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ARIANE NICOLAS

ANTIESPECISTA

La nueva ideología

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: L’ imposture antispéciste

© 2020 by Groupe Elidia, Éditions Desclée de Brouwer

© 2020 de la edición española traducida por DAVID CERDÁ

by Ediciones Rialp, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5293-1

ISBN (versión digital): 978-84-321-5294-8

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A mis abuelos Andrée y Robert

La mala conciencia es una enfermedad,

sin ninguna duda,

pero como lo es la obesidad.

Friedrich NIETZSCHE

Genealogía de la moral

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

CITA

1. ADIÓS AL LECHÓN, VACA, PUERCO, ZORRO

2. LA FÁBRICA DE UNA IDEOLOGÍA

3. LA IMPENSABLE «LIBERACIÓN ANIMAL»

4. LA DINÁMICA DE LO SENSIBLE

5. CAZAR A LOS CAZADORES

6. EL SEXISMO, LA ESCLAVITUD, EL HOLOCAUSTO

7. HUMANOS, NO DEMASIADO HUMANOS

8. LA NUEVA RADICALIDAD VERDE

9. ¿SUEÑAN LOS ANTIESPECISTAS CON OVEJAS ELÉCTRICAS?

10. EL ANIMAL REENCONTRADO

BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

AUTOR

1.

ADIÓS AL LECHÓN, VACA, PUERCO, ZORRO

EL NACIMIENTO DEL VEGANISMO

«Nuestra carnicería solo trabaja con animales felices».

Cuando me mudé hace algunos años cerca de la Place de la République, en París, me asaltó esta inscripción suspendida en la tienda de quien iba a ser mi nuevo carnicero. Los pedazos de carne dispuestos en el mostrador entre sendos botes de perejil bio, sin rastro de casquería y mucho menos de partes reconocibles de los animales, no eran meramente los ingredientes de base de mis futuras comidas. Eran, como me indicaban escrupulosamente, las reliquias inocentes de vidas felices y dignamente vividas. Pero ¿por qué tomar tales precauciones lingüísticas cuando, en el fondo, no eran más que alimentos? ¿En base a qué justificaban esa afirmación los jóvenes artesanos (la barba esculpida por un profesional) que me atendían?

Habiendo crecido en el campo, entre madrigueras de conejos y domingos de caza, yo no era a priori la principal destinataria del mensaje. Ya estaba al tanto de cómo, paulatinamente, el bienestar animal había pasado a ser en los últimos años una preocupación creciente de un gran número de consumidores, entre los que por lo demás me contaba. Pero algo nuevo, más político, entraba aquí en juego. Defendiendo a un tiempo la idea de que la ganadería era un «trabajo» efectuado de común acuerdo con los animales y que estos últimos se habían beneficiado de un tratamiento benevolente que muchos trabajadores humanos ya querrían para sí, mi carnicero no se dirigía solamente a los defensores de los animales preocupados por el bienestar animal. También reafirmaba, de manera subyacente, su derecho fundamental a vender ternera, cerdo y cordero en nombre justamente de un previo respeto a los animales de granja.

Este derecho milenario a consumir y vender carne, que no nos parece ni que sea un derecho —hasta ese punto lo hemos incorporado a nuestras costumbres—, está siendo rebatido desde hace poco por los activistas de un nuevo movimiento. Estas personas, cuyo número crece significativamente desde hace un decenio, defienden una ideología que amenaza directamente todo un conjunto de actividades humanas, entre ellas la profesión de carnicero, aunque también la de quesero o apicultor (por nombrar solo los alimentos): el antiespecismo. Más que denunciar los medios con los que los seres humanos tratan a veces a los animales —sean domésticos, liminares[1] o salvajes—, los antiespecistas contestan el mismo hecho de que existan vínculos entre ellos y nosotros. Estos vínculos que se juzgan ilegítimos son múltiples: conciernen al consumo de carne, de pescado, de huevos y de todos los lácteos, pero también a la caza, el tratamiento de pieles y la marroquinería, las corridas de toros, los experimentos con animales, los circos, los zoos e incluso los animales de compañía. Los animales, considerados seres capaces de sufrir y dotados de subjetividad, no deberían ser manipulados de ninguna forma, ni matados, ni comercializados, ni domesticados. Así pues, los antiespecistas no son solo vegetarianos. Son veganos, es decir, rechazan todo tipo de «explotación» animal, aunque no sea letal, como la recogida de miel, de huevos o de leche.

