Читать книгу: «No miraré su rostro», страница 3

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7

Los veinte se redujeron a cinco. Imposible enderezar el Fucha, dijeron algunos y abandonaron. ¿Enderezar, acaso el río está torcido?, refunfuñó el abuelo Horacio. Para la segunda semana la corriente seguía lamiendo el barrio y él aguardaba en el canapé a que desistieran. Bebía su agüita de panela caliente con más gotitas de limón cada vez, antes de la jornada. Paleaba el río con bríos, más arriscado que quienes se mostraron aspaventosos al principio. Sublimaba el esfuerzo pensando en Teodobaldo. Al anochecer, caía fundido en la cama de tijera, mientras su nuera lloraba silenciosa su larga espera, mordía la sábana para no despertar al recién nacido y balbuceaba ruegos y jaculatorias por el pronto regreso de su esposo.

No quedaban sino cinco. Los Ernestos de la panadería Suiza retiraron sus dos empleados. Honorio Casallas, de la carbonería La Chispa, no mandó más a su ayudante, así como los de la Cigarrería Mesa, la lavandería San Francisco y la fábrica de vidrio La Transparencia. No importa, dijo Emiliano Montoya, no nos rajamos, y se internaron en la neblina a paso lento. Caminaron frente a las carpas donde se resguardaba la tropa, a la que el abuelo Horacio despreciaba, muchachos campesinos empuñando el fusil, manchados de 9 de abril. Albornoz, en cambio, los observaba con curiosidad. Imberbes centinelas sentados en las piedras junto a la fogata. Los militares también los observaban a ellos, mezcla de conmiseración y escepticismo. Los veían pasar de largo como sombras de la misma neblina con las herramientas al hombro, cruzaban el puente de madera de la calle Once y desaparecían como si la densidad plomiza se los tragara. El único que llevaba gorra era el abuelo Horacio. Los demás, sombrero de fieltro. Se detenían en el mismo recodo del primer día, donde el Fucha corría impetuoso y se devolvía formando un bucle. Cuando lo cruzaban saltando de piedra en piedra, uno de ellos resbaló y cayó en la corriente helada, sus compañeros se apresuraron a extenderle la empuñadura de una garlancha y luego le dieron a beber agüita de panela caliente que llevaban en un termo. Empapado y tiritando, aquel hombre se puso a trabajar con furia para contrarrestar el entumecimiento.

Tercer viernes de trabajo duro. Están a punto de cerrarle el paso a la corriente. A la hora del Ángelus suspenden un momento. El abuelo Horacio imaginó a la marucha de trenzas, con su delantal crema a rayas cafés, bamboleándose al repicar la campana de la cual solo el cura conocía su procedencia: un ciudadano ibérico que lo apoyaba desde el anonimato, la hizo fundir en La Coruña, tierra natal del sacerdote. La aleación sonora hizo el mismo recorrido que la cruz, la espada y el arcabuz, tres armas para esquilmar. Por el Magdalena, aguas arriba, pasando por Mompox hasta Honda, y luego en un carruaje tirado por mulas, empinado camino de Guaduas hasta Bogotá. Ese día, Villafarde la salpicó con agua bendita, rezó y pronunció un encendido sermón (¡Arrodíllense!) consagrando el barrio a Dios y maldiciendo la lucha de clases. Los obreros la subieron hasta el improvisado campanario. Sus dedos rústicos palparon las letras en altorrelieve, pero no dieron pie con bola del nombre de la fundición, ni la fecha. No sabían leer.

