Читать книгу: «El origen del pensamiento», страница 14

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Habiendo quedado ésta en silencio algunos instantes, un jovencito escuálido, de pelo rubio y ojos tiernos, se atrevió a levantarse, y con voz turbada pidió permiso a D.ª Fredesvinda para leer una poesía que había escrito en su honor. Concedióselo la señora con ademán soberano, y acto continuo el poeta sacó del bolsillo interior de su levita un pliego de papel de barba que desdobló con mano temblorosa. No se oía en el gabinete una mosca.

«A la esclarecida señora D.ª Fredesvinda Bejarano.»

Era una oda en que se la ensalzaba hasta las nubes, presentándola como una protectora de las bellas artes, una nueva Cristina de Suecia. Los artistas se amparaban bajo su manto; hallaban en ella la mano que los sostenía y la luz que los guiaba. En torno suyo juntábase lo más selecto que el arte español había producido en los últimos tiempos, formando un divino cenáculo sólo comparable al que la reina de Navarra presidía allá en los tiempos de la Edad Media.

Mientras el poeta de los ojos tiernos dejaba escapar de su boca esta cascada de elogios, D.ª Fredesvinda, grave y atenta, hacía con la cabeza signos de aprobación: el gesto era tan benévolo, tan protector, que es imposible que su émula la reina de Suecia fuese más allá en este punto. Al terminar, después de unos momentos de pausa, extendió la mano y tuvo a bien expresarse de este modo:

–La poesía que usted nos acaba de leer, Juanito, es bellísima como todo lo que brota de su privilegiado ingenio. Creo que ni Bécquer ni Garcilaso de la Vega han escrito nada mejor.

Fue la señal para que todos los tertulios felicitasen calurosamente al joven escuálido, el cual, ruboroso, confuso, sonriente, daba las gracias haciendo mil contorsiones, manifestando repetidas veces que no por su mérito, sino porque el asunto se prestaba admirablemente, «la poesía había resultado regular.»

–Si usted no tuviese inconveniente en ello—manifestó D.ª Fredes dirigiéndose al poeta,—le rogaría me dejase el manuscrito de esa poesía para guardarlo en mi colección de autógrafos y firmas ilustres.

El poeta, confundido por tamaña honra, avanzó tropezando hasta el trono de D.ª Fredesvinda y depositó en sus manos el pliego de papel de barba. La imperial señora lo alargó inmediatamente a su hija Recareda y ésta se apresuró a llevarlo con la misma unción que si fuese una reliquia a la caja donde su madre guardaba los manuscritos más preciosos.

–Mi colección de autógrafos—se dignó decir la señora, paseando su mirada imponente por el concurso—es acaso la más rica que hoy existe en Europa. Exceden de seiscientas las firmas de poetas españoles contemporáneos que poseo. No hace muchos días que un amigo me decía que, si se tratase de ponerla en venta, el gobierno inglés me daría por ella una suma fabulosa.

Los tertulios dejaron escapar un grito reprimido de admiración. Luego en voz baja se autorizaron mil comentarios lisonjeros que llegaban a los oídos de D.ª Fredes y la arrullaban dulcemente. Un muchacho músico, discípulo del profesor de flauta, se atrevió a manifestar que sería lástima que tal preciosidad saliese nunca de los dominios españoles. D.ª Fredes le miró con indulgencia y respondió que aunque se viese en la miseria jamás enajenaría al extranjero esta gloriosa colección. Con lo cual respiró libremente la tertulia. Se la felicitó calurosamente por su desinterés y patriotismo.

Mario se había hallado en bastantes tertulias de todas clases, pero jamás viera una que se pareciese remotamente a la presente. Su asombro iba creciendo cada vez que la señora de la casa tomaba la palabra. Todo lo que oía y veía era tan estrambótico que le parecía no estar en la realidad, sino asistiendo ya a la comedia.

