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Читать книгу: «El idilio de un enfermo», страница 11

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XV

Corrieron buen espacio desalados, creyendo que los seguían. El que primero se cansó fue Andrés.

– Es inútil correr— dijo poniendo una mano en el hombro de Rosa para detenerla.– Nadie nos sigue.

Volvió la aldeana hacia atrás el rostro, donde aún se pintaban el terror y la zozobra, escuchó con atención un rato, y cerciorándose de que su padre no la perseguía, respiró libremente y se fue serenando. Mas al tropezar sus ojos con los de Andrés, turbose de nuevo y se llevó rápidamente las manos al pecho para subir el pañolón que se había echado al bajar a la cocina. No traía más que la camisa y una enagua. Al verse en aquella figura delante del joven sintió gran vergüenza. Ambos quedaron confusos un instante, sin saber qué hacer ni decir. Ella fue la que primero rompió el silencio con voz temblorosa.

– Yo me vuelvo a casa, D. Andrés… aunque mi padre me mate.

– ¡Eso sí que no!– contestó él reteniéndola por el brazo.– Ahora no puedes volver de ningún modo. Es necesario que antes se temple tu padre un poco… Si esta noche pudieras dormir en otra casa, mañana le echaríamos algunos amigos… y tal vez le calmaríamos…

– Pero ¿dónde voy a dormir?

– ¿No tienes ningún pariente en el pueblo?

– A mi tío Jaime nada más.

– ¡Bribón!– murmuró el joven con rabia.

Volvieron a quedar meditabundos. Rosa levantó la cabeza con alegría: tenía una idea.

– Mi tía Eugenia vive en Marín. Hace tiempo que no nos hablamos. Mi padre ha reñido con ella… pero ¿qué importa?

– ¿Y dónde está Marín?

– A una legua de aquí, camino de Lada.

– Vamos a allá— repuso el joven resueltamente.

Y echaron a andar a buen paso por el angosto camino de la cañada.

La noche estaba más clara. El disco de la luna asomaba grande, rojo, inflamado, por encima de las montañas. El ambiente era diáfano. Corría una brisa fina y helada, encajonada entre las paredes de la garganta.

Los fugitivos marcharon un rato en silencio. Andrés, aturdido por la situación singularísima en que se había puesto, no estaba, sin embargo, disgustado. De vez en cuando miraba con el rabillo del ojo a su amiga, admirando la bravura de aquella chica, que en lance tan apurado marchaba serena, confiándose en él, y segura de sí misma.

No se oía más ruido que el que ellos hacían al pisar las hojas secas sembradas por el camino y el murmullo lánguido del riachuelo. A veces un soplo más fuerte de la brisa levantaba sordo rumor entre las ramas medio desnudas de los árboles. El arroyo estaba cubierto de una bruma blanca y espesa, por encima de la cual asomaban sus puntas los juncos y arbustos que crecían en las orillas. A la luz de la luna este manto de bruma resplandecía tan blanco como la nieve.

Andrés observó, en una de sus frecuentes ojeadas, que Rosa iba descalza, y detuvo el paso.

– No había reparado en que vas descalza, Rosa.

– Tampoco yo— repuso ella mirándose tranquilamente a los pies.– Cuando chica andaba mucho así: no se me hace novedad.

– No, no puedes seguir de ese modo: te vas a hacer daño. ¿Quieres ponerte mis zapatos?

La joven soltó una carcajada.

– ¿Sabe que tendría gracia, D. Andrés, que usted fuese descalzo?

– No será más que hasta la rectoral. Cuando pasemos por allí entraré y sacare mis borceguíes de caza… Vaya, póntelos, que me das gusto en ello…

La aldeana se resistió mucho tiempo, en broma primero, en serió después: le parecía un absurdo. Andrés insistía con afán, acometido de impulso caballeroso y galante: mas no pudo vencer su obstinación. Entonces se detuvo y dijo resueltamente:

– No doy un paso más si no aceptas.

