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Alguien escuchó mis plegarias y durante cinco minutos hubo un silencio sepulcral. No hubo ningún infarto. Exceptuando el sonido de la televisión, que en esos momentos había pasado a los anuncios publicitarios eternos y dio tregua a varios clientes para que salieran a fumar a la calle y el bar se quedara aún más tranquilo, no se escuchaba nada más. Una pequeña vibración en el bolsillo de mi pantalón me sacó de la lectura de nuevo. Era mi teléfono móvil, algo había recibido. No le había prestado atención en todo el tiempo que llevaba allí, ni siquiera para mirar la hora. Ese móvil no lo usaba mucho, era el que usaba para mis asuntos familiares y casi no le prestaba atención. Lo llevaba más que nada por tener datos y conectarme a internet si lo necesitaba. A lo largo del día apenas recibía algún whatsapp o alguna llamada de mi familia, de Bego —la chica con la que salía— o de mis amigos. Normalmente usaba el otro, que era el del trabajo, el que utilizaba para mis negocios, el que daba a casi todo el mundo y que era de prepago, y que a menudo cambiaba cuando las cosas se torcían. Pero ese aparato lo había dejado en casa. De ahí que me sorprendiera que el tono de notificación de un whatsapp hubiera sonado. Quizá mi madre o mis hermanas me contaban algo, o quizá Bego quería quedar conmigo. No había muchas más posibilidades. También podía ser Ana, mi exmujer, insultándome con el amplio léxico que tenía para ello.

Y habría sido mucho mejor no recibir nada, porque lo que leí me cambió la cara, el ánimo y la vida. Instantáneamente, me entró una flojera en las piernas, menos mal que estaba sentado. El café llegó en tiempo récord a su punto de salida corporal. Si en algún momento de esa mañana había tenido relax, se terminó de golpe. Volvió mi agitación perpetua, pero esta vez multiplicada.

Saqué el móvil del bolsillo, pulsé el patrón de desbloqueo, entré en la aplicación de WhatsApp y leí el mensaje. Solo eran tres palabras escritas desde un número de teléfono que no tenía registrado. Tres palabras que me acojonaron como nunca lo había estado:

VAS A MORIR

2

El supremo arte de la guerra

es someter a tu enemigo

sin luchar.

SUN TZU

El arte de la guerra

Jueves, 24 mayo de 2018. 11:30 horas

Joder, me dio una taquicardia. Seguramente, si alguien me mirara desde fuera no diría que estaba a punto de tener un infarto como el que les había deseado a los demás clientes, pero notaba cómo los nervios se me ponían a flor de piel y cómo el vello se me erizaba. Ese mensaje me había acojonado como pocas veces me había pasado en la vida. Sí, más de una vez había recibido amenazas y más de una vez había sufrido las consecuencias —un par de palizas—, pero esta vez era distinto, no conocía a quien lo hacía y la amenaza no era «darme unas hostias», «tirarme al río», «prenderme fuego» o agitar ante mí unas tenazas o una navaja. No, esta vez aseguraban mi muerte, y eso, más el anonimato de quien lo hacía, conseguía que me meara en los pantalones casi de forma literal.

Pero en el bar nadie intuía lo que me pasaba; las pocas personas que había seguían a lo suyo y yo traté de hacer lo mismo, bajé una vez más la vista hacia el libro y fingí leer. No quería ni que me preguntaran si me pasaba algo y, lo más importante, quería olvidarme de ello. Si lo pensaba fríamente, era una tontería y no debería darle importancia. Al fin y al cabo, por donde yo me movía era muy habitual recibir amenazas y casi todo el mundo podía decir que alguna vez le había ocurrido. Existía también la posibilidad de que el amenazador se hubiese equivocado y quisiera asustar a otra persona. Quise pensar que no tenía de qué preocuparme. «Respira hondo tres veces», me dije.

