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Читать книгу: «La transformación de las razas en América», страница 10

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Mientras imperaron exclusivamente las civilizaciones cristiana y mahometana en el Mediterráneo, los constructores de iglesias y los constructores de mezquitas se equivalieron en capacidad y en moralidad, y se contrapesaron por espacio de más de ocho siglos en poder militar y naval, pero cuando fueron reencontrados los instrumentos perdidos de la cultura grecorromana, nuevas vías quedaron abiertas por ellos a la intelectualidad europea, que empezó a desviarse paulatinamente del canal teológico en que estaba encauzada, y por el Renacimiento artístico y literario, extendido progresivamente a la astronomía, la alquimia, la filosofía, la política, las matemáticas, la geografía, la historia, la pedagogía, las ciencias naturales y las ciencias sociales, se llegó poco a poco, después de quince siglos de concentración del pensamiento europeo sobre la revelación cristiana, con desperdicio de todas las aptitudes excluidas, a esta polifurcación de la energía mental, que permite el aprovechamiento de todas las capacidades y que llamamos la civilización moderna. Y a medida que al lado de la civilización supernaturalista que descansa sobre el poder de la oración y de las reliquias, nacía y crecía la civilización naturalista que descansa sobre el poder de los métodos y de las máquinas, mientras al mismo tiempo las naciones musulmanas quedaban rezagadas en la pura civilización religiosa, y sin venir a menos, sólo por quedarse hoy donde estaban ayer, venían siendo cada vez más impotentes contra la fuerza, la riqueza y la salud crecientes, de sus iguales de antaño, engrandecidas por las maravillosas revelaciones de la ciencia humana que han excedido en realidades a todas las fantasías de los cuentos orientales.

Y con las ideas y las invenciones que aumentan día por día el caudal objetivo de la humanidad; con éstas y con las escuelas que más particularmente aumentan el caudal subjetivo; con la prensa, el telégrafo, el correo, los ferrocarriles y los vapores que facilitan la difusión de entrambos, la diferencia de condiciones entre los que aprovechan y los que repudian su parte de beneficios en las materias de utilidad común, crece en proporción geométrica, a favor de los primeros y en contra de los últimos.

En resumen: en la moral pagana, cuyo fin era la glorificación del Estado bajo la angustia permanente del peligro exterior, el individuo tenía obligaciones en favor del Estado pero no tenía derechos contra el Estado; en la moral cristiana, que tiene por fin la glorificación de Dios, de su hijo y de la madre de éste, el individuo tiene obligaciones para con Dios y sus allegados, pero no tiene derechos contra Dios, ni siquiera contra sus representantes y delegados, pues, como lo dijo San Pablo, ningún descendiente de la arcilla tiene el derecho de quejarse contra el Supremo Alfarero, que fue dueño absoluto de hacer del mismo barro un vaso de honor o un vaso de noche. Y por último, en la moral que ha proclamado los derechos del hombre y que tiene por fin el bienestar de la especie humana, el individuo tiene deberes para el Estado y derechos contra el Estado.

EL DIABLO EN AMÉRICA

La Argentina de la época de Rosas y la del presente, son dos países tan distintos como la Turquía y la Francia contemporáneas. Vélez Sársfield, que vivió en la primera, nos la ha esbozado en dos pinceladas: "Un caudillo mayor trae a otros caudillos a su jurisdicción y los cuelga en las plazas públicas. Establece entonces un sistema de tal esclavitud en aquellos pueblos soberanos, que los más altivos gobernadores sirven apenas para verdugos… Se vivía entre pavores, y cuando sonaba un cañonazo en Palermo, los hombres que recorrían las calles de esta ciudad se paraban temblando, como si fueran un peso inútil sobre la tierra".

El miedo fue el secreto resorte de las tiranías; el miedo fue el resultado de las supersticiones religiosas de la Sociedad Colonial, encarrilada en la obediencia habitual por el miedo crónico o consuetudinario a gobernantes de derecho divino, consagrados por el tiempo y por la Iglesia, que cesaron de improviso por la revolución y fueron reemplazados por directores accidentales que se aprovecharon del antiguo espíritu supersticioso. El nuevo poder revolucionario, constituido sobre la inteligencia política indesenvuelta, no resultó equivalente al antiguo y fracasó a poco andar; entonces reapareció la forma consuetudinaria sin el prestigio tradicional, que fue naturalmente substituido por una mayor dosis de terror. El usurpador se vio obligado a suplir la velocidad adquirida del hecho consentido, que es fuerza de una especie (y que falta siempre al hecho nuevo cuando no ha cambiado el ambiente), por una fuerza complementaria equivalente, de otra especie, que en nuestro caso fue designada con el nombre de "facultades extraordinarias". Así el terror crónico, que era bastante para el hecho crónico, se transforma en el terror agudo necesario para el hecho agudo.