El término «vegano», adaptado del inglés vegan, nació a su vez del adjetivo inglés vegetarian, un adjetivo al que se le extirpa el corazón (veg-etari-an). Parece ser que este neologismo fue creado por Donald Watson en 1944, fecha en la que cofunda la asociación británica Vegan Society, a fin de señalar sus divergencias con el vegetarianismo, que encontraba demasiado tibio en su defensa de los animales.

Contrariamente al veganismo, el vegetarianismo (el simple hecho de no comer carne) existe desde hace milenios en las sociedades occidentales. Su práctica ha sido teorizada por grandes filósofos. Desde la Antigüedad, numerosos pensadores han argumentado en favor del vegetarianismo, apoyándose en la idea de que sería inmoral comer carne muerta. Pitágoras (siglo VI a. C.), que creía en la metempsicosis, es decir, en la transmigración de las almas entre diferentes cuerpos tras la muerte, se oponía fervientemente a los sacrificios religiosos de animales. Teofrasto (siglo IV a. C.), uno de los padres de la botánica, encuentra injusto matar a los animales que no causan mal alguno en la naturaleza. En cuanto a Plutarco (siglo I), consagra tres tratados a la inteligencia de los animales, uno de ellos en defensa del vegetarianismo, en el que refuta el argumento según el cual los seres humanos serían carnívoros, como otros animales:

Si os obstináis en sostener que la naturaleza os ha concebido para comer la carne de los animales, matadlos vosotros mismos, con vuestras propias manos, sin utensilios, como los lobos, los osos y los leones, y comeos la carne completamente cruda[2].

La cohabitación del vegetarianismo con el mundo cristiano no estará exenta de dolorosos desencuentros. El cristianismo elabora una jerarquía piramidal de los seres vivos en la que el ser humano está en la cumbre, como pastor todopoderoso del reino animal, quedando las otras criaturas a su merced. Con el paso de los siglos, el vegetarianismo se constituyó pues como una práctica marginal, aunque tolerada, una opción ética personal entre otras. Más tarde, la Modernidad, inspirada por Descartes, para quien los animales se asemejaban a «autómatas»[3], refrendaba algo más la legitimidad de los seres humanos para comer animales. Las sociedades occidentales son en gran parte las herederas de estas dos posturas, una religiosa, la otra humanista-racionalista. Hoy dicen las estadísticas que en torno al dos por ciento de los hogares franceses son vegetarianos[4].

Por más que el vegetarianismo haya existido siempre minoritariamente en Occidente, sus principios no cuestionan nuestra manera de habitar el mundo ni nuestros modos de socialidad. Sin embargo, basta sentarse a la mesa de un restaurante vegano o pasear entre los estantes de una tienda especializada para darse cuenta de hasta qué punto el veganismo plantea una ruptura de nuestra relación con la naturaleza. Han desaparecido de los platos la carne, el pescado, y también los huevos, el queso y la miel. Las verduras y las legumbres, que conforman el corazón de este régimen muy pobre en proteínas, se acompañan en cambio de tofu, soja y setas varias. Los pasteles están elaborados con harina sin gluten, a veces mezclados con puré de guisantes (que remplaza a los huevos). Los habituales aseguran que la variedad de sabores y texturas realzados por los chefs veganos compensa la ausencia de los productos tradicionales. Un neófito notará sobre todo el uso obsesivo de condimentos destinados a aportar sabor a los platos a los que les falta aroma, y también la desaparición de toda sensación de cremosidad en boca. Un crítico gastronómico juguetón encontrará entretenido descubrir todos los simulacros veganos destinados a emular el mundo de antes, como las «hamburguesas» y los «filetes» de soja, las «salchichas» a base de tofu y zanahorias, e incluso los «quesos» confeccionados con leche de almendras o de nueces o de anacardo. Es uno entre tantos otros signos, si no de un fracaso, sí al menos de la dificultad que tiene para cohonestar sus principios con un componente tan banal de la vida como el placer.

