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XIV
Por la noche supo Andrés en la taberna lo acaecido en el Molino. Celeste le refirió la escena con pelos y señales. Tan triste y abatido le dejó el relato, que para confortarse un poco bebió contra su costumbre, y le hizo daño. Entre el excusador y Celeste le llevaron a casa. Por la mañana al despertarse no recordaba nada de lo que había pasado en la taberna. Pero sí recordó con terrible claridad la situación en que sus imprudentes galanteos habían colocado a la pobre Rosa. Después de recapacitar un poco entre sábanas acerca del mejor partido que podía tomar para redimir a la chica de tanto cuidado y dolor, no vio más adecuada salida que partirse cuanto antes de Riofrío: lo mismo que venía pensando hacía ya bastante tiempo sin ponerlo por obra. Su partida restablecería la calma en aquella familia. Tomás y su hermano, no viendo cerca el obstáculo capital para el logro de sus propósitos, apelarían a medios más suaves. La misma Rosa, pasado algún tiempo (y esto era lo que más trabajo costaba imaginar a su amor propio) le iría echando en olvido y se acomodaría a la postre a ser la esposa rica y sumisa de su tío el indiano. Y sin poner los pies fuera del lecho quedó resuelto de modo irrevocable que al día siguiente muy tempranito montaría a caballo para tomar en Lada el tren de la mañana.
Lo primero que hizo después de levantarse fue buscar a su tío para comunicarle aquel designio. Hallolo en la huerta totalmente abstraído en la contemplación melancólica de un pie de berza en que las orugas se habían ensañado. Andrés no anduvo con rodeos. Se lo anunció de golpe y porrazo.
– Tío, mañana me voy.
El pie de berza se sintió abandonado súbitamente.
– ¿Cómo… cómo… cómo?
– Que mañana me marcho.
– ¡Pero así, tan de repente! ¿Qué mosca te ha picado, chico?
– Demasiado sabe usted, tío, cuál es la mosca que me pica— profirió Andrés con acento triste.– Por mi culpa están padeciendo algunos… No quiero ser más tiempo causa de disgustos…
El pie de berza volvió a ser instantáneamente objeto de la más profunda atención. Un buen rato se estuvo el cura devorándole con los ojos en silencio. Al cabo, sin dejar de examinarle con particular cuidado, articuló por lo bajo:
– Tienes razón, Andrés… En conciencia no puedo retenerte aquí…
Andrés guardó silencio y concentró también lúgubremente su atención sobre la maltrecha planta. El cura fue el primero en levantar la cabeza.
– ¿Pero cómo diablo te has metido en esos enredijos?… Mucho me sorprende…
No encontrando explicación que pudiese dejar satisfecho a su tío, Andrés prefirió no dar ninguna. Ambos, pues, se mantuvieron callados. Al cabo, nuestro joven se fue otra vez tristemente hacia la casa y se puso a arreglar el baúl.
Mientras las manos trabajaban poniendo en orden los bártulos, el cerebro tampoco descansaba, saltando por encima de los sucesos del verano, o lo que es igual, por los varios y poéticos lances de su amoroso devaneo. Y observó con cierta sorpresa que su corazón estaba más ligado de lo que presumía a la hermosa y sencilla aldeana. ¡Cosa más rara! No podía pensar en que iba a dejar de verla para siempre sin sentir un frío particular hacia la región izquierda del pecho… ¡Pobre Rosa, tan sencilla, tan buena! ¡dejarla en poder de aquellos bárbaros! (Al meditar esto, volvía unos pantalones del revés y los doblaba con cuidado.) La verdad era que Dios había sido injusto con él: le daba la salud en pago de haber robado la paz y la dicha a una inocente niña. ¿No se cansaría a la postre de sus mercedes y le castigaría de algún modo, que le doliese mucho? (Envolvía unas botas en papeles y las metía en un rincón del cofre.) El que tenía la culpa de todo era aquel asqueroso indiano que se había interpuesto tan inoportunamente entre ellos… No, no; quien tenía la culpa de todo era él; no debía forjarse ilusiones. ¿Quién le había metido a decir amores a una chica con la que sabía de cierto que no había de casarse?… ¿Pero en qué había de pasar el tiempo de otra suerte? La conversación de su tío le cansaba; la de los paisanos más; Celesto le hacía recalar siempre a la taberna. Luego, ¡Rosa era tan linda! ¡tenía tantísima gracia! Era digna por todo de ser una señorita… (Colocaba cuidadosamente una camisa con el cuello hacia abajo para que no se arrugara.) ¿Qué pensaría de él luego que supiese su partida? Por todas partes que se mirase era acción innoble el irse sin decirle siquiera una palabra de consuelo; algo que justificase su conducta. Le causaba fuerte pesadumbre aparecer a los ojos de Rosa como un ser odioso, sin entrañas. Si pudiese tener una entrevista con ella antes de marchar, quizá lograse convencerla de que la separación era el mejor partido que podían tomar: acaso con algunas vivas protestas de cariño y ciertas vagas esperanzas de volverse a ver con el tiempo endulzaría la amarga píldora que le iba a propinar. Pero ¿cómo arreglarse para ello, estando encerrada por el cafre de su padre? (Aprensaba la ropa con ambas manos porque el baúl no quería cerrar.) En vano dio vueltas a la imaginación larguísimo rato para buscar un medio. No parecía.
