificios exigiese menos el de su conciencia; que le atravesaban el pecho las sospechas de traición y de engaño, pero que se las perdonaba, teniendo presente el estado de exaltación en que se hallaba; que sentía igualmente en el alma que calificase de grotescos y ridículos los móviles de su resolución, cuando ella los tenía por tan respetables, y, en fin, que le rogaba se calmase.

Ya que hubo desahogado su bilis el joven marqués, sin resultado, comenzaron a desmayar sus ánimos y entró por el camino de las buenas razones, pasando en seguida al de los ruegos, aunque sin lograr mejor éxito. Empleó todos los recursos del ingenio y el lenguaje tierno y expresivo que le dictaba su honrado corazón a fin de convencerla de que ni ella ni él se hallaban, por fortuna, en el caso de ponerse a llorar sus pecados como dos criminales, pues si no eran más buenos, por lo menos lo eran tanto como el vulgo de los mortales; y en cuanto a tino y seso para gobernarse y gobernar a sus hijos en el matrimonio, no se creía tampoco menos apto que los demás, y que, en último término, pasarían por donde otros pasaron. Todo fue inútil. La joven opuso razones a razones y un silencio firme y obstinado a las súplicas salpicadas de ternezas de su amante.

Éste, en tal estado de tribulación, de que no hace mérito el padre Rivadeneira en su tratado, fue derecho a contar el caso y a pedir consejo y ayuda a don Mariano, a quien quería como a un padre. Dicho señor mostrose altamente sorprendido y confuso al leer la carta de su hija. Leyola repetidas veces, como si no acabara de dar en la clave, y a cada nueva lectura la encontraba más turbia e inexplicable. Por último, se la devolvió, con un gesto de susto, manifestando que su hija debía de haber perdido el juicio, porque no entendía nada de aquella monserga.

En efecto, don Mariano era un creyente sincero, que cumplía escrupulosamente con los preceptos morales de la religión, pero que miraba con un poco de tibieza, ya que no con desdén, los referentes al culto. Nunca había dudado de las verdades religiosas aprendidas en la niñez; pero jamás había dado capital importancia a las misas y oraciones, ni había pasado en las iglesias más que el tiempo estrictamente necesario. Sabía distinguir, cuando se trataba de estos asuntos, entre la religión y los curas, profesando hacia éstos cierta enemistad volteriana, que le venía de casta, al decir de doña Gertrudis, pues su abuelo, el mejicano, había sostenido relaciones amistosas y larga correspondencia con un miembro de la Convención francesa. Tenía fe incontrastable en el progreso moderno, y echaba mano de los inventos realizados continuamente por la industria humana para combatir los argumentos deleznables, y pulverizarlos, de sus constantes enemigos los partidarios de la tradición, entre los cuales no era el menos empedernido y molesto su mujer. Se recibía, verbigracia, en la casa un telegrama de cualquier pariente o amigo; don Mariano, con sonrisa triunfal, después de leerlo, se lo alargaba a su señora, diciendo:

– Toma; este endiablado invento moderno viene a comunicarnos que tu hermano ha llegado bueno a París.

Gustaba de hacer consideraciones picarescas sobre el espanto que se apoderaría de nuestros abuelos, si de repente los metiesen en el coche de un ferrocarril, o les dijesen que podían conferenciar cuando quisieran con un amigo residente en la Habana. En cuanto tenía noticia por los periódicos de cualquier invención peregrina, corría a leerle el suelto a su mujer, y guardaba el periódico para leérselo igualmente a los muchos tradicionalistas que frecuentaban la casa. Si el invento no era costoso, hacía que le remitiesen la máquina, aunque no le sirviese para nada. Así, que tenía la casa poblada de artefactos curiosos, casi todos empolvados y descompuestos por la falta de uso; máquinas de hacer hielo, manteca, sidra, pitillos, etc.; telégrafos de salón, estereoscopios, cacerolas para asar la carne con un pedazo de papel, salvavidas, bastones con silla y carabina, paraguas con tienda de campaña, impermeables y otro sinfín de objetos extraños. Cuando la máquina no daba el resultado apetecido, don Mariano tenía un disgusto, se creía humillado y temiendo que por esto sufriese menoscabo la prez de la civilización moderna, no hablaba del aparato delante de su señora, o viéndose obligado, escurría el bulto, como suele decirse, por la tangente, atribuyendo siempre el éxito desgraciado a su propia torpeza y no a la calidad del invento.

