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La democracia de los idiotas

«Idiota» originalmente no era un insulto (hoy en día «persona corta de entendimiento», según la definición de la RAE), sino un adjetivo con el que se hacía referencia a lo privado o algo personal. La palabra tiene su origen en la Grecia clásica y describía a la persona que se ocupaba principalmente de sus asuntos, sin prestar atención a los asuntos públicos. En la antigüedad clásica la palabra vino a convertirse en un insulto porque allí la vida pública era muy importante entre las personas libres. Preocuparse «solo de lo suyo» estaba mal visto. Haciendo un paralelismo con lo que pasa actualmente, podríamos decir que vivimos en una sociedad llena de «idiotas», es decir, de personas que van a lo suyo.

Este fue, y sigue siéndolo, uno de los argumentos principales con los que los intelectuales del siglo XIX justificaban su rechazo a la democracia mediante el sorteo. Según Benjamin Constant, uno de los filósofos políticos más renombrados que haya escrito sobre la revolución francesa, la idoneidad de lo que entonces se llamaba república (y luego democracia representativa) se justificaba porque la libertad era entendida de manera muy diferente en su época, respecto a lo que se entendía por ella en el mundo clásico. De forma muy resumida, en su famoso ensayo («De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos») venía a decir que antes la libertad se asociaba a la participación pública, mientras que ahora (el ensayo fue escrito en 1819) se asociaba a la vida privada. El hecho de tener unos representantes que se encargaran de los asuntos públicos liberaba precisamente de esas tareas a la ciudadanía, pudiendo dedicar el tiempo a sus asuntos. Este será uno de los rasgos básicos de nuestra democracia, la división de tareas, por la que unos, los representantes, se encargan de los asuntos colectivos, y otros, la sociedad en conjunto, se encarga de sus asuntos privados.

No vamos a entrar a discutir los pormenores del planteamiento de Benjamin Constant, pero lo que no se puede negar es que su originaria parábola ha hecho fortuna en nuestra sociedad. Junto a la idea que «la gente no está preparada», la división de tareas en los sistemas políticos modernos es uno de los mayores escollos con el que nos encontramos al hablar del sorteo. Es, por decirlo de alguna manera, uno de los contraargumentos predilectos para rechazar cualquier propuesta política que implique participación de la ciudadanía en política. Unas personas dicen que no tienen tiempo ni ánimo de hacerlo; otras, que no saben o que no son sus asuntos. En definitiva, es un argumento tan arraigado en nuestros razonamientos políticos que, efectivamente, parece imposible de esquivar. Y no es un argumento sencillo de rebatir. La vida está organizada de tal manera que, tras el trabajo, ajustar las cuentas, cuidar la familia y las amistades, hacer la compra, así como descansar, eso de participar en asuntos que no son necesariamente solo tuyos pierde peso en la escala de prioridades de cualquiera. Plantear la posibilidad del sorteo en este contexto corre el riesgo de considerarse una quimera, solo apta para militantes o activistas. Aparentemente, ni tenemos tiempo, ni conocimiento, ni ganas de dedicarnos a los asuntos públicos. Si pensamos la política desde ahí, podemos acercarnos al abismo que supone esta crisis política, porque esa división de tareas propia de la democracia que tenemos no implica que a la gente le dé igual la política, sino que podemos aceptar que la política la hagan otros, aunque incluso no necesariamente piensen en términos de democracia. Este no es un argumento marginal. Recientemente, por ejemplo, un profesor de economía de Estados Unidos. ha publicado un libro en el que mantiene que nos iría mucho mejor si confiáramos más en las élites y menos en la ciudadanía, abogando por estructuras políticas menos democráticas de las que tenemos1. Justamente lo contrario de lo que pensamos: más democracia sería mejor.