El abuelo descansó la pica en el lodo y se enderezó. Con el dorso de la mano limpió el sudor de la frente ladeando la gorra. Los demás hicieron lo propio. Quietos, esculcaron el horizonte. El abuelo dejó ir la vista siete días atrás, cuando las llamas arañaron el cielo. Luego empezó a llover. Al acomodarse la gorra vio el fuego. Era viernes también y hacía poco habían almorzado sentados a la orilla del Fucha. Conversaron un rato mientras fumaban y luego volvieron a la tarea. En el ajetreo poco faltó para que la gorra se le cayera. Cuando la sujetó de la visera para ajustarla de nuevo en su cabeza, descubrió, más allá de la rendija de sus dedos, las gigantescas llamas que mordían las nubes. Permaneció quieto hasta tener la certeza de que no era una visión producida por la mala digestión de un almuerzo frío recién consumido, sino que se trataba de seis llamas enormes que se contoneaban. ¡Miren, miren!, exclamó. En esas empezó a llover. Al caer la tarde regresaron al barrio y se enteraron de que a la una y cinco habían asesinado a Gaitán, y que la llamarada testimoniaba el estallido de la furia.

El repique de la campana trajo de vuelta al abuelo. La oyó más triste. Olfatearon el ramal al otro lado del barranco y salieron de la zanja para estirar las piernas. En la granja de Santateresa, al otro lado del puente de San Cristóbal, un grupo de maruchas permanecían inmóviles con sus azadones suspendidos. Si no fuera porque el río fluía, hubiera creído que el mundo se había congelado. Para el abuelo Horacio, el Ángelus ya no sonaba limpio como antes del magnicidio.

Volvieron a la zanja: primero muertos que derrotados. El abuelo imaginó a su hijo Teodobaldo resistiendo la infección. Tiene agallas, vencerá. Con ese pensamiento se reconfortó a sí mismo. Si lo dejaran ver le llevaría chocolate en el termo, le encanta el chocolate caliente con canela, acompañado de una garulla o una almojabana. Pero lo tenían aislado. Seguro fueron las ratas las que trajeron el tifo, ¡bichos repulsivos! Aunque había oído decir que también las garrapatas y las pulgas lo transmitían. La pica removió la tierra, se hundió la pala, una cucharada de masa amarillosa a un lado de la zanja, otra al otro lado. Cada vez más lodo. Olor a ramal. Hágale compadre, ya casito. Otra palada más, y otra y otra. Los movía la certeza de que el otro ramal estaba ahí, en sus narices, al otro lado del barranco ahora endeble. Eran todos inercia, furor, acción brutal, suicida. Un extraño brillo se había encendido en sus ojos, resoplaban. Insensibles al frío por acción del mismo frío, liberaron su vieja sonrisa de niños. De repente, las palas se tornaron juguetes, espadas, mosquetes. Dos, tres lances y Severiano Albornoz resbaló en la sopa de lodo. Reía. Tanta gracia ver tirado a Severiano que Emiliano Montoya lanzó la pala a un lado, se tumbó en la zanja movediza y empezó a chapotear. El abuelo y los demás no pudieron sofrenar el ímpetu y se soltaron también. Reían y chacoteaban embadurnándose como niños. Después del delirio quedaron inmóviles, tendidos en el lodazal.

En medio del pasmo hipotérmico, el abuelo recordó las palabras de Villafarde: “¡Infierno! ¡Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno! ¡Señores y señoras que poseéis bienes de fortuna, temblad!”… Manuel Salazar, el tipógrafo, temblaba a medida que las leía. El religioso le había entregado el manuscrito para el editorial de Noticias, el Boletín del Círculo de Obreros que las maruchas repartían a la salida de misa. Ni el abuelo Horacio, ni el tipógrafo sospecharon que aquel sería el último escrito del cura, aunque debió parecerles muy extraño porque destilaba tanta angustia apocalíptica, frustración y reproche público, propio de quien presiente la muerte en medio del fracaso. ¡Cuántos artículos combativos! El abuelo recordó el decálogo contra el cine, contra ese infundio del pecado. Para Villafarde el cinematógrafo era fuente de crimen y perversión y todo aquel que entrara a una sala del cinematógrafo debía ser excomulgado. Recordó, así mismo, el reglamento para vivir en Villa Javier, más prohibiciones que derechos.

