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Читать книгу: «Marta y Maria», страница 15

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Como ya dijimos, la muchedumbre, no contenta con prodigarles injurias, trató asimismo de arrojarse sobre ellos brutalmente. Un chicuelo dio la señal lanzándoles un pedazo de naranja. Otros muchos siguieron su ejemplo, y cayó sobre los desgraciados una granizada de proyectiles más sucios en verdad que mortíferos. Sin embargo, un tallo de berza lanzado con fuerza vino a dar en el rostro de María y la hizo sangrar por los labios.

¡Oh!, entonces el furor del infeliz don Mariano estalló terrible y alborotado como el del mar en momentos de borrasca, como el de un volcán en erupción. Su atlética figura cayó sobre el grupo de curiosos que tenía más cerca y lo deshizo del primer empuje, volcando a los hombres por el suelo cual si fuesen de paja. Los que quedaron en pie huyeron, sin esperar la segunda arremetida. El señor de Elorza quiso internarse por la muchedumbre, pero encontrando resistencia por lo apretada que estaba, echó las manos al cuello al primer ganapán con quien tropezó, y lo hubiera asfixiado seguramente a no haber intervenido los soldados, que sujetaron por detrás al irritado padre. Su ira entonces se deshizo en palabras desbordadas y frenéticas que impusieron silencio a los rumores de la plebe.

– ¡Canalla!, ¡vil canalla!, ¡cobardes, miserables!… Si no me sujetasen, os iría arrancando la lengua uno a uno… Habéis herido a mi hija… ¿No sabíais que era mi hija, pillos? ¡Aquí demostraréis vuestro valor! ¿Por qué no vais a Navarra a combatir con los hombres armados, y atacáis ahora a los indefensos?… ¡Porque sois unos cobardes…, una chusma indecente, que se debe esparcir a latigazos!… Si hubiese entre vosotros alguna persona digna de medirse conmigo, que salga para que le escupa en la cara… ¡Déjenme ustedes, déjenme ustedes, por Dios, matar a alguno de estos granujas que han herido a mi hija! ¡Déjenme ustedes, señores; por Dios, me dejen ustedes!…

Don Mariano forcejeaba por desasirse de los brazos de los soldados. Los curiosos, que habían retrocedido ante su empuje, viéndole sujeto y repuestos del susto, volvieron hechos basiliscos, arrojando espumarajos por la boca.

– ¡Este vejestorio está insultando al pueblo!– ¡Es un carcunda rabioso!– ¡Vaya una vergüenza que así se insulte al pueblo!– ¿Por qué no matáis a ese bribón?– ¡Matarlo, sí; matarlo!– ¡Matarlo! ¡Matarlo!…

Y la muchedumbre se fue acercando, aunque lentamente, a la tropa como un océano de olas hinchadas y amenazadoras, y hubiera dado buena cuenta de don Mariano y los presos a no haber impedido el teniente tal acto de barbarie, gritando con voz entera:

– Compañía…, preparen…, ¡ar…!

Entonces las olas hinchadas se deshincharon como por ensalmo. La voz del teniente fue el… Sed motos prestat componere fluctus de Neptuno. El pueblo soberano volvió grupas, y diciendo para sus adentros, ¡sálvese el que pueda!, se dio a correr en todas direcciones, cayendo aquí y levantándose más allá. Y es fama que su majestad corrió tanto y tan bien que en menos de tres minutos desaparecieron de la puntería de los soldados.

Gracias a ello los presos continuaron tranquilos hasta la cárcel, donde preventivamente los alojaron en una gran sala bastante sucia, con pavimento de madera agujereado de los ratones por no pocos sitios. A María se le concedió un cuarto independiente, de relativo aseo y comodidad.