El gabinete iba quedando en tinieblas. Doña Fredes dio orden de que se encendiesen las luces y que se iluminase también el salón donde se había colocado el escenario. Las damas que debían tomar parte en la representación, entre ellas las dos hijas de la casa, Recareda y Valeria, salieron para concluir de arreglarse; su nieta Medarda, que según se decía en la tertulia era un portento y estaba destinada a eclipsar a todas las actrices españolas, lo mismo. Acudía cada vez más gente; no cabiendo en el gabinete, andaba distribuída por los pasillos y el comedor. Se aproximaban la cinco, hora en que debía de comenzar la función.

D.ª Fredesvinda apretó con sus manos venerables los brazos del sillón, a inclinándose un poco para hablar, reinó silencio en la estancia.

–Ha llegado a mi noticia—manifestó con voz solemne—que en Madrid se ha dicho que yo hacía descansar todo el peso de las representaciones sobre mi nieta Medarda, lo cual podría causarle fatiga por ser aún muy niña. Para evitar estos comentarios desfavorables he determinado que en la comedia de hoy tomen parte principal mis dos hijas y lo mismo sucederá en las representaciones sucesivas.

Este discurso lleno de prudencia causó viva impresión en la tertulia. El poeta de los ojos tiernos tomó la palabra a nombre de todos y manifestó sin ningún rodeo que sólo desprecio merecían tales rumores y que al vulgo en general le gusta zaherir a las personas elevadas. Los demás hicieron coro al poeta; pero D.ª Fredesvinda se mantuvo inflexible. Sus hijas, de allí en adelante, trabajarían tanto como su nieta.

En aquel instante, mirando Carlota hacia la puerta, creyó ver cruzar por el pasillo unas barbas y unas gafas muy semejantes a las de Moreno. Su duda se desvaneció al instante oyendo a D.ª Fredesvinda llamar en voz alta:

–¡Adolfo!… ¡Adolfo!

–No puedo ir ahora—contestó éste desde el corredor sin dar la cara.

–¡Soy yo quien te llama, hijo!—profirió la señora irguiendo altivamente la cabeza.

Todavía tardó aquél en aparecer. Al fin se presentó y cruzó el gabinete tan confuso que bien se notaba que había visto a Mario, por más que afectase otra cosa.

–¿Qué tenías que hacer, hijo?—le preguntó la señora con acento altanero.

Moreno balbuceó una disculpa ininteligible. Doña Fredes le miró un buen espacio con fijeza y severidad. Al cabo dijo:

–Todavía no te he presentado a unos señores que han venido hoy por primera vez a esta casa, los señores de Costa… Mi hijo menor Adolfo—añadió presentándolo a Mario y Carlota.

–¡Ah! ¿Eres tú, Mario?… ¿Y usted, Carlota?—exclamó el joven antropólogo fingiendo sorpresa y con un semblante tan colorado que daba miedo.

Mario, reprimiendo a duras penas la risa, le saludó afectuosamente, y lo mismo su esposa.

–¿Conque se conocen ustedes?—preguntó la augusta señora.

–¡Muchísimo!—respondió el escultor—. Somos íntimos amigos hace bastante tiempo.

Doña Fredes dirigió una mirada de sorpresa a su hijo.

–¿Y por qué no me has dicho que tenías por amigo a un artista de tanto mérito?

Moreno comenzó a murmurar cosas extrañas, tan agitado y descompuesto que verdaderamente inspiraba lástima. Sus mejillas parecían de escarlata. Mario temió que le fuese a dar un ataque.

Al fin vino a sacarle de aquel purgatorio su hermana Valeria llamándole para que fuese a arreglar un bastidor del teatro que se había caído.

Doña Fredes entonces hizo que Carlota y Mario se sentasen cerca de ella y comenzó a hablarles de su hijo menor con la misma gravedad solemne que empleaba para todo. Observábase, no obstante, cierta satisfacción y una alegría que les hizo colegir que Adolfo era su predilecto. Se mostró muy contenta de aquella amistad que les ligaba y esperaba que jamás se entibiaría.

