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Читать книгу: «Marta y Maria», страница 12

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El pensamiento de Marta rompió la tupida nube que lo encerraba en un piélago de confusiones y vaguedades, y en su alma asomaron de golpe un sinnúmero de recuerdos dulces e inefables como otros tantos puntos luminosos de que estaba sembrado el cielo sereno de su vida. Entretúvose largo rato a contarlos recreándose en cada uno de ellos. ¡Qué vivos y qué hermosos ardían en su memoria! ¡Qué luz tan suave derramaban los monótonos y laboriosos días de su existencia! Estaban rodeados de silencio y misterio; nadie los había gustado, nadie los conocía siquiera más que ella; la misma mano que había dejado caer en su corazón el bálsamo de la felicidad ignoraba en absoluto su bienhechora influencia. Este pensamiento la llenaba de íntimo gozo, que hacía asomar a sus labios descoloridos una sonrisa. Uno tras otro, no obstante, y sin saber por qué, aquellos puntos luminosos se fueron apagando, se fueron borrando y perdiendo en los abismos profundos y negros de una idea. Su imaginación empezó a dar vueltas como un pájaro aturdido dentro de esta idea triste y desesperada, donde no penetraba el más delgado rayo de luz. ¿Para qué estaba ella en el mundo? La felicidad que había venido a buscar estaba ya recogida y no le quedaba otro recurso que contemplarla sin rencor y sin envidia, porque la envidia en este caso constituía enorme pecado. ¿Y estaba segura de no caer en él a cada instante o, lo que es peor, estaba segura de no llevar la mano a aquella felicidad? La escondida playa de la Isla le vino de pronto a la memoria con su arena de oro y sus olas espumosas derramándose sobre ella. Un gran remordimiento, un remordimiento vivo y cruel empezó a entrar en su inocente corazón como la hoja fina de un puñal, produciéndole tal dolor que dejó escapar un grito ahogado que nadie escuchó más que ella misma. La confusión y el vértigo se apoderaron de su cabeza, que ardía como un volcán. Se llevó la mano a la frente y estaba fría como si fuese de mármol. Esto la sorprendió de un modo extraordinario. ¡Tanto calor dentro y tanto frío fuera!

El océano se mostraba en aquel instante lleno de paz y dulzura. El sol iba a sumergir muy pronto su abrasado disco en el cristal de las aguas, iluminando algunos parajes de la llanura con dorada y fantástica claridad y dejando otros en la sombra. Los rumores eran más graves y profundos, de una melancolía infinita. Aquella masa inconmensurable de agua perdía lentamente su color azul, tomando otro verde muy opaco sembrado aquí y allá de fugaces reflejos. El sosiego melancólico con que el mar se despedía de la luz causó en Marta impresión profunda. Con la cabeza inclinada sobre el agua y los ojos extáticos contemplaba los más leves matices que la luz iba despertando en ella y atendía a todos los rumores que sonaban en lo profundo.

El sol se sumergió enteramente. El océano dejó escapar un sollozo inmenso, colosal. En este sollozo había tal enternecimiento, que Marta creyó sentir vibrar el ambiente con movimiento de simpatía y admiración. Nunca había visto al mar tan grande y tan sublime, tan fuerte y bondadoso a un tiempo mismo. Aquel silencio augusto, aquel reposo momentáneo del gran atleta la conmovía hasta lo íntimo, infundía en su espíritu alborotado un ansia ardiente de paz. ¿Quién le había dicho que el mar era terrible? ¿Qué corazón pequeño le había hablado de sus crueles traiciones? ¡Ah, no! El mar era noble y generoso como lo son los fuertes siempre, y sus cóleras, aunque temibles, eran pasajeras. En su fondo tranquilo vivían felices las perlas y los corales, las blancas sirenas, los peces azules…

La falúa, al oprimir su húmeda espalda, formaba entre proa y popa un lecho ancho y cómodo con bordes de espuma, un lecho que convidaba a dormir eternamente con el rostro vuelto al cielo, mirando resbalar por el seno transparente del agua el fulgor de las estrellas…

– ¡Jesús!… ¿Qué ha sido eso?

– ¿Quién se ha caído al agua?

– ¡Hija mía de mi alma! ¡Marta!… ¡Marta!… ¡Dejadme…, dejadme salvar a mi hija!

– Ya está salvada, don Mariano; no hay necesidad de que usted se arroje al agua.