Eso trataba de pensar para tranquilizarme mientras inspiraba profundamente, pero en el fondo sentía que era real, no un simple error. Y de la misma forma que no sabía por qué aceptaba esa amenaza como cierta, tampoco sabía por qué de repente el recuerdo de la misteriosa chica pelirroja me vino a la mente. ¿Tenía algo que ver la extraña situación que había vivido con una desconocida minutos antes con ese mensaje? Una chica se había pasado mirándome varios minutos seguidos. Cuando le había preguntado, ella había negado que nos conociéramos, pero yo creo que por estrategia. Al poco de abandonar el bar, recibí eso en mi móvil. ¿Tenía relación? Yo creía que sí, algo en el estómago me decía que así era. En plan fiscal me pregunté a mí mismo: «¿En qué fundamentas esa posible relación?», y la respuesta era: «En lo que me dicen las entrañas». Pero como yo era muy buen fiscal conmigo mismo, me volvería a preguntar: «¿No hay ningún motivo racional para sustentar eso?»; «No, señor fiscal»; «Prueba denegada», sentenciaría el juez. O algo así me imaginé que sería la escena. Por lo tanto, no, no era lógico que esa mujer tuviera algo que ver. Al fin y al cabo, ¿cómo habría conseguido mi número de teléfono? Me aseguraba de dárselo a muy poca gente y, por descontado, a ella ni se lo habría dado ni se lo podía haber dado nadie a quien yo conociera. Miré en el teléfono para comprobar las personas que tenía en la agenda y si estas podían haber dado mi número a otras personas. Eran muy pocas: mi madre, mis dos hermanas, Ana —mi exmujer—, mi tía Concha, Bego y Kike y Fer, que eran mis dos colegas de total confianza. A mi madre y a mis hermanas les había dejado bien claro más de una vez que mi teléfono no se lo pasaran a nadie. Ellas, sabiendo cómo era yo y el tipo de vida que llevaba, intuían el porqué y estoy seguro de que no lo habían hecho. Descartadas. De mi exmujer no podía estar completamente seguro, pero me conocía: al igual que a mi familia, le había dejado bien claro el peligro al que me sometería si mi teléfono lo tuvieran personas peligrosas, y por lo menos en esto, confiaba en que no lo hubiera hecho. Mi tía Concha, la pobre, bastante tenía con saber descolgar el teléfono como para pasárselo a alguien más. Mi hermana Merche me contó que cuando a mi tía le quitaron el teléfono fijo de casa y le dieron un móvil en el que mi hermana había introducido todos los contactos que ella tenía en su vieja agenda, le explicó de forma muy sencilla cómo funcionaba: «Tía, cuando te llamen, pulsas el botón verde y ya puedes hablar». La pobre mujer, cuando recibió su primera llamada, pulsó obediente el botón verde, se puso el aparato en la oreja y dijo el ancestral: «¿Quién es?», sin saber siquiera que en la pantalla le aparecía el nombre de la persona que le estaba llamando. Mi hermana se descojonaba al contármelo. Totalmente descartada.

A Bego, como al resto, le advertí lo mismo cuando le di mi número: «No se lo des a nadie. Si alguien te pide mi número, me avisas antes y me dices quién te lo está pidiendo». Descartada también, era muy fiel y dudo que me traicionara. La duda podía estar con mis amigos. Ambos estaban advertidos y creo que cumplían con mi exigencia. Además, ninguno se movía en esa fina línea entre lo legal y lo ilegal, por lo menos ahora. Kike incluso una vez me llamó para decirme que se había encontrado con un antiguo compañero nuestro y este último le había pedido mi teléfono. Quería organizar una quedada de antiguos alumnos de FP. Le pasé a Kike el número de teléfono de mi otro móvil. Pero el tipo ni siquiera me llamó. Casi seguro al cien por cien que podía descartar a mis amigos. También tuvieron mi número Jorge y Gustavo, pero era imposible que estuvieran involucrados.