Ella le miró sorprendida; pero viendo que, en efecto, no se movía, tomó el partido de aceptar. El joven cortesano se despojó rápidamente de sus zapatos, la hizo sentarse sobre la paredilla del camino, arrodillose delante y la calzó delicadamente, gozoso de dar una prueba de estimación a aquella gentil criatura, que tantas le había dado de constante afecto. Ella la recibió sonriendo, ruborizada y enternecida. Como Andrés tenía el pie chico, los zapatos le ajustaron regularmente.

Se pusieron en marcha de nuevo. Rosa protestaba a cada paso de aquel cambio tan extravagante; se dolía, con frases que revelaban sincera pena, de que Andrés fuese de aquel modo indecoroso, exponiéndose a coger una enfermedad. Pero éste reía y marchaba dando brincos para convencerla de la fortaleza de sus pies, vestidos solamente de un fino calcetín. Al fin ella calló. En vez de proferir palabras, miraba a su amigo de vez en cuando con ternura y admiración. Andrés, que sentía sobre sí estas miradas, las evitaba. Llegaron al pueblo, y en vez de cruzar por él, lo rodearon; no fuese que algún vecino anduviera todavía por la calle. Subieron después el camino de la rectoral. Al llegar a ella, el joven se entró con cautela, sacó sus borceguíes y dejó otra vez la puerta entornada, sin echar la llave. Algo más lejos se sentó sobre una piedra y se calzó.

– Ahora ya te puedo decir, Rosita, que me iba haciendo un daño terrible.

– ¡Si es más testarudo!– repuso ella con una mueca de enfado.

Emprendieron otra vez el camino con brío. Subieron otro poco más, traspusieron la colina que cerraba por aquella parte el vallecito de Riofrío, y bajaron la cuesta hasta que dieron sobre el río. El camino, que era el mismo por donde meses antes Andrés había venido de Lada, fue llano desde entonces. El joven cortesano preguntó a su compañera dónde estaba Marín.

– Allá, después de un trecho, dejaremos el camino y tomaremos la cuesta. Marín está detrás de aquel monte que ve a mano izquierda— dijo apuntando con el dedo.

El paisaje estaba bañado de luz. Los árboles resaltaban como en pleno día. Como aquel valle era más abierto, la brisa de la noche no había dejado reposar la bruma sobre el río: manteníala en las orillas formando dos blancas murallas gaseosas, por medio de las cuales el agua se deslizaba suavemente, despidiendo reflejos plateados. Por encima se extendían los pardos castañares, arraigados en las faldas de las colinas. Allá, a lo lejos, cerca de la luna, alzábanse las cimas dentadas de las montañas, envueltas en finísimo cendal blanquecino. El sosiego y la hermosura de tal espectáculo despertaron en el alma de Andrés emoción suave. El mágico atractivo de aquella noche poética le produjo una sacudida de gozo: cruzó por su ser un soplo blando y voluptuoso, que le embargó algunos instantes, y en su corazón palpitaron ansias inefables, indefinibles. Volvió los ojos a Rosa y la halló hermosa y serena como el paisaje que tenía delante. Y acometido de súbita ternura hacia ella, la tomó una mano y la estrechó delicadamente. La joven volvió también el rostro. Sus ojos se encontraron y sonrieron. Después, cogidos por los dedos, caminaron en silencio.

Poco a poco iban acortando el paso. Al cruzar por delante de un caserío, les salió al encuentro un perro ladrando. Bastó que Andrés se bajara a coger una piedra para que el can se alejase. Este suceso les sirvió de tema para charlar algunos momentos. Andrés habló de un perro de caza muy hermoso que le habían robado en Madrid. A Rosa le gustaban mucho los perros, pero no los quería en casa porque su padre, cuando eran viejos y no servían, los colgaba de una cuerda y los mataba a palos.

– ¿Y por qué los mata de ese modo?– preguntaba Andrés.

– Para aprovechar el pellejo: todos hacen lo mismo— respondió ella.– ¡Qué corazón tienen los hombres!

Algo más lejos oyeron pisadas de caballos, y se detuvieron. Venían hacia ellos. Apartáronse un poco del camino y se escondieron entre los arbustos de las márgenes del río. No tardó en aparecer una recua de mulos: el arriero montado sobre uno de ellos.

