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Читать книгу: «Para que no gane el olvido», страница 2

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—Menudo frío, no veas cómo humea el tejado; se han debido de calentar los carámbanos y me cayó uno de la que entraba —dijo Laura sonriendo.

Como si me viese todos los días, como si no hubiesen transcurrido más de diez años desde nuestro último encuentro, como si no se hubiese marchado en un pispás y sin despedirse de nadie de la aldea, como si yo no fuese consciente de que cuando nos cruzábamos, muy rara vez y accidentalmente, solo me miraba una décima de segundo para decir «hola» o «hasta luego» o «qué tal» sin hacer el más mínimo ademán de pararse, o de insinuarme que querría saber algo más de mí o contarme algo de su vida.

Como si a mí me hubiese resultado siempre indiferente…

—No te puedes imaginar hasta que punto me reconforta tu calor. El frío y la impotencia me estaban situando al borde de la desesperación. ¡Qué dicha me produce verte! —improvisé, titubeante.

Laura me sonrió con complicidad y guiñó el ojo con disimulo.

—Aunque llegas un poco tarde, como siempre —añadí con una hipócrita sonrisa.

Cuarto misterio: la Asunción de la Santísima Virgen.

Origen del amor

«Si usted quiere saber donde está su corazón,

mire a dónde va su mente cuando se pasea».

Walt Whitman.

Laura fue mi primer amor, el amor de mi infancia. Me quedé anonadado, si uno se puede quedar en ese estado a los seis años, mi primer día de colegio, cuando mi padre me acompañó al aula para presentarme a don Primitivo, el maestro.

Estaba sentada en el primer pupitre con sus largos cabellos áureos, con grandes tirabuzones, sus bellísimos ojos azules, soñadores, enormes, luminosos, su carita redonda, su pequeño lunar en la mejilla, su angelical sonrisa, su aire distinguido, su grueso suéter de lana multicolor, su blanca falda plisada, sus leotardos azules y sus zapatos de cuero.

Y sus guantes rojos encima del pupitre.

Creo que le era totalmente indiferente mi presencia, pero entonces yo carecía absolutamente de la capacidad de valorar lo que pasaba por la cabeza de una niña de seis años.

Laura y aquella atmósfera nueva, un tanto hostil, motivaron que mi primer acto nada más sentarme fuese derramar toda la tinta del tintero al tocarlo con aquella plumilla encajada en un largo mango de madera con forma de cono invertido, que no había visto jamás.

Me recuperé de aquel trance embarazoso gracias a la sonrisa del maestro y a la mirada resignada de mi padre. Fue la primera y última vez que experimenté un gesto de resignación y una sonrisa, aunque fuese afectada, hipócrita, de mi maestro. Sin duda en su fuero interno pensó con disimulada displicencia que otro niño torpe de remate se incorporaba a aquella escuela para hacerle su vida un poco más amarga y dura.

La verdad es que de todos los demás trances, avatares, meteduras de pata, errores de niñato inexperto, sinsabores y decepciones hube de cocinármelos, masticármelos y recuperarme yo solito.

Y lo más que podía esperar era una reprimenda sin violencia física.

Laura, al contrario de todos los demás niños de la aldea, nunca calzó zuecas, sino unos zapatos a prueba de lluvia y de hielo, y por eso Laura era única, una musa, una belleza etérea, inmaterial, angelical, una auténtica diosa de la belleza, aunque yo no tuviese la menor idea de lo que era una diosa de la belleza.

En los días sucesivos se fue incrementando mi adoración por ella: su entonación ligeramente afectada, su permanente sonrisa, su desparpajo y soltura… Metáfora de una vida completamente feliz, de una infancia sin sombras.

Por el contrario yo me comportaba de un modo totalmente estúpido y verbalizaba las mayores incoherencias cuando me asía la muñeca, en las contadas ocasiones en que niños y niñas jugábamos juntos en los recreos, o simplemente cuando me llamaba por mi nombre con cualquier pretexto.

Mi muñeca frágil, blandengue, delgada, de la que colgaba una mano con los dedos finísimos, ligeramente arqueados, con el extremo ungueal siempre lleno de suciedad de jugar con la tierra por más que mi padre estaba siempre muy pendiente de recortarme las uñas con una vieja y enorme tijera de esquilar las ovejas.

Mi muñeca.