Este amor fervoroso que profesaba a los increíbles adelantos de la época presente, y la lucha que dentro y fuera de casa sostenía a todas horas contra los amigos de la tradición, le impulsaban en ocasiones a valerse de armas prohibidas, como eran, por ejemplo, el exagerar el poder de la industria moderna, forjando nuevas y estupendas empresas que él daba por comenzadas, cuando a nadie se le habían pasado aún por la cabeza. Un día asombraba a sus amigos manifestándoles que se pensaba muy seriamente en establecer un puente flotante entre Europa y América, por el cual se podría ir en ferrocarril al Nuevo Mundo; otro, los dejaba atónitos diciéndoles que se estaba construyendo un telescopio que traería la luna a media legua de distancia, con el que podríamos percibir si en este satélite había seres movientes; otro, les llenaba de admiración noticiándoles que en los Estados Unidos habían trasladado entera una catedral de un pueblo a otro, por medio de la presión hidráulica. En materia de progresos mecánicos don Mariano tenía más imaginación que Shakespeare. La política nacional le preocupaba poco en comparación del incesante y sublime progreso realizado por la humanidad, y odiaba las exageraciones que en su concepto lo retrasaban. Estaba afiliado al partido conservador liberal.

Con estos antecedentes fácil es imaginarse el efecto que la carta de su hija le causaría. Considerola como una extravagancia de las muchas que la niña había padecido en su vida, y prometió a Ricardo solemnemente hacerla desistir de aquella tontería. Mas después de haberla llamado a su cuarto y pasar encerrado con ella cerca de dos horas, empezó a sospechar que la cosa no era tan fácil como a primera vista parecía. Ni con echarlo a broma haciendo chacota de su austero propósito, ni con mostrarse enojado, ni con bajarse a las súplicas logró nada nuestro buen caballero. María opuso a estos ataques, como había hecho con su novio, una actitud humilde, pero resuelta, imposible de vencer. A unos y a otros no les quedó otro recurso que resignarse, y eso hicieron de mal grado con la secreta esperanza de que la joven cambiaría pronto de acuerdo una vez satisfecho el capricho. Aplazose, por tanto, la boda indefinidamente, y el pobre Ricardo empezó a desempeñar su papel de duque de Turingia, casi tan mal como un actor español. Las entrevistas con María fueron desde entonces menos frecuentes y familiares. La joven parecía huirle y evitar las ocasiones de conversar con él íntimamente como antes. Ricardo las buscaba con empeño y las aprovechaba unas veces para dirigirle amargas reconvenciones, otras para decirle con labio balbuciente mil frases apasionadas. Ella se mostraba siempre dulce y cariñosa, mas procurando encaminar la conversación hacia asuntos serios. Ricardo siguió acariciándola siempre que tenía ocasión para hacerlo; pero no volvió a obtener de ella la acostumbrada reciprocidad por más que hizo increíbles esfuerzos para conseguirlo. Y no sólo no logró este favor, sino que poco a poco la joven evitó que él se propasase a lo primero, hablándole siempre delante de gente. Un día que la encontró sola en el comedor, se dijo con íntimo gozo: «Esta es la mía.» Y, acercándose a ella cautelosamente por detrás, le dio un sonoro beso en el cuello. María se levantó bruscamente de la silla y le dijo con cierta dulzura no exenta de severidad.

– Ricardo, no vuelvas a hacer eso.

– ¿Pues?

– Porque no me gusta.

– ¿Desde cuándo?

– Desde siempre; no seas tonto.

Estas palabras las dijo ya con enojo, y señaló otra etapa desgraciada de los amores de Ricardo. Cesaron casi en absoluto aquellos felices momentos de tiernas expansiones, dulces y amables como los placeres de los ángeles, cuyo recuerdo esparce por toda la vida, hasta por la del hombre más prosaico, una vaga y poética melancolía que ayuda a sufrir los contratiempos de la existencia y a contemplar sin envidia la felicidad ajena. Lo más que recabó el joven marqués de su amada fue que le permitiese besarla en la frente de vez en cuando a título de hermano. Y no es necesario manifestar a los experimentados lectores que con este ayuno forzoso el amor del joven, lejos de mermarse, creció y se sobresaltó hasta lo indecible; porque deben suponerlo.

