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Es viable que quienes establecen alianzas con grupos religiosos trasladen sus valores al ejercicio de sus funciones públicas. Pero es necesario considerar también la condición inversa; es decir, que las negociaciones con dichos grupos no estén fundadas en convicciones similares sino en un afán por generar capital político. En ese caso, se presentaría un uso instrumental de los símbolos o de las creencias de una parte de la población con el único objetivo de conseguir bases de apoyo. Aquí se propone que la instrumentalización de lo religioso en función de lo político conlleva una falta de respeto, pues demerita las creencias fundamentales de un grupo de personas.

No está demostrado que las adscripciones religiosas se reflejen en filiaciones políticas en México, y tampoco que quienes pertenecen a una iglesia en particular voten en bloque. Sin embargo, vale la pena reflexionar en torno a las posibles consecuencias de generar alianzas entre lo político y lo religioso.

Los ejes de análisis que se consideran en este apartado apuntan que en la 4T el principio de laicidad y el régimen que de éste deriva se conciben de forma innovadora. Conscientes de la pluralidad religiosa en México, de la imposibilidad de relegar creencias y prácticas confesionales al ámbito privado, y de la importancia que adquieren las iglesias en términos de cohesión social, quienes forman parte de la actual administración no se muestran reacios a que éstas participen en el espacio público.

No hay duda de que las condiciones políticas y sociales de nuestro país se han transformado visiblemente desde que el Estado adquirió autonomía respecto de la(s) Iglesia(s), y en ese sentido debe admitirse que el intento del gobierno federal por repensar el régimen de laicidad es atinado. Sin embargo, hasta ahora éste parece desarrollarse más por inercia que a partir de objetivos claros. En el momento en que se escribe este texto, ni el presidente de la república ni alguna otra autoridad han referido explícitamente qué se entiende por laicidad, y tampoco cómo se pretende reformularla. Como se discutirá en las reflexiones finales de este capítulo, la falta de definición en torno a un principio constitucional puede acarrear graves consecuencias para el modo en que se tejen las relaciones entre lo religioso y lo político.

REFLEXIONES FINALES

En este texto se ha procurado hacer una distinción entre secularización y laicidad, enfatizando que la heterogeneidad de la primera repercute en el modo de entender la segunda. Para el caso de México, ese desfase es visible desde que se instauró la separación entre Estado e Iglesia(s) y que perdura hasta la actualidad. En tanto que la laicidad es un principio jurídico, y no un proceso social, éste permea leyes e instituciones pero no puede modificar las prácticas de quienes forman parte de la población nacional.

Ahora bien, en nuestro país la laicidad se gestó como parte de un proyecto político en el que la Iglesia católica se concebía como un enemigo político capaz de disputar la autoridad del Estado. La realidad social ha cambiado ostensiblemente desde entonces; las iglesias se han multiplicado, y lejos de recluirse al espacio privado éstas son cada vez más visibles. A diferencia de algunos gobiernos que le precedieron, la 4T no parece considerar que esta situación sea problemática. Por el contrario, desde las instituciones públicas se ha procurado entablar el diálogo y tejer alianzas con las organizaciones religiosas; su importancia social se reconoce, e incluso se usa para satisfacer algunos de los objetivos estatales en términos de lo que el presidente ha llamado “reconstrucción del tejido social” (lópezobrador.org, 2018).

Más allá de las continuas referencias a la divinidad, el discurso presidencial se asemeja con frecuencia al de algunos líderes religiosos que identifican la pérdida de valores como la causa única del desorden social. En este capítulo se sostiene que la recurrente referencia a dicha explicación desvía la atención respecto de las múltiples causas reales del desgaste político y social en nuestro país. Asimismo, la apuesta por impulsar la moral y el buen comportamiento de los individuos deja de lado las vías potenciales para fortalecer las instituciones y garantizar el cumplimiento de las leyes.

