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Читать книгу: «Blanco de tigre», страница 3

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LA PRIMERA SOLEDAD

«Bajaré al fondo del río y me quedaré allí. No subiré».

En el desamparo de las largas noches, la joven cazadora furtiva recordaba aquella amenaza que había dirigido a su padre.

La había pronunciado plenamente consciente de lo que decía.

Aunque solo era una muchacha, estaba dispuesta a terminar con su vida bajo las aguas.

Resultaba muy fácil: podía bajar hasta lo más profundo y mantenerse allí agarrada a las raíces sumergidas hasta que sus pulmones estallasen sin darle la oportunidad de volver viva a la superficie.

Muchas veces, compitiendo contra sus primos y hermanos, había contenido la respiración casi hasta el límite. Sabía que, con solo un poco más de aguante, perdería el conocimiento, el agua inundaría sus pulmones y moriría ahogada.

Sin remedio.

No pensaba casarse con nadie, y menos aún con aquel presumido y malcriado hijo del señor Chang, al que solo conocía de verlo en contadas e ineludibles ocasiones.

Sin embargo, fueron unas dolidas palabras de su madre las que la hicieron recapacitar y las que consiguieron que retirase su amenaza de terminar en el fondo del río.

–Tu vida es sagrada. Yo te engendré y yo te la di. Pero te la di para mí, para ser feliz yo, para ser feliz cuidándote y para protegerte hasta que seas adulta; y para que después, cuando yo no sea más que una anciana inútil y no me valga por mí misma, seas tú quien cuide de mí hasta el día en que yo muera. No puedes quitarme tu vida.

Por su cabeza pasaban de nuevo, como en todas las noches en las que no podía dormir, los recuerdos de los últimos días que pasó junto a su familia.

No habían sido días felices; al contrario, habían sido días oscuros y faltos de esperanza.

Además, habían sido mentira.

Todos y cada uno de ellos habían sido una mentira.

Las reuniones con sus futuros suegros, la pretenciosa pedida de mano del estúpido Ming, las pruebas de los vestidos de novia, la mirada autoritaria y absorbente de su futura suegra…

Todo esto, envuelto en la pena por la decepción que le había causado su padre, la sumió en un estado de abandono y abatimiento que borró de su alma cualquier atisbo de esperanza de llevar una vida feliz.

Era tan joven que nunca había imaginado cómo sería su vida de adulta.

Siempre había pensado que continuaría como hasta ahora.

Que viviría en el río pescando con su padre y su familia, cuidando de sus hermanos pequeños y de sus sobrinos.

Al parecer, no iba a ser así.

A su alrededor, todo el mundo la felicitaba por el compromiso con un hombre rico e importante, incluida su madre.

Todos menos Asel.

Tampoco su padre.

Su padre no solo no la felicitó, sino que se volvió esquivo y huraño con ella y se mantuvo lo más apartado que pudo de los preparativos de la boda y de su propia hija.

Duna sabía que Asel se había enamorado de ella desde el día que ocurrió el accidente con el tigre. Aunque prefería pensar que era solo agradecimiento y admiración y que su primo confundía sus sentimientos.

Ella no estaba enamorada de Asel y no quería que él sufriera por un amor no correspondido.

Pero con esto solo se engañaba a sí misma.

En el fondo, su corazón sabía que el amor de Asel era verdadero.

Y eso le causaba aún más pena.

Fraguó el plan de escapada en lo más recóndito de sus pensamientos.

En lo más secreto.

Sin contar con nadie. Sabiendo todo lo que iba a perder con aquella decisión y el daño que iba a causar a toda su familia.

Había hecho una silenciosa promesa a su madre, mientras se repetía una y otra vez aquellas últimas palabras:

«No me quites tu vida».

No se la iba a quitar, pero huiría de allí, se marcharía.

Se perdería en la selva.

Desaparecería.

Y, si conseguía sobrevivir, algún día volvería para ocuparse de su madre.

Como había prometido.

Lo preparó todo con extrema precaución: la pequeña balsa, las ropas, las provisiones, un cuchillo...

El cuchillo la salvó de morir entre las garras del tigre en aquel primer amanecer en soledad. Su primera soledad.

Ahora era dueña de muchas soledades; noches largas y días enteros.

Los breves y esporádicos encuentros con su padre y su hermano pequeño le daban fuerza para resistir. Aunque a veces se sorprendía pensando en Asel con nostalgia, y no podía entenderlo.

Solo la agitación y la emoción por la caza conseguían arrancarla de la tristeza y devolverla al mundo real.

Al mundo de la jungla, los tigres y el peligro.

El mundo del que ya no podía separarse.