Mucho tiempo después de haber arreglado el equipaje, todavía seguía la pista de alguna traza que le pusiera en comunicación con Rosa, aunque no fuese más que por breves instantes. Después de comer, saliose a dar un paseo solitario, a ver si el fresco de los campos despertaba en su cerebro alguna buena idea. Nada; no veía ningún punto luminoso. Allá, hacia la tarde, acordose de que comenzaba en la iglesia la novena de San Rafael, patrono del pueblo. Su tío le había anunciado que predicaría D. José, el excusador:– «el mejor orador del concejo, un pico de oro»– tales habían sido las palabras del párroco para encarecer las dotes de su coadjutor. Paso entre paso, deshizo lo andado y se encaminó hacia la iglesia, triste siempre y caviloso.
Había comenzado ya la novena. El pico de oro estaba en el púlpito diciéndola por un libro. El monaguillo le alumbraba con un trozo de cirio, porque la iglesia empezaba a quedarse oscura. Buen número de mujerucas repetían, arrodilladas sobre el pavimento de tierra apisonada, las palabras del exiguo eclesiástico, que salían arrastradas y gangosas de su boca, como es de rigor en casos tales. Un enjambre de chicos rodeaba el altar portátil de San Rafael, que parecía un ascua de oro; otros se mantenían derechos por los contornos del presbiterio, bajo la vigilancia del cura, que no cesaba de dar vueltas, administrando equitativas correcciones con su muleta al que no se estaba quieto. A la puerta de la sacristía tropezó nuestro joven con Celesto, de rodillas, con las manos plegadas, los ojos en blanco, en éxtasis completo; tan arrobado que no le vio. Conservaba todavía en la mejilla izquierda señales de una reyerta que había tenido en la taberna la tarde anterior.
Arrimose Andrés al arca de la vestimenta, debajo del Cristo ensangrentado, y sin atender poco ni mucho a lo que se celebraba, siguió dando rienda a su pensamiento. Según se iba aproximando la hora de partir, el recuerdo de Rosa le hacía más cosquillas en el alma. Fue a la puerta otra vez y echó una intensa mirada a la iglesia, a ver si por casualidad la veía entre las mujeres; pero fue en vano. Ni a Rosa ni a Ángela logró echar la vista encima. A quien vio únicamente entre la gente menuda fue a Rafael, el cual, sin saber por qué, le pareció más simpático que otras veces. La remota semejanza con Rosa quizá fuese parte a ello.
Después que D. José y todos los fieles a coro dijeron buena porción de oraciones, que a nuestro joven le parecieron una misma, o por lo abstraído que estaba, o porque en realidad no discrepasen mucho unas de otras, rompió el excusador a cantar alto y tendido un villancico a la Virgen sin acompañamiento de órgano, porque no lo había, ni de instrumento musical alguno. Así la voz del clérigo, engolada y espesa y muy celebrada en la comarca, se ostentaba más pura. Casi todas las mujerucas contestaron entonando un estribillo, que por cantarse en todas las festividades religiosas de la parroquia sabían de memoria hasta los más duros de oído. Volvió el excusador a cantar otra letra y tornaron las mujerucas a responderle con el mismo estribillo: y así por varias veces. Terminado el canto, bajó D. José del púlpito y se hincó de rodillas ante el altar de San Rafael para pedirle que le inspirase el sermón que tenía escrito y aprendido hacía más de quince días.
Reinó grave silencio en la iglesia. Nadie osaba turbar, ni aun los mismos chicos, la edificante oración del coadjutor. En aquel momento fue cuando a Andrés le acudió la idea de servirse de Rafael para hablar con Rosa por última vez. ¡Si el muchacho se aviniese a llevarle un recado!… Lo intentaría. Y con la esperanza de dar una tierna despedida a la joven aldeana y justificar su proceder, le bailó el corazón de alegría. Cuando el excusador subió al púlpito, terminada su plegaria, no pudo reprimir un gesto de impaciencia.