De hecho, la fuerza de las iglesias no reside únicamente en su carácter espiritual sino en su capacidad para satisfacer necesidades ahí donde el Estado suele estar ausente. Un buen ejemplo de este argumento es el de Pueblo Creyente, una organización ciudadana que opera en Chiapas, brillantemente abordado en el trabajo de Enriqueta Lerma (2018). Aquí se reconoce la labor social de los grupos religiosos e incluso se celebra su visibilización por parte de las autoridades públicas. Sin embargo, de ninguna manera debería sustituir la presencia estatal y mucho menos reducir su responsabilidad.

La cooperación con las organizaciones religiosas en nuestro país supone un replanteamiento completo del régimen de laicidad tal como se ha pensado hasta ahora. Empero, ese reto constituye una labor titánica que habría de comenzar por definir qué es la laicidad y cómo repercute en las leyes, las instituciones y las relaciones del Estado con otros agentes políticos y sociales. Los primeros años de la 4T han dado mucho qué pensar respecto de la pertinencia de cooperar con las iglesias, en parte por un prejuicio históricamente fundado y, en parte, por la inclusión selectiva de organizaciones religiosas afines al presidente.

Aquí se propone que la necesidad de impulsar la socialización de valores cívicos a través del Estado es real; no obstante, éstos habrían de sujetarse precisamente al principio de laicidad y no a una moral particularista. Quien escribe estas líneas no duda de las buenas intenciones que dan forma al proyecto político que ostenta el poder actualmente. No obstante, ni el desarrollo nacional ni la inclusión social pueden alcanzarse mediante el buen comportamiento de los individuos, cuyas acciones individuales difícilmente trastocan las estructuras sociales.

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1 Felipe Calderón Hinojosa, del PAN, resultó vencedor en las elecciones de 2006. Ante el estrecho margen que le separaba del presidente electo, López Obrador denunció fraude y lideró un plantón que bloqueó el Paseo de la Reforma durante 47 días. En 2012, la contienda dio la victoria a Enrique Peña Nieto, el candidato del PRI.

2 López Obrador llegó a la presidencia apoyado por la coalición Juntos haremos Historia, conformada por el Partido del Trabajo (PT), el Partido Encuentro Social (PES) y el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Este último se posicionó como la primera fuerza política en el nivel nacional.

3 El Instituto Federal Electoral se fundó en 1990, durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. En 2014, este organismo autónomo se transformó en el Instituto Nacional Electoral.

4 “La esperanza de México” es el lema oficial de Morena.

5 Vale la pena subrayar que estas cifras corresponden a los casos de los que se tiene registro. Empero, si se suman los que no se han denunciado es posible que las cifras asciendan de manera considerable.

6 Si se piensa en la Edad Media, por ejemplo, puede advertirse que el catolicismo permeaba prácticamente todas las actividades sociales: las monarquías se edificaron a partir del derecho divino; la autoridad papal fungía como mediadora de los intereses y alianzas entre los reinos; los códigos de conducta, incluyendo la clasificación de delitos, se definían a partir de la moral religiosa, y la producción artística se centraba en motivos de ese mismo orden.

7 El término “integrismo” se contrapone al de secularismo, y se usa para designar los esquemas que funcionan con la religión como centro de toda actividad humana, tanto en el nivel individual como en el colectivo.

8 Así como la secularización permea de manera diferenciada al sistema social, debe reconocerse que también el proceso de laicización es heterogéneo en las instituciones que se circunscriben al aparato estatal. El principio de laicidad es más tangible en la Constitución Política que en los códigos legales locales; y como discutiremos posteriormente, el hecho de que una institución sea laica no significa que todas las personas que la componen operan con una lógica secular.

9 Enrique Peña Nieto, Felipe Calderón Hinojosa y Vicente Fox, sus tres antecesores inmediatos, se declararon católicos de manera abierta.

10 La Virgen de Guadalupe es un símbolo religioso exclusivo del catolicismo.

11 Confraternice es una asociación civil creada en 1996, integrada por asociaciones religiosas y civiles con un perfil cristiano evangélico. Es importante destacar que esta asociación no es representativa de todas las iglesias y creyentes evangélicos.

