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CAPÍTULO 3
LA ISLA DE MOURO

La isla de Mouro (43º 28´ 23´´ N; 003º 45´ 20´´ W) está situada a la entrada de la bahía de Santander, a unas dos millas de la ciudad. Es una isla rocosa de 100 x 200 metros, con forma de cruasán, con una ensenada orientada al Sudoeste conocida como La Raposa. Está rodeada de acantilados escarpados de 30 metros de altura, donde rompen las olas del Cantábrico con fuerza. La isla forma parte del Espacio Natural Protegido de las Dunas del Puntal y el Estuario del Miera, y está prohibida la pesca de todo tipo en sus aguas. En su parte Nordeste hay una roca enorme de unos cinco metros con forma de dado que parece ir a caerse en cualquier momento, y en su vertiente Oeste una zona de acantilado que recuerda el perfil de Bart Simpson. En su cima hay un faro que, aunque cuando se inauguró en 1858 estaba al cuidado de dos torreros, ahora está automatizado desde hace años. Es de color blanco y su silueta domina el horizonte desde toda la fachada nordeste de la ciudad y las playas del Sardinero. Así mismo, en la meseta que hay en su cumbre, en la vertiente Sureste, existe una zona cubierta con un espeso manto vegetal de hinojos y geranios marinos que crecen entre las grietas de la roca. De este manto vegetal cogen las gaviotas la materia prima para sus nidos.

La ensenada de La Raposa está naturalmente protegida de los vientos térmicos predominantes en verano, que en Santander son del nordeste. Tiene fondo de rocas y permite el fondeo de dos o tres embarcaciones pequeñas con amarras echadas a tierra, para evitar el borneo, si bien suele ser incómoda por la entrada de olas rebotadas que la hacen, muchos días, inaccesible. Al fondo de la ensenada construyeron una escalinata de piedra para acceder al faro, y cerca del agua, una pequeña plataforma de hormigón con un noray y algunas argollas para amarrar embarcaciones pequeñas. Aunque la ensenada en sí misma sea tan reducida, a sotavento de la isla (en verano, la zona desventada está justo enfrente de la ensenada) hay una amplia zona con fondo de arena, a unos 50 o 100 metros del acantilado, que permite fondear a ocho o diez barcos aunque con limitaciones. En efecto, el calado oscila entre ocho y doce metros y la gran longitud necesaria de línea de fondeo (hay que fondear con entre tres y cinco veces más de cadena y cabo que la profundidad de agua) hace que el radio de borneo sea muy amplio. Además, los remolinos y corrientes que genera la propia isla hacen que cada barco se oriente y se mueva de distinta forma, según le afecte más el viento en la obra muerta o la corriente en la obra viva, por lo que el riesgo de colisión entre los barcos es alto. Nuestro barco, que es de orza abatible, hemos comprobado que con la orza bajada, se orienta de distinta manera que con la orza subida. En verano es habitual que la zona esté muy frecuentada y los barcos fondeen con poca cadena, y como en el Cantábrico las mareas pueden subir más de cinco metros en vertical, es bastante frecuente que alguna embarcación quede a la deriva al soltarse el fondeo en la pleamar. Un día quedamos todos sorprendidos por una motora pequeña que derivaba sin nadie a bordo. Un barco que iba contra él la retuvo con el bichero hasta que un rato después apareció su dueño. Había ido nadando a la isla y la dejó con la cadena justa, y al subir la marea se le desclavó el ancla. No paraba de repetir que el barco estaba bien fondeado, que solo se movía “por la inercia”. En fin, todos estos hechos hacen muy recomendable que en la isla de Mouro siempre se quede alguien a bordo vigilando.