También la consolaba poder ayudar a su familia en la clandestinidad, desde las sombras de la selva oscura.

Algunas veces los observaba mientras pescaban.

Se escondía en el follaje de los árboles más altos y miraba cómo pescaban desde el amanecer hasta bien adelantada la jornada.

Su espíritu más infantil añoraba sumergirse en el río para recuperar las redes atrapadas, y la alegría de todos cuando estas vertían su agitada carga sobre la cubierta de las barcas.

Parecían felices, y eso la hacía sentirse también feliz.

Con más frecuencia de lo que su familia podía imaginar, Duna se encaramaba a los techos de sus casas. Desde allí los espiaba mientras cenaban y contaban viejos cuentos sobre elefantes, brahmanes y dioses que tomaban la forma de hombres para andar por la tierra.

Siempre se había sentido fascinada por las historias y leyendas que los mayores contaban en las noches oscuras alrededor del fuego.

Las echaba de menos.

Como tantas otras cosas.

Pero nada le dolió tanto como la soledad y las lágrimas de aquella primera noche en la selva.

EL EXTRAÑO

Habían pasado dos años desde su huida y, salvo las breves conversaciones con su padre y su hermano, Duna no había vuelto a hablar con ninguna otra persona.

A veces hablaba en voz alta con la selva: con los animales, con los árboles y las plantas, con el río, con la lluvia y con las nubes.

Incluso había llegado a hacerlo sola.

De repente, se sorprendía pensando en voz alta mientras planeaba algún acecho o mientras pescaba en cualquier río de los muchos que surcan el interior de la selva.

No le faltaba prácticamente nada. Recolectaba frutos, tenía carne en abundancia y era una experta pescadora.

Ocupaba el tiempo curtiendo finas pieles de antílope para hacerse la ropa, fabricando flechas y ensayando nuevas trampas, o explorando lugares desconocidos que ningún hombre de las aldeas había pisado jamás.

No pasaba demasiado tiempo en el mismo sitio. Asentarse era peligroso, no solo por los tigres y leopardos, sino también por los posibles encuentros con otros cazadores o recolectores que, inconscientemente, se adentraban en lo más inexplorado de la selva.

Ella estaba fuera de la ley.

Era una mujer.

Una cazadora furtiva.

Por ese motivo, construía pequeñas guaridas en lo alto de los árboles, que abandonaba poco tiempo después.

Así evitaba dejar rastros y se aseguraba de que si, por descuido, dejaba alguna señal de su paso, fuese imposible seguirle la pista.

Una noche, su fino olfato reconoció un olor poco habitual en el interior de la selva: el olor del fuego.

Pero no era el fuerte olor de un incendio o un gran fuego.

Era el sutil aroma de una pequeña fogata donde se asaba algo.

Un rastro casi imperceptible que se mezclaba con los cientos de olores de la selva.

Debía de venir de lejos.

Duna abandonó su guarida con la cautela de quien se juega la vida a cada paso.

Se deslizó con destreza por las lianas que se descolgaban del árbol hasta saltar al suelo. Giró dos veces sobre sí misma, con los ojos cerrados, tratando de averiguar de dónde provenía aquel tenue olor.

Dirigió sus pasos hacia el norte, al lugar donde el bosque trepa por las montañas y donde se extiende el reinado del oso.

Puede que el oso no sea tan voraz como el tigre, pero su aspecto tranquilo y bonachón es engañoso.

Encontrarse con uno dentro de su zona de caza puede ser tan peligroso como enfrentarse al felino más hambriento. En un ataque de furia, puede arrancarte un brazo de un solo zarpazo.

El tigre y el oso no suelen enfrentarse: los dos son demasiado poderosos y no se arriesgan en luchas sin sentido; por eso no suelen campear por los mismos territorios.

La noche era su protección.

Siempre lo era, como para cualquier cazador nocturno.

Duna se movía entre la espesura al igual que, años atrás, lo hacía entre las barcas, cuerdas y escalas de su casa: tan ágil como una pantera y tan silenciosa como una nube.

Sus ojos veían en la oscuridad casi como los de un gato, y su caminar era tan ligero como el de un ciervo.

Tres kilómetros más arriba, la selva se tornaba más agreste. Se detuvo prudentemente frente a un macizo de rocas escarpadas que sobresalía sobre las copas de los árboles.

Hasta allí le había guiado su olfato de cazadora.

Ahora, el olor a carne asada resultaba tan reconocible e intenso que era sorprendente que no hubiera atraído ya a toda una legión de fieras.

Arriba, a una considerable altura, en lo que parecía una grieta natural, se abría una pequeña cueva donde, en mitad de la oscuridad, se observaba el trémulo fulgor de una hoguera.