12 El Partido Encuentro Social (PES) obtuvo su registro en 2014 y lo perdió tras las elecciones de 2018 a pesar de su alianza con el bloque Juntos haremos Historia. Su fundador, Hugo Éric Flores Cervantes, ha declarado que no es un partido religioso sino liberal; empero, varios de sus miembros más prominentes son cristianos y la agenda partidista defiende la vida y la familia en su acepción tradicional. De hecho, Flores ha expresado en diversas ocasiones la necesidad de impulsar candidatos con fuertes valores morales. Llama la atención el uso de la palabra “moral”, especialmente por sus declaraciones en torno al matrimonio homosexual (que calificó de “moda” en 2018), a la urgencia de promover el Pin Parental en México (con el objetivo de vetar los contenidos de educación sexual que padres y madres consideren inadecuado para sus hijos) y al tajante rechazo a la legalización del aborto (por considerarlo contrario al valor de la vida).

* Universidad Nacional Autónoma de México, Cátedra Extraordinaria “Benito Juárez” sobre Laicidad.

Secularización y laicidad en la 4T: escenarios de su complejidad

Ariel Corpus*

En el marco de la llamada 4T, la religión ha sido uno de los temas permanentes. En este nuevo régimen que democráticamente ascendió al poder el 1 de julio de 2018, se han generado diálogos con actores religiosos, particularmente de tipo evangélico que, si bien no son novedosos en el campo político, no contaban con tantos reflectores por tratarse de una minoría que no figuraba bajo la sombra de las relaciones entre las elites del poder y de la jerarquía católica.

Esta llamada “irrupción evangélica” ha colocado como tema de interés la defensa de la laicidad, pero también ha obligado a repensar su herencia, alcances y límites ante un escenario cada vez más complejo. En esta discusión no se puede omitir el proceso secularizador, que se ha convertido en el marco estructural para explicar muchos cambios de la sociedad moderna y, por ende, un marco correspondiente para garantizar su existencia. No obstante, la realidad es que aún existen campos que se resisten a ser absorbidos por este proceso y en el cual la religión continúa siendo ordenadora del mundo para los individuos y colectividades.

Por lo planteado, el presente texto tiene como objetivo tres aspectos: en primer lugar, discutir brevemente la secularización, analizando el modo en que su aceptación, muchas veces acrítica, ha coadyuvado a construir una percepción negativa de lo religioso que la ha relegado del mundo moderno en algunos campos; en segundo lugar, reflexionar sobre algunos puntos nodales que caracterizan el nuevo escenario que enfrenta el marco laico, planteando algunos cuestionamientos que llevan a la imperiosa necesidad de repensarlo más allá de la jurisprudencia, campo disciplinario que ha monopolizado los debates al respecto y que ha construido las definiciones que no siempre se adaptan a las realidades contemporáneas de la misma sociedad; en tercer lugar, se aborda, someramente, lo que se puede denominar como “juego de contrastes” entre el régimen laico y una sociedad no del todo secularizada. Lo anterior es importante para llamar la atención en torno al papel que la religión tiene en el marco de la llamada 4T y la necesidad de adecuar los marcos conceptuales a un contexto que, si bien se inscribe en procesos estructurales de secularización y políticos de laicidad, se ha venido caracterizando por la pluralidad religiosa, la fragmentación del espacio público y la participación de actores religiosos en los debates de interés social.