– ¡Cía!, ¡cía firme!– dijo la bronca voz del patrón— . Echa esa beta al agua, Manuel… No asustarse, señores, que no es nada… ¡Ciar más!… Basta… Agárrense ustedes a la beta… Ya no hay cuidado…

La confusión fue muy grande en el primer instante. Ricardo y uno de los marineros se habían echado al agua y nadaban vigorosamente para salvar la corta distancia que la falúa había recorrido antes de que se diera el grito de alarma. Ricardo, que iba delante, se sumergió, y a los pocos segundos tornó a aparecer con la niña entre los brazos. La falúa ya estaba cerca de ellos, y pudo coger la beta que le echaban, y en seguida el carel de la lancha, viéndose suspendido por una porción de brazos que los metieron dentro. Don Mariano, en los cortos momentos que esto duró, forcejeaba con don Máximo y otras personas, pugnando por arrojarse al agua. Cuando vio a su hija en la embarcación faltó poco para que la ahogase contra su pecho.

Martita se había desmayado. Varias señoras se apresuraron a desatarle el corsé y a sacudirla fuertemente para que soltase el agua que había tragado. Después la extendieron en uno de los asientos de popa, y Ricardo, tomando un frasco de éter que don Máximo había traído, se lo aplicó a la nariz. No tardó en abrir los ojos, y al ver el demudado semblante del joven inclinado sobre ella, sonrió dulcemente, y le dijo de modo que nadie lo oyó más que él:

– Gracias, señor marqués… ¡No se estaba tan mal allá abajo!

Así que llegaron al Moral se enjugaron en casa de unos amigos, que allí estaban tomando baños, y se echaron encima la primer ropa que les dieron. Después emprendieron de nuevo la marcha y tocaron en el muelle con una hora de noche, cuando las respectivas familias empezaban a inquietarse por su tardanza.

XI.
¡CASO EXTRAÑO!

Los tertulios de don Mariano se recreaban con el juego de prendas. La noche estaba harto desapacible y habían acudido solamente las personas de más confianza. Cuando esto acaecía (que no dejaba de ser con alguna frecuencia), proscribíanse el baile y la música y sustituíanse con juegos de naipes, de aduana o de prendas y a veces simplemente por una amena y sabrosa conversación. La noche a que nos referimos, el sexo femenino estaba representado por tres señoritas de Ciudad, dos de Delgado, la señorita de Mory y alguna otra que, unidas a las de casa, formaban un núcleo bastante respetable. En el masculino figuraban el médico de la casa, el señor de Ciudad, don Serapio, el ingeniero Suárez y otros cuatro o cinco pollastres que por lo simples e insignificantes no merecen especial mención. La tertulia no ocupaba sino uno de los ángulos del salón, si bien en ocasiones, cuando el juego lo exigía, se diseminaba por todo él, aunque momentáneamente. Don Mariano, rodeado de sus amigos, paseaba y discutía, parándose a menudo a exponer alguna razón intrincada y siguiendo después su paseo con las manos atrás.

A don Serapio le tocó decir tres veces sí y tres veces no, y, en consecuencia, se retiró a uno de los rincones, mirando a la pared. Las señoras y los caballeros se estrecharon aún más, formando grupo, y empezaron a cuchichear animadamente, proponiendo cada cual una pregunta. Al fin quedaron acordes en preguntarle si gastaba bisoñé.

– ¿Eeeeh?– gritó el coro prolongando la nota.

– Sí— respondió el infeliz don Serapio.

La respuesta fue acogida con ruido y alegría que hicieron temblar al fabricante de conservas. En seguida convinieron en preguntarle si pensaba en casarse.

– ¿Eeeeh?

– No— dijo resueltamente.

– ¡Bravo!, ¡bravo!– gritaron los hombres.

– ¡Qué hombre tan empedernido!– chillaron las mujeres.

Uno de los pollos propuso que se le preguntase si continuaba con la misma afición a las criadas. Las señoras quisieron oponerse, pero no hubo remedio.

– ¿Eeeeh?

– Sí.

Gran algazara en el grupo. El mismo pollo malévolo propuso otra cosa peor: si pensaba dar carrera a alguno de sus hijos. Las señoras rechazaron seriamente esta pregunta y fue sustituida por otra. Y de esta suerte prosiguieron hasta que dijo los tres sí y tres no de rúbrica, y vino cabizbajo a informarse de lo que habían preguntado.