María pudo entregarse de lleno a la vida de perfección, a la cual aspiraba con vehemencia. Las horas del día le parecían pocas para orar, lo mismo en la iglesia que en su casa, y para llorar sus pecados. Frecuentaba los sacramentos cada vez más, y asistía y tomaba parte con su presencia y dinero en todas las solemnidades religiosas que se celebraban en la villa. El tiempo que le dejaban libre sus oraciones lo empleaba en leer libros devotos, los cuales formaron al poco tiempo una biblioteca casi tan numerosa como la de novelas. Las vidas de las santas le placían sobre todos los demás. Devoró pronto una multitud, fijándose, como es lógico, en las de aquellas que más gloria alcanzaron y más esplendor han dado a la Iglesia: la vida de Santa Teresa, la de Santa Catalina de Siena, la de Santa Gertrudis, Santa Isabel, Santa Eulalia, Santa Mónica y la de algunas otras que, sin hallarse canonizadas aun, fueron célebres por su piedad y por las gracias espirituales que Dios les otorgó, como la Beata Margarita de Alacoque, Mademoiselle de Melum, etcétera. Estas lecturas causaron profundísima impresión en el ánimo ardiente y exaltado de nuestra joven, empujándola más y más por el camino de la devoción. Los increíbles y maravillosos esfuerzos de aquellas almas heroicas que, por el amor y la caridad, lograron elevarse al cielo y gozar por anticipado en la tierra de las gracias reservadas a los bienaventurados la llenaban de íntima y fervorosa admiración. Extasiábase ante los incidentes más insignificantes de la existencia de las santas, en los cuales solía mostrar Dios que las tenía elegidas para sí y que no permitía que el mundo se las arrebatase, como, por ejemplo, la escena del milagroso sapo que Santa Teresa vio hallándose conversando en el jardín con un caballero hacia quien se sentía inclinada; la muerte inopinada de Buenaventura, hermana de Santa Catalina, que encaminaba a esta santa por la senda mundanal del adorno del cuerpo y los placeres, y otros muchos de que están llenos los libros referidos. María admiraba a las insignes heroínas de la religión, como se admiran los fenómenos y prodigios de la naturaleza, con emoción y asombro. Mucho tiempo se pasó sin que osara levantar sus ojos hasta ellas para imitarlas. Limitábase a pedirles con interminables oraciones que intercediesen para que Dios le perdonase sus pecados. Compraba las mejores efigies que de ellas encontraba, y después de ponerles un rico marco, las colgaba de las paredes de su cuarto. Para hacerlo hubo necesidad de descolgar a Malec-Kadel y a otros varios guerreros de la Edad Media que las tenían invadidas. Le seducían en alto grado las escenas de los años infantiles y los primeros pasos que las bienaventuradas habían dado en el camino de la perfección. Pero al llegar a aquella parte de la vida que determina el apogeo de su gloria en la tierra, cuando Dios, vencido de su constante amor, de su fidelidad y de los pasmosos sacrificios que se imponen, comienza a otorgarles favores y regalos espirituales por medio de éxtasis y visiones, quedaba un poco turbada y hasta aterrada. No comprendía aún el goce místico de la comunicación directa y sensible entre el alma y su Dios, y se confesaba con gran remordimiento que si en ella se efectuase una de estas maravillosas visiones sentiría mucho más miedo que placer.

No tardó, sin embargo, en nacer en su corazón el deseo de imitarlas. De la admiración a la imitación va siempre poco trecho. Principió por donde debía, esto es, por imitar su humildad. Hasta entonces había sido modesta, aunque no tanto que no le gustase verse lisonjeada y aplaudida; mas a partir de esta época no sólo huyó toda alabanza con cuidado, sino que rechazó las que le dirigían y hasta procuró ocultar sus habilidades para quitar a los amigos la ocasión de ensalzarla. Principió a hablar lo menos posible, tanto con los de fuera como con los de casa, y a ejecutar al instante cualquier cosa que le suplicaran, lamentándose en su interior de que no se lo mandasen en términos ásperos. Hizo con maña que los criados le sirviesen en la mesa después que a todos los demás y que le pusiesen siempre pan duro en vez de tierno. Para vencer los naturales impulsos del amor propio se mostró más afable con las personas que le habían causado algún disgusto que con las otras, y bastaba que una le hiriese más o menos en el orgullo para que inmediatamente la colmase de atenciones como si le debiese gratitud. En cambio, con las que sabía que la querían y la admiraban gustaba de aparecer desabrida para que no la tuviesen en mejor concepto del que merecía.