Yo descubrí la isla en mis incursiones en piragua. Desembarcando en la plataforma de hormigón puede dejarse la piragua en la propia escalinata. Después de haberla conocido en las excursiones del verano, quedé gratamente sorprendido por lo que me encontré allí un día que desembarqué en primavera. En esta isla anidan la mayoría de las gaviotas patiamarillas que viven en el entorno de la bahía (hay otras especies de gaviotas en la bahía pero no se reproducen aquí). El espectáculo de vida que allí se desarrolla es impresionante. Por lo pronto te das cuenta de que algo raro sucede por el recibimiento de la colonia. En cuanto pones pie en tierra se desencadena poco a poco un estruendo de pájaros levantando el vuelo y graznando con estridencia. En el momento álgido, puede haber miles de pájaros revoloteando en el aire, formando una especie de nube ruidosa. A medida que subes por la escalinata hacia el faro, y en especial cuando te acercas a un nido (esto lo descubrí más adelante) recibes avisos más explícitos de sus dueños. Te hacen vuelos picados en silencio, y justo cuando están a un metro de tu cabeza sueltan su famoso graznido (¡menudo susto!) y a veces una defecación que, según la puntería, puede acertarte en la cabeza o en la espalda. Por eso una precaución elemental en esta época es desembarcar con gorra. Intentamos que los niños siempre la lleven, y les avisamos de estas tácticas de defensa para que no se asusten; no son más que fanfarronadas porque en realidad no atacan y solo excepcionalmente te pican en la cabeza.

Los nidos los construyen con todo tipo de materiales, predominando vegetales secos. No obstante, solo su análisis daría para un capítulo de un libro. He visto formar parte del nido con esqueletos de otros pájaros (conservo un cráneo completo de un correlimos saqueado de un nido de Mouro) o tiras de las de abrir el celofán de las cajas de cigarrillos, sedales de pescar, palitos de algodón de los de limpiar los oídos, etc. En sus alrededores suele haber egagrópilas (esas bolitas de material no digerido que regurgitan todos los pájaros) lo que sirve también para detectarlos. Cada pareja pone tres huevos del tamaño de los de gallina, pero de color marrón moteado, si bien hemos descubierto también huevos albinos indistinguibles de los de gallina. En las reservas naturales donde no se quiere que proliferen demasiado las gaviotas, una de las misiones de los guardas es destruir un huevo de cada nido, de manera que solo críen dos gaviotas cada pareja y la población se mantenga estable. No sé cuanto dura la incubación de estos huevos, pero lo que es seguro es que la temperatura acelera su eclosión pues los de los nidos situados en los lugares más soleados son los que lo hacen antes, con diferencias de varias semanas.

Desde el primer año de nuestras navegaciones con los niños, les llevamos a la isla de Mouro. La navegación puede llevar entre una y dos horas, según el puerto de salida, y la zona de fondeo es muy agradable en verano, al quedar a sotavento. Además, está amenizada por el concierto de la colonia de gaviotas. El único inconveniente es que, como entra mar de fondo rebotado, la permanencia en el barco suele marear a quien no está acostumbrado. Y ya comenté que debe quedarse un adulto a bordo responsable del barco mientras el grupo desembarca. La forma de desembarcar depende de los medios de que dispongamos cada día. Hemos desembarcado en neumáticas con motor o con remos, si bien esto último es agotador por la necesidad de hacer muchos viajes. Cuando hemos ido con veleros pequeños propulsados por fueraborda, a veces hemos adaptado el fueraborda del velero a una neumática que no lo tuviera. Otros días hemos desembarcado en piraguas, y otros a nado (es un trecho de 100 o 150 metros). Si desembarcamos a nado, utilizamos una defensa para amarrar el calzado de todos y poder calzarnos en la isla, pues descalzos es casi imposible por su suelo pedregoso, y un bidón estanco con las cámaras de fotos y un móvil para estar en contacto con los que quedan a bordo. Algún día se ha apiadado de nosotros alguno de los muchos submarinistas que merodean por allí con sus Zodiac, y nos han acercado. Y finalmente, lo más cómodo, los últimos años nos han desembarcado los socorristas de la Cruz Roja con una Zodiac, con los que quedamos más tarde para recogernos. Estos desembarcos los aprovechamos para enseñar a los niños el manejo de la neumática o la piragua, a remar y ciabogar, las precauciones a tener en el agua cuando se nada junto a un fueraborda, la forma de dirigir una Zodiac a motor, cómo abarloarse a un muelle de piedra que puede tener conchas cortantes, cómo repartir el peso en una embarcación pequeña, etc. Y, por supuesto, a bucear en un paraje natural protegido con fondos espectaculares.