Y pensar que algunas veces sus dedos abrazaron mi muñeca.

A Laura mi muñeca le resultaría sin duda totalmente indiferente, y mis pequeños arcos secantes de suciedad en el extremo de mis proyecciones digitales le producirían cuando menos algo de grima que sobrellevaría con una hipócrita indiferencia, pero yo tenía seis años y esas sutilezas se me escapaban.

Todo en su figura y en lo que hacía me parecía perfecto y entre ella y el resto de los mortales existía un abismo, el abismo que producen los ojos del amor. Tal vez me enamoré por su porte esbelto, distinguido, por ser la que tomaba todas las determinaciones en el mundo de las niñas, la que decidía los juegos en los recreos y sobre todo por decidir el momento en el que había que dar por concluido el problema que don Primitivo, el maestro, nos enunciaba cada mañana nada más entrar en clase.

Laura me parecía bellísima, inteligentísima y poseedora de todas las demás virtudes que puedan acabar en «ísima».

Laura significó sin duda mi principal aliciente para asistir a la escuela, tanto durante las horas lectivas como en los recreos, en los minutos de juego antes de comenzar la clase, a veces realmente prolongados, cuando el maestro se retrasaba, sobre todo en los días más fríos y lluviosos del invierno, cuando llegaba en su Vespa cubierto con una gran capa gris que apenas dejaba ver su fruncido ceño.

En cierto modo esta vivencia fue premonitoria, pues prácticamente tanto durante mi formación como en mi profesión, siempre existió una mujer, bellísima como Laura, intelectualmente y profesionalmente destacada, brillante, impecable, inalcanzable, aunque sin altivez ni desdén, que constituyó un aliciente frente a las a veces duras tareas del día a día. Cuando por algún motivo estaba ausente, parecía respirarse una atmósfera de tristeza entre los colegas. Nada más inspirador que ese ser humano, conjunto de belleza e inteligencia, respetable y respetuosa, a la hora de vérselas con exámenos difíciles primero y posteriormente con la enfermedad y la muerte.

Los momentos más felices de mi vida son los ligados al amor y a la amistad, mucho más que a cualquier triunfo o logro personal. Creo que mi mayor estímulo vital ha sido el de intentar sentirme amado, aunque he sabido con el tiempo que ello entraña servidumbres insoportables, sufrimientos inútiles, de modo que con los años fui derivando a la actitud más egoísta de buscar el sosiego y la subjetiva evaluación de mi propia conciencia y tornarme un tanto ajeno a las valoraciones ajenas.

El efecto más adverso del amor es el desamor, la indiferencia del otro. Si te enamoras corres el riesgo de pasar de los sentimientos más sublimes, del mismísimo cielo, al más profundo abismo. Nada te hace sentir más desgraciado, ni eres capaz de advertir una mayor pérdida. Ninguna sublimación, ninguna sustitución, ningún otro amor, ninguna oración, ni la más hermosa melodía, ni el más tierno cariño de otras personas, nada, absolutamente nada evita la tristeza del desamor, de la indiferencia, del desafecto.

Por otra parte, tal vez el ser humano crece, madura y se engrandece desde el amor no correspondido; solo quien ama sin ser correspondido es consciente de sus limitaciones, y de que desde nuestra existencia no planeada y tan azarosa en el tiempo y en el espacio, que viene acompañada solo del potencial de los millones de genes de nuestra especie, hemos de iniciar la imposible tarea de construir nuestros propios sueños, de encontrarle un imposible sentido al absurdo más irracional y de buscar nuestro lugar y nuestro destino entre casi ocho mil millones de contemporáneos.

Mientras unos somos unos privilegiados del tiempo, del espacio y de los genes, otros contemporáneos no se pueden permitir nuestros devaneos intelectuales y sentimentales ni nuestra capacidad de sufrir por nimiedades. Ratapón, traído al mundo con un gen defectuoso, no disfrutó de ese enorme privilegio, de la fortuna de un amor no correspondido, del que surgen grandes poetas, grandes genios, grandes creadores, grandes científicos y sobre todo una infinidad de personas mediocres, como yo.

Cada edad tiene su pequeño amor, su encaprichamiento, su mito, alguien con quien soñar antes de dormirse y nada más despertar y en esos ratos de silencio en los que nos quedamos con la mirada perdida dirigida al infinito; una imagen bella, perfecta, única, con la que soñar para compensar todos los inconvenientes, adversidades, rechazos, dificultades y absurdos de la vida cotidiana.