Como el terror francés, el terror argentino salió de las circunstancias precedentes, continuándolas en diferente forma y medida. "No se suprime sino lo que se reemplaza"; y cuando se reemplaza con otra cosa de la misma especie, en diferente grado, "plus ça change, plus c'est la même chose".

Fuerza y miedo era el antiguo régimen colonial; más fuerza y más miedo fue fatalmente y de ordinario el régimen restaurado por Rosas. Un nuevo factor, y de otra especie, fue introducido después; digo uno porque sólo al influjo de éste han sido posibles los demás, no siendo viables en pueblos ignorantes y retrógrados la inmigración europea, la prensa libre, los ferrocarriles, los telégrafos, etc., etc. Y el más interesante problema de sociología argentina podrá ser planteado en estos términos: ¿por qué éramos todavía semibárbaros en la primera mitad del siglo pasado, después de 1.500 años de cristianismo forzoso, y somos ya algo más que semicivilizados con sólo 50 años de instrucción casi obligatoria?

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Por supuesto, la civilización consiste en la economía de la vida y de los sufrimientos, y en el acrecentamiento correlativo de las amenidades de la existencia.

Aunque la teología no se propuso civilizar a los hombres para este mundo, (como la filosofía, la pedagogía, la política y la higiene), sino para el otro, los hombres le hubiesen resultado aún involuntariamente civilizados en éste; pero llevaba en sí misma el impedimento o los resortes inmorales, en una trastienda de monstruosidades ancestrales, bastantes para neutralizar y hasta superar en ocasiones a todos sus elementos y sus factores de cultura, aun en sus más altos representantes. Es legítimo suponer que sin la intervención de la filosofía griega y de la ciencia positiva, la pura civilización cristiana se habría mantenido semibárbara y absolutista, como la islámica. Y no es menos seguro que el cristianismo español, tal como fue introducido en América por los conquistadores, contenía más elementos diabólicos que divinos, más miedo que amor, más mal que bien, quitando a los hombres toda confianza en sí mismos y haciéndolos esclavos del terror.

Según las teorías modernas, que la experiencia diaria confirma, el individuo reproduce en compendio la evolución de la especie, de modo que, aun en las naciones civilizadas, todos empezamos la existencia en el estado mental del salvaje adulto, a la vez injusto y vengativo, que siente necesidades, apetitos, deseos y temores, y no conoce deberes ni responsabilidades; nos es naturalmente más fácil y accesible lo que tenga este carácter y no el opuesto toda vez que la ira, el odio, el terror, el alcohol o las lesiones cerebrales nos despojan accidental o permanentemente de la cultura adquirida y superpuesta, – con tanta mayor facilidad cuánto más débil o más reciente sea, – quedamos en la pura barbarie inicial, y asoma el salvaje que está siempre latente en el hombre civilizado.

Consiguientemente, lo que toda religión tiene de primitivo es lo que el niño puede entender y asimilarse inmediatamente; eso es lo concordante con su intelecto incipiente o primitivo, y en ello se quedará cuando otros factores no lo eleven a mayores aptitudes.

Viceversa, lo que una religión tenga de elevado y propio del más alto desenvolvimiento del espíritu, no podrá comprenderlo; y le pasará por elevación al niño y al pobre de espíritu, como aconteció en el experimento de los jesuítas, que elaboraron autómatas cristianos en las Misiones.