Ascendió los abruptos peñascos como si fuera hija de los monos de cabeza amarilla.

En lugar de hacerlo directamente por el camino más fácil y corto, dio un rodeo por un lateral donde la vegetación, que se empeñaba tenazmente en conquistarlo todo, le permitía pasar inadvertida.

Trepar hasta la cueva era bastante complicado.

De ahí, quizás, el atrevimiento de hacer fuego y asar comida.

Quienquiera que fuese, se sentía seguro.

Los arbustos espinosos cubrían la pared rocosa formando una punzante barrera vegetal.

Duna aprovechaba los breves huecos que encontraba e intentaba colarse entre ellos para no sufrir rasguños.

Cuando por fin pudo observar la entrada de la gruta, se dio cuenta de que tenía un profundo corte en el hombro izquierdo, que tapó improvisando un vendaje con un trozo de su vestimenta.

Ahora le escocía la herida. Los espinos salvajes tienen en sus púas sustancias abrasivas que hacen insufribles incluso los pequeños arañazos.

Pero aquello no le preocupaba: no era la primera vez que le pasaba algo así, ni mucho menos. Su preocupación estaba en acercarse un poco más a la grieta y ver quién era el extraño que se había instalado en aquel recóndito lugar, y si era un hombre de carne y hueso o un demonio de los que vagan por la selva robando el alma a los más débiles.

Súbitamente, detuvo su avance y se encogió como un gato. En la cornisa apareció una figura de aspecto amenazador que rugía como un oso de las cavernas.

Duna se estremeció. Por un momento, se sintió amedrentada y por su imaginación pasaron todas aquellas leyendas de dioses y diablos que contaban en la aldea y en las que ella nunca había creído.

No podía verlo bien, pero tenía aspecto humano: dos brazos, dos piernas y una extraña cabeza.

Tampoco era demasiado grande, sino más bien pequeño. Calculaba que podría ser de su misma altura.

Visto desde allí, en parte iluminado por el fuego y en parte arropado por las sombras, hasta el más escéptico lo hubiera tomado por una especie de demonio.

De repente, la figura señaló con un largo puñal hacia el lugar donde Duna se escondía y se dirigió a ella.

–¡Sé que estás ahí! –gritó amenazador–. ¡Puedo olerte! Puedo oler tu sangre, o la sangre que traes contigo. No sé si eres un hombre o un diablo, pero seas lo que seas, no te tengo miedo. Ven aquí y te abriré en dos, te arrancaré el corazón, si lo tienes, y escupiré en él; sacaré tus tripas y las esparciré por el despeñadero para que los tuyos, o los perros de tu manada, vean que no podrán conmigo. Eric nunca tuvo miedo a nada, y no lo tendrá mientras pueda pelear y matar. Porque Eric es el espíritu del tigre diablo. Porque Eric lo mató con sus propias manos.

«Me ha olido», pensó Duna. «Me ha olido a pesar de que no me ha visto. ¡Tiene un olfato sorprendente!».

«Y es un hombre. Porque todos los hombres, cazadores o no, tienen miedo de los diablos de la selva y los intentan espantar con esas ridículas y exageradas amenazas. Es lo que hacen siempre cuando están muertos de miedo».

Duna cambió de lugar. El corte en el hombro apenas le molestaba ya, e intentó situarse con el viento en contra para que aquel ser no pudiera olerla.

Durante unos instantes, perdió de vista al extraño y la cornisa de la cueva.

Cuando encontró una nueva posición, estaba tan cerca que podía ver claramente los restos del ave que se calcinaban en el fuego.

El hombre ya no estaba allí.

La entrada de la cueva estaba vacía de toda presencia, humana o diabólica.

Se dio cuenta de que estaba a punto de caer en una trampa, pero era demasiado tarde.

Su instinto le hizo girarse, mientras sacaba el cuchillo de su funda.

No pudo esquivar el ataque.

El impacto fue brutal. Salió despedida y notó que un hierro atravesaba su pierna derecha a la altura del muslo.

Cayó de espaldas sobre la plataforma rocosa y, con desesperadas cuchilladas, intentó hacer frente a aquella mole de pieles, brazos y armas que se había abalanzado sobre ella.

Cuando consiguió recuperar el equilibrio, se encontró de frente con el ser más extraño que podía haber imaginado.

Era menudo, pero robusto como un búfalo y de aspecto hostil. Iba envuelto en pieles y coronaba su cabeza con el cráneo y las fauces de un tigre, a modo de casco de guerra.

–¡Ah, no eres un demonio! ¡Sangras como un perro!