Yo tenía seis años e ignoraba que en la actitud indiferente e incluso en el aparente rechazo de una niña de mi misma edad a veces pudiese existir amor.

Tampoco sabía que existían los genes ni mucho menos que cuando el más puro azar de la desgracia se intercala sigilosamente en el amor de tus padres, puedes venir al mundo con una enfermedad que te provoca una muerte prematura.

Conclusión del velatorio

Don Primitivo, el maestro, llegó prácticamente al final del velatorio, para hacer la visita de cumplido.

Simplemente.

El Santo Rosario no es sino un afortunado pretexto para acompañar treinta minutos a la familia del difunto para no llegar, dar el pésame sin saber qué decir y partir de inmediato. Pretexto para no dejar a una familia que sufre en esa atroz soledad de esa última noche con su hijo en el hogar, ahora difunto, después de la larga noche recostados en el sofá de la sala de espera adyacente a la unidad de vigilancia intensiva el día del trasplante y de tantas y tantas noches en vela a su lado en la habitación del hospital.

El Santo Rosario permite los cuchicheos de convencionalismos entre el Gloria y el Ave María.

Todos los vecinos se anticipaban a la hora señalada para la oración, para no hacer esperar a doña Felisa.

En cambio, llegaban tarde las personas distinguidas, como Laura y como don Primitivo. Llegar un poco tarde era una tradición arraigada, casi obligada, para mantener el estatus. Las personas distinguidas nunca debían esperar a nadie, siempre se las debía esperar y mostrarles al mayor respeto cuando se habían tomado la molestia de acudir a un acto.

Don Primitivo dio el más sentido pésame protocolario a los padres del difunto y por primera vez le escuché palabras elogiosas para Ratapón: «Pobrecillo, siempre sospeché yo que este bendito e ingenuo chiquillo tenía algún problema de salud que mermaba su aprendizaje. Estoy seguro de que Dios tendrá un lugar privilegiado para él en la gloria para compensarle del infortunio en esta vida». ¡Qué bien se expresaba don Primitivo! Le dio un par de besos protocolarios a doña Felisa, que a su vez había sido su maestra, y partió lentamente cruzando una mirada afectuosa a los presentes, casi todos alumnos suyos.

Quinto misterio: la Coronación de María Santísima.

Geografía

«La Tierra no nos necesita; somos nosotros quienes necesitamos de ella. La última palabra la tiene ella, y no la pretensión humana de dominarla».

Leonardo Boff, Reflexiones de un viejo teólogo y pensador.

El Universo no existió hasta mi primer llanto, hasta mi primer grito, hasta mi primera inhalación de aire.

La aldea de Soto no existió hasta ese primer grito desgarrador con mi primera inspiración nada más salir del útero de mi madre.

Soto está asentado en una pendiente y lóbrega ladera de A Pontenova (Lugo). Escasamente una veintena de viviendas salpican la misma en pequeños grupos, buscando los pequeños rellanos de la montaña.

A más altura que las casas y las fincas de consulta, se sitúan los montes del Castillo y el Campo de la Luna, otrora pastizales, sustituidos por pinos y sobre todo por eucaliptos, cuando los labriegos se deshicieron del ganado vacuno y por consiguiente de la venta de leche, a cambio de una indemnización ridícula.

Los eucaliptos, plantados con la pretensión de conseguir en pocos años madera, aceptablemente bien pagada por las fábricas de celulosa, sustituyeron los preciosos bosques de árboles autóctonos caducifolios (robles, castaños, abedules, alisos, fresnos…) por una especia arbórea que, además de deteriorar el manto terrestre, ha tornado la ladera de aldea de Soto aún más sombría y húmeda, al aumentar unos metros la cota de la montaña, de modo que en invierno el sol apenas se insinúa durante un par de horas, justo antes del ocaso.

Equidistante de las viviendas cruza un arroyo en su día suficientemente caudaloso como para que en su cauce se hubiesen construido tres molinos, ahora ruinosos, disimulados entre la maleza. Ahora apenas corre agua la mayor parte del año, como en la mayoría de los arroyos del concejo. Casualidad o no, la cantidad de agua dulce descendió de una forma alarmante en muy pocos años. Visto con mis propios ojos. Me estremezco. Nadie se quiere enterar.