– Es el tío Pedro, el mantequero— dijo Rosa al oído de Andrés.– ¡Fortuna que no nos haya visto!

Cuando la recua se alejó, salieron de su escondite y siguieron la marcha. Andrés quiso informarse de la familia que Rosa tenía en Marín. Ésta le contó mil pormenores referentes a ella. La tía Eugenia era hermana de su difunta madre: estaba casada, pero el marido andaba por Sevilla ganándose la vida: tenía una hija de la edad de Ángela, llamada Máxima, y un hijo ya mozo también, que era quien llevaba el peso de la labranza: estaban bien de intereses; pero eran muy avaros todos, particularmente su tía: decían que el marido se había marchado por no sufrir su miseria: por cosa de pocos reales en una cuenta de maíz, había reñido para siempre con su padre. Ni a nosotros siquiera nos saluda cuando nos ve en el mercado… Así que tengo miedo que no me admita en su casa— terminó diciendo tristemente. Andrés la tranquilizó acerca de este punto. Si eran tan avaros, con dinero se arreglaría.

Llegaron al paraje en que era forzoso dejar el camino llano y tomar el de la montaña. Dejáronlo, en efecto, y comenzaron a subir por un sendero trazado en zig-zag entre los castaños. Dentro del castañar la sombra era espesa. Como llegaban del camino alumbrado por la luna, apenas veían. La oscuridad les infundió respeto, y guardaron silencio.

Rosa comenzó a marchar más de prisa, dejando atrás a su amigo. Éste a su vez, impresionado dulcemente por el misterio profundo del bosque y la agitación silenciosa de los pájaros e insectos que pululaban por el suelo y el follaje, aflojó el paso.

Al levantar la cabeza se encontró solo.

– Rosa, Rosa, aguarda.

– Vamos, D. Andrés, camine un poco más.

La voz de la aldeana hizo correr de repente por su cuerpo un estremecimiento amoroso. Cuando se juntó a ella y le dio otra vez la mano, Rosa la sintió tan ardiente y temblorosa que separó bruscamente la suya. No intentó de nuevo tomarla, y procuró refrenar el tierno y vago deseo que comenzaba a embargarle. Desde este momento hubo menos confianza entre ellos.

Salieron al cabo de los castañares, y se dispusieron a doblar la colina que les separaba de Marín. Hacia la cumbre estaba desembarazada de árboles. El terreno era más árido. La luna les alumbró nuevamente.

Rosa tornó a ser comunicativa y se aproximó a su protector risueña y confiada. Pero un rumor que creyó advertir detrás la hizo ponerse seria de pronto y detener el paso.

– ¿No oyó usted, D. Andrés? Parece que viene gente…

– No oí nada.

Ambos quedaron atentos, silenciosos, sin pestañear siquiera. Después de un rato, los dos percibieron, en efecto, confuso rumor de voces allá abajo, entre los castañares.

– Vienen a buscarnos— dijo la joven empalideciendo.

– Lo peor es— repuso Andrés, echando una mirada ansiosa a todas partes— que aquí no hay donde esconderse. ¡Está tan desnudo esto!

– A la mano de allá, en cuanto se baja un poco, hay un establo…

– Pues vamos a la carrera, a ver si logramos doblar el monte antes de que nos vean.

Corrieron briosamente hasta quedar embazados. Al fin consiguieron trasponer la colina, y deteniéndose un punto a tomar aliento, bajaron otra vez de corrida hacia el establo, que no distaba mucho de la cumbre.

La puerta estaba cerrada con llave. Los fugitivos se miraron acongojados, sin saber qué hacer. En mucho trecho a la redonda no había nada donde guarecerse. Oíase ya formidable rumor de voces hacia la cumbre que acababan de doblar. Rosa señaló con mano trémula al pajar. Andrés escaló la pared prontamente, apoyándose en las estacas que para subir había clavadas: tiró de la portilla enrejada de madera que lo cerraba, y la abrió sin dificultad. Desde adentro extendió las manos a Rosa, que ya subía, y haciendo un gran esfuerzo consiguió suspenderla y colocarla junto a sí.