EL ANTIESPECISMO, UNA FILOSOFÍA ACTIVISTA

Llamamos antiespecismo a la ideología que ha dado a luz al modo de vida vegano. Se sitúa en la encrucijada de la filosofía, la antropología y las ciencias llamadas naturales. Esta teoría, que hunde sus raíces en el utilitarismo del filósofo británico Jeremy Bentham, afirma que el ser humano y los animales dotados de sensibilidad física y emocional merecen igual consideración, en la medida en que unos y otros están sometidos al imperio del placer y del dolor. De esta afirmación dimana un modo de vida radicalmente diferente al de los omnívoros y los vegetarianos, no solo porque se prohíban ciertos alimentos: un vegano que se respete también debe modificar su manera de vestirse, de desplazarse, de decorar el sitio en el que vive, cómo se cuida, etcétera. Las exigencias son mucho más restrictivas que las de los vegetarianos, que no tienen más que apartar los trozos de pollo tandoori al borde del plato para no quebrantar sus principios.

El término «antiespecismo» es el antónimo de «especismo», una palabra inventada en 1970 por el psicólogo británico Richard D. Ryder. La sonoridad de este neologismo es voluntaria (los antiespecistas no dejan nada al azar). Se hace eco de términos como «racismo» y «sexismo»: los animales serían víctimas de discriminaciones y opresiones del mismo tipo que los negros o las mujeres en su tiempo, cuando sus derechos no estaban plenamente reconocidos constitucionalmente. Como los seres humanos, y a causa de su sensibilidad, los animales tendrían «un interés» en vivir, que implicaría que no deberían ni ser matados ni explotados en modo alguno. La cadena de dependencias e interacciones entre los animales y los seres humanos, descrita por Charles Darwin en El origen de las especies, sería una creación egoísta de estos últimos. Asimétrica y violenta, nuestra relación con los animales debería ser integralmente repensada, tanto en cuanto a nuestros actos como a nuestras palabras o nuestros juicios. Al hacerlo, debería instaurarse un nuevo contrato social que incluya a los animales.

El primer filósofo que aportó envergadura conceptual al antiespecismo fue Peter Singer. Este filósofo australiano es el autor de un texto publicado en 1975, Liberación animal, que ha permanecido como punto de referencia. En esta obra abiertamente activista, abogaba por «que el principio de la igual consideración de los intereses no sea ya arbitrariamente limitado solo a los miembros de la propia especie»[5]. A veces caricaturizada por sus oponentes, la argumentación de Singer no pone en estricto pie de igualdad al Homo sapiens y la hormiga alada. Su modo de razonamiento, que recurre a experimentos mentales, toma en consideración ciertas diferencias ontológicas entre los seres humanos y los animales. Las marcas de la consideración pueden divergir no solamente entre las especies, sino también entre los individuos de una misma especie:

El principio fundamental no exige la igualdad o la identidad en el tratamiento, exige la igualdad de consideración. Una consideración igual para seres diferentes puede llevar a un tratamiento diferente y a derechos diferentes[6].

Desde hace algunos años se observa una aceleración de las publicaciones consagradas al antiespecismo. La revista de referencia Les Cahiers antiespécistes, creada en 1991, cada vez tiene más éxito, con treinta y un mil «me gusta» en Facebook a finales de 2019 (un diez por ciento más en un año). En febrero de 2018, tres investigadores y activistas han publicado La Révolution antiespéciste[7], primer compendio de artículos sobre el antiespecismo redactado en francés en el que los autores provengan del mundo de la investigación. Les había precedido en 2017 el periodista Aymeric Caron[8], autor del manifiesto Antiespéciste[9], cuya notoriedad conquistada en los platós de televisión ha permitido popularizar esta noción entre el gran público. A los libros de cocina vegana que proliferan en las librerías se añaden los combativos ensayos de Florence Burgat (L’Humanité carnivore[10]), Sue Donaldson y Will Kymlicka (Zoópolis[11]) o incluso Jean-Baptiste Del Amo (L214. Une voix pour les animaux[12]). Esta última obra está consagrada a la asociación proveganismo cuyos vídeos, grabados clandestinamente en explotaciones ganaderas o mataderos infringiendo la ley, marcan el ritmo de la actualidad.

