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Carmen Peredo
Vocación por la música3

En ese tiempo las niñas estudiaban piano, era una cosa de clase...

El círculo de amigos del matrimonio Flores-Peredo incluía nombres que son parte de la historia cultural de Guadalajara desde la mitad del siglo xx: el compositor Hermilio Hernández, el cellista Arturo Xavier González, el escritor y diplomático Hugo Gutiérrez Vega, el pintor Gustavo Aranguren, el sacerdote Ignacio Gómez Robledo, el director de teatro Rafael Sandoval, la pianista Leonor Montijo, el cronista Guillermo García Oropeza, el dramaturgo Ignacio Arriola Haro, por citar a los más notables. Con algunos de ellos convivían en la Escuela de Música de la Universidad y con otros en la tertulia semanal que organizaba Nacho Arriola en su casa de la calle Colonias casi esquina con Lerdo de Tejada. Ahí se reunían a veces solamente para platicar, en ocasiones para leer textos, otras hasta para presenciar alguna escenificación en el pequeño foro que había montado Nacho en la casa. Además de algunos ya mencionados, a la tertulia solían acudir personajes como don Salvador Echavarría –quien a decir de Emmanuel Carballo en su libro de memorias Ya nada es igual, fue uno de los intelectuales tapatíos más representativos de los años cincuenta y sesenta–, los notarios públicos Sergio López y Víctor González Luna, que muchos años después alcanzó notoriedad mediática por haber sido novio de Elizabeth Taylor. A veces llegaban invitados de la Ciudad de México e incluso del extranjero: gente de teatro como Héctor Azar, Hugo Argüelles o Luis de Tavira; de las letras y la academia como Ramón Xirau, Luis Alonso Schöekel o Antonio Alatorre.

Para ejemplificar el clima relajado que privaba en aquellas reuniones, Carmen Peredo me cuenta con evidente regocijo una anécdota:

Hubo un montaje de una obra de Nacho quien, deliberadamente, sentó al padre Gómez Robledo en primera fila. En la escenificación aparecía una mujer desnuda y el padre, pudoroso, volteaba el crucifijo que traía colgado en el cuello. Todos se divertían con el gesto de don Antonio y se hacían guiños de complicidad: “Ay Nacho, si serás...”

Ignacio Arriola, es justo decirlo, fue un hombre de lengua afilada y humor corrosivo pero también un excelente dramaturgo y promotor cultural dentro de la Universidad de Guadalajara: animó las actividades de la extinta Sala Juárez, dirigió el Departamento de Actividades Estéticas de la Universidad de Guadalajara y fue subdirector de la radio universitaria desde su fundación en 1974 y hasta finales de los ochenta del siglo xx.

Carmen Peredo fue una de las más destacadas promotoras musicales de Guadalajara, sobre todo en la música de cámara. El Exconvento del Carmen, el Cabañas, el Teatro Degollado, la Universidad Panamericana, fueron sitios donde desarrolló su labor durante muchísimo tiempo. También fue pianista y profesora de ese instrumento en la Universidad de Guadalajara durante más de treinta años, en la Escuela de Música que había colaborado a fundar. A sus 88 años de edad, y con algunos problemas de salud ocasionados por sus huesos débiles, pero sin perder ni por un segundo el buen humor y la picardía, me recibió el 18 de mayo de 2016 en la sala de la casa que compartió con su esposo, el poeta y maestro Ernesto Flores Flores, muerto en 2014. La casa está en la avenida La Paz con los muros de su interior repletos de libros, discos y partituras.


Carmen, jovencita, al piano.

“Yo la verdad sí estoy un poco molesta con Ernesto por la cantidad de cosas que compró, ya no sé qué voy a hacer con todo esto”, me dice con una sonrisa señalando los estantes donde se acumulan discos de acetato, discos compactos, libros, partituras y muchas ediciones diversas.

“Yo creo que las partituras se las voy a dar a las muchachas que estudian piano, a ver si les sirven... algunos discos ya se los está llevando Juan Carlos, que dizque los vende... y falta ver qué hacemos con la biblioteca”.4

Ernesto a veces se escabullía de la casa sin decirle a nadie. Ya bastante mayor se trepaba, osado, en su viejo Tsuru y se iba un buen rato en la tarde a alguna tienda de discos. Regresaba cargado de cosas interesantes que había encontrado. Carmen le solía preguntar: “¿Y ya oíste todos los discos que has comprado? No, cómo crees. Para eso sólo que tuviera otra vida... Pero seguía compre y compre y compre”.