Ni siquiera mi abogado tenía mi número de teléfono. Si quería contactar conmigo, o me llamaba al otro móvil o me buscaba por los sitios en los que yo solía moverme, o me dejaba una nota en el buzón. Descarté completamente que hubiera habido una filtración por parte de alguna de esas personas. Pero de alguna forma había tenido que ocurrir, no lo había podido sacar de ningún otro lugar. Tenía que investigar qué había pasado, el número de mi teléfono no podía rular libremente por ahí.

Entonces pensé en los Colombianos. Aunque sonara a grupo, solo eran dos tíos, más algún esbirro con muy pocas neuronas y muchos músculos que se encargaban del trabajo sucio. Para ser exactos, no eran de Colombia, eran del pueblo, y al igual que el nombre del bar en el que estaba, les llamaban así por algo muy estúpido. Uno de ellos se apellidaba Colón y el otro vivió en el barrio de Ugarte, en la calle Colón exactamente, y cuando de niño un compañero se enteró de esto, empezó a llamarle Colón. Años más tarde y por caprichos del destino, se conocieron y pasaron a asociarse laboralmente y a alguien muy avispado se les ocurrió llamarles los Colonos, pero a alguien aún más avispado, viendo los negocios que llevaban y las venganzas que hacían para saldar deudas, se le ocurrió llamarles los Colombianos. No se necesitaban más explicaciones excepto comentar que en ese pueblo tenían un don especial para poner sobrenombres.

Pero es que los Colombianos ni siquiera trabajaban con droga —por lo menos que a mí me constara—, ellos eran corredores de apuestas y promotores de espectáculos deportivos, eso decían ellos, pero de los que manejan mucha pasta y siempre fuera de Hacienda y la legalidad. Organizaban apuestas en las que se movían grandes sumas de dinero, generalmente, peleas clandestinas o peleas de perros, pero también carreras ilegales de coches y motos, timbas de póker, o cualquier tipo de evento en el que intuyeran que se podía mover pasta. Eran muy conocidos en ese mundo y con cualquier cosa que organizasen se aseguraban gran participación debido a la fama que les precedía. En honor a la verdad, se lo curraban bien. Pero claro, como buenos profesionales, igual que ofrecían un producto de buena calidad, exigían lo que le correspondía. Si no, había consecuencias, y estas eran proporcionales a su fama y a lo que se adeudase. Ellos siempre estaban en medio de todo ese tinglado. Y hablo de apuestas gordas, de esas que igual te pueden dejar temblando la economía del mes, como que acabas entregando las llaves y los papeles de tu coche nuevo. Y sí, yo era uno de sus morosos.

Yo, de vez en cuando, me apuntaba a algo. Nunca participaba en carreras o timbas, pero sí en algunas de las apuestas o retos que organizaban. Hacía cosa de un mes anunciaron su siguiente evento: ‘Hombre vs. Caballo’. Aposté mucho más dinero del que debía y, por supuesto, perdí. ¡Maldito caballo! ¿Quién se podía imaginar que en una carrera por el monte y de resistencia un hombre iba a ser más rápido que el animal? Lo vi claro y me jugué mucha pasta. Me habían dado de plazo dos semanas para pagarles y yo había ido estirando día a día el plazo mientras también hacía lo posible por evitarlos.

Dudaba que fueran ellos. No eran tan sutiles ni tan anónimos. Ellos iban de frente. Te pedían el dinero y te daban un plazo; si tenías suerte, te alargaban el plazo y te anunciaban las consecuencias de incumplirlos. Vencido el plazo y si no había suerte de otra prórroga, esta se otorgaba en función de la relación que tuvieras con ellos, los eventos en los que habías participado y tu nivel adquisitivo; directamente saldaban su deuda a base de golpes por parte de sus esbirros. Si no era mucho lo que debías, una paliza a las puertas de tu casa; si era bastante, te subían al monte y la paliza te la daban con diferentes objetos, se aseguraban de que hubiera roturas de diferentes partes corporales y te dejaban allí. Según ellos, nunca nada mortal «porque un cadáver es incapaz de soltar pasta», les había oído decir una vez. Mi deuda estaba entre medio de esas dos, quizá una rodilla rota es lo que me tocaba. Y tenía suerte, porque había buena relación entre nosotros. Por eso mismo estaba casi seguro de que ellos no podían estar detrás del mensaje.