Mientras D. José, en lo alto de la sagrada cátedra, se sonaba con un pañuelo de yerbas y se limpiaba las narices repetidas veces de un modo mesurado e imponente, propio para ejercer saludable fascinación en el ánimo de aquellos sencillos campesinos, el cura de Riofrío, transformado en hostiario, ordenaba el concurso de suerte que todos pudiesen oír cómodamente al orador. Y para vigilar toda la iglesia y tener cuenta que ningún muchacho se excediese, abrió con la muleta un pasillo por el centro y comenzó a pasear por él gravemente desde la puerta hasta el altar mayor y viceversa, apercibido a moler los cascos al primero que se desmandase.
El excusador principió en tono muy bajito, muy bajito, para mayor solemnidad. Después fue gradualmente levantando el gallo hasta retumbar en la iglesia como un trueno. Parecía obra de milagro que tal estentórea voz saliese de aquel corpúsculo liliputiense. Aunque es verdad que el calor de sus convicciones teológicas debía ser parte muy principal a fortalecerlo. A Andrés, que se dispuso a escucharle por recurso, le pareció muy bien el exordio del sermón, elegante, atildado. Los párrafos que le siguieron desdecían muchísimo de él. Más adelante volvió a soltar otro período majestuoso y grandilocuente, que a nuestro joven le agradó sobremanera; pero luego se despeñó en un fárrago de vulgaridades y chocarrerías, de las que no menos quedó asombrado, «¡Vaya un hombre original!» dijo para sí. Otro período de superior calidad; otro en seguida necio y arrastrado. Finalmente, Andrés, por medio de cierta sentencia original que le pareció haber leído, se puso sobre la pista y vino a comprender lo que aquel revoltijo de cosas buenas y malas significaba. D. José estaba triturando un precioso sermón de Bordalue. El paño era superior, pero el zurcido detestable.
No le parecía así al párroco, que seguía paseando sosegadamente por el centro de la iglesia, puestos sus ojos terribles en todos los rincones, dispuesto a reprimir cualquier irreverencia. No pasaba una vez por delante del púlpito que no asintiese con la cabeza a lo que su coadjutor estaba pregonando. Alguna vez llegaba hasta decir en voz alta: «Muy bien, don José, muy bien.» Con esto el excusador se animaba hasta querer echar las entrañas por la boca a puros gritos. Pero cuando la aprobación del cura se convirtió en entusiasmo y se manifestó más ostensiblemente fue cuando D. José comenzó a trazar la pintura de un animal monstruoso y hediendo: el rostro peludo como el de un mico, el hocico apuntado como la hiena, los ojos hundidos y atravesados, los labios colgantes, las garras como los ogros… El cura no comprendió al pronto. En pie, delante del púlpito, seguía con gran curiosidad las palabras del excusador, haciendo inútiles esfuerzos por adivinar a quién se refería. Al cabo vino a averiguarlo, cuando el excusador puso a su monstruo un gorro frigio sobre la cabeza.
– ¡Ah, sí, Garibaldi— exclamó lleno de alegría!…– Muy bien, muy bien… ¡Duro en él, D. José, duro en él; duro en ese pillo!…
Y emprendió de nuevo su paseo murmurando injurias contra el enemigo del Papa. D. José siguió también dándole duro, como le aconsejaban, por un buen rato. Después pasó a otro asunto y por fin terminó deseando la gloria eterna a todos los presentes.
Cuando la gente salió de la iglesia era ya anochecido. Andrés se emboscó por las cercanías, y cuando atisbó a Rafael abocole con las debidas precauciones para no ser notado. El chico se mostró acortado y como descontento de aquella conferencia. Hacía ya tiempo que no oía a su padre más que maldecir del señorito madrileño. Además, él había sido la causa de que le subastasen las vacas. Así que cuando Andrés le propuso llevar un recado a su hermana, dijo resueltamente que no se encargaba de nada y trató de apartarse.
– Espera un poco, Rafael… Yo me voy mañana para Madrid y no volveré más por esta tierra… Pero antes de marcharme quisiera decir adiós a tu hermana… ¿A tí que te perjudica eso ni a tu padre tampoco?… Yo lo hago, porque la pobre no crea que la desprecio… En cuanto me vaya quedaréis en paz. Tu tío se desenfadará y os dará dinero otra vez para comprar las vacas y se casará con tu hermana…
El chico guardó silencio. Andrés comprendió que dudaba de su partida.