Enderezada por esta piadosa vía, que todos los santos han recorrido, para honra de Dios y del género humano, y socorrida de su viva imaginación, llevó a cabo una porción de actos extraños y hasta incomprensibles para aquellos cuya atención está convertida al mundo y no a las prácticas religiosas, actos que el ilustre biógrafo de Santa Isabel califica de secretas y santas fantasías, que son los peldaños místicos por donde el alma sube a la perfección y se comunica con Dios. Un día, por ejemplo, le venía en mientes comer con los criados humildemente como si fuese uno de ellos. Para realizarlo simulaba a la hora de comer una jaqueca y se quedaba en su cuarto; y cuando la familia se hallaba reunida en el comedor bajaba muy despacito a la cocina, y allí se estaba todo el tiempo que duraba la comida, sirviéndose por sí misma las sobras de la mesa, con sorpresa y admiración de la servidumbre.

Otro día, en que, a su parecer, no había contestado con bastante respeto a su padre, se presentaba repentinamente en el despacho, se hincaba de rodillas y le pedía perdón. Don Mariano la levantaba del suelo con ojos espantados.

– ¡Pero, hija mía, si no me has ofendido en nada ni has cometido falta ninguna!… Y aunque la hubieses cometido no es para hacer esos extremos… ¡Vaya una tontería!… Anda, dame un beso y vete a coser con tu hermana, y no vuelvas a asustarme con tales boberías.

María no encontraba en el seno de su familia las contrariedades que hubiera deseado para probarse. Su padre y su hermana, aunque no la alentasen en las devociones, nada le decían en contra, y cada día le otorgaban mayores muestras de cariño, pues a ello les invitaba la creciente dulzura y afabilidad de su carácter. Su madre la adoraba con pasión loca y aplaudía ciegamente todos sus actos de piedad. No se cansaba de alabar la virtud y el talento de su primogénita. Los criados, y muy particularmente Genoveva, hacían coro también a estas alabanzas difundiendo por la villa la fama de sus virtudes y formando en torno suyo una aureola de respeto y santidad. Nuestra joven hubiera preferido para los efectos de su salvación tener un padre bárbaro y tirano que la mandase con dureza, o una madre despegada o una hermana envidiosa que no la dejase vivir, pues ninguna santa se había librado de padecer persecuciones dentro de su familia, al decir de las historias que leía. Dolíase interiormente del sosiego y felicidad que en su casa disfrutaba, pensando en que nada sufría por el Dios que nos redimió con su sangre. Ansiaba que le levantasen una calumnia como las que Palmerina hizo sufrir a Santa Catalina de Siena, a fin de que la despreciasen y maltratasen; pero a ninguna persona de su casa ni de fuera se le pasaba por la imaginación semejante cosa.

Para compensar esta ausencia de persecuciones mortificábase con ayunos y penitencias, ejecutando siempre lo que más le disgustaba. Le repugnaba algún manjar de la mesa; pues se imponía la penitencia de comerlo, dejando, en cambio, otros que le placían extremadamente. Llegó hasta echar en algunos acíbar, a imitación de lo que hacía San Nicolás de Tolentino. Los viernes ayunaba rigurosamente a pan y agua, haciendo prodigios de habilidad para que su padre no cayese en la cuenta, pues de notarlo tenía por seguro que no se lo consentiría.

Traía siempre un medallón al cuello con el retrato de su novio. Un día que éste consiguió hablar un momento a solas con ella, le dijo:

– Oye, Ricardo; si no te enfadas, te diría una cosa.

– ¿Qué es?– se apresuró a preguntar el joven con el sobresalto de quien teme siempre alguna desgracia.

– Estoy viendo que te vas a enfadar…, pero te lo diré. He quitado tu retrato del medallón.