Entonces, ¿quién? Así de pronto no se me ocurría nadie que me pudiera haber mandado el dichoso whatsapp. Seguramente, si preguntaras a mi exmujer, diría que me preferiría ver muerto o a más de mil kilómetros de ella, pero decirlo es una cosa, y amenazar con hacerlo, otra. Además, en el fondo sabía que yo no era tan mala persona.

Sin querer, volví a mirar la máquina de apuestas que había en el bar, y mi mente cambió de pensamiento. El puto juego me estaba arruinando. Mejor dicho, las apuestas. Me resultaba muy difícil controlarme, esa sensación de saber que podía ganar dinero fácil solo por acertar un marcador y que, hasta el final, todo podía cambiar para bien o para mal, me resultaba muy cautivador. Adrenalina pura. Era un adicto a esa emoción. Creo que era la única droga a la que estaba enganchado. Lo estaba pagando con creces: como era lógico —en las apuestas, la casa siempre gana—, perdía muchas más veces de las que ganaba y, aunque era consciente de ello, no podía evitarlo. Me daba lo mismo apostar a una carrera de galgos, como a quién iba a hacer la pole en el próximo Gran Premio de Fórmula Uno. El caso era arriesgar dinero y, en ocasiones especiales, acudía directamente a eventos clandestinos tipo los que organizaban los colombianos, para sentir esa sensación multiplicada. Era una puta droga para mí. Una droga que, no de sobredosis, pero sí de otra forma, iba a acabar conmigo. No lo quería pensar directamente, pero lo sabía.

Desvié la mirada y, con ella, ese pensamiento. Volví al anterior: ¿quién me amenazaba?; es más, ¿quién deseaba matarme? No sé por qué me acordé de Gus y de Jor. Ambos eran mis amigos de la infancia, de cuando vivía en Pedrosa, un pueblo muchísimo más pequeño que Santurtzi y a unos doscientos cincuenta kilómetros de distancia. Ambos habían muerto no hacía mucho tiempo. Ambos de muerte no natural, «ironías del destino», como decíamos de adolescentes.

Hacía unos siete meses, un día del noviembre pasado, encontraron a Gus desangrado en mitad del Páramo. Había salido a cazar, accidentalmente se disparó en la pierna y, al no poder moverse para pedir ayuda y como tampoco había nadie por los alrededores, murió desangrado. La buena noticia fue que no tardó demasiado tiempo en hacerlo, en una hora había llegado al otro barrio. Me ponía malo pensando en lo angustioso que tenían que haber sido esos últimos minutos de vida, sufriendo por el dolor, luchando para poder buscar una ayuda inexistente y saber que la vida se te está escapando de las manos. Murió como un pobre animal. Me llamó mi madre para contármelo. Dos días después fue su funeral, y sin avisar a nadie allí me presenté. Volvía a Pedrosa. Por supuesto, no entré en la iglesia, me mantuve fuera, lo más oculto posible. Mi presencia no iba a ser bienvenida. Al contrario que en funerales de cualquier otra persona del pueblo, no fueron todos los vecinos. Muchos hacía años que habían retirado la palabra a su familia y ni siquiera se dignaron a mostrar respeto en ese día tan triste para ellos. Una vez finalizado el oficio y cuando la mayoría de asistentes habían abandonado los alrededores de la iglesia, me acerqué sigilosamente a la hermana de Gus. Era un poco mayor que nosotros, pero parecía mucho mayor, casi como nuestras madres. Aunque desde niños ella había sido muy dura con él, pues le echaba unas broncas tremendas cuando liábamos alguna, también era la que más le protegía. Gus era una persona cuando su hermana estaba presente, y otra muy diferente cuando ella no estaba. A sus padres también les respetaba, pero no tanto como a su hermana Marta.