Tocole después a Amparito Ciudad contentar a todos los caballeros de la reunión, y empezó a ejecutarlo con suma discreción y donaire, contentando de la primera a los pollos, exceptuando al ingeniero Suárez, que se negó rotundamente a darse por satisfecho con ninguna de las proposiciones, y que muy quedo le dijo a la niña lo único con lo que se contentaría. Amparito se puso colorada y le dirigió una tierna mirada de reconvención, volviendo después la vista a su padre, que por fortuna se hallaba de espalda paseando con don Mariano.

Llegó la vez a Isidorito, teniendo la mala suerte de ponerse en berlina: ¡y allí fue ella para la señorita de Mory! Isidorito, aunque nada simpático, infundía general respeto por su fama de estudioso y sensato: así que la mayoría de las niñas y pollos se contentaron con ponerle en berlina por «demasiado serio», por «tener poco pelo», por «bailar muy mal», por «estudiar con exceso», por «gastar levitas muy largas», etcétera; pero al llegar a la señorita de Mory, ésta, que esperaba con impaciencia su turno, le puso en berlina con fruición nada disimulada, por «muy pesado de cabeza y ligero de estómago». Isidorito, al tener noticia de las causas por que le habían puesto en berlina, conoció con dolor de dónde partía aquella saeta envenenada, pero no tuvo ánimos para manifestarlo y prefirió guardar sobre este punto un silencio noble y prudente al mismo tiempo.

La primogénita de los señores de la casa, como de costumbre, no tomaba parte en el juego. Estaba sentada al lado de su madre totalmente abstraída de lo que la rodeaba, con los ojos fijos en el vacío. Por su rostro un poco marchito, pero siempre hermoso, se esparcía una intensa y singular palidez, y todo su cuerpo ofrecía señales de inquietud y zozobra. Apenas contestaba a las preguntas que de vez en cuando le hacía doña Gertrudis, y eso con tal brevedad, que cortaba en la buena señora las ganas de menudearlas. Cuatro o cinco veces se había levantado ya de la silla y había ido hacia el balcón, permaneciendo largo rato detrás de él con la frente apoyada en los cristales sin que nadie supiera lo que miraba. La plaza de Nieva estaba como en la primer noche en que la vimos, obscura y sembrada de charcos de agua donde se reflejaban tristemente los rayos de los faroles de petróleo que ardían en las esquinas. Ni un alma la cruzaba aquella noche. En vano se sacaba los ojos por penetrar las tinieblas de los soportales. Los vecinos todos se habían retirado ya a sus casas, perfectamente convencidos de que la humedad es causa de muchas enfermedades. Los balcones del café de la Estrella eran los únicos que estaban iluminados. La lluvia difundía por la atmósfera un rumor levísimo que apenas traspasaba los cristales para llegar a los oídos de la joven.

A Rosarito le tocó hacer la sultana. El pollo del pelo por la frente colocó un sillón en medio de la sala y la hizo sentarse en él; después puso delante un cojín de terciopelo. Los caballeros zegríes y abencerrajes de la tertulia comenzaron a desfilar por delante de ella, doblando la rodilla en su presencia y esperando humildemente su resolución. Rosario, con la notable aptitud que tienen todas las mujeres para hacer el papel de reinas, los iba rechazando con gesto de soberano desdén. Únicamente cuando llegó el pollo de las mazurcas, y se mostró temblando a sus pies, dignose la bella cuanto feroz sultana alargarle el pañuelo que tenía en la mano y elegirle como amante como justo premio a sus notabilísimas corbatas y sus no menos excepcionales chaquets. Después marcharon ambos en triunfo a una de las alcobas del harem, o lo que es igual, dieron dos vueltas por el salón y se fueron a sentar en el sofá, donde antes se hallaban.

La diminuta tertulia, después de agotar los no muy variados recursos del juego de prendas, permaneció inactiva y acomodada en el ángulo de la sala, entablando en voz baja una vivísima plática entrecortada de risas y exclamaciones, donde los jóvenes de ingenio tuvieron ocasión de lucirlo a expensas de algún desventurado a quien despellejaron sin piedad. Los que no lo tenían se contentaban con sonreír y aplaudir estúpidamente los chistes de los otros. Se daban interminables bromas a las niñas, sobre los aspirantes a sus respectivas manos, y aquéllas se defendían como de costumbre, con las clásicas respuestas: «No sé por qué dice usted eso.– Le han informado a usted muy mal.– Entra en casa como amigo y nada más, etcétera.» Las sonrisas maliciosas y la expresión de reserva que acompañaban a estas respuestas decían bien claro que a las niñas no les disgustaba la broma.