La fisonomía de Ricardo expresó el asombro.

– Y lo peor es que lo he sustituido con otro…

La expresión de asombro se trocó en dolorida, de tal modo, que María, al contemplar aquel rostro contraído y rebosando de aflicción, no pudo menos de soltar una carcajada sonora y fresca como las que en otro tiempo salían a cada instante de su boca y que poco a poco habían ido cesando, como si se hubiese apagado el foco de luz y alegría de donde se escapaban.

– ¡Dios mío, qué cara has puesto!… Espera; para que sufras más voy a mostrarte tu sustituto.

Y, quitando el medallón del cuello, se lo presentó. Tenía la efigie de Jesús coronado de espinas. Ricardo sonrió entre satisfecho y molesto.

– Ahora, bésalo.

El joven obedeció al punto posando los labios sobre la imagen del Señor y un poco también sobre los dedos rosados que la apretaban. María se escapó corriendo.

Al par que se ejercitaba en la humildad no descuidaba tampoco otra virtud, que es, por decirlo así, el fundamento de nuestra religión y el timbre mayor de gloria que la criatura puede ofrecer a Dios: la virtud de la candad. Bastábale a nuestra joven su excelente corazón y el ejemplo de sus padres para aliviar siempre que podía las miserias del prójimo; pero añadíase a esto tener presente a la continua los increíbles esfuerzos de abnegación y caridad llevados a cabo por las santas que con más fervor veneraba, particularmente la santa duquesa de Turingia, que mereció el nombre de Madre de los pobres. Así que, mostrábase compasiva hacia todos los miserables, y no perdía ocasión de remediar sus necesidades con mano próvida. Todo el dinero que su padre le daba empleábalo en hacer limosnas. Visitaba, en compañía de Genoveva, las casas de algunos pobres, a los cuales aliviaba, no sólo con dinero, sino también con palabras de consuelo, atento que no sólo de pan vive el hombre. Para ejercitarse en la humildad, al tenor de lo que practicaba muy a menudo la santa reina de Escocia, Margarita, hizo venir en secreto algunos pordioseros a su cuarto y les lavó los pies con el mayor esmero. Cada uno de estos actos piadosos le llenaba de una santa e íntima alegría que jamás había experimentado anteriormente. Tomó la costumbre de no despedir sin limosna a ningún pobre que se la pidiese, pues, además de dictárselo así su corazón, tenía la multitud de casos en que Nuestro Señor o la Virgen se habían aparecido bajo la forma de pordioseros a muchos santos y santas. El temor y el deseo de que otro tanto le sucediese a ella, la obligaba a escudriñar el semblante de los pobres con cierta emoción. Mas como su peculio no bastase para atender a tan numerosas caridades, diose traza para obtener dinero de su padre valiéndose de mil ardides inocentes; un día pidiéndole para una sombrilla, otro para un reloj, otro para un estuche de costura, etcétera. Tanto fue lo que abusó, no obstante, que don Mariano sospechó la verdad y señaló un límite a sus larguezas. Su hija le hubiera arruinado con la mayor inocencia.

Arrastrada por su ardiente caridad, quiso también probarse en cuidar enfermos, sobre todo aquellos que padecían enfermedades repugnantes. Supo que cerca de su casa una mujer padecía de llagas en el pecho, y tomó la resolución de ir todas las mañanas a curárselas, lo cual puso en práctica al instante. Mas al hacerle la primera cura, queriendo añadir a ella lo que había leído en la historia de Santa Catalina, esto es, queriendo besar las llagas de la enferma, fue tanto el asco y el horror que se le apoderó, que le dio un vahído, se puso muy mala y fue necesario que Genoveva la llevase en brazos a casa. La pobrecita no atribuyó, como era justo, su fracaso a la debilidad de estómago, sino a falta de virtud, y se aplicó con creciente afán a mejorar su vida.