—¿Qué haces tú aquí? —me preguntó al acercarme a ella. Desde luego, no se alegró de verme.

Pero no me negó los dos besos que le di mientras le susurraba un «lo siento mucho». Asintió en silencio y se puso a caminar despacio, alejándose de sus padres y las escasas personas que quedaban ya dándoles el pésame. Me miró y lo interpreté como un «sígueme». En pocos pasos estábamos detrás de la iglesia, ocultos ante el mundo. Supongo que ella no quería que la vieran conmigo y yo tampoco quería que nadie me viera. Pasamos un par de minutos de charla protocolaria, qué tal te va, bien, ¿y a ti?, bastante bien, te veo bien, gracias y todo eso. Hasta que no pudo aguantarse más.

—Es por tu culpa.

La miré extrañado. ¿Qué había hecho yo esta vez? Pero no respondí.

—Desde siempre Gus te ha admirado. Se pasaba el día hablando de lo inteligente que eras, de lo valiente que eras, del carácter que tenías… Y se pasó la adolescencia intentando imitarte y siguiendo tus pasos. Sin embargo, no se daba cuenta de que eras una mala influencia, un mal bicho que solo le podía acarrear problemas. Como así fue.

Pero ¿de qué estaba hablando? Yo nunca había obligado a Gus a nada. Pero seguía sin contestarle, no me importaba que echase sapos y culebras contra mí, estaba acostumbrado.

—Al final, tarde o temprano le iba a suceder algo así.

No pude contenerme.

—¿También ha sido culpa mía que se haya pegado un tiro con su

escopeta?

Suspiró. Un suspiro de cansancio. Y de tristeza.

—Desde que te marchaste, Gus no ha vuelto a relacionarse con nadie. Veinte años se ha pasado prácticamente en soledad. Y cada día que pasaba, bebía un poco más; cada vez iba más a menudo con su escopeta sin tomar ningún tipo de precaución, cada día iba más al límite… Como siempre hacías tú. Tarde o temprano algo le iba a suceder.

Pero ¿de qué iba esta tía? Como si mi marcha del pueblo —que no fue una marcha, sino un exilio— hubiese provocado que mi amigo pasase a tener una vida errática. O como si mi comportamiento adolescente fuera el motivo. El caso era culparme, como siempre, de todos los males que ocurrían en ese pueblo. Incluso veinte años después de haberme marchado. Pasaba de discutir con ella. Me di la vuelta y me marché sin decir adiós.

Pasé por mi antigua casa, saludé a mi madre, mi padre estaría en el bar, pero ni pregunté por él, y cinco minutos después ya estaba en la carretera rumbo a Santurtzi. Tampoco vi a mis hermanas, pero les escribiría un mensaje al llegar a mi casa. No quería pasar ni un minuto más de lo necesario en ese maldito pueblo. Las poco más de dos horas de trayecto las pasé rumiando las palabras de Marta. Me habían dejado muy mal cuerpo. Al llegar a casa me prometí olvidar a Gus, lo que le había ocurrido y la conversación en su funeral. Prefería tener el recuerdo en algún rincón perdido de mi memoria. Además, pensar en él me llevaba inevitablemente a rememorar lo que yo llamaba la noche sin luna, y eso era algo que no me permitía recordar. Y aunque fuera difícil, de alguna forma había conseguido desviar ese recuerdo a otro de tal manera que, cada vez que me venía a la cabeza algo relacionado con esa noche, mi cerebro automáticamente me llevaba a algún pensamiento estúpido: pensar qué me apetecía comer ese día, recordar los marcadores de fútbol o programar lo que esa noche iba a ver en la tele. Era un recuerdo que estaba aún más arrinconado que los de Gus. Y así iban a seguir.