Una vez en la isla, cada grupo que ha venido en un barco queda a cargo del adulto que ha navegado con ellos. Mouro tiene unos acantilados y grietas peligrosos, y hay que vigilar mucho los movimientos de los niños. Entonces nos dedicamos a la exploración de los nidos. El proceso de nacimiento de los polluelos es muy lento y puede seguirse si se desembarca varios días seguidos, o explorando nidos con distinta situación (más al sol o más a la sombra). El polluelo hace desde dentro un agujerito en la cáscara, por donde recibe el alimento de su madre durante varios días, o quizás semanas. Si te asomas por el agujerito ves solo su pico moviéndose y, a lo mejor, uno de los ojos. Cuando el cascarón se le queda pequeño, acaba rompiéndose entero y sale un pollito mojado y de color oscuro que tarda unas horas en secarse y en que sus plumas adquieran ese tacto de algodón típico de cualquier pollito, sea de la especie que sea. Mojado abulta muchísimo menos y parece un animal esquelético, pero en cuanto se seca, su cuerpo adquiere un volumen inusitado y el color cambia a beige o marrón clarito. En esta fase es cuando más les gustan a los niños, realmente parecen un juguete. Como no conocen a la especie humana, pues la isla está deshabitada, se dejan agarrar con naturalidad y acariciar. Les enseñamos las patas palmeadas, el pico, que no hace daño si te coge un dedo, las cañas de las alas y las plumas, el latido de su corazón a toda velocidad, la temperatura cálida a la que los mantiene la madre aunque ese día haga frío, cómo se acurrucan con sus otros dos hermanos del nido, cómo buscan la sombra a las horas de más sol en verano metiéndose bajo los arbustos cercanos a su nido (no suelen alejarse más de un metro), etc. Hay quien sostiene que se esconden bajo los arbustos para protegerse no del sol, sino de los ataques de otros adultos de la colonia. Hay que tener en cuenta que las gaviotas comen de todo, incluyendo sus propios congéneres. Estos polluelos son muy limpios y los puede coger cualquier niño, incluso los pequeños. Su conocimiento por el tacto era especialmente enternecedor para la niña ciega.

Los pollos más mayores ya son desconfiados y, cuando nos ven, salen corriendo. Esta huida a veces es dramática para ellos, pues he visto a alguno despeñarse mientras escapaba si todavía no sabía volar. Aquí es importante decir que las gaviotas no son en absoluto una especie protegida, sino más bien lo contrario: en los últimos años, su superpoblación ha hecho que empiecen a anidar en la ciudad de Santander, y el ayuntamiento dedica recursos para reducir su población. Estos polluelos alcanzan el tamaño de una gallina pequeña y ya son un poco guarretes, pues cuando los coges (a veces tras una divertida persecución, porque como todavía no saben volar solo corren por el suelo) se cagan encima o te regurgitan lo último que han comido, supongo que por el miedo. Además, se tiran a picar con su pico negro, aunque realmente no tienen fuerza para hacer daño. Pero los niños pequeños se asustan con ellos y no tienen el encanto de los recién salidos del cascarón. Por lo tanto, a estos los pequeños los “estudian” de lejos. Resulta interesantísimo contemplar cómo aprenden a volar. Se sitúan al borde del acantilado y, después de pensárselo mucho, acaban por tirarse al aire por las bravas. No sé de qué depende, pero unos remontan el vuelo a la primera mientras otros caen en picado. Los que caen, a veces lo hacen en plena roca y se matan o quedan con brechas en la cabeza, que supongo sean mortales a medio plazo. De hecho, lo más desagradable del desembarco para los niños son los cadáveres de polluelos de este tamaño que te encuentras por toda la isla en diferentes estados de descomposición (y ese es otro argumento para desembarcar calzados). Otros caen en picado al mar. Y nuevamente aquí hay un fenómeno diferencial de lo más curioso. Unos flotan con naturalidad, sus plumas están bien impermeabilizadas, y despacito se acercan a las rocas o a la misma escalinata por la que hemos desembarcado nosotros, y poco a poco van subiendo los escalones hasta encontrar su punto de partida en la colonia. Pero hay otros polluelos que, seguramente por un defecto en la grasa que debe impermeabilizar sus plumas, o quizás por haber querido aprender a volar cuando aún les faltaba esta protección natural, “se calan” hasta los huesos. Su cuerpo se carga de agua y, al nadar, se distingue perfectamente que su línea de flotación está muy alta, se mueven más torpemente que los otros y, si los coges, notas claramente que pesan mucho, por el agua que han acumulado. Si consiguen llegar a la orilla no tienen fuerza para sacar del agua un cuerpo tan pesado, y si te compadeces y los depositas en la escalinata, no consiguen saltar hacia arriba al siguiente escalón. Estos pollos mojados mueren siempre, y el mar está también lleno de sus cadáveres al principio del verano. Por cierto, a veces hemos visto cómo otras gaviotas adultas se los comían.