"Los chinos agasajan de preferencia a los dioses del mal, dice Beauvoir. Su máxima es: no cuidarse de la divinidad buena, puesto que es buena, pero propiciarse la mala que puede dañar". Se comprende bien que los dioses de los pueblos salvajes sean siempre malos, si se piensa que sólo en ese carácter son inteligibles o respetables para el niño los de los pueblos civilizados. "Tata Dios", que no tiene juguetes ni caramelos, y que se enoja con los niños malos o desobedientes, y los castiga, no se diferencia del "Cuco" sino en que éste hace siempre el mal, sin necesidad de enojarse previamente, porque es malo de profesión. También, si Dios no se enojase y no castigase, el niño no le haría pizca de caso. Y si no acostumbrase mandar cataclismos, terremotos, pestes, epidemias, etc., etc., para los remisos, tampoco darían mucho dinero para iglesias los creyentes adultos.

"Presentad al salvaje, dice Lecky, la concepción de un ser invisible, para ser adorado sin la ayuda de ninguna representación material, y será inhábil para entenderla. No tendrá fuerza o realidad palpable para su mente, y por lo tanto no podrá ejercer influencia sobre su vida. La idolatría es la religión común de los salvajes, simplemente porque es la única que sus condiciones intelectuales pueden admitir, y, en una forma o en otra, continuará hasta que esas condiciones hayan sido cambiadas". Cuando lo sean, la mente del semisalvaje será un almácigo de seres invisibles, que más tarde llegarán a ser incomprensibles, para el ex salvaje; es así como el progreso de las luces ha hecho increíble la brujería, y el testo sagrado, "no permitirás que una bruja viva", ha quedado recitable, pero impracticable.

Impidiendo o prohibiendo la cultura intelectual y la tolerancia, que es la cultura moral, las iglesias cristianas que llevaban en sí el cielo y el infierno, la civilización y la barbarie, suprimieron las posibilidades mentales para las partes superiores de sus propias doctrinas, y éstas quedaron incomprendidas, en letra muerta, mientras eran letra viva las partes inferiores durante los diez siglos de la era precientífica, en los que la civilización cristiana, con infierno y diablos, brujas, duendes, hechicheros y magos, íncubos, sucubos, silfos, gnomos, etc. con servidumbre, esclavitud y torturas, no se distinguía de la judía o la musulmana sino por su mayor ferocidad.

La música misma la entiende o la desentiende cada uno proporcionalmente a la afinación o a la desafinación de su oído, y cae de su peso que nadie puede comprender y sentir sino lo que esté a su alcance intelectual y moral; los fundadores de religiones no han sido espíritus comunes, sino excepcionalmente superiores, y por ende casi siempre incomprendidos por sus coetáneos, hasta perseguirlos y matarlos.

Una tendencia natural nos lleva a pensar y sentir que todo lo que sea excelente debe ser creído, propagado y difundido. Pero creer no es entender ni sentir: todo puede ser creído, desde lo absurdo hasta lo incomprensible; por eso hay tantas religiones en el espíritu humano como vientos en la atmósfera; pero no todo puede ser entendido y sentido por todos. Una idea grande no puede caber en un espíritu estrecho, ni un sentimiento generoso arraigar en un alma mezquina. Por esto, la credulidad no puede suplir a la intelectualidad. El creyente de una religión puede creerla toda entera, pero sólo podrá entender la parte correspondiente a sus entendederas, y sólo ésta entrará a ser componente substancial de su espíritu, y se traducirá en sus acciones, quedando lo demás en calidad de simple inquilino verbal, en palabras recitables, pero irrealizables.

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Si bastase creer una doctrina superior para adquirir una capacidad intelectual y moral superior, no habría explicación posible para los 1.800 años de barbarie cristiana que han corrido paralelamente al sermón de la Montaña.

"Detrás de la cruz está el diablo", dice el proverbio; debajo del cielo está el infierno. El cristianismo eclesiástico, nacido en tiempos bárbaros, con suplicios eternos y dichas perpetuas, y por esto diabólico y divino a la vez, mitad bárbaro y mitad sublime, es directamente asimilable hasta por los salvajes en lo que tiene de salvaje; pero en lo que tiene de sublime sólo por los espíritus elevados, o por los temperamentos excepcionalmente buenos, que aparecen aun entre los completamente bárbaros.

Se explica así que todo enardecimiento religioso haya sido acompañado siempre de un recrudecimiento correlativo de barbarie, lo mismo en la Escocia de Knox que en la Suiza de Calvino o en la España de Torquemada.