Doña Gertrudis se había dormido. Don Mariano y sus prosélitos seguían recorriendo de un cabo a otro el salón, enfrascados en profundas disquisiciones acerca de la baja probable de la propiedad inmueble. María continuaba con la frente pegada a los cristales, sumida, al parecer, en una de sus largas y frecuentes meditaciones a que ya estaban acostumbrados los de casa, en realidad explorando con ojos ansiosos las sombras que envolvían la plaza de Nieva, sin atender poco ni mucho a la frívola conversación que los amigos de la casa sostenían. De pronto creyó oír un extraño rumor a lo lejos y se estremeció, se abstrajo cuanto pudo de los ruidos de la sala y prestó atención profunda y llena de zozobra a aquel lejano rumor, que fue poco a poco creciendo en el silencio de la noche, haciéndose cada vez más claro y preciso. No era un rumor confuso y fantástico, como los que produce el viento o la mar, sino firme y bien definido, perfectamente claro para sus oídos. Pronto se convirtió en el ruido acompasado y característico de la muchedumbre que marcha ordenadamente. Los ojos atónitos de la joven distinguieron a la luz del farol las puntas de las bayonetas y los roses charolados de la tropa. Los tertulianos todos al escuchar los pasos acudieron en tropel a los balcones y vieron, con sorpresa, desfilar por delante de la casa dos compañías de soldados que cruzaron la plaza y se perdieron en las encrucijadas de la villa.

Los amigos de don Mariano se miraron con sorpresa.

– ¿Qué vendrá a hacer esta tropa a tales horas?– preguntó una señora.

– No comprendo adónde pueda ir— repuso don Mariano— . Para dirigirse al interior de la provincia, aunque vengan del Occidente, no necesitaban pasar por aquí; tienen el valle de Cañedo a su disposición, que es un camino mucho más breve.

– Hoy precisamente he paseado con el capitán de carabineros— dijo don Máximo— y no me ha dicho una palabra de la venida de esa tropa.

– No lo sabría; lo más probable es que venga de marcha y no haga más que pernoctar aquí para continuar mañana su camino— dijo el señor de Ciudad.

– Rara marcha lleva— apuntó don Mariano— , pero en fin…, podrá ser…, podrá ser.

Los jóvenes volvieron a sus sitios y se olvidaron al instante del suceso, anudando la rota y alegre conversación. Los viejos siguieron su paseo, haciendo interminables comentarios e infinitas hipótesis acerca de aquella visita inesperada. María continuó obstinadamente pegada a los cristales del balcón, velada a los ojos de sus amigos por las grandes cortinas de damasco.

En el grupo juvenil donde la sensible señorita de Delgado figuraba, contra los deseos vehementemente expresados de Rosarito, que aseguraba sobre su honrada palabra que la citada señorita la había tenido a ella en brazos muchas veces, y que cuando iba a confesarse siendo niña, y la señorita de Delgado se hallaba en casa, le besaba la mano como a una persona mayor, se empezó a discutir con extraordinario fuego acerca de la música. Uno de los mancebos más elegantes, que se había preparado en Madrid para cinco carreras especiales consecutivamente, sostenía la primacía de los maestros alemanes, asegurando que no había óperas como Roberto, Hugonotes y Profeta, ni música sinfónica que pudiera competir con la de Beethoven y Mozart. Las señoras, poderosamente secundadas por los demás hombres, venían por los fueros de la música italiana.

– ¡No nos maree usted con sus alemanes, Severino! ¡Vaya una música la de esos señores! ¡A mí me suena lo mismo que una jauría de perros ladrando!

– Eso no es más que al principio; si usted continuase oyéndola, llegaría a tomarle el gusto: sucede lo mismo que con las aceitunas y la cerveza.

– Pues si ha de pasar uno malos ratos antes de acostumbrarse, francamente, no merece la pena. Vea usted cómo con la música italiana no acontece eso y gusta desde el primer día.

– ¡Claro, porque la mayor parte de la música italiana no es más que una tonadilla que se acompaña con cuatro guitarras!

– ¡Calle usted, hombre, calle usted! No diga usted sacrilegios. ¡Quiere usted comparar ese galimatías que ni ellos mismos entienden con el sublime final de la Lucía o con el aria de tiple de la Favorita, que empieza: «Oh miooo Ferna… a… a… an… do… riii… raaa… ri… ra.., ro… riiira…!»