El pajar estaba mediado de yerba. Subieron por ella ayudándose con pies y manos hasta ponerse en lo más alto, y se dejaron caer exánimes de fatiga sobre el rústico diván, que crujió y se hundió suavemente bajo su peso. Andrés apartó las yerbas que le cubrían la cara y miró por la ventana. Rosa hizo lo mismo. Esperaron.

Al través de las toscas rejas veíase la vasta pradera, en declive, que habían recorrido, iluminada por la luz nocturna. Abajo estaba limitada por algunos árboles, cuyas copas oscuras contrastaban con el césped bañado de resplandor. Allá, a lo lejos, blanqueaba la cima de una montaña en el vapor luminoso. Desde lo alto del cielo, la luna inmóvil dejaba caer sosegadamente sobre el paisaje la onda tibia de su luz.

Fuéronse acercando las voces. El corazón de los jóvenes palpitaba fuertemente. Grande fue su pasmo y alegría cuando vieron cruzar por delante de la ventana un tropel de hombres riendo y gritando. Rosa los reconoció en seguida: era una partida de mozos de Riofrío: entre ellos iba Celesto, gesticulando alegremente, con el descomunal sombrero de fieltro en el cogote.

Los amantes dejaron escapar un suspiro de placer y se miraron risueños.

– Ya no me acordaba— dijo Rosa— de que mañana es la fiesta de Santa Teresa en Marín. Estos mozos van a la hoguera. ¿No vio qué alborotado iba Celesto, don Andrés?

Y al recordar la grotesca figura del seminarista rió con toda su alma. Andrés, por contagio, también se dejó arrastrar hacia la risa. Cuando los ímpetus se iban calmando, Rosa tornaba a despertarlos contrahaciendo los ademanes ridículos del aprendiz de cura; y para mejor fingirlos quitó el sombrero a su amigo y se lo encasquetó en la parte posterior de la cabeza. Así estuvieron algunos momentos, entregados a una alegría infantil, completamente olvidados de la singular y comprometida situación en que se hallaban. Sosegadas al cabo aquellas avenidas, quedaron silenciosos y embarazados, no sabiendo qué decirse. Andrés fue el primero que habló.

– Si hay hoguera en Marín, no puedes bajar en esa traza, Rosa…

Ella no contestó. Ambos meditaron. El joven tornó a decir:

– ¿Sabes lo mejor que podíamos hacer?… Pasar aquí la noche… Mañana temprano, yo bajaría al pueblo y avisaría a tu tía para que te subiesen ropa…

Tampoco respondió la aldeana. Sentada sobre la yerba, con la cabeza baja, los ojos extáticos y mordiendo una brizna de paja, parecía abstraída en grave meditación.

Andrés se aventuró al fin a preguntar tímidamente:

– ¿Qué dices, Rosa?

La zagala alzó los hombros, y con los labios hizo una mueca expresiva que significaba indiferencia y dolor al mismo tiempo. Andrés la comprendió, y apoderándose de una de sus manos, dijo cariñosamente.

– No te pongas triste… Verás cómo mañana lo arreglo yo todo.

La joven siguió muda. Al cabo de un instante, Andrés observó que por sus mejillas resbalaban algunas lágrimas.

– ¡No llores, Rosa, no llores!– profirió con acento conmovido; y rozando con los labios su oído, le preguntó:– ¿Es verdad que me quieres?

– ¿Pues si no le quisiera— repuso ella, apartándole dulcemente— estaría aquí a estas horas?

Al escuchar su voz, volvió a sentir el joven cortesano el mismo estremecimiento amoroso que le había acometido algunos minutos antes en el castañar. Una emoción deliciosa, una esperanza tentadora de placer sacudió su cuerpo de los pies a la cabeza, arrollando y confundiendo como ola poderosa todos los restantes sentimientos. No quedó más que un deseo. Y sin acertar a reprimirse, estrechó a la joven entre sus brazos brutalmente, aplicó los labios ardorosos a su mejilla y con voz trémula le dijo:

– Dame una prueba de que me quieres… dame una prueba.