La hora designada para comparecer ante el Consejo de guerra fueron las doce, y cuando sonaron se les trasladó perfectamente custodiados a un salón bien decorado del cuartel, donde aquél se hallaba reunido. Los oficiales que lo componían estaban sentados detrás de una larga mesa, vestida de damasco encarnado, debajo de un dosel de terciopelo que, en otro tiempo, cuando no estábamos en república, había servido para dar realce y prestigio al retrato del monarca. Se hallaban presididos por el gobernador militar, quien se había empeñado en llevar de un modo rápido y violento el asunto. Quería escarmentar duramente a todos los conspiradores, o lo que es igual, no dejar títere con cabeza, según sus propias palabras. Era un hombre rechoncho, con grandes mofletes y exiguo bigote; gran traza de lo que ya hemos dicho y con nosotros el comandante Ramírez y el teniente de la escolta. Los demás oficiales no ofrecían absolutamente nada de particular en sus rostros: facciones abultadas, ojos negros, bigotes retorcidos, perillas puntiagudas, fisonomías vulgares en un todo, aunque varoniles. Se comprendía a primera vista que les venía muy ancha la toga. Cuando los presos llegaron, las puertas y los alrededores del cuartel estaban invadidos por numeroso público, no tan grosero y soez como el de la mañana. Lo componían personas de más categoría, estudiantes en su mayor parte, hidalgos y empleados. Este público guardó prudente y compasivo silencio al verlos entrar.

Fueron introducidos uno por uno en la vasta sala del Consejo. El capitán que hacía de fiscal les fue tomando declaración con los documentos justificativos de la delincuencia a la vista. Los individuos de la junta carlista de Nieva fueron deponiendo como mejor les convenía, negando la mayor parte de los hechos, afirmando sagazmente otros y haciendo, en fin, todo lo posible para salir absueltos. El mofletudo general se enfureció no pocas veces durante el curso de las declaraciones, cortando la palabra al fiscal para apostrofar duramente a los conspiradores y amenazarlos con fusilarlos interinamente si no declaraban todos los pormenores y ramificaciones de la conjuración; pero no consiguió gran cosa con sus bravatas. Cuando tocó el turno a María sonrió sarcásticamente, y dijo con burda ironía:

– Tenga usted la amabilidad de acercarse, señorita, y de contestar a las preguntas que este caballero capitán va a dirigirle.

– ¿Cómo se llama usted?– dijo el fiscal.

– María de Elorza y Valcárcel.

– De, dee, dee— murmuró el general— . ¡Siempre los mismos humos aristocráticos!

– Se le acusa a usted de servir de intermediaria en la correspondencia entre el marqués de Revollar, ministro y consejero del Pretendiente, y el cabecilla don César Pardo, desterrado hace poco tiempo, por virtud de sentencia firme del Consejo de guerra, reunido en catorce de marzo. Además, se le acusa a usted de haber asistido y tomado parte en varias reuniones que los conspiradores de Nieva han celebrado con asistencia del mismo fugado cabecilla y de otros varios reos políticos. En estas reuniones usted ha usado de la palabra alentando a la rebelión y suministrando ideas para que lograse éxito feliz. Se dice que usted ha bordado el estandarte para los facciosos y que ha ocultado boinas y polainas en su casa y también que ha facilitado dinero a los conjurados…

El fiscal dejó de hablar. Hubo unos instantes de silencio. El general dijo con impaciencia:

– ¡Vamos…, conteste usted! ¿Son ciertos los hechos de que se la acusa?

María, con la mirada serena, clavada en el rostro ceñudo del presidente, y con tono firme y reposado, respondió:

– Todo cuanto acaba de manifestar el señor fiscal es la pura verdad, y de ello me felicito ardientemente. Es verdad que he servido de intermediaria en la correspondencia entre mi noble tío el marqués de Revollar y el bravo don César Pardo (que Dios tenga en gloria). Es cierto que he asistido a reuniones donde se conspiraba contra el impío gobierno que hoy existe y que he procurado con mi torpe palabra alentar a los conjurados al combate, y es cierto igualmente que he bordado el estandarte y otras prendas para los defensores de la fe. También es verdad que les he facilitado el dinero que pude, pero no es exacto que haya ocultado solamente en casa de mi padre boinas y polainas; he ocultado también armas, fusiles con sus bayonetas y municiones.