Nadie es responsable.

Cuando la culpable es la humanidad entera todo el mundo se lava las manos, salvo una selecta minoría de luchadores a los que todos los demás consideran unos tocapelotas, molestos como una mosca cojonera.

Las soluciones serían tan complejas y globales que nadie se implica. Dado que no tiene solución, nadie lo considera un problema.

Una fuente artesiana asoma muy cerca del arroyo. Fue la fuente de agua potable de toda la aldea, así como el lavadero, el centro social y cultural, lugar de cortejo, la sala de prensa y cotilleo de las más variadas noticias durante años.

La fuente artesiana se ha tornado invisible entre la maleza.

Como los molinos.

Como tantos amores, ilusiones y esperanzas del ayer.

Mi casa está situada en la zona más sombría de la aldea, a unos escasos metros de las lindes con la aldea vecina, Calvín, orientada hacia el noroeste, y más cálida y soleada, donde otro arroyo nos separa artificialmente de otro concejo, de otra provincia, de otra comunidad autónoma y no sé si en el futuro de otra nación. Algunas parcelitas del minifundio de mis antepasados se situaban al otro lado de la linde, en las tierras de la aldea asturiana.

Ajeno a cualquier discusión territorial, lo que más agradecía de la otra comunidad autónoma era la posibilidad de jugar con otros niños de edad similar a la mía (Suso y Benigno de Murias y Manuel del Castaño) cuando mis padres llevaban a cabo las labores agrícolas en dichas fincas.

En lo más alto de la ladera los montes del Castillo y El Campo de la Luna se erigían en mirador de un horizonte aserrado por varias cordilleras. Desde esos montes, a los que tantas tardes acudía con Luis y con Marcelino para que el ganado aprovechase los pastos, se divisaba todo el valle y muchas de las aldeas limítrofes (Teixidais, Neipín, San Pedro de Bogo, Villarjuane...).

Sobrepasando la montaña más alta y distante de todas las divisadas desde El Campo de la Luna se encontraba la aldea de San Xes, aldea de mi abuelo materno. A mí me parecía lejísimos y siempre me llenó de perplejidad el saber que este joven enamorado de mi abuela acudía solícito a cortejarla por aquellos montes y bosques solitarios, de noche la mayor parte de las veces, en un viaje que se me antoja de unas tres horas por trayecto, como mínimo.

En la ladera contraria a la de mi aldea, y orientada al sur, soleada, luminosa, seca… se situaba la envidiable aldea de Convarcas, recibiendo durante todo el año en los días despejados el sol desde el amanecer hasta el ocaso.

El principal obsesivo recuerdo de mi infancia, tan pletórica de sensaciones y de imaginación, es el de gélidas mañanas, tiritando nada más salir de entre las mantas, en los interminables inviernos, y mi mirada envidiosa a la ya soleada aldea de Convarcas a través de los pequeños cristales de la ventana de mi habitación, translúcidos por la capa de hielo formada durante la prolongada helada nocturna.

Un viejo puente de madera que cruzaba el río Turía, afluente del Eo, permitía la comunicación entre ambas aldeas.

Un vecino albañil, don Rogelio (el del Breso), lo intentó cambiar por uno con pilares de piedra y vigas de hormigón. Don Rogelio era un excelente albañil, un excelente artesano, pero sin el concurso de un aparejador, uno de los pilares, de aparente impecable factura, se cayó antes de llegar a instalar las vigas de hormigón. Lo que iba a ser un proyecto robusto y duradero acabó como el rosario de la aurora. Se volvieron a colocar dos grandes vigas (troncos) de madera que cedió uno de los vecinos y que portearon desde el monte entre todos. Volvió a ser un puente endeble, pero al menos con vigas nuevas.

¿Qué interés incitaría a mis antepasados para asentarse en esta sombría ladera?, ¿procederían acaso de un clima soleado y cálido y anhelarían el frío?, ¿serían los rezagados, los menos hábiles de una carrera de colonos buscando un lugar en el que subsistir?... Tal vez eran prioritarias el agua y las verdes praderas para alimentar el ganado; en la aldea de enfrente escasea el agua, y las praderas se secan en verano… Las soleadas mañanas de invierno no traen consigo la abundancia. Y salvo en contadas ocasiones, en las labores agrícolas, para sobrevivir son mejores los días lluviosos que los soleados.