–Por parte de mi hijo me parece que no sucederá—añadió—. Es un infeliz, un pobre chico incapaz de ofender a nadie. Peca gravemente el que le infiera daño alguno. De todos mis hijos ha sido siempre el más cariñoso y el que me profesa más respeto. Sus hermanas le motejan constantemente, le llaman holgazán a hipócrita y dicen que me tiene embaucada. Esto me causa bastantes pesadumbres. Yo creo más bien que son ellas las que están prevenidas contra él y que le buscan defectos. Hipócrita no lo es. Holgazán, convengo en ello. Emprendió varias carreras y ninguna ha llegado a concluir; de suerte que hoy se encuentra el pobre sin profesión alguna y viviendo a expensas de su familia. Pasa la vida azotando las calles o leyendo allá en su cuarto libros de medicina. ¡Ya ve usted! ¿Para qué quiere él esos libros sin ser médico?… Pero yo no puedo estar dura con él aunque me lo proponga. Es tan obediente, tan sumiso, que me desarma. Un niño de seis años no estaría más sujeto que él a mi voluntad. Por supuesto que no abuso de este dominio. Le dejo toda la libertad compatible con las costumbres de la familia. Le tengo ordenado que a las siete venga a rezar el rosario conmigo. Pues hasta ahora no recuerdo que haya faltado un solo día. Por la noche le permito que vaya con sus amigos hasta las doce, salvo los domingos en que recibimos, o los días en que rezamos alguna novena. Jamás se ha quejado ni me ha contradicho en nada.

Mario y Carlota se hallaban tan admirados, que apenas podían creer lo que oían. Todavía estaba D.ª Fredes loando la obediencia de Adolfo cuando vinieron a avisar que eran las cinco y los actores se hallaban preparados. La egregia protectora de las letras y las artes dio la señal y descendió gravemente de su trono: pidió el brazo a Mario y salió majestuosamente de la estancia seguida de sus adeptos.

Tocoles un buen sitio a aquél y a su esposa para ver la comedia, que era del género llorón; mas apenas lograron fijarse en ella, preocupados con el descubrimiento que habían hecho. Como tenían cerca a D.ª Fredesvinda no podían comunicarse las alegres ideas que cruzaban por sus cabezas, y sólo se desahogaban dándose codazos y pisotones. Más de una vez tuvieron que apretarse la boca para no dar suelta a las carcajadas que les retozaban por el cuerpo. Por mucho que hicieron no lograron volver a echar la vista encima en toda la noche a Adolfo. El feroz materialista, el producto bravío de la Naturaleza en lucha eterna con la sociedad, sin duda se había escondido entre bastidores.

Pero cuando al fin salieron de aquella casa y se vieron solos en la calle, ¡entonces sí que rieron a su gusto! Cada cual recordaba una frase patibularia de Moreno, alguna de sus maldiciones y amenazas contra el orden religioso y político. De este modo las carcajadas fluían sin cesar. Mario se dejaba caer contra los quicios de las puertas y se quitaba el sombrero y se apretaba el estómago para no reventar de risa. Casi otro tanto le pasaba a Carlota. Ambos repetían a cada instante:

–¡Dios mío, lo que se va a reír Rivera!

De esta suerte caminaron alegremente la vuelta de su casa. Pero al llegar cerca de la Puerta del Sol Carlota se puso repentinamente seria, como si un soplo de viento helado cruzase por su alma, y exclamó:

–¡Mucho me he reído hoy, Mario! Tengo miedo que me suceda algo malo.

–¡Qué superstición! No seas tonta, mujer—respondió el escultor sin dejar de reír.

¡Pobre Mario! El tonto lo era él en tal instante. El corazón femenino mantiene, sin duda, más estrechas relaciones que el masculino con las fuerzas magnéticas que obran secretamente en el seno de la Naturaleza.

Cuando hubieron andado buen trecho por la calle Mayor, donde vivían, cruzaron a su lado sin verlos Vicenta y Encarnación, doncella y niñera respectivamente de su casa. Marchaban en tal estado de agitación que los esposos se detuvieron sorprendidos y recelosos.

–¡Vicenta!

Las domésticas tuvieron el paso, y al verles, el miedo y el dolor se pintó en sus semblantes.

–¡Ay, señoritos del alma!—exclamaron casi a un tiempo las dos.