Ernesto, además de haber sido poeta, reconocido profesor universitario, creador y director de revistas literarias –Coatl, Esfera, Revista de la Universidad, La Muerte…– y primer director de literatura del Departamento de Bellas Artes de Jalisco, era un amante de la música y gran conocedor de ella. De hecho Carmen y él se conocieron cuando ambos estudiaban piano con la maestra Áurea Corona y formaron parte de un grupo llamado Juventudes Musicales que se dedicaba a organizar conciertos. Pero Ernesto, pianista un tanto desordenado, según Carmen, se decantó por las letras.

Juntos, Carmen y Ernesto planeaban programas de conciertos y, a veces, hasta hacían los propios donde la música y la literatura se unían, como en el recital La Historia de Babar, con texto de Jean de Brunhoff y música de Francis Poulenc, que presentaron muchas veces, ella al piano y él en la narración.

Yo no tuve madre ni padre. Mi madre se murió cuando yo nací, y desde entonces viví con una tía y con mi tío Benjamín que fue actor de teatro itinerante. En ese tiempo todas las niñas estudiaban piano, era una cosa de clase. Mi tía me puso a estudiar piano y me gustó mucho. Pero como carrera estudié administración en la academia Julio Sierra. Cuando me di cuenta de que la música me gustaba muchísimo más, dejé la administración, empecé a dar clases con Áurea y luego en clases particulares.

Eso cuenta doña Carmen, quien reconoce que con Áurea Corona aprendió mucho pero luego percibió un cierto estancamiento. Era la época de la Segunda Guerra Mundial y los pianistas que no tenían trabajo en Europa empezaron a venir a México y a Guadalajara: Alfred Brendel, Bernard Flavigny, György Sándor, de todos ellos aprendió cosas que en Guadalajara no se conocían. También de pianistas mexicanos como Miguel Bernal Jiménez o Fausto García Medeles: “De Fausto aprendimos de música pero también de cocina, sobre todo de postres”, me dice, divertida.

A la maestra Peredo le gustaba conversar, era muy entretenida, con una memoria envidiable, se sabía muchas anécdotas, historias y chismes que contaba con absoluta naturalidad. Era observadora: durante la conversación deslizaba comentarios donde me hacía notar su conocimiento de cosas incluso de mi vida personal. Y no tenía empacho en decir con franqueza lo que pensaba, aunque al final solía matizar: “Bueno, eso es lo que pienso yo, aquí, donde me ves ya retirada, pero puedo estar equivocada...”.

Me contaba, por ejemplo, que a Martha González –quien dirigió el Departamento de Bellas Artes mucho tiempo– le gustaban nomás las óperas convencionales y esas eran las que se montaban, ningún título novedoso o arriesgado, puro siglo xix: “Martha decía que a la gente le gustaban nomás Payasos o Rigoletto, que cuando mucho algunas de Verdi. Y cada año lo mismo, y Martha decía: yo necesito que la gente vaya, no quiero poner nada nuevo. Ni se arriesgaba ni le gustaba”.

Me compartió el episodio cuando la misma Martha corrió de la dirección de la Sinfónica de Guadalajara a Francisco Orozco: “Estaba dirigiendo un ensayo cuando la jefa de Bellas Artes interrumpió y le dijo: desde hoy el director es José Guadalupe Flores y no usted”.

También me contaba con enojo su experiencia con Sofía González Luna, secretaria de Cultura durante la gubernatura del panista Francisco Ramírez Acuña:

La Tía Chofi, como le decían, me echó a perder uno de los mejores conciertos, uno con música de Carlos Chávez –la Tocatta para Percusiones y la Sonatina– que hice con mucha ilusión. No nos dejó hacerlo en la Capilla Tolsá porque montó ahí un mercado de chocolate y tortillas y nos mandó al cine, que estaba lleno de ratas, mugroso. Me quedé frustradísima porque era mi gran concierto.