El desarrollo del espíritu humano en sus diversas faces, durante la civilización grecorromana, podría ser figurado por un zigzag ascendente, que termina hacia el fin del imperio, eclipsándose hasta desaparecer por completo bajo una forma de moralismo que entendía prescindir de todas las formas de actividad mental que habían prosperado bajo el paganismo; así dio lugar al reflorecimiento colateral de las supersticiones primitivas, relegadas por aquéllas al segundo plan, pero no extinguidas.

Es lo que ocurriría hoy mismo si fuesen clausuradas las escuelas y destruidos los libros, suprimida la prensa y proscritas las formas modernas del pensamiento. Las formas anteriores, siempre subyacentes, tomarían el lugar vacante, ascendiendo al primer plan; los taumaturgos, las reliquias y las imágines milagrosas desalojarían otra vez a los médicos; los teólogos a los letrados; el látigo a los métodos pedagógicos; y la letra, de nuevo convertida en vehículo de absurdos sagrados, volvería a entrar con sangre por las partes traseras del discípulo recalcitrante.

Descartado el desinterés por la seguridad o la esperanza de una recompensa a la virtud, la salvación del mal y de la muerte por medio de ceremonias, ritos y palabras mágicas, el mayor de los prodigios no era viable entonces, como no lo es hoy, en los espíritus instruidos o adiestrados al razonamiento, y era más viable entonces que hoy en los espíritus ingenuos, aclimatados a la causalidad misteriosa corriente. Repudiada por aquéllos fue aceptada por éstos, conjuntamente con la vegetación de supersticiones asiáticas, africanas y europeas, que en olla podrida circulaban en los bajos fondos del imperio romano, y que fueron también admitidas en parte y repudiadas en el resto, del mismo modo que tenemos hoy supersticiones subvencionadas, supersticiones toleradas y supersticiones proscritas por el estado.

No habría sido viable en tal ambiente sin asimilarse alguna parte del mismo que sirviera de puente entre lo viejo y lo nuevo; fue así como una gran parte de las divinidades perversas de la antigüedad, a las que se había transferido el terror de los salvajes a lo desconocido, – haciendo la carrera de las ostras, que empezaron por ser humilde plato de los desheredados para terminar en preciado manjar de los pudientes, – han llegado a ser las columnas maestras en que descansa el poder de la Iglesia, de las clases privilegiadas y de las familias reinantes.

Erigida la pobreza de espíritu en virtud cristiana, por ser la condición más favorable a la admisión y a la conservación de la más maravillosa concepción humana, el descenso del espíritu crítico, así descalificado, fue la consecuencia inmediata, pero no fue suficiente en el comienzo. La credulidad natural basta para aceptar a fardo cerrado las creencias de nuestros mayores, cuando no se tiene ninguna, y es el mayor obstáculo para abandonarlas cuando se las tiene. La nueva verdad religiosa, pues, tuvo que entrar en el lugar de aquélla por la ancha puerta de las supersticiones, poniendo allí de guardia a la teología, para impedir el acceso a los nuevos arribantes de la misma o de otra estirpe; y fue precisamente el portero el que lo echó todo a perder.

El criterio de la verdad sobrenatural, era, entonces como hoy, el hecho sobrenatural: el milagro, esto es, el absurdo cumplido, – en teología, como en teosofía, en espiritismo, curanderismo o "christian science". El milagro cristiano se realizaba contra el diablo y los dioses paganos que se suponía ser sus representantes; luego, la primera cosa ratificada por el milagro era la preexistencia del diablo, pues sin esto aquello carecía de razón de ser. Los milagros buenos implicaban los milagros malos, como la eficacia de un remedio confirma la existencia de la enfermedad correspondiente; y el diablo cristiano, que era la personificación resumen de todas las potencias maléficas, de todos los dioses bárbaros del pasado bárbaro de la humanidad, acoplado desde el primer momento al sermón de la montaña, pudo causar más de diez siglos de barbarie efectiva, paralelamente a la más elevada moral teórica, y a renglón seguido de la más alta civilización de la antigüedad clásica.