Eso dijo.

Fue el primero en hablar, y lo hizo con arrogancia.

Se mantenía a la defensiva. Amenazante, pero sin atreverse a lanzar el golpe mortal.

Duna se dio cuenta enseguida.

–Tú también –contestó la muchacha–. No veo la sangre, pero he notado que mi cuchillo atravesaba esas pieles que te protegen y se hundía en tu carne. Sé que te he herido en algún sitio y que tú tampoco eres un demonio.

Duna le mostró la hoja de su cuchillo, completamente ensangrentada.

El hombre dio medio paso atrás, reconociendo que el enemigo armado que tenía ante él era peligroso. Todo en su aspecto delataba la tensión del peligro: el cuerpo alerta en un gesto felino, la oscura mirada ausente de miedo, la mandíbula crispada en un gesto salvaje y los dientes apretados.

Dispuesto a atacar o a defenderse.

El llamado Eric también mostraba un aspecto peligroso: la calavera de tigre, las pieles de animales salvajes que le cubrían, la lanza que portaba, que del mismo modo estaba manchada por la sangre de Duna, y las armas que colgaban de su cintura le proporcionaban la apariencia de un temible guerrero.

Solo la sangre, que empezaba a gotear por su pierna y que formaba un pequeño charco a sus pies, revelaba que también estaba herido. Quizás gravemente herido.

Eric comenzó a sentir un fuerte dolor en un costado y el caliente borboteo de la sangre le hizo apretar su mano sobre la herida.

Lanzó una maldición mientras se le nublaba la vista. Notó que sus piernas perdían fuerza y que todo se oscurecía.

Antes de perder la conciencia, levantó la lanza, todavía ensangrentada, y la arrojó sobre su adversario.

–¡No voy a morir solo!

ASEL

Aparte de la dolorosa ausencia de Duna, las cosas parecían marchar bien para todos nosotros.

Había pasado un año entero desde que habíamos firmado el contrato de pesca, y el señor Ming había respetado las condiciones.

Nosotros también. Según lo acordado, le habíamos provisto de peces durante la siguiente época del monzón.

Asel había sufrido una sorprendente transformación, y permanecía siempre ajeno a cuanto sucedía.

Creo que nos guardaba un oscuro rencor a mi padre y a mí por haber sido los únicos que, aunque muy pocas veces, habíamos visto a Duna durante aquel tiempo.

Todos sabíamos lo que Asel sentía por ella desde el día en que lo salvó del tigre.

Asel culpaba a mi padre de la huida de su prima, y también al resto de la familia por no haberse opuesto a aquel matrimonio.

Y, sobre todo, odiaba a muerte al señor Ming.

Solo pensar que por unos días había sido el prometido de Duna hacía que se retorciera de celos y rabia.

Mi primo comenzó a marchar de casa sin dar explicaciones y a regresar muy tarde por las noches. Frecuentaba los pocos antros que había en el poblado y se juntaba con malas compañías.

Le cambió el carácter y se volvió taciturno y malhumorado.

Había amaneceres en que se negaba rotundamente a levantarse y no conseguíamos que saliera con nosotros a pescar.

A veces, incluso, llegaba la hora de echarnos al río y él ni siquiera había regresado de sus andanzas nocturnas.

Un día, cuando retornábamos de la pesca, su padre se lo reprochó con crudeza.

–Te estás convirtiendo en un borracho y en un vago. Terminarás siendo un inútil al que tendremos que mantener por caridad.

Aquellas palabras, nacidas de la rabia de un padre que ve cómo va perdiendo a su hijo, le hicieron más daño que todos los insultos que, por su cojera, había recibido de los otros muchachos.

Asel arrastraba una marcada cojera desde el día del ataque del tigre. Las fauces del felino se habían clavado en su cadera y le dejaron como secuela aquella tara que, si bien no le impedía hacer una vida normal, fue motivo de burlas entre los jóvenes.

Todos pensaban que ninguna muchacha se enamoraría de un tullido como él, y se lo expresaban con la maliciosa crueldad que, en esa edad, muestran los jóvenes cuando rivalizan por destacar sobre el resto.

Tras la discusión con su padre, mi primo desapareció.

Se fue a la aldea y nos mandó recado diciendo que se quedaría allí durante una temporada.

Mi tío recibió el mensaje como una puñalada.

Confiaba en que Asel sería el sustento de la familia cuando él faltase. Solo tenía dos hijas más pequeñas, y Asel era el único que podía hacerse cargo de su parte en la faena con las barcas.

En nuestra sociedad, el hijo varón mayor garantiza el futuro de los padres. Las mujeres suelen casarse, y lo más habitual es que acaben formando parte de la familia de su esposo.