También me platicaba de la época de Radio Universidad cuando la subdirigía Nacho Arriola y colaboraban Ernesto, Gutiérrez Vega, García Oropeza y otros más. “Era una buena estación... pero llegó Carlitos”, me dice con un gesto de desdén. Se refiere a Carlos Ramírez Powell, quien fue nombrado director en 1989 y cambió radicalmente el perfil de la emisora dando entrada a gente joven, como él mismo. “Antes ponían puro clásico, pero llegó Carlitos y dijo: ¡a la chingada todos! Ernesto hacía su programa y ponía cosas de Von Karajan… y Carlitos le decía: ¡todo eso afuera, porque son nazis! Y Ernesto le replicaba: no seas pendejo, Carlitos, esos van a permanecer toda la vida. Pero no hubo modo de convencerlo”.

Y también expresaba su escepticismo acerca de las autoridades actuales en cultura. Le parecía todo desfasado: “La secretaria Myriam Vachez no está muy enterada y noto un bajo nivel en lo que se hace”. Y se alarmaba del número de empleados que laboraban ahí: “En mis tiempos yo nomás tenía una secretaria. Como decía una amiga: si quieres hacer una cosa bien, con una gente; si quieres que no se haga, con mucha gente”.

Carmen Peredo trabajó en aquel primer Departamento de Bellas Artes fundado a principios de los setenta por Juan Francisco González. Su esposo Ernesto estaba al frente de Literatura y ella fue convocada como responsable de Música. Desde ahí empezó a organizar recitales de música de cámara en el Exconvento del Carmen. Gracias a sus contactos podía convocar a músicos de alto nivel que accedían a tocar ahí: Carlos Prieto, Manuel Enríquez y muchos otros. Se animaba a programar obras ambiciosas del siglo xx, de Bela Bartok, de Stravinsky; estrenó obras de mexicanos como Blas Galindo, Domingo Lobato, Manuel Enríquez, Hermilio Hernández, Victor Manuel Medeles y le dio mucha vida a ese espacio que durante años fue un referente semanal en la música de cámara. También se empeñó en que se comprara un buen piano para el sitio, un Petrof al que se le sacó mucho jugo.

Durante su labor en Bellas Artes hizo muy buena amistad con músicos destacados que venían a la ciudad: María Teresa Rodríguez, Flavigny, George Demus, Paul Badura-Skoda, Luz María Puente, Pepe Kahn, Carlos Prieto. Del pianista Jorge Federico Osorio me dice que se negó a tocar en el Exconvento “porque le pareció poca cosa... ni modo”.

Luego trabajó en el Cabañas. María Fernanda Matos, destacada investigadora y especialista en museos y en artes plásticas, dirigía aquel recinto y desde entonces fueron amigas muy cercanas “a pesar de que Fernanda es mucho más joven que yo”, aclaraba Carmen y recalcaba: “Es una gran y muy leal amiga”. Con ella organizó un ciclo musical del que conservaba muy buenos recuerdos: desde música medieval hasta barroca y moderna. La misma Matos poco después le dejó su lugar al frente del Centro de Educación Artística (Cedart), la escuela que fue pionera en la enseñanza de las artes y que dirigió durante tres o cuatro años. “Era cuando estaba por Bosque”, me decía Carmen aludiendo a la vieja nomenclatura de las calles tapatías. “Tenía una alberca pero Nacho, el de la tienda, metía a sus animales a nadar. Yo le reclamaba y él me decía: ¿y en qué le estorban? Metía hasta caballos ahí, yo le decía: ¡es que es una escuela de arte! Y no me hacía caso. Y ni modo, era el vecino”.

Guadalajara era una ciudad muy distinta cuando Carmen y Ernesto eran jóvenes y luego cuando fueron funcionarios de Cultura. Una ciudad muy conservadora y demasiado quisquillosa. A un músico de la orquesta lo separaron de su cargo porque osó casarse con una mujer divorciada, me contaba Carmen a modo de ejemplo. También me relataba lo que decía Hugo Gutiérrez Vega, aquello de que los jalisquillos son tan exigentes que cuando llegan al cielo les dicen: “Pase primero para ver si le gusta...”.


Carmen (con bolsa) y Ernesto Flores (abajo a la derecha) con alumnos.