Genoveva era en todos esos ejercicios de piedad, más bien compañera y confidente íntimo que su doncella. Ayudábala sin comprender en muchos casos adónde iba a parar, persuadida enteramente a que no iría por mal camino, pues tenía fe ciega en la discreción de su señorita. Más que cariño era una especie de idolatría la que le profesaba, donde se mezclaba la admiración de su belleza, el respeto de su talento y el orgullo de haber visto nacer y contribuido a criar aquel prodigio. María no había logrado infundir en ella el entusiasmo místico de que se sentía poseída, porque Genoveva no era de suyo inflamable, y una ignorancia supina la ponía a cubierto de toda suerte de entusiasmos; pero había conseguido con sus actos y pláticas religiosas despertar en ella el fanatismo que duerme siempre en el fondo de las almas vulgares e ignorantes.

Una noche, después de recogida la familia y los criados, se hallaban ambas en el gabinete de la torre. María leía a la luz del quinqué de bomba esmerilada, mientras Genoveva, sentada en otra silla, frente a ella, se ocupaba en hacer calceta. Acaecíales muchas veces pasar de esta manera una o dos horas antes de acostarse, pues la señorita estaba acostumbrada de antiguo a leer en las altas horas de la noche.

No parecía tan absorta en la lectura como otras veces. Posaba el libro con frecuencia sobre la mesa y se quedaba largo rato pensativa con la mano en la mejilla. Tornaba a cogerlo vacilando, para dejarlo otra vez muy presto. Su cuerpo estaba nervioso, a juzgar por los crujidos que dejaba escapar la silla. De vez en cuando fijaba en Genoveva una larga mirada en que se vislumbraba un deseo inquieto y temeroso y cierta lucha interior con algún pensamiento que la preocupaba. Genoveva, en cambio, aquella noche estaba más embebida en la calceta que nunca, entreverando, sin duda, por sus puntos, una muchedumbre de consideraciones más o menos filosóficas que la obligaban tal vez que otra a dar con la frente en las manos, lo mismo que cuando se dormita.

Por último, la señorita decidiose a romper el silencio.

– Genoveva, ¿quieres leer este trozo de la vida de Santa Isabel?– dijo alargándole el libro.

– Con mil amores, señorita.

– Mira, ahí donde dice: Cuando su marido…

Genoveva comenzó a leer para sí el párrafo; pero muy presto la interrumpió María, diciéndole:

– No, no; lee en voz alta.

Entonces obedeció, leyendo lo que sigue:

«Cuando su marido estaba ausente, ella pasaba la noche entera en vela con Jesús, el esposo de su alma. Pero no se reducían a sólo éstas las penitencias que se imponía la joven e inocente princesa. Bajo los trajes más espléndidos llevaba siembre un cilicio a raíz de la carne; hacíase azotar en secreto y con dureza todos los viernes en memoria de la Pasión dolorosa de Nuestro Señor y diariamente durante la Cuaresma (a fin, dice un historiador, de pagar en algún modo al Señor el suplicio de los azotes), presentándose luego delante de la corte con alegre y sereno semblante. Andando el tiempo trasladó esta austeridad a las altas horas de la noche, y entrándose en un aposento inmediato a la cámara donde dormía con su esposo, hacía que sus doncellas le diesen áspera disciplina, volviendo después al lado de su marido más alegre y amable que nunca, confortada con estos rigores contra su misma y su propia debilidad. Así es como ella, dice un poeta contemporáneo, procuraba acercarse a Dios y romper las ligaduras de la cárcel de su carne como valerosa guerrera del amor del Señor…»

– Basta, no leas más: ¿qué te parece?

– Ya he leído muchas veces esto mismo.

– Es verdad; pero ¿qué pensarías si yo tratase de hacer algo parecido?– se arrojó a decir con precipitación, como quien se decide a proferir una cosa que le ha preocupado mucho.

Genoveva se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, sin comprender.

– ¿No entiendes?

– No, señorita.

María se levantó, y echándole los brazos al cuello, le dijo al oído con el rostro encendido de rubor:

– Quiero decir, tonta, que si tú te avinieses a hacer el oficio de las doncellas de Santa Isabel, yo imitaría a la santa esta noche.

Genoveva comprendió vagamente; pero todavía preguntó:

– ¿Qué oficio?

– Tonta, retonta, el de darme algunos azotes en memoria de los que recibió Nuestro Señor y todos los santos y santas a su ejemplo.

– ¡Señorita, qué está usted diciendo! ¿Cómo se le ha metido una cosa como esa en la cabeza?