– ¡Ah, si usted hubiera oído el cuarto acto de Hugonotes! ¡Qué música tan dramática! ¡Aquello sí que expresa!… ¡Se le ponen a uno los pelos de punta!… ¡Qué dúo aquel tan grandioso: «La… sciami… paar… tiiir… la… sciami… paar… tiiiir… riira… riri… riri… ra… roo… rir… ra… roo… laa… to… rii… ro… raa…!»

– ¿Pero podrá haber nada más dulce que el concertante de la Sonámbula, que empieza: «Tooo… ra… ri… ro… ra… roooo… laa… riii… roo… raa… rora… rooo… tii… ra… ri… roo…?»

– ¡No es posible, no es posible!– dijeron varios a un tiempo.

– Sobre todo, la música italiana conmueve el corazón, mientras que la alemana no hace más que aturdir los oídos— apuntó la señorita de Delgado.

– Es verdad— afirmó su hermana la viuda.

– Yo creo— siguió la señorita— que el objeto de la música es conmover…, elevar el alma, hacernos derramar lágrimas…, transportarnos a regiones ideales, lejos del mundo prosaico en que vivimos… Porque la verdad es que la prosa se va apoderando de tal modo de la sociedad que pronto va a parecer ridículo hablar de cosas que no sean materiales y sórdidas.

– Cierto— volvió a afirmar la viuda.

– La música sigue el camino de la prosa como todo lo demás… ¿No oyen ustedes qué tonterías cantan ahora, qué pasacalles tan desabridos? ¡Y gracias que no sea algún trozo indecente de una zarzuela bufa! En las canciones ya no se habla de amor; ya no hay más que frases con doble sentido que ocultan alguna suciedad.

– Creo que usted sabe varias canciones románticas muy lindas y las canta admirablemente— dijo el pollo del pelo por la frente, apercibido como siempre a proporcionar a la tertulia algún nuevo solaz.

– No, señor…, no lo crea usted… Antes cantaba alguna, pero ya se me han olvidado…

– Por mi parte— manifestó el pollo con sonrisa altamente diplomática— y pienso que también por parte de todos estos señores, le agradecería muchísimo que rebuscase en su memoria y nos hiciese conocer alguna…, ¿no es verdad, señores?

– Sí, sí, Margarita, cante usted, por Dios, alguna.

– ¡Si no me acuerdo!

– Vamos, ya se acordará usted… Empezando, la irá usted sacando poco a poco.

– Me parece que no podrá ser… Además, yo me las acompañaba con guitarra…

– ¿No hay en casa alguna guitarra?– se apresuró a preguntar el pollo, levantándose de su silla.

A la guitarra que trajo Marta le faltaban dos o tres cuerdas y fue menester echárselas, en cuya operación se invirtió algún tiempo. Después se tardó también un poco en templarla. Una vez templada, la señorita de Delgado declaró terminantemente que no cantaría porque no se acordaba de nada. La tertulia se conmovió profundamente y trató con reiteradas súplicas de infundirle un recuerdo fresco de alguna preciosa melodía. Mas como la cantante no abandonaba el instrumento y seguía haciéndole sonar dulcemente, volvieron todos a guardar silencio y a esperar con ansia la canción. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de emitir la primer nota, la sensible señorita hizo nuevas y rotundas declaraciones en el mismo sentido que las primeras, lo cual afligió de tal modo a la tertulia, y en particular al pollo del pelo por la frente, que de buen grado habría concedido a la cantante en aquel momento toda la memoria de que disponía, con tal de que no le dejase en mal lugar. Por último, la señorita fijó los ojos en el techo y, con voz bastante dulce aunque temblorosa, entonó la siguiente canción:

 
Esperanza halagüeña a mis sentidos,
tú endulzas de mi pena el amargor;
¡ay!, tú no eres un bien imaginario,
eres el bálsamo grato al corazón.
Si lejos de la vista de mi amada
me lleva de los hados el rigor,
tan sólo es la esperanza quien mitiga
mi tormento cruel y mi aflicción.
 

– ¡Bravo!, ¡bravo!– ¡Qué bonita!– ¡Qué dulce!– ¡Qué melancólica!– Siga usted, por Dios, Margarita, siga usted.

La señorita de Delgado siguió de esta manera:

 
Si recuerdo en la noche solitaria
el nombre de la prenda de mi amor,
se presenta hechicera a mi memoria
la imagen de su rostro encantador:
y tú eres, esperanza, quien me anuncia
que amante corresponde a mi pasión,
y sólo tu dulzura es quien mitiga
mi tormento cruel y mi aflicción.
 