La cabeza me daba muchas vueltas, se me estaban acumulando demasiados pensamientos de golpe, más de los debidos. Pagué lo que debía y salí del Cinto casi dos horas después de haber entrado. Dos intensas horas. Pero no sabía qué hacer. Como ya he dicho, no vivía en mi pueblo natal. Yo nací y crecí en Pedrosa de Duero, provincia de Burgos. Me fui de mi pueblo con dieciséis años, tratando de olvidar mi pasado y a todos sus vecinos. Me vine a Barakaldo, a casa de un hermano de mi padre que me tenía tanto cariño como se le puede tener a un pez. Era mutuo. En Barakaldo conocí a Kike, un compi de estudios —o mejor dicho, de piras: nos pasábamos la mayor parte del tiempo en unos billares— que se convirtió en mi primer amigo aquí. Era de Santurtzi y tras asociarme con él en su negocio, venta de hachís en las puertas de los institutos, conseguí el suficiente dinero como para alquilar un pisito y largarme de casa de mi tío. No sé quién de los dos se alegró más por perdernos de vista. Me vine aquí, donde llevo poco más de veinte años. Me gustaba este pueblo, era lo bastante grande como para pasar desapercibido y disponer de casi todo lo necesario, pero sin llegar a ser una ciudad en la que para ir de un sitio a otro necesitas transporte. Además, tenía costa y yo siempre había querido tener el mar cerca, aunque no me bañara en él ni en verano. Por eso terminé aquí. Tenía la sensación de que no me iba a quedar a vivir en este lugar para siempre, pero los años iban pasando y yo seguía sin moverme.

Por Pedrosa apenas pasaba. Allí seguía viviendo parte de mi familia. Mi madre y mi padre vivían en la casa de siempre, en la calle de En Medio; mi hermana pequeña, Merche, se había ido a vivir a Roa con un tío de allí y mi hermana Isabel vivía sola en Pedrosa. Yo evitaba ir. Como mucho, algún día en Navidad y siempre visitas cortas: ir a mediodía, comer con todos por algún cumpleaños, tomar café y salir cagando leches. Por supuesto, ni pisaba los dos bares que había, ni daba un paseo o salía de casa de mi madre. Ese era el tiempo que pasaba allí. Una Nochebuena dormí en mi antigua habitación y me angustié tanto evocando recuerdos que me prometí no volver a dormir allí jamás. Si por lo que fuera tenía que hacer noche en Pedrosa, la pasaba en casa de mi hermana Isabel. Mi madre y mis hermanas sí venían a verme aquí algo más, pero tampoco demasiado. Cuando se acercaban a Bilbao, solían venir después a hacerme una visita rápida, normalmente acompañada de huevos, verdura, carne o cualquier comida que traían desde el pueblo. Muchas veces, cuando teníamos que ir a algún pueblo que nos quedaba a mitad de camino, Burgos o Vitoria, hablábamos y allí nos veíamos. Aunque nunca lo había dicho, mi familia sabía que yo el pueblo no lo quería ver ni en pintura y aunque sé que a mi madre le dolía, respetaba mi decisión. En parte también lo agradecía para no tener que oír los chismorreos de después. A mi padre no podía evitar verle cuando iba a alguna celebración, pero apenas cruzábamos palabra y ni mucho menos acompañaba a mi madre o a mis hermanas cuando venían por aquí. Mejor; cuanto menos lo viera, menos probabilidades habría de que le partiera la cara como él había hecho tantas veces conmigo.