Llegaron los vecinos a Soto, de apellidos tan dispares, de lugares tan distintos y desconocidos y su geografía común los condenó a entenderse la mayoría de las veces, a envidiarse a menudo, a pleitear en raras ocasiones, y hasta a matarse, según murmuran los más viejos.

Los secretos inconfesables de las personas, incluyendo los míos y los de mis vecinos, a nadie interesan porque nada aportan, salvo a los propios artífices, para no repetir los viejos errores.

El torrente o Arroyo del Rañadoiro, que separa Galicia y Asturias, discurre a escasos metros de mi casa. Cuando llovía torrencialmente, parecía que un río se desplomaba por el valle, surcando precipitadamente la pradera de mi casa, pero en verano desaparecía como por arte de magia, o discurría escondido entre las rocas y la maleza.

Mi padre construyó pequeños surcos paralelos a ambos lados de la pradera, para usarlos como canales de riego, sobre todo en primavera, estación generalmente poco lluviosa, con insuficiente agua para el crecimiento de la hierba; en otoño cerraba el paso a la corriente para que el agua no reblandeciese el suelo, mientras las vacas pastaban los tiernos brotes vegetales, renacidos tras la siega y recogida del heno en el mes de julio.

La hierba, bien seca, se guardaba en la parte superior del pajar durante el verano y constituía la principal fuente de alimento del ganado en los duros meses del invierno.

En la planta baja del pajar, adyacente a la era, se colocaba la paja durante la trilla. La paja también se usaba como alimento para el ganado, aunque era menos nutritivo y apreciado como tal.

No hay una plaza en mi aldea.

No hay plazas en las aldeas de Galicia.

Cada vivienda está orientada a un lugar distinto, de forma totalmente anárquica, aunque generalmente protegiendo la entrada de la gélida brisa del nordeste. Cada habitáculo se sitúa esparcido por la ladera, sin orden alguno.

No existe otro espacio común para compartir o departir, para que los niños se vean y jueguen, que el pequeño atrio de la ermita, en donde cada 15 de mayo o el fin de semana más próximo a esa fecha se celebra la fiesta del patrono, San Isidro Labrador.

La aldea vive de espaldas a la ermita y a ese espacio común que es su pequeño atrio, tal vez porque se construyó un tanto alejada de las viviendas porque probablemente nadie estaba dispuesto a ceder terreno en un lugar más cercano.

La campana de la ermita solo tañe el día de la fiesta, cuando fallece un vecino o cuando se está produciendo una gran tormenta de granizo que amenaza con acabar con la cosecha.

Cualquier vecino podría pasar toda la semana sin ver a ningún otro, salvo si se cruzan casualmente camino a las tareas de labranza o coincidían porteando la leche al amanecer.

Cada cual vivía su vida, de espaldas a la de los demás. Mi casa fue una excepción gracias a la polavila, de la que les hablaré más adelante.

Todas las aldeas en decenas de kilómetros a la redonda, a uno y otro lado del arroyo del Rañadoiro, y al margen de que las autoridades en su día lo utilizasen como límite administrativo entre dos regiones, actualmente comunidades autónomas, compartían las mismas tradiciones, las mismas praderas (unas más soleadas y otras más húmedas), el mismo modus vivendi y prácticamente la misma lengua (el gallego o el asturiano occidental).

Durante mi infancia la única lengua que hablé fue el gallego. Es la lengua con la que hablo con mi madre, con casi toda mi familia, con mis vecinos de la aldea, y naturalmente siempre que estoy en Galicia. Mis primeros pensamientos y vivencias están íntimamente vinculados a dicha lengua. No tuve entonces oportunidad alguna de aprender otra. Jamás me he arrepentido de ello. Sin embargo, precisé dedicar un gran esfuerzo durante varios años de mi vida para subsanar la limitación de no conocer el castellano desde mi más tierna infancia.