El sorteo tiene una virtud enorme en un escenario en el que el tiempo es escaso, no todo el mundo quiere implicarse y la gente quiere instituciones políticas que se centren en resolver los problemas compartidos. El sorteo, que se puede organizar de distintas maneras, selecciona un número limitado de personas durante un corto plazo de tiempo, con el fin de buscar soluciones a problemas concretos. Las personas seleccionadas por sorteo no debaten en el vacío, sino que reciben información cualificada sobre el problema en cuestión, dialogan con personas expertas que interpretan el problema desde perspectivas distintas y se les da tiempo para debatir esa información. El fin último de lo que hemos llamado el sorteo cívico es proponer medidas políticas orientadas a resolver una cuestión concreta, de una manera razonada y pública, para que todo el mundo pueda valorar y entender las propuestas realizadas. El supuesto rechazo al sorteo tiene mucho que ver con el desconocimiento de este procedimiento político. Para ello vamos a intentar responder algunas preguntas importantes, que todo el mundo se hace cuando piensa por primera vez en el sorteo: ¿por qué el sorteo es aceptable políticamente? ¿No supone eso un retroceso en la política? ¿Se pueden resolver asuntos centrales con la participación de personas no-expertas? ¿El sorteo es eficiente políticamente? A continuación, vamos a presentar nuestra idea de por qué el sorteo y el tipo de política que conlleva su práctica tienen más sentido del que podríamos pensar.

El sorteo: la política como resolución de problemas

El punto de partida del sorteo modifica por completo la idea que tenemos sobre la política. Es como darle la vuelta al calcetín. Si nos hemos acostumbrado a asociar la política a las disputas ideológicas entre los partidos y a la lucha partidista por alcanzar los suficientes apoyos para gobernar, con el sorteo (y la deliberación asociada a ella) la política se vincula a los problemas propios de la convivencia. En este sentido, el sorteo da a la política un carácter muy pragmático. No es que el sorteo erradique las ideologías, ni las disputas políticas, sino que la entrada en política no se hace a través de ellas, sino a través de problemas concretos que reclaman soluciones por parte de todas las personas. Significa, en definitiva, empezar la casa por el lado contrario. Veamos.

Según los manuales de ciencia política, por ideología deberíamos entender un mapa cognitivo mediante el cual se establecen respuestas a problemas habituales de la convivencia. Esto ayuda mucho a interpretar el mundo complejo que nos rodea; reduce, en definitiva, la complejidad. Estamos habituados a distinguirlas en un espectro que va de derecha a izquierda. Por mucho tiempo, las ideologías proporcionaron una identidad a aquellos que se inclinaban hacia un lado u otro del espectro ideológico. En el siglo XIX, según los estudios que se han realizado, ser de izquierdas (o de derechas) era casi un estilo de vida2, es decir, alguien que votaba a un partido socialdemócrata estaba vinculado a una amplia red social que giraba alrededor de ese partido. Sin embargo, poco a poco esa identidad ha ido perdiendo fuerza, aunque la ideología sigue siendo un eje fundamental para entender la política contemporánea. La mayoría de los estudios que se hacen en ciencia política hoy día analizan los fenómenos teniendo siempre en cuenta la ubicación ideológica de las personas. Esta es una pregunta básica en cualquier encuesta de opinión pública, pues para los analistas permite ordenar mucha información dispersa y tiene capacidad para explicar una variedad grande de comportamientos sociales.

Desde este punto de vista, los partidos se presentan con un programa establecido y reclaman ser portadores de unos valores que los electores pueden asociar a un espacio ideológico determinado. Más allá que desde el siglo XIX al siglo XXI las grandes ideologías se hayan podido difuminar, sobre todo, respecto a las fronteras que separaban los grandes bloques, no estamos diciendo que esa distinción ideológica carezca de sentido, eso sí, la distinción tiene más ambigüedades de las que había antes. La lucha, por ejemplo, que los partidos establecen por el centro político no es un capricho de sus dirigentes, es que la mayoría de la población, según los estudios de ciencia política, se ubica en el centro. Desde hace años hemos visto incluso un incremento de los líderes políticos que reivindican que no son ni de derechas ni de izquierdas, aunque los analistas suelen finalmente asociarlos a un lado u otro del espectro. Su intención básicamente es atrapar ese centro. Como vemos, entre los partidos es muy importante el relato con el que se afronta la cuestión ideológica.