Por mucho que el proyecto antiespecista pretenda ser radical, los iconos de este movimiento se muestran sorprendentemente solubles en el paisaje mediático. Se mueven con naturalidad entre las personas comprometidas contra el cambio climático (como la joven sueca Greta Thunberg), y también entre las celebridades del mundo entero[13], sin que sea no obstante posible asegurar que llevan zapatos cien por cien vegetales ni que amenicen sus cócteles White Ruso Blanco con leche de almendras… Y cuando una de estas figuras prominentes tiene la ocurrencia, como la presentadora norteamericana Ellen DeGeneres, de reconocer que ha sucumbido a comer pescado y huevos tras ocho años de buenos y leales servicios veganos (¡horror!), da pie a una serie de artículos y a una pequeña ola de emociones online[14].

La legitimización del discurso antiespecista en el espacio público responde a tres factores principales. Para empezar, las campañas de comunicación de las asociaciones en defensa de los animales (L214 a la cabeza) han alertado a los consumidores sobre las derivas de la ganadería industrial y la matanza de los animales. Los vídeos de animales maltratados, torturados y finalmente tratados con menos miramientos que el material agrícola, han escandalizado a millones de personas. Ante la dificultad aparente de reformar un sistema que ha perdido la cordura, un sistema en el que las vacas ya no ven una brizna de hierba antes de ser sacrificadas en el matadero y en el que los pollos no tienen más que un centímetro cuadrado libre para moverse en el gallinero, una reacción comprensible es el rechazo en bloque, la revuelta pura y dura.

Un segundo elemento se sitúa además del lado de la investigación científica. Cada año, una multitud de estudios científicos nos enseña nuevas facetas de los animales y de su «vida secreta», por utilizar la expresión de Peter Wohlleben, escritor y guarda forestal. La ampliación de nuestra esfera de consideración, como reclama Peter Singer, se corresponde no solamente con un fenómeno histórico de extensión del ámbito de la sensibilidad humana[15]; coincide también con un crecimiento de nuestros conocimientos en zoología, de suerte que las facultades animales, como la inteligencia o la afectividad de ciertas especies, se toman de aquí en adelante totalmente en serio. En nuestros días nadie se atrevería a decir, como Descartes, que los animales funcionan como los relojes. Los animales están ciertamente privados de logos, es decir, de un lenguaje articulado, pero pueden experimentar sensaciones, incluso sentimientos complejos, susceptibles de redefinir las relaciones que tenemos con ellos.

Conviene en fin subrayar el impacto de las nuevas tecnologías y las redes sociales en la construcción de la ideología antiespecista y del veganismo en el imaginario colectivo. El veganismo pertenece a esos ámbitos de la existencia que se prestan al virtue signalling, o lo que es lo mismo, a los «comportamientos virtuosos ostentosos», que proliferan fieramente en Internet. Dárselas de vegano es una práctica que se exterioriza a menudo subiendo fotos de platos healthy y sofisticados en las redes o creando un canal de Youtube en el que uno cuenta su proceso de neovegano que descubre las novedades culinarias a base de cereales con nombres divertidos. En Instagram, la ola vegana impresiona: los dos principales hashtags dedicados a la causa (#Vegan y #VeganFood) no bajan de cien millones de posts, mientras que las dos palabras clave (#Veggie y #Vegetarian) apenas logran una penosa treintena de millones de impactos. El veganismo es el nuevo vegetarianismo. El vegano 2.0 proyecta la imagen de una persona sana de espíritu y cuerpo, preocupada por el medioambiente y en plena posesión de sus medios: un modelo a seguir. Al contrario, el comedor de carne, que se jacta de servir un chuletón a sus comensales que ni siquiera es bío, debe preocuparse de rodearse de un círculo inmediato muy benevolente para no encontrarse hostigado por los Social Justice Warriors, estos infatigables justicieros de las redes sociales que se lanzan sobre cualquiera que infrinja la doxa del momento.