– Si piensas que no me marcho puedes preguntárselo al criado de mi tío, que bajó hoy el caballo del monte…
Y como viese que vacilaba sacó del bolsillo una moneda de plata y se la puso en la mano.
– ¿Qué quiere que le diga a Rosa?
– Que cuando oiga silbar esta noche en la calle, baje a la cocina y me abra la puerta.
– ¿Pero no ve que duerme Ángela con ella?
– Ya lo sé… puede salir del cuarto cuando todos estén durmiendo, sin hacer ruido… Ángela tiene el sueño pesado…
– Bien; yo se lo diré… y luego ella que haga lo que le parezca.
– Eso es: muchas gracias, Rafael.
El chico se alejó sin contestar.
Andrés entró en la rectoral, dio la última mano a su equipaje, fue a la cuadra a ver cómo había bajado el caballo, y cuando llegó la hora se puso a cenar con su tío. Mientras duró la cena hablaron poco. Andrés estaba preocupado e impaciente; su tío mostrábase triste, y viendo que el sobrino lo estaba también, callaba, agradeciéndole esta tristeza, que creía originada por la marcha. Poco después ambos se retiraron a sus cuartos. El cura le dijo:
– Puedes dormir a pierna suelta, Andrés. Yo me encargo de llamarte a la hora.
En vez de hacer lo que su tío le encargaba, salió sigilosamente de casa cuando presumió que todos estaban dormidos, y enderezó los pasos hacia el Molino.
La noche estaba fresca, como todas las de otoño en aquel país; el cielo despejado y cubierto de estrellas; la luna aún no había salido. Al poner el pie fuera de casa, el sosiego del campo le refrescó como un baño y calmó su febril impaciencia. Bajó lentamente la calzada de la rectoral, atravesó el pueblo dormido y entró en la oscura cañada. Allí, a pesar de lo diáfano del ambiente, caminó casi en tinieblas. El ruido monótono del arroyo que corría a su lado y la oscuridad le infundieron melancolía. No pudo menos de pensar que era la última vez que atravesaba aquel camino, tantas veces trillado y con tal alegría durante algunos meses. Al ver entre el follaje marchito de los árboles blanquear la casa de Rosa, se sintió aún peor impresionado. Acercose cautelosamente a ella, se escondió detrás de un árbol, y metiendo los dedos en la boca lanzó un silbido agudo y prolongado. A silbar de este modo le había enseñado su amigo Celesto en las correrías nocturnas que hicieran allá en la primavera. Esperó buen rato, fija la vista en la puerta y el oído atento; pero nada vio ni oyó. Lanzó segundo silbido y tornó a esperar. El alma se le desmayó viendo que la casa guardaba su paz de sepulcro. Tornó a silbar con más fuerza. Entonces imaginó que oía un leve y vago rumor dentro del edificio. Todo fue ilusión; la puerta siguió cerrada. «Vaya, murmuró con ira, abrochándose el gabán, ese granuja no ha dado el recado;» y luego, con tristeza: «Adiós, Rosita, ya no volveré a verte.» Y muy a su pesar, después de aguardar todavía un rato, comenzó a alejarse lentamente de aquellos sitios, caviloso y con el corazón apretado.
Al dar otra vez sobre el pueblo, fue cuando salió de su meditación. En vez de continuar hasta la rectoral, se sentó sobre un madero que había delante de las primeras casas. Sacó el reloj y vio que no eran más de las diez; y no encontrándose aún con deseos de acostarse, determinó de gozar un rato de la hermosura y serenidad de la noche. El fresco era demasiado vivo para estar quieto mucho tiempo. Se puso a dar vueltas por los contornos del lugar.
No supo cómo fue; pero a las once menos cuarto estaba de nuevo delante de la casa de Rosa, con los dedos en la boca y lanzando un silbido que vibró agudo y penetrante en la estrecha cañada. Esperemos. No se oye nada. Nada. ¡Qué fastidio! Me parece… Sí; un rumor casi imperceptible. Algo mayor. ¡Oh dicha, abren la puerta!
– ¿Eres tú, Rosa?
– Chiiiis, no hable alto, D. Andrés…
– ¿Puedo entrar?– dijo de suerte que no lo oyó más que ella y el cuello de la camisa.
– Sí; muy despacito… ¡cuidado con hacer ruido!… Aguarde; déjeme cerrar la puerta… Va a tropezar con algo. Deme usted la mano; yo le llevaré hasta el escaño.