Votar a un partido se convierte por ello en un ejercicio, hasta cierto punto, ideológico, lo que supone votar a representantes que se alinearán en el Parlamento de acuerdo a sus principios ideológicos. Eso quiere decir que la gente puede esperar más o menos que un partido de izquierdas intentará subir la presión fiscal y aumentar las ayudas sociales; mientras que un partido de derechas intentará bajar los impuestos, limitar las ayudas sociales y hacer políticas favorables al crecimiento empresarial. Aunque esa capacidad para discernir lo que tu partido va a hacer respecto a muchas otras cuestiones no está tan clara en un mundo en el que, por ejemplo, en España hay que acatar las normas establecidas por Bruselas, que pueden perfectamente ir en dirección contraria a lo que defiende tu partido, sea de derechas o de izquierdas. Por no hablar de lo que dicten las autoridades monetarias, habitualmente independientes de los poderes políticos, que pueden decidir subir los intereses y dar al traste con las políticas económicas que se habían planeado. Aun así, la ideología es utilizada ampliamente para construir la retórica con la que los y las representantes reclaman atención de sus votantes. Ya dentro del Parlamento, la historia puede cambiar. No solo porque las personas que toman las decisiones entre bambalinas suelen decir que se llevan mucho mejor de lo que muestran en público, es decir, que la crispación (ideológica) que muchas veces vemos desde fuera entre unos y otras puede que no sea tanta cuando tienen que resolver cuestiones concretas o acatar decisiones que no pueden ignorar. Sino porque también el hecho de gobernar requiere pactar con otros partidos, más en un escenario fragmentado políticamente, y hoy más que nunca gobernar requiere negociar con grupos (lobbies o asociaciones en defensa de ciertos intereses) que pueden perfectamente hacer virar las propuestas realizadas en campaña. En el fondo, hoy más que nunca, la política se hace después de las elecciones y no antes, es decir, en contacto y negociando con distintos grupos políticos o sociales e instituciones supranacionales (como la Unión Europea, la Organización Mundial del Comercio, etc.) que condicionan la agenda política originaria3.

Si tenemos todo eso en cuenta, la dificultad que plantea la vertebración de la política contemporánea mediante el discurso ideológico es que simplifica enormemente los problemas sociales y dificulta más de lo necesario el establecimiento de acuerdos sobre cómo tratar los problemas. La complejidad del mundo en manos de la política representativa parece menos de lo que es. La complejidad se traduce para nosotros en una cantidad de datos científicos sobre los fenómenos sociales y naturales que desborda cualquier posición ideológica que se pueda tener frente a ellos. Resulta difícil de entender el empecinamiento a organizarnos políticamente de una forma que desprecia por completo el debate sereno con datos científicos contrastados y los constreñimientos institucionales reales (Bruselas, por ejemplo). En este sentido, hoy día parece algo más que ridículo tener un debate político sobre la contaminación o las políticas que hay que poner en marcha para afrontar el cambio climático sin contrastar los datos existentes o sin conocer la legislación supranacional que nos obliga. Pero igual que ese tema, cualquiera que podamos imaginar. En la política sufrimos mucho el efecto de esta lucha ideológica que, siendo importante, puede bloquear y arruinar medidas políticas concretas. En España, por ejemplo, desde el año 1970 hemos tenido siete leyes de educación distintas (la octava estaba ya en marcha en 2019 antes de las elecciones de abril y noviembre), cada cual justificada por el partido del gobierno desde un lado del espectro ideológico. No estamos hablando de tarifas o tasas por un servicio que suben y bajan para ajustar el presupuesto de una Administración, sino de uno de los elementos que más cohesión social puede ofrecer a un país. Sin embargo, la lucha ideológica ha impedido hasta la fecha el establecimiento de un mapa compartido de lo que la educación debe ser. No por casualidad, la lucha ideológica es uno de los problemas más mencionados cuando se habla de la «fatiga democrática». El escritor belga Van Reybrouck, a quien debemos esa descripción4, hablaba de las dificultades que esa lucha imponía para establecer políticas a largo plazo, cómo generaba un estrés mediático que simplificaba la misma política y arruinaba cualquier posibilidad de diálogo sereno. En este contexto, ¿qué puede ofrecer el sorteo?