Este recuerdo sublimó el peligro letal del frío. “Horrible maldición que lanzará Jesucristo a tantos señores y señoras que poseen bienes de fortuna, que gastan y derrochan, que siguen aumentando y acaparando riquezas sin preocuparse del hambre de nuestros hermanos de la clase obrera”… De repente, el abuelo vislumbró la similitud. Un fogonazo en medio de su febril congelamiento le ayudó a descubrir la misma cara en los dos contrarios: ¡Lenin y Villafarde tenían los mismos sueños! Aunque su ropaje fuese distinto, hablaban a nombre de los obreros. Pintaban el paraíso, uno aquí en la tierra, el otro allá en las nebulosas, y convocaban a su ejército de liberación, uno con su bonete, el otro con su gorra. Los dos eran diestros con el verbo y acusaban a los ricachos cuando no les soltaban riqueza. Eran temibles cuando querían imponerse, porque los guiaba una única idea. Esto pensaba el abuelo, ajeno a su cuerpo aterido. Y en su delirio identificó la política y la religión: ¡Son la misma mierda!

Chasqueó el barro en su boca como si las palabras se hicieran tierra de mal agüero. Ambos tenían el mismo discurso de salvación y cultivaban sus mártires. Religión, ¡qué invento! Política, ¡qué invento! Diría que Gaitán era como San Sebastián o toda esa chorrera de la Santa Madre Iglesia. Canonizar a Gaitán, ni se le ocurra. ¿Por qué no? Convertiría a los gaitanistas en santurrones. Para ser héroe o mártir había que estar matado. No muerto, sino matado. La violencia estaba ahí, en la cara de los matados. Todo pueblo tiene sus matados. El bolchevique tenía sus libros y el curita su Boletín. El comunista contaba con su imprenta, el cura con su tipografía, ambos sabían que la palabra impresa era herramienta necesaria. Villafarde contaba con un ejército de mujeres uniformadas de azul prusia que repartían la hojita después de misa. Semejaban un sindicato obrero que distribuía entre sus afiliados la chapola llamando a la huelga.

El abuelo elucubraba sumergido en ese frío de muerte que lo envolvía junto a los demás taponadores. Al borde de su destino, balbuceó: Todos moriremos, pero nosotros quedaremos aquí, en este lodo, como el recado de esta sopa invernal, víctimas malditas por meternos a cambiar el curso natural del río… ¡Qué bruto!, dejarme embaucar de esta mayoría de pendejos que no son más que un puñado de pelagatos. Llegamos a viejos y no aprendimos. Sonrió con risa dormida. Los pensamientos y las palabras, por más atrevidas, no lo calentaban.

8

Apareció en el barrio con su maletita de cuero. Paso calmo por la plazoleta, ojos abotagados y, como peluqueaba al aire libre, tenía el rostro tostado por el sol sabanero y el viento paramuno. Vestido azul y corbata roja, botas de cuero negro, de las que fabricaban los zapateros en Las Cruces. Traía la misma edad de la última vez, los cincuenta y pico de adulto perpetuo. Difícil imaginar otra edad. Nadie le conocía otro nombre, solo Russi, con doble ese, según corrigió a Bonifacio Bautista, el músico de la calle octava, cuando quiso componer un pasillo inspirado en el peluquero y lo escribió con una sola ese. Nunca se supo en qué paró el tal pasillo, pero quienes estuvieron presentes en la corrección se encargaron de divulgarla. Nadie sabía si Russi era apellido o nombre o apodo, y como Russi se parecía tanto a Rusia, los más suspicaces lo miraban con recelo. ¿Tenía esposa o hijos? No se sabía. Por andar husmeando el instrumental que sacaba de su maletita y por observar la forma como recortaba el cabello y pulía la afeitada, a nadie se le ocurrió averiguar dónde vivía.