LA SECULARIZACIÓN, UN PUNTO DE PARTIDA

La imagen negativa que se ha construido de lo religioso en su búsqueda de acceso a la participación política apela a una dicotomía entre ellos. Esta oposición está asentada en la propia fundación de la Modernidad que construyó una distinción entre lo racional de lo irracional (Cantón, 2001; Weisz, 2019). El propio proceso de secularización que restringió al ámbito de lo privado a la religión, retoma esta dicotomía por considerar —a la religión— irracional a las necesidades del mundo moderno, negando así su participación en la constitución de un orden social que privilegió los estándares devenidos de la Modernidad occidental pretendiendo que en el devenir de la sociedad, aquello asumido como irracional, es decir, lo religioso, terminaría por sucumbir frente al primero, a la razón científica e ilustrada (Weisz, 2019). De ello, Casanova señala:

[…] la teoría de la secularización adoptada por las ciencias sociales modernas incorporó tanto la creencia en el progreso como las críticas formuladas por la Ilustración por el Positivismo y asumió que el proceso histórico de secularización comporta un progresivo declive de la religión en el mundo moderno. Así, la teoría de la secularización se convierte en una filosofía de la historia que ve a ésta como una evolución progresiva de la humanidad de la superstición a la razón, de la creencia a la indiferencia, de la religión a la ciencia (Casanova, 2012:21).

Por lo regular, se ha entendido a la secularización como un proceso y fenómeno estructural propio del devenir de la sociedad que supone, bajo la lectura que se viene cuestionando, la distinción o separación de esferas (seculares/civil-religiosas/eclesial), y que relega progresivamente las creencias al ámbito de lo privado, por lo que deja lo religioso fuera de la vida pública (Casanova, 2012:23). Sin embargo, se subraya que esta pugna no representa el problema, sino considerar que lo secular representa lo racional y lo religioso lo irracional. El Occidente colonizador se asentaba en esta idea, que en resumen veía en las manifestaciones religiosas ejemplos de un atraso civilizatorio, vistas como prácticas inentendibles, reliquias y material folclórico que perecerían por la marcha del progreso y, por lo tanto, eran irracionales (Duch, 2018:27-33).

Lo que se cuestiona aquí es la extrapolación de esta dicotomía hacia algunos de los debates contemporáneos, como si lo religioso fuera irracional por no apegarse a los criterios de la Modernidad secularizada, como si fuera homogénea y lineal en el marco del universalismo occidental (Garma, 2012, Prado, 2018). También se cuestionan no sólo estos conceptos totalitarios, sino el modo en que los presupuestos teóricos de nuestras disciplinas se construyen desde los lugares de poder intelectual, pero en muchas ocasiones lejos de las realidades empíricas que nos ofrecen “otros datos”. Por ello, pensar que la incursión de lo religioso al escenario público es peligroso porque es irracional, es caer en la misma dicotomía y pasar por alto que las religiones también son constructoras del mundo y otorgadoras de significados y sentidos para los individuos y las sociedades.

En esta lectura es que se ha cuestionado la relación que particularmente López Obrador ha mantenido con algunos sectores y líderes religiosos durante el transcurso de su gobierno, y que se ha considerado un peligro para el régimen de laicidad del Estado mexicano. Ello ha sido latente en los análisis periodísticos que han puesto el énfasis en al menos tres aspectos: el uso de lo religioso que hace el ejecutivo, el riesgo que implica la participación de lo religioso en el espacio público —como si un gobierno laico no pudiera ser dictatorial— y la construcción mediática de los evangélicos como enemigos de la laicidad. Sin embargo, este malestar mediático resulta selectivo, pues a los grupos minoritarios se les ha acusado su incorporación en algunas tareas del Estado, desconociendo que en muchos casos llevan años participado en ellas e incluso con recursos públicos;1 se increpa el potencial destino de fondos públicos para tareas humanitarias a la atención de migrantes, pasando por alto que otras organizaciones han accedido a esos recursos.2 En este temor, la religión se concibe peligrosa por considerarse opuesta a la razón moderna, además, se le niega su participación en el espacio público urbano, pero se le acepta en aquéllos no considerados modernos, como el rural o tradicional, lo indígena o étnico. Se le restringe de los rituales en las democracias modernas, pero se les acepta en los gobiernos tradicionales por ser parte de los “usos y costumbres”.