En términos generales el sorteo solo ofrece una cosa, la imparcialidad a la hora de seleccionar las personas que van a discutir y resolver los asuntos públicos5. Cada una de las personas seleccionadas tendrá su ideología, por supuesto, pero el hecho de ser seleccionada por sorteo no se debe a su peculiar ideología. Eso favorece que el centro de gravedad del debate público no gire en torno a los bloques ideológicos, sino a los problemas que hay que resolver. De inmediato, el sorteo (y la deliberación) facilitan abordar un problema desde todas sus aristas, porque a diferencia de lo que ocurre con un sistema que se organiza a través de las ideologías de sus partidos, las soluciones tendrán que partir de la diversidad de los participantes y los datos que exponen las diferentes personas expertas sobre la cuestión (además de los contextos institucionales). En las experiencias que se hacen hoy día siempre hay un debate con personas expertas que interpretan el fenómeno del que se trata de forma distinta. Esa es la complejidad en la que vivimos, que las soluciones no son cristalinas, sino que tienen muchas implicaciones y, en consecuencia, la viabilidad de aquellas depende también de la capacidad para afrontar y gestionar las consecuencias que se derivan de su implementación. Dado que la decisión que se adopte, sea la que sea, tiene siempre muchas implicaciones, ¿por qué no se plantea como una decisión colegiada entre la ciudadanía? El hecho de que las personas seleccionadas por sorteo no sean profesionales y, por tanto, no estén educadas en defender una idea por encima de cualquier otra cosa o no deban lealtades a los cargos o líderes de los partidos, facilita, por supuesto, el diálogo entre personas con ideología distinta. El caso más reciente, y que luego comentaremos más pormenorizadamente, lo constituye el debate que una asamblea ciudadana en Irlanda tuvo sobre el aborto en 2016. Con una de las leyes más conservadoras respecto al derecho de las mujeres a abortar en Europa y unos partidos que eran incapaces de plantear un debate parlamentario sobre la cuestión condicionados por los bloques ideológicos en su seno, el gobierno solicitó a una asamblea ciudadana sorteada debatir sobre el problema. La asamblea propuso al gobierno, después de debatir y contrastar las opiniones de diferentes personas expertas tanto a favor como en contra de una ley sobre el aborto más permisiva, la organización de un referéndum, en el que se pedía la aceptación de una ley homologable a la que tiene la mayoría de los países europeos o su rechazo. En el informe que elaboró la asamblea ciudadana se ofrecía información sobre ambas posturas de forma ecuánime (la aceptación y el rechazo). Finalmente, la población irlandesa aprobó una nueva ley con una clara mayoría (66 %). Esta experiencia nos permite poner en valor de qué manera tan distinta se puede vertebrar la política. Una vez dejas de lado las posiciones ideológicas fuertes como elemento vertebrador del escenario político, pueden surgir soluciones pragmáticas a partir de hechos constatables y debates plurales sobre ellos. Como expresaba un participante en la asamblea irlandesa a un periódico: «Sacó el debate del reino del cálculo temeroso de los intereses propios de los partidos»6.

La polarización del debate político y el sorteo

Muchas personas piensan que marginar la ideología en la política es lo mismo que acabar con ella. En estos casos, siempre se mencionan los ejemplos de dictadores que con una retórica anti-ideológica gobernaban apoyándose en la represión de las posturas que cuestionaban su mandato y sus políticas. El auge del populismo, reivindicando el fin de las ideologías, sería otro ejemplo de lo que podría pasar si echamos a las ideologías del debate público. La reivindicación de un tipo de política que va más allá de derechas e izquierdas genera por eso mucha sospecha. Las personas defensoras de los partidos y del papel de la ideología en política asocian casi de forma natural los partidos a la pluralidad de visiones en una sociedad. Por tanto, dejar de vertebrar la política a través de la ideología supone para muchas personas despolitizar la vida social. El asunto es crucial, porque estamos completamente de acuerdo en que despolitizar la vida colectiva puede tener consecuencias mucho más perniciosas que beneficiosas, como que dé igual que un gobierno haga una cosa u otra, siempre y cuando garantice, por ejemplo, unos niveles de bienestar razonables. El éxito de muchas dictaduras se ha fundamentado precisamente en eso.

El caso es que, si analizamos los efectos de las experiencias de sorteo cívico, vemos que no hay una despolitización de la vida colectiva. Más bien al contrario, porque introducen o reintroducen en el debate político a personas alejadas de la política y, por tanto, no hacen sino ampliar los espectros y las formas con las que se ve un problema. La democracia, si por algo se ha distinguido siempre, ciertamente, es por darle un hueco a la pluralidad en la vida colectiva y, por tanto, a la idea de que siempre hay diferentes maneras de solucionar los problemas. El hecho de que unos piensen unas cosas y otros otras es lo que da entereza a la democracia. Precisamente, el sorteo garantiza mejor que ningún otro procedimiento la pluralidad política. Por supuesto, mucho más que la estructura de partidos que ahora tenemos. Y la razón es muy sencilla. El hecho de que pueda participar cualquier persona, al margen de lealtades organizacionales y desde un debate basado en datos, garantiza que haya una pluralidad de voces que permite que todas las presentes estén además expuestas a alternativas razonables a lo que piensan, que es de lo que se trata al buscar soluciones a los problemas concretos desde la pluralidad. Los problemas asociados a una posible despolitización tendrán que ver con las formas con las que se organiza el debate, quién participa, por ejemplo, lo que veremos más adelante, pero no porque se piense en la idoneidad de plantear un problema de forma abierta, transparente y desde múltiples perspectivas.