Finalmente, a mediados del verano los pollos son ya tan autónomos y autosuficientes que no hay manera de cogerlos ni de verlos de cerca. La colonia es ya de dos colores: los padres, con el típico plumaje blanco y el pico amarillo con una mancha roja, y los hijos, con el plumaje marrón y el pico negro, que conservarán hasta el año siguiente. Ya no se revolucionan cuando desembarcamos, pues todos los habitantes saben volar y no están indefensos en el nido, y una tranquilidad “relativa” vuelve a la isla. Así pues, el momento ideal para visitarla es en mayo y junio. Además de las gaviotas, en Mouro hay lagartijas y unos insectos de dorso rojo con manchas negras, que supongo son el alimento de las lagartijas.

Para los niños más aficionados a la naturaleza una experiencia preciosa es llevarse un cráneo de una de las gaviotas muertas. Metido en lejía durante unas horas, adquiere un color blanco y se desprende de toda su suciedad, mientras que el pico mantiene su color diferencial. La colección puede extenderse a cráneos de diferentes etapas del desarrollo del animal, donde puede verse desde el crecimiento del cráneo a la evolución del color del pico. Un día, un niño quiso ir más allá y apareció a bordo con una caja de cartón grande. Quería llevarse un pollito a casa. Eligió uno recién salido del cascarón, con toda su pelusa, y la experiencia fue encantadora para él y hasta sus padres le cogieron cariño. El pollito se portaba como los patos domésticos: comía de la mano del niño (por cierto, purés de pollo triturado) le seguía por la casa, y se dejaba acostar a dormir en la caja reservada. Le duró casi todo el verano. Sin embargo, otro día, a unas niñas les dejamos elegir entre coger un pollito o un huevo, y prefirieron el huevo para incubarlo en casa. Ya se estaban imaginando cómo lo calentarían, cómo alimentarían al pollito por el agujero de la cáscara antes de que la rompiera del todo, cómo lo secarían al nacer, etc. Pero de vuelta a puerto, el barco empezó a adquirir un olor apestoso. Buscando su origen, el olfato nos llevó exactamente al huevo. Os lo habéis imaginado bien, habían cogido un huevo echado a perder, el embrión había muerto y estaba podrido en su interior. Al aire libre, en la isla, no se notaba, pero en el espacio cerrado de la cabina del barco el olor lo delató. Naturalmente, acabó en el fondo del mar y las niñas prometieron que la próxima vez elegirían el pollito.

Aunque muy difíciles de ver, en la isla de Mouro anidan algunas parejas de paíño, el ave marina más pequeña de Europa pues apenas supera el tamaño de un gorrión, de color grisáceo y con una especie de verruga sobre el pico superior. Solo se acercan a la costa para anidar o para refugiarse de los temporales. Crían en grietas y agujeros de las rocas costeras en zonas prácticamente inaccesibles, al fondo de las cuales ponen un solo huevo de color blanco (son muy pocas las aves que ponen un solo huevo). En vuelo se identifican por el predominio del color negro en su plumaje, salvo una franja blanca en la parte inferior del ala y otra en la cola. En Cantabria también anidan en la isla de los Conejos (un islote inaccesible, frente a Suances) además de en la isla de Mouro, y en el País Vasco, en algunos islotes inaccesibles como el de Aketze cerca del cabo Matxitxako. La presencia de esta especie en una isla suele indicar ausencia de ratas en la misma. Aparte de su escasez, es de hábitos nocturnos, por lo que no es habitual que los veamos al desembarcar en Mouro, pero en ocasiones nos ha sorprendido ver algún pajarito revoloteando por los acantilados creyendo inicialmente que era un gorrión, y luego hemos comprobado que no (nunca vienen gorriones a Mouro, y si lo hacen no se meten por las grietas de las rocas). Por exclusión, hemos deducido que era un paiño, y aunque no tengamos conocimientos de ornitología, es emocionante saber que estás viendo un ave tan rara en nuestras costas. También de forma excepcional hemos visto anidamientos de distintas especies de patos, escapados del vecino parque público de Mataleñas, donde se crían en cautividad en un estanque.