–¿Qué ocurre?—preguntó Mario petrificado de terror.

–¿El niño?… ¿un coche?…—gritó Carlota sacudiendo a la niñera por el brazo.

–No, señorita… no le ha atropellado ningún coche. Se ha perdido.

–¡Búsquenlo ustedes! ¡búsquenlo!—gritó a su vez Mario desesperadamente.

–Hace tres horas que lo estamos buscando, señorito—respondió Encarnación rompiendo a sollozar.

Vicenta explicó el caso. Su compañera no acertaba a hablar. Ambas habían ido con el niño al Retiro, permaneciendo allí toda la tarde. El chico se divertía con otros junto a la fuente de la Alcachofa, mientras ellas charlaban con las demás niñeras sentadas en un banco. Los chicos se escapaban de vez en cuando corriendo hasta cierta distancia, como siempre; pero a una voz que les daban volvían a la plazoleta. Pues cuando se acercaba el oscurecer, al llamarlos para irse a casa, se encontraron con que no parecía el pequeño. Llamaron a gritos, recorrieron todos los sitios próximos, avisaron a los guardas. Nada. Los demás niños no daban más razón sino que estaban jugando al escondite y que le habían visto correr entre los árboles para ocultarse, y que luego no le habían visto más.

Mario sé puso a gemir como una criatura increpándolas furiosamente. Carlota, pálida, pero tranquila en apariencia, le mandó callar.

–¿Y no han dicho los niños si habían visto cerca de él a alguna persona?

–Sí, señorita; detrás de él dijeron que iba un hombre cojo con americana clara y sombrero ancho.

–¿No han dado ustedes ese detalle a los guardas?

–Sí, señorita.

Carlota meditó un instante en silencio.

–Y el hombre ese ¿no se había acercado antes al niño?

–No lo hemos visto, ni los demás niños tampoco.

–¿En toda la tarde no se ha acercado nadie al chico?

–Nadie.

–Sí, mujer—interrumpió Vicenta.—Le ha dado un beso esa prendera que conocen los señoritos, que se llama D.ª Rafaela. Le besó y le regaló unos caramelos.

–Pensé que la señorita hablaba sólo de hombres—replicó la niñera.

Carlota guardó silencio de nuevo y meditó.

–Está bien—dijo al cabo.—Ustedes se vienen conmigo a recorrer las delegaciones de policía para dar aviso. Tú, Mario, te vas ahora mismo a casa de D.ª Rafaela a ver si por casualidad se ha quedado en el Retiro y el niño se ha ido con ella. ¡Quién sabe! Tal vez esté allí. ¿En casa de mamá han preguntado ustedes?

–Sí, señorita, y en casa de la señorita Presentación lo mismo.

–Bien, pues si no parece, hay que seguir la pista a ese cojo. Buena seña tiene para que la policía dé pronto con él… Vamos, no te apures tanto, hombre, que el niño no se ha muerto, y si Dios quiere parecerá.

Y aquella animosa mujer detuvo un coche que pasaba y se metió en él con las dos criadas, mientras su marido, sin dejar de sollozar, corría a la calle de Hortaleza, donde la vieja prendera tenía su domicilio.

XVIII

Doña Rafaela había estado en las Ventas del Espíritu Santo a recoger un dinero que le debían. A la vuelta se apeó del tranvía frente al Retiro, paseó un rato, y mucho antes de llegar la noche se fue a su casa. Allí se encontró una carta, fechada en la cárcel, que decía:

«Mi respetable y amada protectora: Desde hace tres días me hallo en este lugar vergonzoso, tratado como un criminal. La infinita bondad de Dios me envía esta prueba, que no sé si podré resistir, porque soy una criatura débil y pecadora. Bendito por siempre sea su santo nombre. Si no temiera abusar de su bondad le suplicaría que viniese en algún momento libre a consolarme y a fortalecerme con sus sanos consejos. ¡Ojalá no me hubiese apartado jamás de ellos! Si no le fuese posible le ruego por la salvación de su alma que vaya a San José y ponga un cirio en el altar de Nuestra Señora y rece con fervor una salve por su desgraciado amigo que de veras necesita de sus oraciones.—Godofredo Llot.»