Rosa hizo esfuerzos desesperados para desasirse. Al cabo lo consiguió arrojándole, con un empellón, de espaldas sobre la yerba, inerte, sin aliento. Después le miró fijamente, con expresión tan triste y dolorida que el joven se sintió conmovido. Alzose en cuanto pudo, y de nuevo se sentó a su lado con semblante risueño, aunque un poco avergonzado.

Dejó los medios de fuerza, que con una aldeana son inútiles; pero inquieto, febril, espoleado por un deseo omnipotente, comenzó a ensayar con ella todos los recursos de su experiencia amorosa, los mil artificios delicados que había aprendido en el comercio de las damas cortesanas. La tributó, uno tras otro, los homenajes y acatamientos que saben rendir los amantes finos, las caricias apasionadas, el testimonio de un amor respetuoso en la apariencia, en realidad libre y desvergonzado.

La pobre Rosa, que había rechazado con denuedo las acometidas bruscas y groseras, no tuvo fuerzas para resistir este género de ataque tan diferente, tan nuevo para ella. Su naturaleza rústica y perezosa fue despertando, y al cabo se rindió. Se rindió, aturdida por aquella huida de la casa paterna, conmovida por las súplicas y los halagos tiernos del joven cortesano, embriagada por el aroma fresco del heno y el vaho espeso y caliente que subía del establo por los agujeros abiertos sobre el pesebre. Los copos de yerba crujientes y delicados, que rodeaban el nido abierto por sus cuerpos, fueron los cortinajes de su lecho nupcial. La luna, inmóvil en el espacio, que se veía por la ventana, su lámpara veladora.

XVI

El sol había sucedido a la luna en el firmamento cuando los fugitivos despertaron. La luz entraba a torrentes por la ventana del pajar.

Andrés se incorporó el primero sobre su mullido lecho. Rosa, al abrir los ojos, se encontró con los del joven fijos en ella, y por un movimiento instintivo de vergüenza se tapó la cara con las manos. Él se las apartó suavemente, y le dio un tierno y prolongado beso de gratitud en los labios.

Ella se incorporó a su vez, y con semblante asustado dijo:

– Vámonos, vámonos… puede venir de un momento a otro José…

– ¿Qué José?

– El hijo del tío Indalecio… el amo del establo.

– ¿Y a qué ha de venir ahora?

– A ordeñar las vacas y echarlas fuera.

Andrés quedó un instante pensativo.

– ¿Sabes, Rosa— dijo al fin sonriendo— que tengo hambre?… Con lo que me has dicho, me viene deseo de tomar leche… ¿Quieres que le ganemos por la mano a José?

La aldeana manifestó escrúpulos antes de cometer el hurto; pero Andrés prometió dejar algún dinero en pago, y quedó resuelto. Descolgáronse hasta el pesebre por uno de los agujeros que había sobre él. Las vacas, al ver aquellos intrusos bajar apoyando los pies cerca de sus cuernos, sacudieron con susto las cadenas que las sujetaban. El establo se hallaba bastante oscuro; sólo por las grietas de la puerta y por un ventanillo que la pared tenía penetraban algunos delgados hilos de luz, en los cuales bailaba el polvo.

Andrés no sabía ordeñar; Rosa sí, y desde luego se dispuso a hacerlo. Mas se ofreció una dificultad: no tenían vasija. Buscaron y rebuscaron por todos los rincones del establo, y al fin dieron, allá sobre la viga, con una muy tosca de madera. Rosa soltó una de las crías, que fue derechamente a meterse entre las patas de la madre, y comenzó a mamar con ansia, dándole frecuentes cabezadas para que la leche bajase. Los jóvenes contempláronla risueños. Al cabo de un rato, Rosa la arrancó a viva fuerza de allí, y volvió a sujetarla al pesebre: después se puso a ordeñar, dándose muy buena traza. Cuando hubo mediado el jarro de madera, se lo ofreció a Andrés, pero éste negose a aceptarlo galantemente si antes ella no bebía. La leche caliente y espumosa dejó en los labios de Rosa un cerco blanco a modo de bigote. Andrés se lo quitó, riendo, con un beso. En seguida bebió lo que restaba. Aquel desayuno campestre les infundió alegría: sin saber por qué, reían al mirarse. El joven cortesano sacó una moneda de plata y la echó en la vasija. A la aldeana le pareció un despilfarro escandaloso: la leche que habían tomado valía muy poco; quiso metérsela de nuevo en el bolsillo; pero Andrés persistió en dejarla, y la dejó. Después subieron nuevamente al pajar, y convinieron en que Rosa permaneciese inmóvil y bien oculta entre la yerba por si José venía, mientras el joven bajaba al pueblo y avisaba a la prima Máxima para que le subiese ropa.