En este sentido, la discusión se ha inclinado por pensar lo religioso sólo por sus funciones y no por el sentido que otorga, es decir: que por su vínculo con la política puede propiciar la legitimación de un poder en turno; que coadyuva a capitalizar un voto particular; que, por su esencia contraria a la secularización y Modernidad, representa un peligro para el Estado laico, y, finalmente, que es incapaz de convivir en un mundo de valores secularizados.

En esta discusión, Peter Berger refiere que la secularización posibilitó un nuevo modo en que los individuos miran, organizan y le dan sentido a su experiencia de vida fuera de los elementos religiosos, ya que el mundo se desencanta (Berger, 1999). Entendido así el paradigma de la secularización, parece ser que las interpretaciones religiosas sobre el funcionamiento del mundo no pueden superar las de corte científico. No obstante, para Martin Hute, el propio Berger atisba que la racionalidad moderna no es capaz por sí sola de generar las explicaciones sobre el mundo en tanto que la religión “se presenta como una nueva interpretación del mundo y como una construcción de creencias sobre las relaciones entre las fuerzas naturales, así como del entramado que da sentido al mundo, a la vida, al ser de los individuos (Martin, 2018:168). De ese modo, el paradigma de la secularización puede ser una limitante para comprender el papel que desempeña lo religioso en la propia Modernidad, dado que para muchos individuos o grupos que conforman la sociedad, la religión es fundamental para la construcción de la realidad, su ordenamiento simbólico y legitimación del mundo.

Considerando lo dicho, ¿acaso la Modernidad, que debería otorgar un nuevo sentido de existencia, que dejara fuera el pensamiento mágico-religioso, falló en su cometido? Responder positiva o negativamente nos regresa a una dicotomía que se intenta resolver, por lo que otra lectura puede ser que la “racionalidad” científica que instauró la Modernidad y la religión transitan paralelamente dado que ambas generan discursos sobre el mundo, que permiten a los individuos y, por ende, a la sociedad, dotar a sus vidas de un sentido de existencia y legitimación de la realidad social. En este sentido, la religión no es irracional, sino que tiene sus propios códigos para significar el mundo:

El debate actual sobre “el cambio de paradigma religioso” se configura bajo una paradoja: por un lado, tener que conciliar los parámetros de la teoría de la modernización y los dictámenes ilustrados de la secularización “fuerte”; por otro lado, bajo las circunstancias antropológicas de una Modernidad que incita a la necesidad de un “desencantamiento del mundo” (Martin, 2018:158).

Por lo tanto, más que pensar en una crisis de los valores de la Modernidad, la “vuelta” a lo religioso acaecido en la política contemporánea, puede ser consecuencia de la imperante necesidad de simbolizar el mundo de la vida cotidiana al dotar de significados las acciones colectivas y legitimar un orden social, sentido de existencia y estructura de mundo desde diferentes escalas de acción; es decir, pública o individualmente. El problema, es que se han generado escalas de juicio para discutir las franjas de aceptación o no, de un sistema de creencias en los debates de orden público, a esto se suma la falta de claridad y las desigualdades en torno a las reglas de participación.

LA LAICIDAD FRENTE A UN NUEVO ESCENARIO

Aunque el Estado laico emergió de tempranas discusiones sobre la tolerancia religiosa y la libertad de cultos, hubo diversas posturas en su formación conceptual al interior del propio liberalismo, así como un camino sinuoso para darle claridad legal, por lo que estuvo lejos de representar un proyecto unánime y lineal (Galeana, 2012). Durante el siglo XIX, en América Latina, el interés por un régimen laico estuvo marcado por luchas de poder que buscaron la legitimidad popular fuera de la Iglesia católica, que representaba una de las instituciones con mayor peso económico, social y político, y en cuyo enfrentamiento se buscó desarticular su capacidad de integración y de unidad nacional (Bokser, 2020:33-34). En su devenir, la laicidad ha oscilado desde fuertes oposiciones hacia lo religioso hasta posturas más laxas, se trata de un proceso en el que cada régimen político ha buscado reconfigurar su conceptualización según sus afinidades ideológicas, aunque también a partir de sus deudas de campaña.

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