No bien la hubo leído cuando, volviendo a echarse el mantón sobre los hombros, salió a la calle, montó en un coche y se hizo trasladar a la cárcel. Tenía allí la prendera un sobrino empleado, quien por favor especial hizo llamar a Godofredo a la sala de declaraciones.

Bajó éste con el capuchón de reglamento. Al quitárselo y dejar al descubierto su hermosa cabeza blonda, D.ª Rafaela no pudo menos de recordar las estampas piadosas que representan a los primeros mártires del cristianismo en los calabozos de Roma. La luz, dando de lleno en aquella cabeza angelical, hacía resaltar como en apoteosis la delicadeza de sus facciones, la seráfica limpidez de su mirada, las tintas sonrosadas de sus mejillas. Éstas se tiñeron de vivo carmín al instante. Bajó los ojos humildemente, y sin decir palabra rompió a llorar en silencio.

–¡Valor, Godofredo! ¡Valor, hijo de mi corazón!—exclamó la prendera.

Pero la buena mujer estaba tan necesitada como él mismo. No bien pronunció estas palabras tuvo que sacar el pañuelo para secarse las lágrimas. Ambos permanecieron silenciosos bastante rato. Al fin aquélla, enjugándose bien los ojos y sonándose con estrépito, dijo:

–Pero ¿cómo fue eso, hijo querido? ¡Explíquemelo! ¿Cómo fue?…

El candoroso joven, que siempre parecía adolescente, permaneció en la misma actitud humilde, como si estuviese esperando el golpe de la cuchilla que había de segarle el cuello.

–Soy muy malo, D.ª Rafaela—articuló dulcemente.—No merezco las bondades con que usted me favorece.

–No le tengo a usted por tal, querido, ni lo tiene nadie… Habrá sido una calumnia…

–No, no es calumnia por desgracia…

Entonces el hijo predilecto de la Iglesia se acercó a la reja, y con labio balbuciente y el rostro encendido se confesó con D.ª Rafaela.

Por no abusar más de su inagotable bondad había tenido precisión de pedir seiscientas pesetas al padre Laguardia, que era quien le perseguía y le había hecho prender.

–¡Pero eso es una picardía!—exclamó la prendera sin poder contenerse.—¿Por seiscientas pesetas le deshonra a usted ese mal sacerdote?

–¡Por Dios le pido que no lo califique así!—profirió el joven con semblante dolorido.—D. Jeremías es muy virtuoso y ha tenido razón para tratarme de ese modo. Mucho más merezco yo…

–¡Qué ha de merecer, cordero de Dios!

–Sí, sí, D.ª Rafaela, por Dios, no me juzgue usted bueno… Soy muy malo… ya verá usted…

La prendera no pudo menos de sonreír llena de benevolencia al ver el calor con que hablaba aquel inocente.

–Vamos, diga usted, criatura, diga usted. A ver qué maldades son ésas.

–¡Sí que lo son!… ¡Ay, señora! La idea de que usted me tiene por mejor de lo que soy me martiriza.

La sonrisa de D.ª Rafaela se hizo más benévola aún y más indulgente.

Godofredo le contó una historia larguísima de un cuñado comerciante que había dado quiebra a causa de cierta fianza. Quedó en la miseria y con nueve hijos. Su hermana, no teniendo pan que darles, le escribía a menudo pidiéndole dinero. Él publicaba artículos en los periódicos católicos y hacía algunas traducciones; trabajaba cuando podía, pero ganaba poco dinero. Los periódicos y las revistas católicas cuentan con escasos recursos. La riqueza se halla en manos de los impíos. Entonces, sabiendo que su hermana y sus sobrinos pasaban hambre, se aventuró a pedir algunas pequeñas cantidades a varios amigos de D. Jeremías, esperando poder devolverlas pronto cuando en La Paz del Hogar, La España Mística y otros periódicos le pagasen lo que le debían. Hizo más. Cometió un pecado gravísimo… un pecado que le costaba trabajo inmenso confesar… D.ª Rafaela le animó a hacerlo, manifestando que el arrepentimiento borra todas las culpas.