Saltó desde la ventana al suelo sin apoyarse en nada, y se dispuso a descender a la aldea, que estaba a poco trecho de allí, asentada en la falda de la colina. La mañana era espléndida y fresca. El sol, que relucía vivo y hermoso en el azul del cielo, no bastaba a templar la brisa fina que llegaba de las montañas, donde algún día que otro comenzaba ya a cuajar la nieve. El valle de Marín era más estrecho que el de Riofrío, pero no menos risueño y ameno. Ofrecía, por la estación en que nos hallamos, un tono amarillo que los rayos del sol tornaban brillante y dorado. Los castañares y los bosques de hayas, con su follaje gualdo y verde, semejaban grandes telas de brocado extendidas sobre los collados y las montañas. Los blancos caseríos colgados aquí y allá, unos enfrente de otros, se enviaban un saludo matinal. En torno de la aldea había un círculo de árboles que apenas le daban sombra ya. Allá en el fondo brillaba como un cristal el río, entre el follaje marchito de las plantas acuáticas.

Andrés se sintió alegre y satisfecho, a pesar de los cuidados que le imponía la situación original en que se había colocado. Con la salud le había venido la fuerza para afrontar los reveses de la vida. El sosiego del campo, obrando como un calmante sobre su excitado organismo, había logrado darle confianza en sí mismo y aplomo. En aquel instante gozaba como nunca de la plenitud de la vida: su corazón latía firme y acompasado: la alegría que rebosaba del cielo y de la tierra penetraba en su ser como un bálsamo fortificante. Bajó a paso vivo por la húmeda pradera, después saltó a un camino que iba en dirección a la aldea. La tierra, cubierta de escarcha dura y seca, sonaba bajo sus pies. Llegó a la vista del pueblo y lo atravesó por el medio. Era más chico que Riofrío, y no llano como éste, sino pendiente: las casas pequeñas y desiguales, con toscos corredores de madera, de los cuales pendían largas ristras de mazorcas de maíz que amarilleaban al sol como preciosos tapices de tisú de oro. En aquel instante todo era animación y bullicio por las calles. No sólo los vecinos, sino mucha gente llegada la víspera, discurría por ellas alegremente, hablando en alta voz, riendo y llamándose a gritos. Debajo de los hórreos, descansando sobre tableros improvisados, había grandes zaques de vino bien repletos que no tardarían en deshincharse. Atados a las rejas de las ventanas estaban muchos rocines enjaezados de los romeros que acababan de llegar. Los chicos, aspados dentro de los trajes nuevos que estrenaban, formaban numeroso grupo que giraba anhelante y respetuoso en torno del cohetero. Por encima de las doradas mazorcas asomaban la cabeza, adornada ya con pañuelos de colores chillones, las jóvenes aldeanas. Algunos galanes, de calzón corto de pana y chaqueta verde o amarilla, platicaban con ellas desde abajo, con la montera terciada sobre una oreja para más presumir. Algún que otro borracho matutino excitaba la risa de la gente que andaba cerca con sus groseras ocurrencias.

Andrés pasó por el pueblo despertando curiosidad, no sorpresa, porque solían acudir a la fiesta, muy celebrada en los contornos, algunos señoritos de Lada. Rosa le había dicho que la casa de la tía Eugenia estaba hacia la salida. Cuando se vio cerca preguntó por Máxima a una joven que se peinaba a la puerta de casa, delante de un espejillo roto.

– Allí la tiene usted… ¿No ve aquella moza del pañuelo blanco que limpia la ropa a un chico?… Esa es.