Los oficiales del Consejo quedaron estupefactos. El mismo general, a pesar de su temperamento colérico, permaneció algunos instantes suspenso ante la audacia de aquella niña. Mas si la conociesen, como nosotros la conocemos, es bien seguro que no hallarían motivo para asombrarse tanto. La primogénita de la casa de Elorza había entrado en la conspiración carlista completamente persuadida de que realizaba una obra grata a los ojos de Dios y con el propósito firme de no retroceder ante ningún peligro. Su fe ardiente y todopoderosa buscaba los medios de servirle, y además el prurito de imitación de que ya hemos hecho mérito la impulsaba a remedar la conducta de aquellas santas vírgenes que desafiaron el poder de los más crueles tiranos y dieron ejemplo glorioso de constancia en tiempos de persecución. Sabía de memoria las vidas de Santa Leocadia, Santa Bárbara, Santa Julia, Santa Eulalia y otras ilustres mártires de la fe cristiana, y su firmeza era para ella un ejemplo y un incentivo más en el camino de santidad que había emprendido. Innumerables veces se había representado escenas de martirio de las cuales era protagonista y en las que siempre salía vencedora: bien así como muchos hombres aficionados a las peleas se imaginan luchar con una docena de campeones y hacerlos correr ignominiosamente, y otros enamorados de la oratoria se representan dirigiendo su voz a las muchedumbres, conmoviéndolas y arrastrándolas a su talante. ¡Con cuánta admiración había leído la fuga de la santa doncella de Mérida desde la casa de campo de sus padres hasta la ciudad, donde se presentó voluntariamente ante el gobernador Calfurniano a confesar su fe y a pedir el martirio! En el viaje que acababa de hacer desde Nieva había recordado muchas veces los detalles de aquella memorable fuga, queriendo hallar en él cierta analogía con el de la santa. Ahora que se veía en presencia de jueces severos y enojados, notaba aún más determinada la semejanza, lo cual alentábala no poco a persistir en su propósito de mantenerse firme ante el peligro.

El general, que no tenía noticias muy exactas de lo que había sucedido a Santa Eulalia con Calfurniano, creyó buenamente que aquella mocosa quería burlarse y exclamó dando un tremendo puñetazo sobre la mesa:

– Oiga usted, señorita, ¿sabe usted con quién está hablando? ¿Sabe usted que soy el gobernador militar de la provincia y que nunca he tenido afición muy decidida a las bromas? ¿Sabe usted a lo que se expone al querer burlarse del respetabilísimo consejo de guerra que en este momento presido? ¿Sabe usted que me están dando intenciones de mandarla a usted a la cárcel y encerrarla en un calabozo y tenerla allí a pan y agua hasta que se pudra?… ¿Lo sabe usted, eh?…, ¿lo sabe usted?… ¿Eh?…, ¿eh?…

– Sé perfectamente— repuso María en tono firme, aunque modesto— que estoy en presencia de un consejo de guerra; pero aunque me hallase frente a un batallón de soldados que me apuntasen con sus fusiles, diría lo mismo, sin quitar ni añadir una letra. No acostumbro a faltar a la verdad, y tratándose de actos que pueden prestar algún servicio a la causa de Dios sería indigna de llamarme cristiana si renegase de ellos en presencia de nadie.

– ¿Y qué es lo que usted llama causa de Dios, bella señorita?– preguntó el general con aparente calma, mientras por sus ojos pasaban relámpagos de ira.

– Llamo causa de Dios a la que en estos momentos representa el rey legítimo y católico en torno del cual se agrupan todos los que se escandalizan de ver perseguida la religión y vejados sus ministros, los que lloran al leer las infames blasfemias proferidas en el Congreso y repetidas diariamente por los periódicos, los que no quieren ver entronizada la impiedad en España, la tierra católica por excelencia, favorecida siempre por Dios con una sola fe y un solo culto.

El general se puso más rojo que una guindilla; temblaron sus labios, agitados por la cólera; iba a proferir alguna gran atrocidad, pero al fin, dominándose, dijo enderezando sus palabras hacia el fiscal:

– Continúe usted el interrogatorio, señor capitán.