Ahora se preguntaban qué hará, pues los niños ya tenían el cabello recortado. Quimérico le preguntó dónde diablos se había metido. Estaba en el hospicio de Las Cruces peluqueando niños. Si supiera cuánto lo buscamos. Ya estoy aquí, me tocó saltar candeladas y cambiar de corbata… Briceida y las otras maruchas accionaban las tijeras con manos adoloridas, practicaban el voto de sacrificio.

Russi llegó a Villa Javier con la maletita sobre el pecho como si fuera escudo y a la vez tesoro. Los niños lo miraban con curiosidad, se le acercaban para mostrarle la cabeza: ya nos motilaron, mire, y se pasaban la mano por la trasquilada. Las niñas eran más tímidas. Russi les dirigía su leve sonrisa, es decir, cerraba los ojos y arrugaba la cara.

Creo que las señoritas pueden descansar, ahora es mi turno. ¿Su turno? Sí, ¿no se da cuenta de lo horrorosos que quedaron? Quimérico Núñez no entendía. Briceida Guzmán y las demás peluqueras que lo escuchaban, suspendieron los tijeretazos y lo miraron interrogativas. Parecen gamincitos, no es justo que en medio de este asqueroso caos creado por los adultos, dejemos a los niños así... Mírelos, parecen abandonados. ¿Abandonados? ¡Cómo se le ocurre! Recortarse el cabello puede ser un acto de higiene o de humillación, ¿no acabamos de ver trasquilada a Europa en los campos de concentración?

Y puso la maletita sobre la mesa que acababan de traer de la sala de juntas del Círculo. La abrió: tres máquinas de peluquear, puro níquel brillante. Badana de cuero, botella verde de Glostora, tres navajas barberas Cowboy de cachas anacaradas, dos peinillas de cacho con estuche de cuero, dos espejos: uno redondo y otro cuadrado con empuñaduras de madera, tres pares de tijeras plateadas, un frasco atomizador transparente con la bomba de caucho negro conectada al frasco por una delgada manguera roja, y dos cortes de tela blanca para anudarlos al cuello de los clientes. También un cepillo blanco de cola de caballo, una brocha de mango azul y pelo amarillo, barritas de jabón para afeitar y un pequeño recipiente de porcelana china para preparar el jabón con agua, hasta hacer espuma. En un bolsillo de la maletita llevaba un ejemplar de El Llanero Solitario, El Pato Donald, Dick Tracy, La Pequeña Lulú y Tarzán de los Monos, a todo color, para que los clientes se distrajeran mientras les cortaba el cabello. Para los más niños, un sonajero amarillo y un payaso azul de lata que al darle cuerda tocaba un tambor rojo. Y por si acaso, para los jóvenes inquietos, un cubo de madera que era un rompecabezas difícil de armar.

Los chicos miraban asombrados aquellas pequeñas cosas. Ya habían disfrutado antes de esa feria de curiosidades, igual, les atraía como la primera vez. Los fascinaba el brillo de la barbera y las cosquillas del cepillo de cola de caballo. El chorrillo perfumado del Glostora al apretar la bomba de caucho... Y, por supuesto, así varios de ellos no supieran leer todavía, hojeaban las revistas cuyos personajes se mostraban justicieros y ridículos, cómicos y crueles. Antes de la Segunda Guerra Mundial no se conocían en el barrio aquellas historietas, pero ahora, con el auge de los yanquis, ¿quién no distinguía a Kemo Sabay y su amigo indio Zoro? ¿O al pato Donald pasándoselas de listo, pero ingenuo siempre, y a Dick Tracy con su radio pulsera? Los obreros del Círculo que eran analfabetos pedían a los que ya conocían los misterios de la palabra escrita, que les leyeran en voz alta, y formaban corrillos en la plazoleta.

Asombrados, observaron a Russi que hizo pinza con el índice y el pulgar, tiró de una de las puntas la tela blanca agitándola como un látigo para desdoblarla. La puso alrededor del cuello del niño que fue trasquilado de primero y la anudó en la nuca. El chico vestía pantalones hasta la rodilla y calzaba alpargatas de tela blanca, cuya suela negra de caucho había sido recortada de alguna vieja llanta de automóvil.