Además de la propia isla de Mouro, a unos 90 metros al nordeste se encuentra una roca llamada la Corvera (43º 28´ 25´´ N; 003º 45´ 56´´ W), que es inaccesible a menos que el mar esté completamente en calma. El canal que la separa de Mouro no es navegable, pues unas rocas velan a pocos centímetros de la superficie. Pero es entretenido contemplarla desde los acantilados de Mouro, pues allí se concentran los “cormoranes grandes” (o “cuervos marinos”, tal vez de aquí le venga su nombre a esta roca) a secar sus alas. El “cormorán grande” es un pájaro más grande que las gaviotas, con plumaje negro y un típico cuello largo y retorcido con una zona blanca en la garganta. Hay otra especie, el “cormorán moñudo”, de menor tamaño, el único que se reproduce en Cantabria pero menos abundante en la bahía. El cormorán es la única ave acuática cuyas plumas no están impermeabilizadas con cera, y como pesca buceando (peces, moluscos, sepias, etc., que luego ingiere fuera del agua), vuelve de su caza mojado. Entonces debe secarse al aire y adopta una posición ridícula, con las alas separadas del cuerpo como si quisiera despegar y no pudiera, “secando los sobacos”. De hecho, si intenta remontar el vuelo mojado suele descender hasta tocar el agua con las patas, por culpa de su peso, y las mueve por la superficie como si estuviera corriendo por encima del mar. Es muy divertido contemplarlo.

Finalmente, buceando en la ensenada de Mouro es habitual ver multitud de animales en su hábitat, pues su entorno marino es una reserva natural desde 1986 y está prohibida la pesca. Se ven muchas conchas conocidas como “orejas de mar” por razones obvias de parecido con una oreja, especie que está en peligro de extinción pero que aquí aún se conserva. Y por cierto, me han contado que en la isla de Mouro hay una cueva con trazas de haber sido habitada en la prehistoria, cuando la isla estaba unida a tierra con lo que hoy es la península de La Magdalena, pero yo no la he visto.

Los desembarcos en Mouro los suspendimos en 2006 por la amenaza de la gripe aviar. Se consideró que algunas zonas de España eran de “especial riesgo” para la gripe aviar (300 municipios en siete comunidades) y en Cantabria concretamente las marismas de Santoña. Además, se definieron otras zonas llamadas “de especial vigilancia”, en las cuales las medidas sanitarias no eran tan estrictas, pero indirectamente esta propia catalogación hacía suponer que podrían también significar cierto riesgo. En Cantabria se consideraron “de especial vigilancia” la bahía de Santander, Oyambre y el embalse del Ebro. Posteriormente, se mantuvo esta precaución en los años sucesivos, aunque no se detectó ni una sola ave infectada en los sitios mencionados, y finalmente lo que nos vino fue una gripe porcina (en vez de aviar) en 2009. Pero una elemental prudencia con estos niños de salud delicada nos hizo dar prioridad a la seguridad por encima de la experiencia apasionante de descubrir la belleza de la isla. Personalmente, seguí desembarcando con frecuencia con mi piragua y comprobé que la ausencia de visitantes había conducido a cambios en las costumbres de las gaviotas, que construían los nidos en sitios inusitados, como en mitad de las escaleras o en el suelo de la propia superficie hormigonada delante del faro. Posteriormente, a partir de 2011, pasada la alerta de la gripe aviar, hemos vuelto a visitar la isla con los niños, si bien ahora por precaución les ponemos guantes para tocar a los pollitos, y al terminar organizamos una lavada general de manos en las escaleras, cerca del mar, que les hace mucha gracias porque la hacemos con limpiavajillas, el jabón que llevamos habitualmente a bordo.


889,26 ₽
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282 стр. 37 иллюстраций
ISBN:
9788416110414
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