Todos los veganos, ¿son necesariamente antiespecistas? A priori, no exactamente. Los antiespecistas representan la vertiente activista, politizada, del veganismo. Son activistas que han estudiado la literatura antiespecista y abrazan voluntariamente una forma de proselitismo social. No se puede considerar a los veganos verdaderos activistas. Cuando nos sumergimos en el hashtag #VeganFood en Instagram, cuesta imaginar que la mayoría de ellos haya leído una sola línea de Peter Singer. Algunos se han convertido sin duda en veganos de igual modo que han aprendido a producir su propio compost o a montar en bicicleta. No obstante, el fondo conceptual del veganismo y el del antiespecismo es rigurosamente el mismo. Solo la actitud social difiere.

¿LOBOS O CORDEROS?

Rechazando situar al ser humano en el centro de su sistema de valores, el antiespecismo constituye un desafío inédito para la filosofía, lo cual explica en parte la virulencia de los debates que suscita. Porque no se trata de una filosofía amablemente heterodoxa. El antiespecismo hace un replanteamiento de arriba abajo, transgrede las definiciones asociadas corrientemente a nuestra manera de pensar (sobre la conciencia, la razón, el lenguaje, la voluntad, etcétera) y barre de un manotazo dos mil quinientos años de mayéutica y reflexiones de todo tipo. Aristóteles, Descartes, Rousseau, Kant, Arendt; ninguno de estos autores clásicos recibe su beneplácito.

Dos problemas son particularmente sensibles. De un lado, la componente metafísica del debate. El antiespecismo, según sus diferentes corrientes, o bien ignora esta dimensión intelectual (por ejemplo, preguntarse si el alma humana y/o el alma animal existen), o bien sitúa en el mismo plano metafísico a los seres humanos y a los animales. Estos últimos, a los que los antiespecistas llaman siempre «animales no humanos» para cortocircuitar mejor las diferencias de naturaleza entre el Homo sapiens y las otras especies, son también considerados como seres-para-la-muerte en sentido pleno, por aludir al neologismo que Heidegger reserva al Dasein humano[16]. ¿Tiene acaso el animal una relación con el mundo idéntica a la nuestra? Interrogado por Libération, el filósofo de la ciencia Thierry Hoquet detalla esta dificultad:

Para los filósofos, la cuestión de la sensibilidad hace tiempo que ha quedado ligada a la del alma. Para sentir cualquier cosa, es necesario un ser dotado. De repente, la cuestión pasa a ser teológica: «¿Quién será salvado? ¿Hay una especie metafísicamente diferente? ¿Tienen los animales un alma? Y si así fuera, ¿es mortal?». Pero todos los autores [clásicos] están de acuerdo en afirmar que los seres humanos tienen características radicalmente distintas[17].

Lo cual explica en gran medida que los filósofos contemporáneos estén un tanto desamparados en lo que atañe a interesarse por el antiespecismo. Otro asunto desagradable para la filosofía es que el antiespecismo se desentiende de un valor ético heredado de la Antigüedad: el justo medio aristotélico, esto es, un cierto espíritu de templanza y moderación. Los antiespecistas rompen con esta lógica, que comparte un buen número de filósofos y especialistas en ética. Para ellos no existen mínimos de sufrimiento o imperfección aceptables, que podrían justificar una cohabitación responsable entre los seres humanos y los animales. Todo mal debe ser deconstruido, estigmatizado y repudiado. A este respecto, el título de la obra La revolución antiespecista no está concebido al voleo: el antiespecismo ambiciona convertirse en la revolución copernicana del siglo XXI.

De ahí que la propuesta antiespecista sea más profunda y estimulante de lo que a simple vista parece. Como apuntaba Jacques Derrida en 2006 en El animal que luego estoy si(gui)endo, los animales conforman un prisma a través del cual los seres humanos reflexionan sobre su propia humanidad, a riesgo, tal vez, de mezclarlo todo:

El hombre concibe al animal bajo las especies más contradictorias e incompatibles: bondad absoluta, por ser natural, inocencia absoluta, más allá del bien y el mal, el animal sin falta y sin defecto (ahí residiría su superioridad, originada en su inferioridad), pero también el animal mal absoluto, la crueldad, la brutalidad mortífera[18].