Quedaron efectivamente en completas tinieblas. Rosa hablaba en falsete, tan bajito que sus palabras salían de la boca como levísimo soplo. Cogió de la mano a Andrés y le guió suavemente hasta el escaño que había delante del hogar, donde tantas veces habían formado tertulia en las tardes de lluvia. Se sentó, y tirando de la mano al joven le obligó a sentarse también.
– Pensé que Rafael no te había dado mi recado. Hace una hora estuve silbando ahí delante— dijo él en falsete y sin soltar la mano de su amiga.
– Bien le oí, bien le oí; pero estaba Ángela despierta y no podía bajar… Por cierto que me hizo reír cuando me dijo: «¿Oyes, Rosa? Ahí está Juan el de la tía María silbando. Querrá que le abra… Pues ya puede aguardar sentado…– Sí, si, dije yo para mí, no está mal Juan de la tía María el que silba.» Me hacía la dormida sin chistar, a ver si ella se dormía también; pero nada; ese pecado parecía tener ortigas debajo hoy. No cesaba de dar vueltas y vueltas…
– Pues por un poco me marcho sin despedirme.
– ¿Cómo sin despedirse?– preguntó ella vivamente, dejando el falsete.
– ¿Pero no te dijo nada Rafael?
– No me dijo más que usted vendría esta noche a hablar conmigo, y que silbaría para que yo bajase… Nada más.
– Pues yo le dije bien claro que me iba mañana para Madrid y que…
Advirtió un estremecimiento en la mano que tenía cogida y se detuvo. Rosa no dijo una palabra. Él guardó silencio también, y se arrepintió de haberle dado la noticia así tan de repente. El temblor súbito de aquella mano halagó su amor propio y le enterneció. Después de largo rato de silencio dijo ella con voz apagada, como si le faltase el aliento:
– Siento haberle conocido, D. Andrés.
Este, pensando que era una recriminación, se apresuró a contestar:
– Yo no pensé que tu padre llevase las cosas a tal extremo… Me han dicho que por poco te mata ayer…
– No haga caso: me pegó algo más que otras veces.– Y después de una pausa añadió con amargura:– ¡Ojalá me hubiese matado!
– ¿Quisieras morir?– preguntó él conmovido.
– Sí— repuso ella firmemente.
– ¡Pobre Rosa!– exclamó acariciando la mano de la aldeana.– Te he causado mucho daño… perdóname…
– ¿Por qué?… Usted no ha tenido ninguna culpa, D. Andrés: he sido yo. ¿Quién me mandaba hacer caso de usted? ¿No sabía demasiado que usted no podía ser para mí? Yo soy una pobre aldeana y usted un señorito… Bien sabe que yo no le escuché al principio; pero usted siguió tan humildito y tan bueno que necesitaba ser de piedra para no quererle… cuanto más— añadió bajando la voz— que usted siempre me gustó mucho.
– No creas que me voy para siempre: el año que viene, Dios mediante, he de volver.
Una voz que sonó arriba los dejó helados de espanto. Era la voz de Ángela que llamaba a Rosa:
– ¡Rosa, Rosa, Rosaaa!
Iba gradualmente alzando el tono. Después, como la casa era muy chica y había gran silencio, la oyeron decir por lo bajo:
– ¡Madre mía, si no está en la cama!
Y después gritar con toda la fuerza de sus pulmones:
– ¡Padre, padre! Levántese, padre; Rosa no esta aquí, Rosa no está aquí, padre…
Oyeron en seguida el golpe de los talones del aldeano al echarse fuera de la cama. Rosa, que apretaba convulsivamente la mano de Andrés conteniendo el aliento, al sentirlo se estremeció fuertemente y exclamó con angustiada voz:
– ¡Madre del alma, que va a ser de mí!
Y ambos por un movimiento súbito se levantaron del escaño y dieron algunos pasos hacia la puerta. Al mismo tiempo escucharon arriba rumor de pasos y una voz áspera que dejaba escapar terribles interjecciones y amenazas. Cuando los pasos tomaron la dirección de la escalera, Rosa exclamó acongojada:
– ¡Que me mata mi padre, D. Andrés; que me mata mi padre!
Y con rápido movimiento se echó fuera de casa, arrastrando consigo al joven.
No tuvieron tiempo más que para salvar corriendo la distancia que les separaba de un recodo que el camino hacía. Tomás apareció en seguida con el candil en la mano vomitando injurias.
– ¡Ah perra, perra! ¿Te has escapado con tu señorito, eh? ¡Ya volverás y nos veremos las caras!
Y se entró otra vez en la cocina, sin hacer caso de Ángela que le instaba con muchas lágrimas y gemidos para que fuesen en busca de su hermana.