Absorbidos por la curiosidad, nadie prestó atención al sigiloso piquete de soldados que se sumó al corrillo.

El jabón se hizo espuma en las manos de Briceida. ¡Parece ponche!, exclamó un niño y muchos fantasearon paseándose la punta de la lengua por los labios, hasta cuando Russi empezó a repasar la barbera una y otra vez sobre la badana. Lo miraron en silencio. A una señal suya, Briceida paseó la brocha espumosa sobre la cabeza en turno y aunque se vivían tiempos de terror y muerte en el país, en Villa Javier la vida parecía un acto circense, pero nadie reía. Russi comprobó el filo de la barbera en la yema del pulgar. La hoja metálica y brillante tembló por un instante en su mano y los demás sintieron un escalofrío. Russi, rápido y preciso, apenas les dio tiempo para el asombro. La deslizó rasante sobre la cabeza infantil. Trocha entre la espumadura. El niño no se movía, no temblaba, parecía que ni siquiera respiraba. Muchos se acercaron más. Los soldados entre ellos.

Bueno, bueno, dejen trabajar, protestó Russi, sosteniendo la barbera en lo alto. Todos dieron un paso atrás. La sumergió en un platón de aluminio con agua y volvió a la faena. El corrillo retornó el paso adelante, pero Russi no se desconcentró. Los dejó que vieran cómo abría la trocha en el ponche de jabón hasta que aparecía la cabeza redonda, pulida y brillante. Ese filo de buldócer limpiando el ponche les instalaba más frío en la cabeza y las orejas. Pónganse un gorro, sonreía Russi. Los chiquillos intentaban distraerse hojeando alguna revista, pero les podía más la curiosidad de verlo a él en acción.

De un momento a otro se hizo noche y nadie se percató. Cuando Ramírez rastrilló el fósforo para encender su pielroja todos se asombraron de aquel fulgor que pronto se extinguió y solo quedó el puntito rojo de brasa, que brillaba con cada chupada. Russi se guiaba con la palma de su mano izquierda para informarle a la derecha cuál era la ruta que la barbera debía recorrer. Como un ciego minucioso.

9

Avanzó bajo el doble peso del caneco y la vergüenza. Así como no esperaba que el fardo de cabellos lo encorvara, tampoco que su lengua se le desenrollara sin control. Lo del caneco no valía la pena, en cambio sí lo carcomía el hijueputazo dicho delante de su amada. Se sonrojó al recordarlo. ¿Habrá algo peor que sentirse abochornado uno mismo? No había sido capaz de echarle nudo a la lengua. ¡Qué embarrada! ¿Con qué cara se presentará ante Briceida de ahora en adelante?

Ella tenía todos los ribetes de un sueño. No la distinguía su forma de vestir, al fin y al cabo todas las maruchas vestían igual: sobre la combinación de tela blanca iba el delantal de algodón color crema a rayas cafés que caía hasta los tobillos, de abotonar en la espalda, con cinturón de la misma tela anudado atrás, y un bolsillo lateral. Alpargatas de fique amarradas con cordeles de cabuya. Cabello recogido en moña. No era aquel ropaje lo que la distinguía, sino su porte. Viéndola bien, hasta el delantal le lucía mejor que a las demás. El cabello negro refulgía, como sus ojos. La admiración de Benjamín le alcanzaba para imaginar, ya no solo la curva de guitarra de su cintura, sino su cuerpo oculto bajo aquel uniforme, sus senos palpitantes constreñidos por alguna faja. Daría cualquier cosa por tener la dicha de su mirada, de entrelazar sus manos. La deseaba con fuerza apabullante, desconocida, arrebatadora. Pero frente a esa efervescencia se atravesó la salida en falso de su ordinariez. Nunca antes se había sentido tan inculto y vulgar. Tendría que ingeniarse la forma de hacerle saber que no volverá a expresarse así, que de ahora en adelante buscará las mejores palabras, las más bellas.