El joven se dirigió a ella, y un poco avergonzado le contó cómo su prima Rosa había huido de casa, a consecuencia de una paliza que el padre la había dado, y que se hallaba escondida en el establo del tío Indalecio esperando que la subiesen alguna ropa, pues estaba medio desnuda. La prima mostrose complaciente y dispuesta a llevarle lo que le hiciese falta en seguida. Andrés le suplicó que guardase el secreto y lo prometió. Quedaron convenidos en que mientras ella subía al establo en busca de Rosa, él se quedaría en el pueblo para disimular. Y, en efecto, comenzó a pasear por la calle, al intento de que le viesen. Al cabo tropezó con dos paisanos de Riofrío, y entró debajo de un hórreo con ellos a beber una copa. Cuando le pareció que Rosa y Máxima tenían ya tiempo para estar de vuelta, despidiose y se dirigió a casa de la tía Eugenia. Recibiole ésta, que ya estaba en el secreto, con la satisfacción hipócrita y el servilismo que despliega la gente del campo ante los señores. Rosa se estaba arreglando en el cuarto de su prima. La vieja se dolió de los malos tratos que el padre la daba, y refirió al joven la historia de todos los disgustos que con su cuñado había tenido, achacándolos al carácter díscolo y egoísta de éste: habló con enternecimiento de su difunta hermana, que había sido muy desgraciada: no se dio por entendida de la escapatoria ni de la clase de interés que su sobrina podía inspirar al joven cortesano. Al fin, presentose Rosa. Llegaba vestida de nuevo con saya negra de estameña que dejaba ver medias blancas y finas, delantal bordado de flores, dengue de pana, corales a la garganta, y ceñida la cabeza con un pañuelo colorado de seda cuyos flecos le caían graciosamente sobre las sienes. Máxima había sacado, por vanidad, el fondo del baúl para vestirla. Presentose sonriente y roja como una amapola. Nunca le pareció tan linda a Andrés. El pañuelo bermejo, por debajo del cual asomaban los rizos de un cabello negro y brillante como el ébano, hacía resaltar su rostro trigueño, iluminado ahora por una sonrisa y encendido por el rubor. Clavó sus ojos en ella con expresión de gozo y de sincero afecto, como si hallase a una prenda del corazón a quien no hubiese visto en mucho tiempo, como si Rosa fuera ya un ser que le perteneciese. Esta mirada llegó hasta el fondo del alma de la aldeana. No supieron qué decirse. Por fin, Andrés pronunció algunas palabras incoherentes sobre lo bien que le sentaba el traje de su prima. La tía Eugenia y Máxima los contemplaban sonriendo maliciosamente.

A las once se celebraba la misa solemne de la parroquia, y como ya habían repicado la segunda vez, todos en la casa se dispusieron a salir para oírla. La tía Eugenia, Andrés, Rosa, Máxima y un sobrinito que tenían consigo se echaron fuera de casa, dejándola cerrada. La gente que circulaba por la calle comenzó a moverse también en dirección a la iglesia. Andrés marchaba delante, con Rosa y Máxima. La tía Eugenia los escoltaba dando la mano al pequeño. Por el camino, que era quebrado y ameno y muy sombreado de árboles, como casi todos los de la montaña, Rosa y Andrés no cesaron de hablarse con los ojos tiernamente, mientras los labios articulaban palabras insignificantes acerca de la fiesta, del tiempo o de la hoguera de la noche anterior. Cuando Máxima sorprendía entre ellos alguna mirada cariñosa, bajaba la vista, sonriendo con malicia: mostrábase complaciente con exceso; les tiraba de la lengua para que se dijesen amores en su presencia; daba leves empujones a Rosa para que se aproximase más al joven; les hacía preguntas un tantico impertinentes que los ruborizaba; adoptaba, en fin, una actitud protectora, que Andrés encontraba muy chistosa. En aquel momento, el joven cortesano lo encontraba todo bello. Sus labios iban constantemente plegados con una sonrisa feliz.