Pero Ernesto Flores no nació aquí, fue originario de Santiago Ixcuintla, Nayarit, aunque llegó joven a Guadalajara para estudiar el bachillerato a mediados de los cuarenta. Luego estudió odontología aunque nunca ejerció de dentista. Se casó con Carmen Peredo con quien procreó cinco hijos, todos con algún vínculo artístico: Laura, historiadora y maestra con gusto por el arte; Mariana, que también ejerce la música pues es violoncelista y ha tocado con orquestas importantes del país; Eduardo, arquitecto pero que también es un fino compositor y que durante una buena temporada se dedicó a tocar sus canciones; el menor, Juan Carlos, se dedica a la promoción musical; Gabriela es pianista y maestra como su madre: estudió con Rosario Manzano, Luz María Puente, Leonor Montijo, luego en Estados Unidos con Rea Sadowsky y fue la pianista titular de la Orquesta Sinfónica durante doce años, además de haber tocado bajo la batuta de Manuel de Elías, Kurt Redel, Fernando Lozano, Luis Herrera de la Fuente. Gaby es además vecina, pues vive en la casa contigua a la de Carmen.


Carmen y Alfredo Sánchez durante la entrevista en 2016.

“Me casé con Ernesto y creo que hicimos una muy buena pareja. Nos gustaban las mismas cosas, a él le gustaba mucho la música, me impulsó a ir a México a estudiar”, recordaba la maestra Peredo. Pero a diferencia de varios de sus amigos y contemporáneos –Gutiérrez Vega y Emmanuel Carballo, por citar dos casos–, Ernesto decidió quedarse en Guadalajara y ejercer desde aquí la escritura y el magisterio. Trabajó en la Casa de la Cultura, animó publicaciones de escritores importantes y escribió e investigó mucho sobre dos poetas de los que se convirtió en el mayor conocedor: Francisco González León y Alfredo R. Placencia. Impartió clases de literatura a preparatorianos de la Escuela Vocacional, muchos de ellos lo siguen recordando con afecto.

Ernesto fue feliz dando sus clases en la Vocacional. Luego lo pasaron a Filosofía y Letras y dijo: no aquí puro pendejo, yo quiero irme a la Vocacional con los muchachos. Estuvo muy poco en Letras [...]

Cuando Ernesto murió recibí muchas muestras de cariño de parte de los muchachos, que ya no eran tan muchachos: grandes, canosos, viejones. Fuimos muy felices en la Universidad, los dos en lo que nos gustaba...

En Bellas Artes Ernesto también trajo a notables personalidades a Guadalajara: Carlos Pellicer, Rosario Castellanos, Carlos Monsiváis, quienes impartieron conferencias. Una vez invitó al poeta Efraín Huerta quien, a decir de la maestra Peredo, llegó muy pasado de copas. ¿De qué vas a hablar?, le preguntó Ernesto; de Octavio Paz, respondió Huerta. Y durante la conferencia dijo cosas horribles de Paz. “Yo pensaba”, recordaba Carmen, “¿a qué hora se va a callar este hombre que está destapando cosas tan feas?... Pero eso sí: terminó diciendo que lo que tenía muy bonito Octavio Paz eran sus manitas”.

Luego me contó que en los ciclos de cine que animaba Nacho Arriola en la Sala Juárez las proyecciones estaban a cargo de cácaros excepcionales, entre ellos varios jóvenes que luego llegarían a ser rectores de la Universidad: Raúl Padilla López, su hermano José Trinidad y Tonatiuh Bravo Padilla. Nacho siguió siendo muy amigo de Raúl y de Trino a pesar de que Raúl le quitó la subdirección de Radio Universidad, me confiesa Carmen. Era un hombre muy institucional. A veces Ernesto Flores recordaba sus tiempos con aquellos cácaros cinematográficos y decía de broma: “¡Ay, mejor hubiera cacareado yo también, me habría ido mejor en la vida!”.

Doña Carmen reconocía no entender ciertas cosas del mundo que le tocó al final de su vida. Su hijo menor, Juan Carlos, le decía que era demasiado cuadrada, la trataba de convencer de que en estos tiempos ya todo se mezclaba: lo clásico y lo popular, sin distinciones. Ella no estaba de acuerdo y se apoyaba en Mario Lavista, el destacado compositor mexicano a quien ella admiraba mucho. Lavista escribía textos donde protestaba contra la vulgarización operística de los llamados “3 Tenores”, se quejaba de que Guadalupe Pineda y otras cantantes populares grabaran piezas clásicas sin ser verdaderas cantantes del género. Ella creía, como Lavista y a riesgo de ser calificada de anticuada, que cada cosa debía estar en su lugar.