Primera vez en su vida que al general le quedó una barbaridad entre pecho y espalda. El fiscal, en quien tal vez por ser el más joven, la fuerza de atracción de los sexos no había perdido aún su influjo, prosiguió, dulcificando cada vez más la voz y la sonrisa que contraía su rostro:

– Bien; puesto que usted ha tenido la franqueza de confesar que ha intervenido en la conspiración, esperamos que siga siendo tan franca y nos declare todas las circunstancias de ella y los nombres de las personas que han tomado parte.

– ¡Oh!, no…, eso no puede ser. Yo declaro y confieso mis actos, pero no puedo confesar los de los demás. Aunque ellos me otorgasen permiso, bien pueden ustedes estar seguros de que no lo haría, pues me parece pecado dar a los impíos armas para matar a los buenos cristianos…

– ¡Esto ya no se puede sufrir!– vociferó el general montando en cólera— .Vamos a ver, señorita: ¿usted cree que yo no dispongo de medios para hacer que usted cante de plano? Diga usted prontito lo que sabe, pues de otro modo vamos a estar mal…, ¡vamos a estar maaaaal!…

– Señor presidente, me hallo resuelta a no decir una sola palabra que pueda comprometer a mis amigos los piadosos y leales defensores de la fe de Jesucristo. Haga usted de mí lo que quiera, en la inteligencia de que aceptaré con gusto cualquier ocasión de padecer algo por el que tanto padeció por nosotros.

– ¡Rayo de Dios!– gritó el general, dando otro terrible puñetazo sobre la mesa— . ¡Esta chiquilla ha concluido con mi paciencia!… A ver, ordenanza, que conduzcan inmediatamente esta joven a la cárcel y la pongan incomunicada hasta nueva orden…

Los oficiales del consejo, comprendiendo que aquello era dar una campanada sin resultado alguno, se lo hicieron presente al gobernador en voz baja, y éste un poco calmado también lo comprendió.

– Tienen ustedes razón— dijo en voz alta— . Todas las noticias que esta chica puede dar las conocemos nosotros, y algunas más. No quiero que esos papeluchos carlistas digan que nos hemos ensañado con una mujer… Oiga usted, ordenanza, vea usted si anda por ahí el padre de esta joven y hágale usted entrar.

A los pocos instantes entró don Mariano.

– Me veo en el caso de decirle a usted, señor de Elorza— manifestó el general encarándose con él— , que tiene usted una niña muy mal educada, y que gracias a que no figura usted como carlista y a nuestra benevolencia, no adoptamos con ella las medidas de rigor que merece por su atrevimiento. Puede usted llevársela cuando quiera a casa, respondiéndonos antes de que no volverá a meterse directa ni indirectamente en conspiraciones o en cosa que lo valga…, ¿estamos?… Cuide usted más de ella si no quiere exponerse a disgustos mayores y no la deje andar tan suelta como hasta ahora.

Faltó poco para que don Mariano lo echase todo a rodar, lanzando algún insulto a la cara de aquel soldadote; pero las amarguras que desde la noche anterior venía padeciendo le tenían muy abatido. Por otra parte, temió comprometer gravemente la situación de su hija, y viéndola libre no quiso perderla de nuevo. Reservándose, pues, in pectore, para tiempos mejores el derecho de exigir al gobernador cumplida satisfacción de sus groseras palabras, dio la caución que se le pedía y salió inmediatamente de la sala y del cuartel con María, yendo a alojarse a casa de unos parientes. Por la tarde se trasladaron a Nieva, llegando a su casa cuando ya cerraba la noche.

XIV.
PÁLIDA MORS

Cuando se detuvo el carruaje, don Mariano conoció en el rostro del criado que salió a abrir la portezuela que nada halagüeño había acaecido en su ausencia.

– ¿La señora…?– preguntó con sobresalto.

– La señora se encuentra en cama.

– ¡Oh, debía suponerlo!… ¡Cómo había de tener fuerzas la pobre para resistir este golpe!