Desde hace tiempo se ha encendido la alarma sobre una mayor polarización en la política. Algo que todo el mundo entiende como un problema, porque las posiciones opuestas no suelen encontrar soluciones intermedias, lo que nos condena a vivir siempre con posturas radicalizadas que fundamentan sus políticas en un apoyo mayoritario, que no deja de ser, por supuesto, transitorio en una democracia. Cuando llegue otro gobierno con otros apoyos, ejercerá su derecho a presentar las medidas que crea convenientes, que serán juzgadas como radicales por los otros. Este juego no se cuestiona, siempre y cuando se haga desde el apoyo democrático. En el fondo todo el entramado institucional que hay detrás de los gobiernos garantiza que las medidas más radicales y opuestas a las del otro bando tendrán que pasar por filtros legales y condicionamientos normativos antes de hacerse realidad. No obstante, la polarización política es perniciosa para cualquier sociedad y mina las posibilidades de entendimiento.

Debemos a Carl Sunstein, profesor estadounidense, el análisis exhaustivo de las razones por las que un grupo social se polariza7. Según este profesor, la polarización emerge cuando un grupo, formado para debatir un asunto concreto, se mueve hacia uno de los extremos del debate tomando como referencia la tendencia previa que tenían sus miembros. Para verlo de forma sencilla imaginemos, por ejemplo, que un grupo de personas preocupadas porque los niños tienen muchos deberes, y piensan que sería mejor implementar otros métodos, se reúnen para discutir qué hacer con las nuevas normas del colegio a este respecto. Según el teorema de la polarización es muy probable que todas ellas acaben el debate mucho más comprometidas con la idea de que los deberes no son necesarios. Sunstein se refiere a los debates que de forma cotidiana tenemos las personas. Solemos juntarnos con otras personas que piensan parecido a nosotras y los debates en esos grupos suelen tener como resultado una inclinación hacia el extremo de las posiciones originales de las que se partían. Nos cuesta, en definitiva, escuchar y considerar interpretaciones diferentes de los hechos sobre lo que discutimos.

Sunstein describió dos mecanismos para explicar dicho efecto. Por un lado, la influencia social sobre el comportamiento. Siguiendo experimentos en psicología, el profesor apuntaba que solemos dejarnos llevar por lo que otras personas dicen, bien porque entendemos que lo que otros dicen apunta hacia lo que es deseable socialmente (y pocas personas van a encararse a lo que quiere un grupo), bien porque entendemos que lo que se dice, aunque no se esté de acuerdo con ello, encierra lo que socialmente se espera de una (y pocas se enfrentarán al hecho de quedarse fuera del grupo). El otro mecanismo sería la limitada muestra de argumentos alternativos a la que nos exponemos por estar en un grupo que piensa de forma más o menos homogénea. Dentro de un debate, dice Sunstein, la posición de una persona se debe en parte al tipo de argumento que dentro de ese grupo ha sido más convincente. Si solo hay argumentos en una dirección, es más probable que el conjunto de personas que no hablan tanto, que suele ser una mayoría, se mueva en esa dirección. Sus explicaciones apuntaban a los efectos perniciosos que tenía en política la homogeneización social. Para este investigador estadounidense, la expansión de las redes digitales tenía por ello un regalo envenenado, pues a la vez que nos conecta con muchas personas, también provoca una mayor polarización, pues la gente se conecta con las personas y las cosas que le interesan.