Entonces las escasas familias acomodadas del concejo no utilizaban el gallego, eran castellanoparlantes, y sus hijos, aunque fuesen de nuestra edad, no mantenían relación alguna con nosotros. En las escasas ocasiones donde se podría propiciar el contacto, les resultábamos tan indiferentes como ellos a nosotros. La utilización del castellano como lengua coloquial me dejó al principio boquiabierto. La lengua gallega, siempre tan inocente, como todas las lenguas, constituía entonces una fuente más de marginación frente al castellano. Aunque nos tratasen con el mayor respeto y educación, sabíamos en el fondo que los gallegoparlantes éramos ciudadanos de segunda clase. Sin embargo tengo entendido que oficialmente entonces no existían gallegoparlantes, como tampoco existirían catalanoparlantes, pues la única lengua oficial era el castellano.

Nunca sentimos a pesar de todo el menor complejo, ni por nuestra forma de comunicarnos, ni por nuestra realidad, que nos parecía tan normal como la suya.

El castellano se ha tornado, sin embargo, la forma primordial de expresar mi pensamiento, la lengua en la que sueño e improviso, mi rudimentario instrumento de comunicación tanto con el mundo como conmigo mismo.

Mi yo y mi lenguaje, mi yo rematadamente torpe para la pintura, y subnormal profundo para la música, incapaz de recordar una breve secuencia de notas musicales.

El castellano me permitió, mal que bien, liberar mis emociones más profundas en mi soledad, como el menos rudimentario de todos mis recursos para que una mujer hermosa se dignase mirarme, el tosco maquillaje de mi estética torpe y caduca, de mi más bien poco agraciado físico. El castellano me permitió cada día y desde hace años, aliviar el dolor de mis pacientes ante la enfermedad y la muerte, suavizar sus penas, atenuar la gravedad de su enfermedad y mantener viva la esperanza de quienes sufren por la azarosa llegada de la adversidad.

El castellano me permitió conversar largamente con los indígenas de la Amazonía ecuatoriana, a las orillas del Napo, o las artesanas guatemaltecas junto al lago Atitlán, o el buscador de Oro de Andacollo en Chile o con el camarero de una cafetería de San Francisco.

Nada aporta tanto a cambio de tan poco como el lenguaje.

Pero, por otra parte, el lenguaje está tan unido a los recuerdos, que si me sustrajesen de mis circuitos la lengua gallega, también me desposeerían con ella de todos ellos y me quedaría sin infancia. Ambas lenguas, indisolubles, constituyen el mayor tesoro de mi vida.

Las labores agrícolas


The Harvesters (La cosecha).

Oleo sobre tabla. (1569). Pieter Brueghel el Viejo.

Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.

No pretendo explicar de una forma exhaustiva cómo se desarrollaban las tareas agrícolas, que por otra parte nunca llegué a conocer en detalle, sino que me limitaré a recordar mis vivencias ligadas a las mismas.

Se cultivaba fundamentamente trigo, maíz, patatas, remolacha, coles y nabos. Además adyacente a las viviendas casi todos los vecinos disponían de una pequeña huerta, de la que se encargaban habitualmente las abuelas, que la cuidaban con esmero, regándola meticulosamente y abonándola con excremento de gallina, mientras preparaban cada día la comida, generalmente el caldo, durante siglos en el hogar en las «cocinas viejas» y posteriormente en la cocina de leña (llamadas «cocinas nuevas») (la transición entre ambas se produjo durante mi infancia en la mayoría de las viviendas), trabajo que les parecía de menor calado e incluso inútil y nada provechoso a los hombres, aunque luego no hacían ascos a las verduras y legumbres de temporada, como los grelos, los tomates madurados a la luz del sol en el alfeizar de la ventana, los pimientos, las cebollas y los ajos, conservados colgados en ristras en el cabazo o en otras zonas ventiladas de la casa. Y todos con sus agradables aromas, detectados a metros de distancia, no como ahora, que si no te acercas a la fruta o a la verdura hasta tocarla con la nariz, te parece inodora.

En cualquier esquina, donde quedaba un palmo de tierra, había una mata de perejil, de manzanilla o de orégano. La celidonia crecía junto a otras matas silvestres en la exigua tierra que quedaba entre las piedras de las paredes construídas como linde de las fincas.

Nunca llegué a conocer la época de la plantación de las verduras, ni tampoco la de los cereales, los nabos ni las patatas… Cada cosecha daba lugar a otra nueva con otro producto agrícola distinto. Generalmente se rotaba en los cultivos para reducir las plagas, pero no se dejaba descansar a la tierra durante meses (en barbecho) como en otras zonas geográficas.