Las caras de los otros servidores que halló al paso estaban de la misma suerte, graves y taciturnas, lo cual aumentó extraordinariamente su agitación. María le seguía. Cuando llegaron a la habitación de doña Gertrudis observaron que dentro había algunas personas, las cuales, al verlos, vinieron hacia ellos en ademán de detenerlos.

– Pero qué, ¿tan mala está?– exclamó el infeliz don Mariano con voz ronca y ya temblorosa.

– No está muy mal— dijo una señora oficiosa— , pero no conviene que ustedes entren así de golpe, porque una emoción fuerte le puede hacer daño. Ha tenido algunos ataques desde ayer noche y se encuentra bastante débil. Déjenme ustedes que la prepare.

La señora fue, en efecto, a decir a doña Gertrudis que su hija estaba libre y que no tardaría en llegar a Nieva.

– ¡Mi hija está ahí!– gritó la enferma con maravilloso instinto de madre y de mujer histérica— . ¡Sí, está ahí!…, ¡la siento!…, ¡la estoy viendo!…; ¡ven, ven, hija mía!…

Y al mismo tiempo hizo un esfuerzo supremo para incorporarse. María entró en la alcoba, y poniéndose de rodillas al lado de la cama, besó respetuosamente las manos que su madre le tendía.

– Perdóname, mamá; perdóname el disgusto que te he dado… Te has puesto enferma por mi causa, pero el Señor querrá sanarte pronto…

– No, hija mía; no tengo de qué perdonarte; has hecho lo que Dios te ha ordenado. Me he puesto mala…, es verdad…, pero es porque no tengo tanta virtud como tú para sufrir los dolores que Dios nos envía… Tú eres una santa… Ya me pondré buena…, no pienses en mí… Lo que ahora me asusta es no haberme muerto viéndote marchar de aquel modo...., entre soldados… ¡Pobre hija mía!…, ven, dame un beso.

Cuando María entró en la alcoba estaban en ella Marta y Ricardo; la niña sentada cerca de la cabecera y Ricardo a los pies de la cama. El joven marqués, al saber en la Fábrica la prisión de María, había solicitado del coronel que se le relevase en la guardia aquella noche, y otorgada su petición, corrió a casa de Elorza cuando ya don Mariano y su hija estaban fuera del pueblo. Doña Gertrudis se hallaba padeciendo un ataque fortísimo, del cual se temió que no saliese. Volvió en sí, pero fue para caer en seguida en otro. ¡Qué noche tan angustiosa! Don Máximo y la señora de Ciudad se quedaron con la pobrecita Marta para velar a la enferma. Ricardo tampoco quiso dejar la casa. La niña, haciéndose cargo de que de su actitud dependían tal vez la salud y la vida de su madre, se mantuvo firme, no cesando de moverse en torno del lecho, entrando y saliendo en la alcoba centenares de veces. Apenas don Máximo emitía una orden, ya se estaba cumplimentando con admirable exactitud. Se agotaron multitud de remedios que exigían mucho esmero y cierta costumbre: sinapismos, sanguijuelas, fricciones en las sienes con varios líquidos, etcétera. Marta no consintió que ninguna criada pusiera la mano en su madre: todo lo hizo ella sin precipitación, sin ruido, como si en toda su vida no hubiese hecho otra cosa. En algunos momentos de respiro se sentaba al lado del lecho y contemplaba fijamente con ojos ansiosos el rostro de la enferma. La alcoba estaba débilmente esclarecida por un quinqué que ardía a media mecha en la sala. Un fuerte olor de drogas y medicinas partía de los frascos acumulados en la mesilla de noche; pero Marta no se mareaba con ningún olor, ¡tenía la cabeza firme!, y su salud, jamás alterada, era la envidia de todos los de casa. Ricardo también se sentaba a veces a los pies de la enferma. La niña apenas veía más que su silueta dibujada sobre el hueco claro de la puerta; pero esta silueta le causaba gran consuelo. Ya no estaba sola; Ricardo no era un extraño. Alguna vez, cuando la enferma pedía algo, los dos se levantaban presurosos a dárselo; mas al coger un frasco, si sus manos se tocaban, Marta retiraba la suya velozmente, como si hubiese tropezado con una víbora, y dejaba hacer a su amigo. Ambos guardaban silencio. Marta, olvidada de sí misma, no pensaba más que en su madre. Ricardo, más egoísta, pensaba en María. Toda el alma de la niña estaba pendiente del ser querido que respiraba agitadamente a su lado, y sin equivocarse un punto, con la exactitud de un cronómetro, contaba los latidos de su corazón y observaba los movimientos de su pecho. Don Máximo y la señora de Ciudad cuchicheaban en la sala como si se estuviesen confesando. La señora le explicaba al anciano médico el carácter y temperamento de cada una de sus hijas; la conversación era larga. En el espacio de nueve horas le dieron cuatro ataques intensos a la enferma, que la dejaron a tal punto postrada, que el médico temió seriamente un mal resultado. No obstante, después del cuarto, quedó relativamente bien, y pasó el día bastante tranquila. El peligro, a pesar de esto, aun continuaba.