La filosofía y la literatura han recurrido a menudo a la figura del animal para pensar la humanidad en toda su complejidad. El antiespecismo realiza una inversión espectacular de esta perspectiva, como si pensar la animalidad humana no tuviese ya sentido o no sirviese ya para nada: como si ya lo supiésemos todo sobre nosotros mismos. Para los antiespecistas, ya no es cuestión de interesarse por la animalidad de los seres humanos, sino más bien por la humanidad de los animales. Los animales constituyen un El Dorado filosófico rico en promesas, sobre el que podemos proyectar las cualidades humanas como mejor nos plazca: de la moralidad supuestamente natural de los monos a los talentos matemáticos de los cuervos, pasando por el ingenio de los pulpos y las prácticas funerarias de los elefantes. Lévinas apelaba a un «humanismo del otro hombre». Ese otro hombre, ¿sería hoy en día un animal?

De hecho, el éxito creciente del antiespecismo arroja luz sobre la fragilidad de la filosofía humanista, que parece haber proporcionado todos los útiles conceptuales al antiespecismo para serrar la rama que lo sostiene. «No me gustan los animales, los respeto», clama Aymeric Caron, elogiando de esta manera un valor que tanto importaba a Kant. Peter Singer se adhiere a una noción tan liberal como la de «interés»; Sue Donaldson y Will Kymlicka entienden por su parte que hay que extender la noción de «ciudadanía» hasta los animales. La libertad, la soberanía, el respeto, la individualidad, la igualdad, derechos naturales inalienables e incluso la resistencia a la opresión; los grandes conceptos de la filosofía política moderna son convocados para defender a seres que sin embargo son incapaces de comprender su significado. ¡Qué más da que las intenciones originales de sus autores hayan quedado distorsionadas!

La aportación del antiespecismo a la filosofía depara así pues cierto número de problemas, tanto lógicos y científicos como éticos. ¿Debe el derecho tener por único axioma la concepción utilitarista del placer y el dolor? ¿Es posible firmar contratos con seres en quienes el consentimiento no puede ser identificado? ¿Qué significa verdaderamente matar a un animal, y matar a un ser humano? ¿Hay que extraer de la historia de la especie humana las lecciones que den respuesta a estos interrogantes? ¿Es el antiespecismo una ampliación de la esfera de la compasión humana o, al contrario, el síntoma de un odio indecible hacia el género humano, disfrazado de amor a los animales?

Tal vez pensemos que esta ideología no merece ser escrutada con atención, sino sencillamente acogida con risas condescendientes. Pero haciendo tal cosa olvidaríamos que el antiespecismo hace temblar los fundamentos mismos de nuestra humanidad, que se ha constituido con los animales durante milenios, y no solamente desde que la pesca y la ganadería existen. Incluso hoy en día, cuando un extranjero se instala en un país, con naturalidad concibe la idea de debutar profesionalmente en ese país montando un restaurante; una manera natural y espontánea de dar testimonio de su conexión con una cultura: comunicarla a sus nuevos congéneres. ¿Hay que imaginar que un día el guiso de ternera, el tayín de cordero o el filete Strogonoff serán borrados de nuestras memorias colectivas, por ser juzgados demasiado violentos? Desde el punto de vista económico, subrayemos igualmente la amenaza que pesaría sobre cientos de miles (¿o son millones? ¿Cómo calcularlos siquiera?) de empleos ligados a los sectores del gran consumo, de la salud o del entretenimiento que implican de un modo otro el trato con animales: la agricultura, la pesca, la cosmética, los laboratorios farmacéuticos, los acuarios, los zoos, los circos, las tiendas de animales, los centros ecuestres…

La mayoría de los antiespecistas activistas realizan una defensa no violenta de sus opiniones. Con la notable excepción de la asociación 269 Libération animale, y de algunos grupos no identificados que atacan físicamente en las carnicerías, los mataderos o las queserías, su combate se limita efectivamente al terreno de las ideas. Pero hay que tener un concepto bastante caricaturesco de la violencia o bien absolverse a uno mismo de toda violencia para sostener una ideología tan verbalmente agresiva y decirse no violento. Pierre Bourdieu, desde una perspectiva diferente, ha mostrado con claridad que la violencia simbólica puede revelarse tan opresiva y destructiva como la violencia física. A su manera, y por más que lo disputen, los antiespecistas que se dicen «pacifistas» ejercen también una forma de violencia en el espacio público: la de socavar voluntariamente los cimientos éticos, relacionales y culturales de nuestras sociedades. Y es justamente esta violencia inédita, tan ciega de sí misma como segura de ser un derecho ejercido, la que parece legítimo denunciar hoy en día.