No dudo de que todo el mundo conociese totalmente los tiempos y la secuencia de los cultivos, incluso los demás niños de mi aldea, que ponían más interés que yo, que parecía haber nacido atolondrado y distraído de la realidad.

Mi padre se levantaba un buen día de muy mal humor y ponía la casa patas arriba gritando desesperado: «Los de Fideles ya están labrando las patatas… o están arando para plantar el maíz… o gradando para sembrar los nabos», y nosotros en la cama viéndolas venir.

Y ese día se improvisaba todo para hacer lo que estaban haciendo los demás.

Otras veces en cambio sentenciaba, de forma grave y grandilocuente, ignoro si con fundamento científico o simplemente fruto de su experiencia o incluso cuando le podía la apatía y la desgana: «Es pronto para plantar las patatas, es mal día hoy para plantar el maíz… hoy está la tierra demasiado mojada», y en cambio otras veces: «La tierra está tan seca que la semilla no va a germinar, vamos a esperar que caiga un chaparrón, para no perder el trabajo».

Uno tiene días bajos, en los que le puede el tedio, la desgana, el desinterés, el vacío existencial, la falta de alicientes y de ilusión, mientras que otro se despierta en la fase opuesta, sintiéndose culpable por el poco interés y las consecuencias que podría acarrear, primordialmente la falta de sustento para la familia.

Lo mejor que podía suceder con las tareas agrícolas era la rutina de cada cosecha y de cada estación, era poder elevar sin sobresaltos una y otra vez la roca de Sísifo a la cumbre.

Porque a menudo la roca no se elevaba en un día tibio y apacible sino uno lleno de inclemencias meteorológicas y cuando no era el calor asfixiante, era la lluvia que calaba hasta los huesos y obligaba a andar un paso hacia delante y dos hacia atrás o era una segunda roca que venía a sumarse a la primera en forma de un ternero muerto o de una vaca que se había tornado estéril. Nada me parece tan lleno de imponderables como la vida del agricultor.

Naturalmente, siembre había un vecino que iniciaba las labores de temporada. En general las familias más holgadas del pueblo eran las que tomaban la iniciativa, las que trabajaban incansablemente, las que se levantaban una hora antes, las que terminaban una hora más tarde, las que no podían respetar el corto descanso dominical para acudir a la feria salvo por una cuestión de extrema necesidad, ni siquiera asistir a los actos litúrgicos en la parroquia.

Sus viviendas eran mayores, con enormes fachadas blancas y unas grandes chimeneas; tenían una gran habitación que se usaba como salón en las fiestas, con una enorme mesa, un enorme reloj de pared artesanal, grandes fotografías de los antepasados, y enormes balcones con preciosas plantas en macetas de barro o de cobre.

No se podían permitir ni pararse un instante en un cruce de caminos con el vecino e intercambiaban unas escuetas frases protocolarias mientras seguían caminando apresurados. Nunca sucedía nada en su familia, nunca se oían críticas ni lamentos, ni desgracias ni victorias. Nunca acudían a la polavila. Respetuosos y amables, parecían inmunes a cualquier adversidad.

Sin embargo, no se distinguían en absoluto por la jactancia o la soberbia, es más, eran las más generosas, las más dispuestas a ayudar a los demás, las que jamás ponían algún pretexto cuando se las necesitaba.

Ellos eran los ricos de la aldea.

Mi casa, por el contrario, era una de las más viejas y ruinosas de la aldea. Mi abuelo materno optó por construir un enorme pajar y cuando se proponía rehabilitar la vivienda se cayó de un castaño a los veintiocho años y se murió tetrapléjico unos días después. Desde entonces probablemente los reveses de la fortuna merodearon siempre sobre la familia, que no tuvo oportunidades de emprender las mejoras.

Acudir a la escuela era una tarea ingrata, aunque aceptada sin rechistar, se trataba de la primera imposición seria de la vida en la que uno pasa de unos hábitos sin absolutamente preocupación ni responsabilidad alguna, absorto en sus pensamientos y en sus juegos, a tener obligaciones. Entonces la transición era brusca y traumática, como la rana que se deja caer en un recipiente de agua hirviendo, y no casi imperceptible como ahora, que parece que disfrutas mientras torturan tu infantil libre albedrío. En mi caso aquello supuso adentrarse en una vida mucho más dura y llena de adversidades.

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9788411143462
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