–Pues bien, señora—profirió el joven derramando un torrente de lágrimas.—Para pedir ese dinero he usado del nombre del padre Laguardia. ¿No ve usted bien claro ahora que soy un perverso?

–Ese es un pecado, hijo, pero ya sabe usted que el justo peca siete veces al día. Si usted está arrepentido, Dios en su infinita misericordia…

–¡Oh, sí, señora, a la misericordia de Dios he acudido ya!—exclamó Llot con un hondo suspiro que partía el corazón.—En cuanto llegué a este sitio mandé a llamar al capellán de la cárcel, y a sus pies de rodillas he confesado mis pecados.

–Pues si se ha lavado ya en el tribunal de la penitencia no tenga cuidado. Ya veremos de arreglar eso con D. Jeremías.

–¡Oh! D. Jeremías ha hecho bien en perseguirme y en maltratarme de palabra y de hecho. Merezco mucho más.

–¿Pero le ha maltratado de veras?—preguntó sorprendida la prendera.

–Sí, señora; días pasados, en la sacristía de San Ginés, me injurió y me abofeteó delante de varias personas.

–¡Qué escándalo!

–No, no es escándalo, señora. El escándalo ha sido el mío cometiendo un delito. El castigo ha sido muy pequeño para culpa tan grave. Le estoy profundamente agradecido por los golpes que me ha dado y las injurias que me ha hecho, y sólo siento que no hayan sido aún más dolorosos para poder pagar a mi Divino Señor las ofensas que le he inferido.

D.ª Rafaela cruzó las manos y levantó los ojos al cielo con un gesto de viva admiración. Después, convirtiéndolos al cautivo, le miró con asombro y cariño largo rato, embargada por la emoción, como si estuviese en presencia del mismo San Luis Gonzaga.

En efecto, el semblante del joven, rebosando de calma celeste y resignación, merecía un nimbo de luz. Todo era puro, inefable, en aquel semblante radioso. Sus mejillas nacaradas parecían hechas de una materia trasparente a fin de que pudiera verse que aquel cuerpo no contenía ninguna sustancia inmunda: todo era puro, blanco, luminoso. Lo que caracterizaba aquel rostro, lo que resplandecía en sus ojos, en su frente, en sus cabellos, hasta en sus orejas, era una ausencia absoluta de malicia. En sus ojos límpidos, húmedos, brillaba siempre la sonrisa dulce y resignada de los seres que han nacido para víctimas. Había en tal adorable criatura algo de cordero y mucho también de paloma, como si estos dos animales hubiesen cedido de buen grado el uno su resignación, el otro su inocencia, para formarle.

Godofredo Llot no era un muchacho de estos tiempos, como decía muy bien D.ª Rafaela. Merecía haber nacido en un siglo menos escéptico y malicioso. Su naturaleza candorosa, ideal, estaba divorciada de la triste realidad presente, tenía la nostalgia de la Edad Media. En esta edad de fe y entusiasmo debía de haber vivido. Así que, como si presintiera que aquélla era su verdadera época, Godofredo la estudiaba, la fantaseaba sin cesar. Había publicado unos estudios muy notables sobre las Cruzadas, escritos con tal fervoroso estilo que el obispo de Astorga le había mandado su bendición; y en cuantos artículos daba a la estampa seguían saliendo las catedrales góticas, de las cuales vivía profundamente enamorado. Y realmente su rostro angelical, destacándose en aquel momento del tosco capuchón, parecía el de uno de esos monjes ideales que cruzaban misteriosamente por los claustros de los templos góticos para ir a postrarse ante el altar de la Virgen.

Por eso algunos de sus actos que parecían extraños no lo eran, si se atendía a que este joven vivía con el espíritu en otros tiempos más nobles y santos. Cuando D.ª Rafaela, después de haberle confortado con sentidos consuelos y haberle prometido trabajar cuanto pudiera por arreglar el asuntito, se despidió de Godofredo, éste le dijo con rostro humilde:

–¿No me permitirá usted antes de irse besar su mano?