Como hubiera sucedido con Duna.

Desde hacía algún tiempo, Asel guardaba el dinero que ganaba con la pesca, por lo que tenía a su disposición cierta cantidad que le permitiría sobrevivir durante una temporada sin mucha dificultad.

Lo que no sabíamos ninguno era que mi primo ya había perdido la mayor parte de esos ahorros jugando a los dados y gastándolo en tugurios.

Una de aquellas noches, Asel se encontró de nuevo con el señor Ming.

Y no fue un buen encuentro.

Ya se habían medido en otras ocasiones. Pero esa noche estaban sentados en la misma mesa de juego y el presumido señor Ming aprovechó el momento para mofarse de la cojera de mi primo.

El señor Ming hizo una fuerte apuesta y mi primo se echó atrás; no disponía de suficiente dinero para igualarla, con lo que perdía el dinero que había puesto inicialmente.

–Mirad al cojitranco –dijo el señor Ming–. No tiene arrestos suficientes. Ahí lo tenéis: se retira como lo que es, un cobarde.

–No tengo suficiente dinero. No soy rico como tú.

Las palabras de Asel sonaron como una velada amenaza, pero su oponente no se percató de ello, ni tampoco del odio que había en la mirada de mi primo.

Asel bajó la cabeza, humillado, y se levantó de la partida dejando atrás a todo el grupo, que reía las ocurrencias del ahora importante señor Ming.

–Parecías más valiente el día que me llevasteis el maldito contrato de pesca. Pero no: solo eres un sapo maloliente y cobarde, como todos los de tu familia.

Eso fue lo que nos contaron: la forma en que el señor Ming humilló a Asel delante de todo el mundo.

Y la forma en que mi primo abandonó el lugar, con la mirada baja y encendida, mientas mascullaba unas palabras que nadie llegó a entender.

Una semana después, al amanecer, el señor Ming apareció tirado al borde de un camino con una tremenda paliza y varios huesos fracturados.

Todos culparon a Asel.

Pero lo cierto es que mi primo no era la única persona a la que el señor Ming había denigrado con su prepotencia y sus despiadadas maneras.

El señor Ming se había granjeado una larga lista de enemigos, y podría haberlo hecho cualquiera de ellos.

Nosotros nunca creímos que Asel hubiera sido capaz de hacer algo así.

La guardia policial nos visitó dos días después. Vinieron un oficial y tres paisanos pagados para la ocasión.

Así era la autoridad en nuestros pueblos y aldeas: ante la falta de efectivos, reclutaban civiles de dudosa catadura, normalmente matones o gente violenta y sin escrúpulos, para hacer cumplir la ley.

Pero en las aldeas, la auténtica ley, la que realmente se aplicaba, era «la ley del pueblo», que dictaba el Consejo de la gente de orden.

El mismo Consejo que afirmaba que una mujer no podía ser cazadora o que el señor Ming no era culpable de nada.

La policía trajo una orden de arresto contra Asel. Aunque les dijimos que hacía tiempo que no vivía con nosotros y que no sabíamos dónde estaba, los matones a sueldo irrumpieron con violencia en nuestra casa y registraron hasta el último rincón, incluidas las barcas, dejándolo todo patas arriba y causando no pocos destrozos.

Mi padre era muy mayor para pelearse con aquellos esbirros, y yo era demasiado joven.

El padre de Asel los insultó y les lanzó todas las maldiciones que sabía mientras sus hijas le sujetaban.

Nos amenazaron con acusarnos como cómplices si descubrían que ocultábamos algo o si no denunciábamos a Asel en el caso de que regresara.

El castigo no sería la cárcel; no había ninguna cerca. Lo más probable era que nos quemasen las barcas o las casas, o que nos dieran una paliza de muerte. Después de decir esto, se fueron.

Los matones cobraron su sueldo y el oficial regresó a la ciudad.

Todos tenían claro que el culpable era mi primo. Incluido el Consejo de la aldea, que nos visitó la tarde siguiente.

El resultado fue muy parecido, si no el mismo: amenazas y acusaciones de complicidad, y la certeza de que Asel era el único culpable.

Cuando mi tío les preguntó cuánto dinero les había pagado el señor Ming, algunos de aquellos que se autodenominaban «gente de orden» no fueron capaces de mantenerle la mirada.

Mi tío escupió al suelo y volvió a lanzar todo tipo de maldiciones contra ellos.

Más tarde, cuando ya todos se habían marchado de nuestra casa, tomó una barca y se adentró hasta la mitad del río.

Allí, a solas, lloró amargamente.

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9788413927718
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