En efecto, en el siglo VII, que señala el "Nadir" del espíritu humano, empieza la preponderancia de las formas ancestrales resurgentes en pos de la desaparición del filosofismo, y la tenebrosa onda de infernalismo barbarizante que arranca de esa sima espiritual, oscurece a la Edad Media, destruyendo vidas y bienes, y retrasando por siglos el desenvolvimiento de la ciencia positiva y de los sentimientos humanitarios, porque constituye la base económica del poder de la jerarquía eclesiástica, que es en lo que está el secreto de sus exageraciones periódicas y de su duración. Hasta bien adelante del siglo XVIII, las mujeres sucumbieron en la horca o en la hoguera, a decenas de millares en el solo renglón de la brujería, como los hombres por el de la herejía, inhumanidades provenientes de la moral religiosa, y que no cejaron hasta el advenimiento de la moral humana.

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La lucha por la vida suscita en cada especie las calidades correspondientes a sus condiciones particulares, reales o imaginarias. Es por lo menos muy dudoso que la condición de asustado del infierno y perseguido por los demonios, haya valido para apartar del mal a los hombres, ya que éstos han sido peores en las épocas en que ha imperado con más fuerza, y lo son todavía en las regiones y en las capas sociales en que está más difundida. Esa condición comporta modos específicos de pensar, sentir y de obrar, variables según su intensidad y el temperamento personal, desde la limosna a los pobres hasta la construcción de templos, desde la simple devoción preservativa hasta el misticismo y el delirio perseguidor, en que se transforma de suyo el delirio exacerbado de las persecuciones.

En la primera forma, "el santo terror del infierno" cubrió de iglesias, conventos y ermitas el Asia Menor, el Egipto y la Europa; en la segunda, originó las cruzadas y las órdenes de caballería religiosa, engendró la Inquisición y los Jesuitas; en fin, suscitó las guerras intercristianas, en las que los perseguidos por los mismos demonios, se perseguían a matarse, por su fe en diferentes preservativos, marcando el momento en que la imbecilidad religiosa llega al clímax en el cristianismo: porque éste se ha reducido al mínimum y el diabolismo ha llegado al máximum.

"¡Qué malos somos cuando tenemos miedo!", dice Anatole France; y en efecto, los mismos animales domésticos, asustados, pierden ipso facto su mansedumbre, y se tornan aún más peligrosos que en el estado salvaje. El peligro, asustando a los tímidos, los vuelve peligrosos, haciendo desalmados y feroces a los humildes; cuando los hombres más galantes y aristocráticos están enfurecidos por el miedo, son también un gravísimo peligro recíproco, aun para las mujeres, como ocurrió en el Bazar de Charité, de la calle Jean Goujon, en París. Los peligros teológicos engendraron el pánico religioso; la facilidad para asustarse y la inclinación a asustar, explotados en el terreno político, produjeron por el peligro político el terror político, en círculo vicioso, y así se produjo en las sociedades cristianas la reversión a los métodos de las sociedades salvajes.

Las grandes catástrofes por disparadas locas en los teatros, en las iglesias, en los naufragios, son casos de ferocidad repentina y fulminante originada por el terror pánico de que proviene también seguramente, la mayor parte de los homicidios. Los jefes de la "Mashorca", que hacía temblar a los vecinos de Buenos Aires, eran tímidos que de miedo a ser degollados se hicieron degolladores. En el Uruguay, cuando las guerras jordanistas, un vasco ladrillero, que en su vida había degollado un cordero, obsesionado por los frecuentes degüellos, se ofreció para degollador oficioso, y en el primer candidato que le dieron, desnudo y atado de pies y manos en el suelo, chamboneó de tal manera, que la víctima, en sus retorsiones, rompió las cuerdas que le sujetaban los pies, se incorporó chorreando sangre, degollado a medias, y acometiendo a puntapies al aprendiz de verdugo, lo increpaba: "Si no sabes degollar a qué te metes, ¡vasco de tal por cual!". Este, a su vez, respondía a puñaladas, que entraban en el vientre del prisionero como en un queso, hasta que el espectáculo colmó la medida, y un veterano salió de las filas de las tropas formadas en cuadro, para su edificación, y le puso término.

Si el primer hombre fue un salvaje, seguramente el primer dios concebido por la mente humana fue un demonio o cosa así; en efecto, la historia y la etnografía comprueban que, cuanto más salvajes son o han sido las agrupaciones humanas, tanto más bárbaros, es decir, tanto más diabólicos son o han sido sus dioses. Y también la recíproca: el ascendiente de las concepciones salvajes en el espíritu de los civilizados los pone salvajes. Todas las retrogradaciones accidentales o permanentes de la civilización han salido precisamente de la recíproca, porque el hombre tira por atavismo a las supersticiones bárbaras y se hace bárbaro, como la cabra tira al monte y se vuelve montaraz.