Pasados los primeros momentos de efusión, María llamó a su hermana aparte, a un rincón de la sala.

– Oye, ¿mamá se ha confesado?

– No.

– ¿Y por qué no has mandado llamar a un sacerdote?… ¿No veías que estaba en peligro?

La verdad era que Marta apenas se había acordado de tal cosa. Además, tenía mucho miedo de asustar a su madre, y que esto le hiciese daño. En el fondo también a ella le causaba gran terror aquella escena imponente y procuraba alejarla de su pensamiento. María la reprendió duramente su negligencia, haciéndole ver la terrible responsabilidad en que incurría si su madre hubiese muerto. Marta comprendió que tenía razón y bajó la cabeza. Enviose a llamar acto continuo al confesor de doña Gertrudis, y María se encargó de prepararla. ¡Caso raro! Doña Gertrudis, que durante su vida había pedido infinitas veces que le trajesen un confesor, sintiose sobrecogida, llena de espanto, cuando su hija le manifestó que debía disponerse. Quizá consistiera en que cuando ella lo pedía abrigaba el convencimiento de que no había peligro de muerte, mientras que ahora comprendía que las cosas se habían puesto verdaderamente graves. De todos modos, las palabras de su hija le causaron profunda impresión, y resistiose cuanto pudo a recibir al cura, pretextando que se sentía mejor; que cuando hubiese peligro ya lo llamaría ella misma… María se opuso a esta dilación y se vio en la dura necesidad de manifestar claramente a la enferma la gravedad de su estado. Doña Gertrudis se sometió, reflejando en el rostro gran abatimiento.

Cuando llegó el sacerdote dejáronla sola con él, y salieron todos de la sala. Marta se fue a llorar a su cuarto para no entristecer a su padre. Este hizo lo mismo para no asustar a sus hijas. María aguardaba a la puerta la señal de haberse terminado el piadoso acto. Al fin, el cura abrió la sala, y con la máscara de tristeza que necesitan ponerse todos los que presencian diariamente escenas de muerte, bajo la cual se oculta una indiferencia que es lógica consecuencia de tal costumbre, dijo a los que aguardaban:

– Pasen ustedes; ya hemos concluido.

– ¿Qué tal?– preguntaron.

– Bien…, bien…, bien… La pobrecita se encuentra tranquila… Yo creo que el recibir a su Divina Majestad le vendrá bien, lo mismo para el alma que para el cuerpo.

– Es verdad…, tiene usted razón, señor cura— dijeron algunas señoras.

– He visto en mi familia un caso muy notable de lo que puede la fe— manifestó una de ellas— . Mi tío Pepe se encontraba enfermo del pecho; tísico confirmado. Le habían visto una infinidad de médicos y había tomado más medicamentos que puede llevar un carro. Pues bien, a él se le antojó que mientras no se dispusiese a bien morir no sanaría. Hizo llamar al cura, se confesó, recibió el Viático y hasta se empeñó en que le pusieran la Extremaunción… Pues desde entonces, yo no sé lo que fue, pero es lo cierto que quedó más tranquilo y empezó a mejorar…, a mejorar…, a mejorar…, en fin, hasta ponerse como ustedes le ven ahora.