– Se me ha metido porque quiero mortificarme y humillarme a un mismo tiempo. Esta es la penitencia verdadera y más agradable a los ojos de Dios por la razón de que Él mismo la sufrió por nosotros. He intentado hacerla por mí, pero no he podido, y además no es tan eficaz como sufriendo la humillación de recibirla por mano ajena… Conque no dejarás de satisfacerme este deseo, ¿verdad?

– No, señorita, de ninguna manera… No puedo hacer eso…

– ¿Por qué, tonta? ¿No ves que es por mi bien? Si yo dejara de librarme de algunos días de purgatorio por no hacer lo que te pido, ¿no tendrías un remordimiento?

– Pero mi palomita del alma, ¿cómo quiere usted que yo la maltrate, aunque sea para su bien?

– Pues no tienes más remedio que hacerlo, porque es una promesa y tengo que cumplirla… Tú me has ayudado hasta ahora en el camino de la virtud… No me abandones a lo mejor. No lo harás, Genovita, ¿no es verdad que no lo harás?

– ¡Señorita, por Dios, no me mande usted eso!

– ¡Vamos, Genovita! Te lo pido por el cariño que me tienes.

– No…, no…, no me pida eso.

– Anda, querida, dame ese gusto… No sabes el sentimiento que tendré si no me lo das… Creeré que has dejado de quererme…

María agotó todos los recursos del ingenio para convencerla. Sentada sobre sus rodillas la cubría de caricias, le hacía mimos, enfadándose unas veces, suplicando otras y siempre poniendo unos ojos zalameros a los cuales parecía imposible resistirse. Semejaba una niña que demanda un juguete que le tienen guardado. Cuando vio a su doncella un poco ablandada o más bien fatigada de negar, le dijo con graciosa volubilidad:

– Verás, tonta; no vayas a creer que es una cosa del otro jueves… Mucho peor es un fuerte dolor de muelas y ya sabes que los he sufrido bastante a menudo… La imaginación te hace creer que es una cosa terrible, cuando, en realidad, tiene muy poco de particular… Todo depende de que ahora no se usa porque la virtud se ha desterrado del mundo; pero en los buenos tiempos de la religión era cosa común y corriente y nadie que se preciara de buen cristiano dejaba de hacer esta penitencia… Vamos, prepárate a darme ese gusto y hacer al mismo tiempo una buena obra… Aguarda un poco… Voy a buscar lo que nos hace falta…

Y, corriendo a la cómoda, abrió un cajón y sacó de él unas disciplinas, unas verdaderas disciplinas, con su mango torneado de madera y sus ramales de cuero. Después, toda agitada y nerviosa, con las mejillas encendidas, fuese a Genoveva y se las puso en la mano. Ésta las tomó sin saber lo que hacía, de un modo automático. Estaba completamente estupefacta. La joven volvió a acariciarla, animándola nuevamente con frases persuasivas, sin que ella profiriese una palabra. Entonces la señorita de Elorza, con mano trémula, comenzó a desabotonarse la bata de color azul que traía. Tenía pintado en el rostro el goce irritado y ansioso del capricho que va a ser satisfecho. Sus pupilas brillaban con luz inusitada, dejando adivinar vivos y misteriosos placeres. Los labios secos, como los de un sediento. Había crecido el círculo morado que rodeaba sus ojos y tenía rosetas de un encarnado subido en los pómulos. Respiraba agitadamente por las narices, más abiertas que de ordinario. Sus manos pálidas y aristocráticas, de dedos afilados y uñas sonrosadas, soltaban con extraña velocidad los botones de la bata. Con rápido movimiento despojose de ella.

– Verás, no tengo más que la camisa y la chambra. Ya me había preparado.

En efecto, quitose, o por mejor decir, arrancose la chambra y quedó cubierta solamente de la camisa. Detúvose un instante, echó una mirada al instrumento que Genoveva tenía en la mano y corrió por su cuerpo un estremecimiento de frío, de placer, de angustia, de terror y de ansia, todo en una pieza. Con voz baja y alterada por la emoción dijo:

– ¡Que no sepa papá esto!

Y la camisa de batista se deslizó por el cuerpo, deteniéndose un instante en las caderas y cayendo después pausadamente al suelo. Quedó desnuda. Genoveva la contempló con ojos extáticos y la joven sintiose un poco avergonzada.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
330 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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