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La tendencia antiliberal – tan característicamente diabólica, – de los políticos turcos, rusos, españoles e hispanoamericanos, a escarmentar siempre al pueblo con un exceso de represión, para quitarle hasta la tentación de reincidir en sus reivindicaciones, es una manifestación ulterior del espíritu diabólico adquirido en la escuela religiosa; y aparece también, por debajo, en la ferocidad de las insurrecciones populares, porque la barbarie no es monopolizable. Tal fue el origen, y tal el carácter de nuestras tiranías y de nuestras insurrecciones implacables: matar o morir en la contienda.

Se ha dicho que "la mente del hombre se impregna de los materiales con que trabaja como las manos del tintorero con los colores que manipula". Y, en efecto, los verdaderos endemoniados no fueron los sacrificados por tales, sino los sacrificadores; no las histéricas y los escépticos que perecieron en las llamas, inculpados de posesión o de sugestión diabólica, sino sus jueces, los investigadores de la eternidad macabra, los eruditos en suplicios eternos, los tétricos doctores en demonología, compenetrados por el ambiente de horrores en que residía su espíritu; ellos anticiparon el infierno en la tierra con la tortura y la hoguera, la delación y la traición, porque el hábito embota la sensibilidad; el eterno pensar y representarse los suplicios sobrenaturales los había insensibilizado para los dolores propios o ajenos, porque el ambiente es el alfarero de las acciones humanas, pues, como ser vivo, el individuo es un producto de la naturaleza y del medio social.

Hasta qué punto podían trastornar la inteligencia del adulto los terrores teológicos, implantados en el espíritu del niño colonial por los frailes españoles, lo sabemos por la historia de las guerras de religión; y hasta qué punto podían aplastar literalmente a los espíritus débiles de los indios y de los mestizos podemos inferirlo de las estadísticas de los manicomios, y por el augusto caso de aquel pobre Carlos II el Hechizado, que, de miedo al diablo, dormía cubierto de reliquias, rociado con agua bendita y con un fraile a cada lado de su cama.

Una dama de mi relación, educada en un convento de monjas, y no disponiendo de recursos para costearse frailes con olor a santidad, que velasen su sueño intranquilizado por el terror crónico, y atribuyendo a trajines de ánimas o duendes el galopar nocturno de los ratones en una casa vieja y contigua a un almacén de la calle Callao, en que residía, aún manteniendo encendido el pico de gas, obligaba a la cocinera a dormir en su propia habitación, y finalmente en su propia cama; tanto era el empobrecimiento de su espíritu por la credulidad natural complicada con cuentos de aparecidos. Y eso que pertenece a una generación que no ha tenido la desdicha de presenciar exorciones, esas ceremonias públicas, tan profundamente endemoniantes, en las que el sacerdote, revestido con todos sus adminículos mágicos, espulsaba a los demonios del cuerpo de los poseídos, como quien espanta loros de un maizal.

Probablemente el último caso de esta especie ha sido la de Carmen Marín, "la endemoniada o espirituada", en el que intervinieron el arzobispo, sacerdotes y monjas, que conmovió profundamente a la sociedad de Santiago de Chile, en el segundo semestre de 1857, y que se encuentra documentado con informes de médicos y de presbíteros, en la "Revista Médica de Santiago", de Octubre de ese año.

Bajo las patas del caballo de un ángel, que lo atraviesa con su lanza, en el centro de la iglesia de Villa del Pilar, en el Paraguay, he visto a un diablo en forma de lagarto, con alas de murciélago, sembradas de púas, enormes ojazos de buho y garras con uñas de buitre, y he pensado con pena en las pesadillas diurnas y en las noches de insomnio que la vista de semejante monstruo sobrenatural debe producir a los desventurados niños del pueblo.

Se comprende entonces que Francia, el discípulo de los jesuítas de Córdoba, y los López, discípulos de Francia, pudieran esgrimir con tan completa eficacia el terror político sobre una población moralmente deprimida por el terror religioso; así se entiende la profunda diferencia entre la política de la América del Sur, en la que las matanzas y las proscripciones fueron el principal instrumento de gobierno, y la política de la América del Norte, donde jamás se le ocurrió a ningún caudillo acudir a la intimidación de sus conciudadanos para subyugarlos o labrarse prestigios, porque 200 años antes había sido atenuada por bill de tolerancia la dieta de horrores infernales con que las iglesias cristianas alimentaban a los predestinados para el cielo.