Esto, que sería ridículo en cualquiera, en aquel candoroso joven no lo era.

D.ª Rafaela introdujo su mano derecha por las rejas mientras llevaba la izquierda a la faltriquera, preguntando:

–¿Cuánto necesita usted, querido?

Ahora bien, estos dos actos realizados simultáneamente ¿indicaban que Godofredo después de la mano pedía siempre algún metálico? Si hay algún malicioso que lo conjeture, allá se las haya con su conciencia.

El hijo predilecto de la Iglesia besó con respeto la mano carnosa llena de sortijas de la prendera, y todo ruboroso balbució:

–Si usted me hiciese el favor de veinte duros…

D.ª Rafaela sacó del portamonedas dos billetes de cincuenta pesetas y se los entregó. Después se despidió con muy cariñosas palabras. Pero todavía antes de marcharse le pidió Godofredo otro favor: que oyese una misa por su intención. Y la bondad de ella fue tanta que le prometió oír dos, cosa que Godofredo rechazó, como es natural; pero la buena mujer se empeñó y no hubo más remedio. El joven, embargado por el agradecimiento, rompió de nuevo a llorar.

En cuanto salió de la cárcel se fue la prendera derecha a casa de D. Jeremías. El iracundo presbítero no quiso oírla, ni aun prometiéndole salir por fiadora de las cantidades que Godofredo adeudaba a él y a sus amigos. Juraba y perjuraba que había de llevarle a presidio y prometía ir a verle salir en la cuerda de presos con el mismo placer que si fuese a la misa del Papa. Desde allí fue a visitar al cura de San Ginés y al capellán de las Adoratrices. Tampoco logró nada en favor de su protegido. Estos presbíteros estaban ferocísimos, tanto o más que el prelado doméstico.

Cuando la buena mujer, fatigada, regresó a su domicilio, hallolo turbado por la presencia de Mario, que después de buscarla en vano por todo Madrid había venido a esperarla. El estado del escultor era tan lamentable que la sobrina tuvo que hacer tila y sacar el frasco del antiespasmódico. Cuando D.ª Rafaela le dijo que nada sabía del niño después de haberle besado en el Retiro a eso de las tres, fue acometido de un desmayo. Salió de él en seguida gracias a los cuidados que le prodigaron. Y en cuanto recobró el sentido tomó el sombrero y salió acompañado de D.ª Rafaela. Fueron a su casa. Carlota estaba ya de vuelta y con ella su madre, su hermana, D. Pantaleón y Timoteo. Rivera llegó también a los pocos momentos. La casa era un campo de desolación: no se oían más que lamentos y sollozos. Todos parecían haber perdido la razón menos Carlota. La infeliz madre, blanca siempre como una estatua, no se entregaba a vanos gritos de dolor; ocupábase en disponer los medios de recuperar a su hijo. En aquel momento hablaba con el delegado de policía del distrito. Éste se inclinaba a creer que se trataba de un secuestro.

–Verán ustedes cómo no se pasan muchas horas sin que reciban una carta pidiendo dinero por el niño—decía.

–Le daremos todo lo que poseemos, y si no es bastante no faltará quien nos lo preste.

–Nada de eso. No hay necesidad. Como ustedes sigan mis instrucciones, yo me comprometo a rescatarlo y a echar mano a los bandidos.

–¿Para qué? Mi marido y yo nos quedamos con gusto sin nada y trabajaremos toda la vida por nuestro hijo.

Por si la carta no llegaba convinieron en seguir la pista al cojo que habían visto detrás del niño en el Retiro. El delegado había ya dado las órdenes oportunas. Dos agentes llegaron a decirle que este cojo había salido aquella misma tarde por el ferrocarril de Arganda, montando en la estación que se halla detrás de las tapias del Retiro.