Al llegar a este punto y cuando el auditorio se preparaba a saborear las inefables dulzuras de una nueva estrofa, más apasionada tal vez y más patética que las anteriores, cuando la señorita de Delgado apoyaba lánguidamente sus dedos carnosos sobre las cuerdas del instrumento y la cabeza más lánguidamente aun sobre el pecho en testimonio de amargo duelo, acaeció en la casa de los señores de Elorza uno de esos sucesos terribles y extraños, más terribles aun por lo inopinados, a tal punto sorprendentes, que suspenden y cortan por un instante el uso de la palabra; una escena extraordinaria, realizada con tal brevedad que no da tiempo a reflexionar, y deja sumidos a los espectadores en profunda consternación, sin haber podido intervenir en ella.

Abriose con violencia la puerta de la sala, y los ojos de los circunstantes vueltos hacia ella vieron con asombro el rostro pálido de un criado que exclamó dirigiéndose a su amo:

– ¡Señor, señor!

– ¿Qué ocurre?– preguntó don Mariano con el acento enérgico que emplean los caracteres bien templados cuando adivinan un peligro.

– ¡Los soldados están ahí!

– ¿Y qué tengo yo que ver con los soldados, majadero?– replicó con voz colérica.

– ¡Es… que vienen a prenderle!

– No es verdad— gritó una voz desde el pasillo.

Y al mismo tiempo seis u ocho figuras taparon la puerta por detrás del criado. Los primeros que se dejaron ver fueron un oficial muy joven con un uniforme de marcha y un caballero no muy bien parecido con gabán abrochado y llevando en la mano bastón con borlas.

Por detrás de ellos se veían los roses y los fusiles de algunos soldados. El hombre del bastón, que era al parecer quien había hablado, avanzó dos pasos por la sala y sin quitarse siquiera el sombrero, preguntó a don Mariano con tono áspero:

– ¿Es usted don Mariano Elorza?

La mirada del anciano caballero centelleó de indignación.

– Ante todo, quítese usted el sombrero.

El hombre del bastón, un poco cortado por la actitud del caballero y las miradas del concurso, se quitó el sombrero.

– Ahora, ¿qué se le ofrece a usted?

– ¿Es usted don Mariano Elorza?

– No; soy el excelentísimo señor don Mariano de Elorza.

– Es lo mismo.

– No es lo mismo.

– Bien, dejemos discusiones: traigo orden de prender a su hija doña María.

Toda la energía del señor de Elorza se desvaneció de golpe como una sombra al escuchar estas monstruosas palabras. Quedó algunos momentos extático y petrificado, con la mirada apagada, como el que acaba de ver un milagro y no quiere creer a sus propios ojos. Después, recobrándose súbito, se lanzó sobre el hombre del bastón y sacudiéndole fuertemente por la solapa, le dijo con voz de trueno:

– ¿Y quién es usted, insolente, para pensar en cosa semejante?

– Soy el jefe de orden público de la provincia, y le advierto que si usted intenta la menor resistencia, haré uso de la fuerza que traigo.

– ¿Está usted bien seguro de que es a mi hija a quien viene usted a prender?

– Sí, señor, traigo orden de prender a la señorita doña María Elorza. Ruego a usted que me la entregue sin pérdida de tiempo.

– Aquí está— dijo María saliendo del hueco del balcón y avanzando hacia el jefe de los esbirros.

– ¡Pero eso no puede ser!– rugió de nuevo don Mariano deteniendo a su hija— . ¡Este hombre está loco o viene equivocado!

– ¿Está usted dispuesta a seguirme?– preguntó el comisario a la joven.

– Sí, señor— contestó ésta con firmeza.

– Pues vamos.

Don Mariano se llevó las manos al rostro y exclamó con un grito de dolor:

– ¡Hija mía de mi alma! ¿Qué has hecho?

– Nada que pueda deshonrarme ni deshonrarte— replicó la niña levantando su rostro hermoso y altivo y saliendo precipitadamente del salón.

Don Mariano fue detenido por todos sus amigos que le habían rodeado; pero viéndose inmediatamente solo, porque todos, advertidos por un grito de Marta, acudieron a socorrer a doña Gertrudis, presa de un síncope, se arrojó también como un relámpago fuera de la sala.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
330 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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