Dado que la democracia se justifica en gran medida por su capacidad para debatir, es decir, que no solo se trata de opinar, sino de debatir a la luz de otras opiniones y el análisis de los hechos, la ley de la polarización de los grupos plantea en el fondo muchas interrogaciones sobre la estructura política que tenemos. La pregunta es, si es cierto el teorema de la polarización, ¿por qué no va a ser adecuado un procedimiento político que evita muchas de las situaciones que producen la polarización? Desde el punto de vista de personas espectadoras, que es lo que somos en la política contemporánea, los debates parlamentarios son exposiciones cerradas de representantes que ni escuchan ni tratan de comprender las posiciones de las otras personas. Las votaciones están predeterminadas antes incluso de que tenga lugar el debate, labradas en privado, lo que genera mucha desconfianza entre la ciudadanía. Puede que los partidos en su seno debatan. Si así fuera, de todas maneras, el modo en que tendría lugar el debate se ajustaría sospechosamente bien a lo que Sunstein calificaba como polarización. ¿Quién, en el seno de un partido, va a llevar la contraria a la persona que lidera, cuando además se depende orgánicamente de la misma? ¿Quién va a romper la lanza por un argumento contrario al que la mayoría dice cuando gran parte de los argumentos van en la misma dirección? Ciertamente, el hecho de que muchos partidos hayan introducido recientemente elecciones primarias abiertas a los militantes ayuda a presentar ideas diferentes. Pero una vez elegida la persona que lidera, la situación es la misma o incluso peor, pues con la legitimidad de las elecciones ganadas se puede emplear más fuerza aún en la generación de espacios de debate homogeneizados, como, por ejemplo, desterrar de los órganos de decisión del partido a aquellas personas que no votaron por la persona ganadora.

El sorteo como mecanismo de selección de las personas que van a participar en un debate político se caracteriza precisamente por introducir diversidad en los debates desde el principio, o sea, introduce una variabilidad que dificulta la polarización. Cualquiera puede participar en el debate en condiciones de igualdad si entra dentro de la terna del sorteo. Hoy día las experiencias suelen utilizar sofisticadas herramientas estadísticas para garantizar esa diversidad. En este sentido, se ha dicho que el sorteo cívico plantea una representación más descriptiva de la sociedad. Las personas seleccionadas finalmente responden a una serie de rasgos y perfiles previamente valorados por representar descriptivamente la comunidad política. Este asunto genera controversia entre las personas críticas con el sorteo. Primero porque no se podría hablar estadísticamente de una representación de la sociedad. Dado que habitualmente se selecciona un número pequeño de personas, entre 30 y 150, cualquier idea de representatividad es ciertamente quimérica. Para que esta se diera o pudiéramos empezar a hablar de ella, tendríamos que reunir a un número más extenso de personas. No obstante, la selección genera mucha más diversidad y responde a trayectorias mucho más diferentes que cualquier institución política vigente que imaginemos. Por contra, la homogeneidad (social) de los perfiles de nuestros representantes es un asunto muy estudiado y analizado. En España, por ejemplo, la mayoría tiene estudios universitarios, una amplia experiencia en la Administración pública como funcionarios o abogados, y suelen además formar parte desde hace años (puede que décadas) de las estructuras de sus respectivos partidos8. La selección por sorteo de las personas participantes garantiza, en cambio, una pluralidad acusada respecto a los habituales foros políticos. El hecho de que no sean profesionales de la política favorece la llegada de personas corrientes, que no han sido educadas en un grupo corporativo que instrumentaliza los recursos para alcanzar sus fines, sino que se acerca a los problemas con una actitud menos instrumental, a partir de los datos que se le ofrecen en un debate abierto y transparente.

No hablamos en términos ideales. Ya hemos dicho que las experiencias de sorteo cívico han sido analizadas empíricamente de forma extensa y lo seguirán siendo. Muchos trabajos académicos muestran de qué manera la gente cambia sus preferencias hacia un problema en un debate estructurado bajo los principios de la deliberación y con personas facilitadoras, entre otras cosas, porque tiene nueva información. Un grupo de investigación demostró recientemente en un experimento que la polarización era más probable en debates que no son estructurados bajo normas deliberativas. En cambio, cuando el debate sigue los principios básicos de la deliberación, junto a la presencia de personas facilitadoras, la polarización disminuye. La investigación realizó un experimento en el que reunieron personas en Finlandia para hablar sobre la inmigración. Un grupo que tenía una actitud desde la moderación a la hostilidad hacia las personas migrantes se movió a actitudes más tolerantes en un escenario estructurado deliberativamente. En cambio, un grupo de similares características, pero en un escenario de debate no estructurado, se movió hacia posiciones más extremas. Como podemos apreciar, la deliberación entre personas sorteadas puede dar soluciones al problema de la polarización9.

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