Inmediatamente Mario y el delegado tomaron un coche y se fueron a dicha estación. El delegado interrogó al jefe y a los mozos, y todos convinieron en que efectivamente había salido un cojo de las señas indicadas, pero convinieron asimismo en que no iba con él niño alguno. Este dato los desalentó. Mario quedó profundamente abatido y se dejó caer en un banco mientras el delegado telegrafiaba, por si acaso, a los jefes de las estaciones intermedias y al alcalde de Arganda para que en todo caso le detuviera.

Pero hallándose de aquel modo sentado con la cabeza entre las manos, oyó a un mozo decir a otro que no había visto más niño que uno que llevaba una mujer. El escultor levantó vivamente la cabeza.

–¿Qué señas tenía ese niño?

–Pues yo no he reparado bien… Era rojito él y blanco.

–¿Cuántos años tendría?

–Tampoco puedo decirle… Era pequeñito…

–¿Pero iba en brazos?

–Ca, no, señor; andaba él solo perfectamente. Lo llevaba la mujer de la mano.

–¿Tendría cuatro años?

–Por ahí… por ahí…

Mario se alzó agitado y preguntó con anheló:

–¿Qué traje llevaba?

–Un trajecito azul de pantalón corto y con las piernas al aire.

–¿Y un sombrero claro?

–Sí, señor, y un sombrero blanco.

–¡Es mi hijo!—gritó, y echó a correr al telégrafo, donde se hallaba el delegado.

Éste, al escuchar la relación que trémulo y con palabra entrecortada le hizo, quedose pensativo, llamó al mozo y le interrogó de nuevo:

–Bien puede ser—dijo al fin—que ese cojo haya traído consigo una mujer y le haya entregado el niño para despistar. Telegrafiaremos este dato al alcalde, y mañana, en el primer tren, iremos a Arganda.

Mario se le puso delante con las manos cruzadas en actitud suplicante.

–Por lo que más quiera usted en este mundo, amigo García, le ruego que vayamos ahora mismo.

–¡Pero si no hay tren, Sr. Costa!

–No importa, iremos en coche.

Vaciló el delegado algunos instantes, puso varios reparos, pero al fin, vencido de las súplicas del desgraciado padre, se decidió a ir. El coche que les había llevado a la estación no servía por ser de un caballo. Mientras Mario fue a alquilar otro, el delegado telegrafiaba a los jefes de las estaciones intermedias para cerciorarse de que tanto el cojo como la mujer y el niño no se habían apeado en ninguna de ellas. Se mandó un recado a Carlota; trajeron ropa al delegado y se tomaron las disposiciones necesarias para el viaje. Cuando salieron de Madrid habían dado ya las doce de la noche.

Era clara y fría como suelen serlo las del invierno en la capital de España. El disco de la luna resplandecía sobre la llanura árida que se extiende a entrambos lados de la carretera. La augusta serenidad del cielo tachonado de estrellas no logró mitigar la tortura del artista. Otras veces el magnífico espectáculo de la Naturaleza había sido un precioso calmante para las heridas de su corazón. Mas ¡ay! para la que ahora sentía no hay bálsamo en la tierra.

El sordo rumor de las ruedas y las campanillas de los caballos adormecieron pronto a su compañero. Mario le contemplaba con ira. Su imaginación se revolvía atormentada por el dolor, presentándole mil cuadros aterradores. Su hijo secuestrado, su hijo maltratado, su hijo pasando hambre y frío en cualquiera cueva, su hijo llamándole con acerbo llanto, mientras unas manos brutales le tapaban la boca… ¡Hijo de mi alma!

Se apretaba las sienes con las manos temiendo que fuesen a estallar. De su garganta se escapaba un débil y continuo quejido como el de un animal en la agonía. A ratos empujaba convulsivamente la delantera del coche, como si con este esfuerzo le hiciese correr más. A ratos imaginaba saltar fuera y emprender una carrera vertiginosa para llegar antes. Imposible que el infierno haya inventado un suplicio más cruel.

Las estrellas brillaban. Los árboles que orlaban las riberas del Jarama balanceaban sus negros penachos sobre el fondo azul de la noche. El trote de los caballos y sus cascabeles rompían el silencio de la campiña dormida. La luna esparcía sobre ella su luz suave donde flotaban algunos jirones de niebla. García roncaba.

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