Avanzó hasta más allá del puente. Se sintió cansado. El caneco era peso real, le puyaba su espalda como un puñal. ¿Tendré rota una costilla? Mascullaba arrepentimientos, pero dibujó una sonrisita de alivio ante el hecho de que Briceida Guzmán no podía escuchar sus pensamientos. Experimentó gran alegría al poder maldecir a solas, gritar sin que nadie lo viera. Pensar, soñar con su marucha, liberar la ira. ¡Qué alivio! En su mente podía hablar con Briceida, envalentonarse inclusive, invitarla, sentirla cerca, conquistarla. ¡Qué gran amiga era la imaginación! Teniéndola todo el tiempo ahí, sobre los hombros, ¿cómo era que no la había usado antes así? De ahora en adelante ya no se sentiría solo. Será su gran confidente. Pero lo agobiaba cierto miedo: esa mente no era tan mansa. Le ayudará a conversar con Briceida pero también le señalará sus propias miserias. Esculcará su parte oscura, el reino de sus sombras, los desmanes y desbordes, sus bajos instintos. ¡Qué cosa tenebrosa!

De pronto, esa mente amiga: Hola grandísimo pendejo, ¿vas a cargar el caneco todo el día? Acrece el cansancio. Lo mejor es vaciarlo desde el puente. Al fin y al cabo el brazo del río está condenado. Sus piernas amenazaban con doblarse en el ascenso al puente. Pero pudo más la necesidad de liberarse del caneco. Mientras la masa de pelo rodaba sobre el agua, tuvo una idea: le enviará una carta a Briceida. Sí, una carta diciéndole cuánto la quiere. Idea perfecta. Regresó a la plazoleta. El cansancio había desaparecido. Una carta. Sí, una carta. Sonreía para sí. En la carta podrá hablarle como lo ha hecho hace un momento en su imaginación. ¿Pero cómo hacer la carta si no sabía leer ni escribir?

Espero que no hayas sido tan bruto de haber respirado ese humo, le dijo Quimérico. Al oírlo, Benjamín experimentó el desasosiego que lo embargaba de niño cuando su madre lo sorprendía mintiendo. No sabía qué decir y se sentía disgustado consigo mismo. En lugar de quemar el pelo, como decía el instructivo, lo arrojó al río. Desobedeció la orden, no por pereza, ni rebeldía, sino por descuido. Tanto pensamiento puesto en Briceida lo tenía descocado. En sus ojos apareció una mancha o un brillo raro, o un cambio en la actitud de su cuerpo, o eso creyó él, porque Quimérico le preguntó si le sucedía algo. No..., bueno sí... Benjamín no estaba adiestrado para mentir, titubeaba. ¿Al fin no, o al fin sí? Pues... ¿Fuiste tan bruto? Cuando estuvo a punto de confesar que no lo había quemado, una marucha interrumpió para decirle al presidente que le necesitaban con urgencia en el edificio.

Después hablamos, le dijo Quimérico, mientras tanto deje el caneco allá, para seguir recogiendo el pelo. Y descanse, hombre, tiene cara de trastornado.

Benjamín quedó con las palabras en la boca, no pudo liberarlas ni tragarlas porque la garganta se le angostó. Llevará el caneco pero no se dejará ver de Briceida. Antes le enviará la carta. Será algo especial, como una canción de amor. Su situación era tan extraña que lo excitaba. Tenía razón Quimérico, estaba trastornado. Por primera vez vivía este trastorno, y por primera vez, también, se daba cuenta de lo importante que era saber leer y escribir. Esa desventajosa realidad le bajó los humos y lo obligó a pensar en cómo resolver el problema de la carta.

399
573,60 ₽
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9789587207170
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