Fuera del Cinto, el viento que venía del mar me golpeó en la cara y agradecí el olor a salitre y lo frío que era a pesar de estar a finales de primavera. Me despejó un poco y alivió parte de mi tensión. Decidí pasear para aclarar un poco las ideas, tranquilizarme e intentar llegar a una conclusión. Me encantaba andar; si pudiera, iría a todos los sitios andando. Tenía coche, pero apenas lo usaba y nunca para moverme dentro de Santurtzi, lo pueblos de alrededor y ni siquiera para ir a Bilbao. Solo para dirigirme a cualquier pueblo que estuviera fuera de la zona del metro. Mientras caminaba no pensaba en nada, era mi propio yoga, andaba sin pensar, centrado en nada más que en la respiración y la cadencia de mis pasos y eso me producía mucha paz. A partir de ahí era capaz de pensar racionalmente y por eso usaba los paseos como terapia. No había llegado casi ni a la Txitxarra cuando me topé con Loren, que paseaba a su perro. Quizá era al revés. Su perro tiraba de él como casi siempre que los veía juntos, no quería detenerse y aunque le había visto muchas veces no había conseguido identificar aún de qué raza era y eso que controlaba bastante de animales. Tampoco le quería preguntar al dueño, porque me había puesto como reto descubrirlo yo solito. Le ladró en cuanto se paró frente a mí; al igual que yo, quería seguir con el paseo sin detenerse ante nada ni nadie.

—Joder, tío, ¡estás pálido! —gritó a modo de saludo—. Pareces enfermo.

Seguramente era verdad, mi cara podía ser un poema después de lo que acaba de leer en mi móvil y de cómo me sentía en esos momentos.

Loren era un tipo al que conocía de Santurtzi porque nos movíamos por los mismos ambientes oscuros. Como yo, apenas hablaba de su pasado ni de su origen. No era de Santurtzi y ni siquiera era del norte, le delataba un acento raro que no sabía identificar y que por mucho que le preguntara, nunca me lo aclaraba: un día podía decir que su familia era de Murcia, otro, decir que su padre era negro y otras veces, que de niño llevó tanto tiempo chupete que por eso hablaba así. El caso era no contar nada de su vida pasada. Me caía muy bien y nos llevábamos también muy bien sin llegar a ser amigos —yo casi no tenía amigos y no los necesitaba—, y habíamos compartidos muchas horas de tugurio juntos. Sin embargo, mientras a mí lo que me gustaba de salir era desfasar, ir al límite y colocarme, él salía con el objetivo de terminar la noche follando. Como le había oído decir más de una vez: «a quien me la pone dura, me lo follo»; y esto incluía tanto a mujeres como a hombres, el caso era tener un orgasmo. El cabrón, además, lo conseguía casi siempre, él sí era guapo, tenía encanto y sabía engatusar. Quizá era un poco bajito, pero tenía labia, carisma y sabía sacar partido a sus otras muchas virtudes. Era más o menos de mi edad, aunque, cuando lo miraba, me sentía mayor que él. El tiempo no se dejaba notar en su pelo, lo tenía en abundancia y tipo Patrick Swayze en Le llaman Bodhi —al contrario que yo, que cada vez me encontraba más pelos en la almohada—, y siempre transmitía una vitalidad como la de un niño el primer día de vacaciones. «Es la testosterona, que tengo el doble de la permitida», decía para justificar esta vitalidad. Como yo, no tenía un oficio concreto, aunque este era de los que no tenían principios, con tal de ganar algo de dinero hacía cualquier cosa. Una temporada incluso le vimos saliendo con una señora mayor del pueblo. Supongo que algo recibiría a cambio. Me gustaba, era de esas personas que te hacían sentir bien. Animaba, alababa, todo le parecía perfecto, contaba anécdotas muy graciosas, transmitía alegría y buen rollo, esas cosas. Además, que no nos dedicáramos a lo mismo me provocaba no sentir desconfianza hacia él.

—Me encuentro un poco mareado, sí —respondí a modo de excusa para no dar demasiadas explicaciones.

No quería mantener una conversación con él, no tenía cuerpo para ello. Ni con él ni con nadie. Pero Loren no estaba por la labor de callarse y seguir para adelante. Era bastante bocazas, de esas personas que esté con quien esté, sea un grupo grande o pequeño, conozca a todo el mundo o a nadie, siempre lleva la voz cantante. Un tío agradable pero, a veces, un poco pesado.