La iglesia era más gallarda que la de Riofrío, muy bien enjalbegadita. Estaba asentada sobre un descanso que hacía la falda de la montaña: detrás tenía por escolta un vasto y hermoso castañar en declive. Como era tanta la gente que acudía a oír la misa solemne, ésta se celebraba al aire libre en un altar erigido en la trasera de la iglesia. Los fieles la oían esparcidos debajo de los castaños. Debajo de los castaños había también una tribuna para los cantores formada con cuatro bancos. El altar estaba protegido por un dosel o toldo formado con colchas: a la izquierda habían colocado un púlpito para el predicador.

Andrés, Rosa, la tía Eugenia y Máxima se sentaron a la sombra de un castaño, aguardando la misa. Los contornos de la iglesia ofrecían grata perspectiva. Los romeros hormigueaban por todas partes con mucha algazara. Algunos clérigos, con sobrepelliz, se movían aceleradamente entre el concurso, arreglando los preparativos. El gaitero y tamborilero ocupaban su sitio de honor en la tribuna, y el cohetero, rodeado siempre de un enjambre de chicos, se mantenía en lugar apartado con un haz de cohetes en la una mano y una mecha encendida en la otra, grave, inmóvil, silencioso, bien persuadido de su alto y principalísimo destino.

Salió por fin el clérigo oficiante, seguido del diácono y subdiácano. La casulla y las capas pluviales brillaron al sol despidiendo vivos reflejos. La muchedumbre se acomodó para asistir al oficio divino con grave y prolongado rumor, que fue poco a poco apagándose. Soltaron la voz los clérigos y aficionados de la tribuna. Detrás de los clérigos que celebraban, a guisa de ayudante, vestido también con sobrepelliz, manejando un enorme incensario, vio Andrés a Celesto. Su nariz relucía a la luz del sol como una guindilla.

La misa era larga y pesada. Andrés no lo advirtió. Mientras el sacerdote oficiaba y la muchedumbre atendía prosternada, sus ojos apenas se apartaban de los de Rosa, que muy a menudo los volvía también hacia él, húmedos y extáticos. El sitio que ocupaban era muy agradable. Descubríase desde allí todo el hermoso valle de Marín. Corría un fresquecillo ligero y sano que agitaba los árboles. Las hojas marchitas se desprendían, giraban un momento y caían después como lluvia sobre el césped. Cuando el sacerdote elevó la Hostia, la gaita y el tambor tocaron con brío la marcha real, el hombre de los cohetes disparó profusión de ellos en un instante; la muchedumbre se inclinó aún más, hasta tocar casi con la frente en el suelo. Andrés sintió un enternecimiento singular, y antes de levantarse, buscó a tientas la mano de Rosa y la apretó suavemente.

Cerca de terminarse la misa, Celesto comenzó a hender trabajosamente la muchedumbre arrodillada, dando a besar un escapulario. Cuando tropezó con Andrés y le vio al lado de Rosa, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa; pero al instante se recobró y les tendió el escapulario, que ellos besaron devotamente.

Cuando todo hubo concluido, Andrés, que conocía la avaricia de los paisanos en general y de los parientes de Rosa en particular, en vez de aceptar los ofrecimientos de la tía Eugenia, la invitó a comer en alguna taberna, juntamente con Máxima, Celesto y D. José el excusador, que había cantado en la misa. Por indicación del seminarista, muy versado en estos asuntos, bajaron al lagar de don Pedro, situado en el fondo del valle, a unos trescientos pasos del pueblo. Era un edificio rústico, que por un lado miraba a la pomarada y por otro a un vasto campo de regadío, en el cual, por ser el único sitio llano y despejado que había cerca, celebrábase la romería, con permiso de su propietario. Como había ya alguna gente dentro del lagar, Andrés preguntó a la tabernera si les podían servir la comida en la pomarada. Respondió que sí, y acto continuo se colaron de rondón en ella. Mientras la recorrían de un cabo a otro para hacer tiempo, Celesto, llamando aparte a Andrés, quiso sonsacarle y enterarse del motivo de estar allí Rosa. El joven replicó que, no pudiendo marcharse aquel día por estar descalzo el caballo de su tío, había venido a la fiesta de Marín, donde se había tropezado casualmente con Rosa. Mirole el seminarista como diciéndole: ¡a mí con esas! pero se calló respetuosamente.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
30 августа 2016
Объем:
190 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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