Las demás mujeres confirmaron esta opinión. Cada cual contó su caso en apoyo de ella y el cura resumió todos los turnos manifestando que nada tenían de particular aquellos milagrosos efectos, dada la presencia en el cuerpo del enfermo del Señor de cielos y tierra, en cuyas manos está la salud de todos los mortales.

A las diez de la noche trajeron el Viático a doña Gertrudis con todo el aparato que merecía tan solemne acto. La casa de Elorza se pobló de caras extrañas. Una muchedumbre, compuesta en su mayoría de gente artesana, invadió la escalera, los pasillos y hasta la habitación de la enferma, con hachas de cera en las manos. El cura, con el monaguillo delante y la sagrada bolsa colgada sobre el pecho, atravesó por el medio y se introdujo en la alcoba. Don Mariano había huido a esconderse. María, con un libro devoto en la mano, leía a su madre las oraciones que suelen decirse antes de la comunión. Marta estaba arrimada a la pared, lívida, desencajada, mirando la augusta ceremonia cual si tuviese delante alguna terrible visión. Una de las mujeres que penetraron en el cuarto le alargó un hacha encendida y ella la tomó sin saber lo que hacía. Cuando el sacerdote mostró la Sagrada Partícula hubo necesidad de advertirle que se arrodillase. La escena era triste e imponente para cualquiera, cuanto más para una hija. Las luces de cera chisporroteaban lúgubremente en el silencio de la alcoba y arrojaban trémulos y amarillos reflejos a las paredes. La voz del cura al levantar la Hostia era aún más lúgubre que el chisporroteo de las hachas. La enferma, desmejorada por la enfermedad, se había puesto terriblemente pálida por la emoción: se incorporó lo que pudo y sostenida por María, con las manos cruzadas sobre el pecho, abrió la boca para recibir el Cuerpo de Jesucristo. Después los circunstantes se fueron retirando lentamente y en la escalera se oyó el repique vibrante de la campanilla del sacristán anunciando que el Señor se alejaba de la casa. Quedaron solamente los íntimos. Un grupo de señoras invadió el cuarto de la enferma para felicitarla y enterarse de su estado. Doña Gertrudis dijo que se hallaba más tranquila, y apretando la mano a su hija María le dio las gracias por haberle procurado la dicha de comulgar. Era de esperar la mejoría. Todas las señoras la encontraban muy natural y aseguraron a la enferma que no tardaría en ponerse buena.

– Dios todo lo puede, doña Gertrudis. Cuando se tienen arregladas las cuentas con el Señor, no hay miedo que suceda nada malo. Nada; eso no es nada, señora. Ya verá usted cómo se cura en seguida.

– Yo tengo ofrecida una misa al Santo Cristo de Tunes para el día en que la señora se levante— dijo Genoveva, la doncella de María.

– Mujer, ¿por qué no la has ofrecido al Eccehomo de la Merced?– preguntó con sorpresa una vieja planchadora de la casa, que siempre había encendido la lámpara del dicho Eccehomo y cuidaba del aseo de su capilla, llegando a considerarla como propia.

– ¡Ay, mujer!, porque el Santo Cristo de Tunes es más milagroso.

– ¡Serán cuernos para él!– exclamó vivamente y con ojos iracundos la planchadora.

Prodújose un furioso altercado entre ambas, hasta que María, escandalizada, les hizo callar, advirtiéndoles que el de Tunes y el de la Merced eran un mismo Señor, aunque cada cristiano era libre para tener más fe en la imagen que quisiera.

Por último, se fueron retirando las señoras, quedando solamente dos, la viuda de Delgado y una de sus hermanas, a pasar la noche con las niñas. Don Máximo se fue a descansar un rato, prometiendo venir pronto. El confesor no quiso dejar la casa porque no encontraba nada bien a su penitente, y se tumbó en un sofá. Ricardo también continuaba allí.