—Joder, pues te iba a invitar a una fiesta que monto esta noche en mi casa. Alcohol y muchas chicas. —Sonrió al decirlo—. He quedado con una antigua amiga que vive en Bilbao y me ha dicho que iba a venir con un par de amigas más. Le he prometido que yo también traería a algún colega.

Me guiñó un ojo como diciendo: «Estoy hablando de ti». Pero sabía que esta invitación se la haría a más personas; con tal de contentar a su amiga con lo de que hubiera más chicos, llevaría hasta a su primo adolescente.

En otra ocasión, no hubiese dudado en decirle que sí, casi nunca rechazaba una invitación a una fiesta, hubiera chicas o no, pero en esos momentos, pensar en la noche era lo último que me apetecía.

—No sé, ya te diré esta tarde.

Tampoco había que cerrar las puertas; igual dentro de unas horas descubría que el mensaje era un simple vacile, se me quitaba el mal cuerpo y tenía ganas de juerga. O necesitaba ahogar penas. O necesitaba alguna excusa para ponerme hasta las trancas. Las veces que había estado de juerga en casa del Loren nunca habían decepcionado, eran un auténtico desfase y hay que reconocer que nos permitía hacer de todo. Una vez, hasta casi hecho un polvo con una desconocida. Así que tenía en gran consideración las juergas que montaba ese personaje.

—Perfecto, a la tarde me escribes y me cuentas —concluyó.

O eso pensaba yo, que había terminado la conversación y podría seguir mi camino. Pero no, tenía algo más que decir. Y, aunque a priori no me importaba nada de lo que pudiera ser, al terminar la frase había conseguido que se me abrieran los ojos como platos.

—Por cierto, hablando de mujeres… —¿En qué momento habíamos hablado de mujeres? En todo caso, él había hablado de eso y él había sacado el tema—. Acabo de ver a una pelirroja en el Parque Central, que se te caen los gayumbos al suelo —soltó.

Lo dicho, repentinamente consiguió toda mi atención. Continuó:

—Estaba paseando a este —dijo, señalando al chucho que seguía tirando de la correa, harto de tanto descanso—, y en un banco había una pelirroja que no había visto en mi vida… Preciosa, impresionante, guapísima.

En realidad, no dijo estas palabras, utilizó otras con connotaciones sexuales que no quise escuchar. Pero, debido a la atención que le mostraba, siguió:

—Ojos negros y penetrantes, labios carnosos, un culo…

El resto de la descripción lo hizo con gestos dibujando una silueta humana y aún más connotaciones sexuales. Para mi gusto, se excedió.

—He ido a darle un poco de coba con la excusa del perro, nunca falla. Pero esta vez sí, no me ha hecho ni caso.

No respondí. Estaba asimilando la información que me acaba de dar.

—¿La conoces? —preguntó extrañado—. Me he puesto a hablar de ella y se te ha cambiado la cara. Parece que sabes de quién te hablo, se te han subido hasta los colores, de repente no pareces un cadáver.

—Sí —reconocí—, ha estado tomando un café en el Cinto mientras yo desayunaba. Y evidentemente todos nos hemos fijado en ella.

No quería dar mucha más información ni contarle nada de la extraña situación, así que me limité a darle los datos objetivos.

—¿Y?

Lo preguntó abriendo mucho los ojos. Sabía qué quería decir ese gesto, algo así como: «¿qué te ha parecido?».

—Sí, impresionante —respondí.

Lo hice para cumplir el expediente. Me había parecido la tía más buena que había visto nunca, pero a mí lo que me interesaba era otra cosa, así que cambié la conversación de dirección para que Loren no se explayara con el culo y etcétera de la pelirroja.

—¿La has visto hace mucho?

Torció su mirada y apretó un poco los ojos con un signo de extrañeza.

—¿Qué pasa, que te has enamorado y quieres volver a verla? —Me guiñó el ojo al preguntarme.

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270 стр. 1 иллюстрация
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9788413868516
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