Cuando la capacidad mental de la masa de la población fue ensanchada con la cultura científica, los descendientes de aquellos mismos cristianos bárbaros de antaño han podido retener menos diabolismos y más sermón de la montaña en su complexión intelectual ensanchada, con lo que ha cesado la guillotina crónica. La misma circunstancia había hecho cesar en su diabólica operación a los puritanos quemadores de brujas de la Nueva Inglaterra; y es a su ausencia que se debe la continuación de las matanzas de judíos en Rusia y de cristianos en Turquía.

* * *

Fue Sarmiento, en nuestro país, el que contribuyó más eficazmente a barrer del espíritu argentino con la difusión de las luces por la educación común, esa lamentable basura moral, que es el gobierno de los niños por el miedo al cuco y de los adultos por el miedo al diablo. Desvanecidos por el liberalismo creciente los terrores religiosos medioevales, ha venido cesando correlativamente el terrorismo político; y el diablo cristiano sólo conserva su inmenso prestigio y el vasto rol que le crearon los visionarios de la Edad Media, en las familias aristocráticas educadas en los colegios de frailes y de monjas, y en las remotas campañas, por la crasa ignorancia.

Lo que el cristianismo tiene de salvaje y de insuperablemente bárbaro, lo que ha hecho algunas veces a los hombres más crueles y más desgraciados que los mismos animales salvajes, es la concepción del infierno con los tormentos eternos del diablo, con las brujas, los duendes, los fantasmas, etc., etcétera. Los espantosos refinamientos de la crueldad cristiana provinieron de esa escuela o ambiente espiritual de iniquidades y horrores sobrenaturales, pendientes sobre la existencia del creyente como la espada de Dionisio sobre la cabeza de Damocles.

Porque las cosas, los hechos y las ideas no nos chocan o escandalizan en la medida en que sean monstruosas, sino en la proporción en que salgan de lo ordinario; dejan de chocarnos cuando son o se vuelven ordinarios, como ocurre con la idea del pecado original y del juicio final, con el diablo, el purgatorio y el infierno, como ocurría con la incineración de las viudas en la India, antes de la dominación inglesa, como ocurre con el eunuquismo en los países musulmanes, con las maffias y las camorras en el sur de Italia, con las corridas de toros en España y con los linchamientos en Norte América.

La influencia del ambiente interior es análoga a la del ambiente exterior, y las monstruosidades imaginarias producen los mismos efectos que las reales, aunque en menor escala, variando también con el temperamento y la educación del sujeto que se las representa, las ve, las sabe o las oye referir.

Cuando la locura teológica llegó a ser el estado normal de las sociedades europeas, la sabiduría y la sensatez humanas parecían monstruosidades chocantes, y los sabios cuerdos fueron encarcelados, ahorcados o incinerados por los sabios teológicos. Cuando se sabía, con la más completa certidumbre, que los muertos estaban asándose por disposición de Dios en el purgatorio y el infierno, y cuando este hecho imaginario alcanzó en el espíritu de las gentes, por las predicaciones de los ministros del Señor, la vividez de un hecho actual, patente y visible, atravesar la lengua a los blasfemos con un fierro calentado al rojo, torturar a los acusados de delitos religiosos y quemar vivos a los condenados fueron hechos tan regulares como lo es hoy el de sentenciar a las personas a trabajos forzados o a presidio permanente; o el de matarlas en duelo para el hombre culto o sin duelo para el inculto; o el de quemar negros en Norte América, donde todos se caerían de espaldas el día en que un blanco fuera quemado vivo, siendo, probablemente, la idea de la combustión futura de los forajidos blancos lo que quita importancia en el espíritu del pueblo a la combustión inmediata de los forajidos negros, en simple anticipación de la justicia divina, por la doble odiosidad del crimen y del color del criminal.

Возрастное ограничение:
12+
Дата выхода на Литрес:
25 июня 2017
Объем:
180 стр. 1 иллюстрация
Правообладатель:
Public Domain

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