¿Qué podemos objetar al pensamiento antiespecista? Fundamentalmente, tres cosas. Para empezar, una retórica sentenciosa que conduce a ver imperativos de justicia allá dónde, en realidad, no emergen más que las consideraciones morales sin fundamento. Después, un deseo absoluto de radicalidad que se refugia tras el argumento de la no violencia y que conduce principalmente a una peligrosa relectura del pasado y de nuestros modos de vida. Finalmente, la alianza objetiva del antiespecismo con un horizonte tecnológico poshumano que entiende que estamos más inclinados a depender de las máquinas que de los animales. De suerte que, lejos de ser «el nuevo humanismo», como se anuncia por aquí y por allá, el antiespecismo se parece más a un antihumanismo, a un zoocentrismo llevado hasta tal extremo que nuestra propia humanidad bien podría disolverse un día en la gran cadena indiferenciada de los «animales no humanos»[19].

[1] Del latín limes, que significa «frontera», los animales liminares viven junto a los seres humanos sin ser domesticados por ellos, como las palomas o las ardillas.

[2] PLUTARCO, Trois traités pour les animaux. Trad. Jacques Amyot, París, P.O.L., 1992, p. 108 Para otras referencias antiguas, véase Jean-Louis POIRIER, Cave canem. Hommes et bêtes dans l’Antiquité. Les Belles Lettres, 2016.

[3] René DESCARTES, Discours de la méthode, París, Le Livre de poche, 1993, p. 159. Retomaremos más adelante si es oportuna la comparación entre animales y autómatas.

[4] «Un tiers des ménages français sont flexitariens, 2 % sont végétariens» [«Un tercio de los hogares franceses son flexitarianos, el 2 % son vegetarianos»], en Le Monde.fr, el 1 de diciembre de 2017 [El flexitarianismo consiste en ser vegetariano en casa, pero admitir comer carne cuando se come con amigos o familiares o se asiste a eventos donde hay platos que contienen carne (N. del t.)].

[5] Peter SINGER, La Libération animale, Trad. por Louise Rousselle, Éditions Payot, 2012, p. 57.

[6] Ibid., p. 67.

[7] Yves BONNARDEL, Thomas LEPELTIER y Pierre SIGLER (dir.), PUF, 2018.

[8] Aymeric Caron es por cierto el cofundador del primer partido antiespecista francés, la “Agrupación de ecologistas por los seres vivos” (Rassemblement des écologistes pour le vivant), creada a principios de 2018.

[9] Points, 2017.

[10] Seuil, 2017.

[11] Trad. de Pierre Mandelin, Alma Éditeur, 2016.

[12] Arthaud, 2017.

[13] Como los actores Ellen Page, Woody Harrelson y Natalie Portman o los cantantes Miley Cyrus, Moby y Ariana Grande. Existe incluso una página en la Wikipedia dedicada al asunto.

[14] Evidentemente, la principal razón invocada por la estrella no es su amor por el pescado y los huevos, sino las dificultades que tiene para encontrar fácilmente restaurantes veganos (fuente: VeganNews.com).

[15] Véanse específicamente los trabajos del sociólogo alemán Norbert Elias o del historiador francés Alain Corbin.

[16] Cf. Martin HEIDEGGER, Être et temps. Trad. por François Vezin. Gallimard, 1986.

[17] «Mettre les hommes et les bêtes sur le même plan est une position intenable mais passionnante» [«Situar a los hombres y a los animales en el mismo plano es una posición insostenible, aunque apasionante»].Entrevista a Thierry Hoquet en Libération, 5 de abril de 2018.

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