A las dos acaeció lo que don Máximo temía. Repitiose el ataque, y por desgracia con tal violencia que faltó poco para que la infeliz señora se quedase en él. Marta, con el peligro, recobró la actividad que había perdido ante la lúgubre ceremonia de la comunión; preparó todos los medicamentos, dio fricciones con un cepillo a la enferma en los pies, la sostuvo incorporada largo rato para que no se sofocase y ejecutó cuanto don Máximo había prescrito en los casos anteriores. Todos los que tocaban a doña Gertrudis le hacían daño; sólo las suaves manos de Martita tenían el privilegio de moverla a un lado y a otro y colocarla en las posturas más cómodas sin causarle dolor. Por fin se consiguió que la enferma volviese en sí y hablase; pero don Máximo al llegar, llamado apresuradamente por los criados, halló el pulso tan débil que no pudo reprimir un leve gesto de susto. Marta sorprendió aquel gesto, y llamándole a solas al pasillo se abrazó a él sollozando:

– ¡Don Máximo de mi vida, por Dios, cure usted a mi madre!… ¡Sí; mi madre se muere…, sí…, se muere!… Yo le he visto a usted hacer un gesto…

– No llores, chiquita— dijo el anciano médico apretándole la cabeza contra su pecho— ; no hay motivo aun para alarmarse… Yo haré lo que pueda y más de lo que pueda para salvarla.

– ¡Sí, sí, don Máximo…, hágalo usted por cuanto más ame en este mundo!…, ¡por la memoria de su esposa, a quien usted quería tanto!

– Nada, déjate de llorar ahora; lo que importa es que vayas a darle la cucharada de quinina a tu mamá. Después le pondremos un reparo sobre el estómago.

El bueno de don Máximo procuró consolar a la niña, ocultándole el funesto presentimiento que abrigaba y se puso a dictar las medidas que su pobre ciencia cuanto rico deseo le sugerían. Pero no logró detener la marcha presurosa de la muerte, que a carrera desatada se venía hacia el lecho de la pobre señora. A las cuatro de la mañana observaron que hablaba con más dificultad; la pronunciación era arrastrada y un poco estropajosa. Casi todas sus palabras se dirigían a María, preguntándole y haciéndole repetir infinitas veces los sucesos de la noche anterior, prodigándole elogios desmesurados por su fortaleza y felicitándose de tener una hija tan buena.

– Hija mía…, pide a Dios por mi salud. Dios no puede… negarte nada.

María, comprendiendo que su madre se moría, repuso:

– Mamá, lo que más importa es la salud del alma… Si Dios quiere llevarte, que te sorprenda en su santa gracia…

– ¿Pero… me muero…, hija mía?

– Dios solamente puede decirlo… ¿Quieres que entre el señor cura para reconciliarte?

– Sí…, que entre…, hija mía…, que entre…

El cura entró y estuvo unos instantes a solas con la enferma. Las personas que había en la sala guardaban triste silencio. Don Mariano, reclinado en un sofá, con la mejilla apoyada en una mano, cerraba los ojos, dando señales de profundo abatimiento. Después que el cura hubo terminado, volvieron a entrar Marta, María, Ricardo y don Máximo. El estado de doña Gertrudis iba siendo cada vez más grave. Empezó a manifestarse en ella una inquietud de mal agüero: movía la cabeza de un lado y de otro como si no hallase sitio donde colocarla, como si buscase ya la almohada donde había de reposar eternamente. Las manos vacilantes tomaban y soltaban las ropas del lecho incesantemente, mientras sus ojos también rodaban sin parada por las órbitas, clavándolos de vez en cuando en el techo de la estancia. Parecía que no encontraba persona en quien fijarlos. Al poco rato, Martita advirtió que tenía las manos frías y lo manifestó en voz alta, de un modo sencillo, sin comprender la infeliz lo que aquello significaba. Don Máximo volvió la cabeza para ocultar la emoción. El sacerdote dejola caer sobre el pecho.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
330 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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