Y también alzó la voz para defender la dignidad de los músicos de la Orquesta Filarmónica de Jalisco (OFJ). Lo hizo en 2015 al recibir del Seminario de Cultura Mexicana la medalla Alfredo R. Placencia, por sus méritos como maestra y promotora musical. En esa ocasión su discurso fue interrumpido por los aplausos de quienes la escucharon decir: “Los músicos de la orquesta merecen ser tratados con dignidad, no son cosas, ellos animaron durante decenios el panorama musical de la ciudad, ellos sostuvieron la programación de la orquesta, ellos han sido el alma musical de Guadalajara y ahora se les pretende echar de una forma indigna”. Las palabras de Carmen aludían al conflicto en la ofj, donde su director Marco Parisotto emprendió una renovación y decidió prescindir, con criterios discutibles, de muchos músicos de la orquesta.

Y es que doña Carmen conocía muy bien ese terreno: además de haber actuado numerosas veces como solista de la Sinfónica de Guadalajara –como se llamaba antes– bajo la dirección de Helmuth Goldman, Luis Jiménez Caballero, Keneth Klein o José Guadalupe Flores, fue gerente de la propia orquesta entre 1983 y 1986. También creó la orquesta de cámara Consorcio Musical Guadalajara donde participaban muchos músicos de la ciudad con quienes tuvo una relación de mucha cercanía.

“Todos los de la orquesta fueron compañeros conmigo, ayudaban, eran generosos, buena onda, buena vibra, te seguían. A muchos de la orquesta los recuerdo por sus sobrenombres: el Veneno, la Pantera...”.

Cuando se acercaba el final de la entrevista, Eduardo, el hijo de la maestra que había sido testigo de la charla, preguntó: “¿Abrimos un vinito para brindar?” Y Carmen lo animó de inmediato. Brindamos y seguimos platicando de asuntos varios bajo la mirada de uno de sus tres gatos: Mati, cuya longevidad de veinte años nos asombraba. Platicamos de que sus dos hijos varones y dos de sus nietos ahora vivían con ella. Me decía que todavía se da sus tiempos para tocar un poquito el piano, aunque durante todo ese año casi no lo hizo por cuestiones de salud, tuvo una contractura que, sumada a sus problemas de columna y de osteoporosis, la hizo padecer mucho. “Pero ya me alivié... dentro de lo que cabe”, me decía con resignación. Y como queriendo que la charla ya dejara de centrarse en ella, reviraba: “Ahora cuéntame tú de tu vida privada, ha de ser interesante... digo, para saber con quién estoy hablando”, me decía con picardía.

La maestra Peredo murió poco más de un año después de la charla que tuvimos. Su hijo Juan Carlos me había llamado en julio de 2017 para contarme que su madre se había puesto mal en varias ocasiones: idas y venidas al hospital pero siempre con pronósticos más o menos alentadores. Sin embargo el domingo 13 de agosto, como a las 10 y media de la noche, llegó el desenlace. “Se fue apagando poco a poco”, me dijo su hijo. Algunos meses antes había muerto Mati, el gato longevo. Finalmente doña Carmen fue a alcanzar a Ernesto.

4 Pocos días antes de la muerte de doña Carmen los libros de Ernesto Flores fueron donados a la Biblioteca Pública Juan José Arreola de la Universidad de Guadalajara.

3 Una versión radiofónica de este texto ganó el Premio Jalisco de Periodismo 2017.


Leonor Montijo
Una vida para el piano

A mí, el que me aguanta, me aguanta.

Leonor Montijo Beraud, pianista y maestra, repela cuando ve a Jorge Bidault, mi camarógrafo, bajar su equipo del auto. ¿Qué es eso?, pregunta y luego afirma su negativa: yo no quiero fotos, ya estoy vieja y no me gustan. No son fotos, maestra, es video. ¡Peor!, no, eso no lo quiero.

Cuando le llamé para acordar la cita no le dije lo de la cámara. Mea culpa. Estaba claro que nos esperaba aquel 22 de junio de 2016: antes de que timbráramos ya había escuchado el sonido del auto y abrió la puerta de su casa, ubicada ¡en la calle Beethoven!, en La Estancia. Estaba arreglada y perfumada, en excelentes condiciones físicas. Tuvimos que hacer una leve labor de convencimiento para que admitiera la cámara. En el fondo sentí que sí quería, que el rechazo era algo instintivo de quien se siente un poco inseguro con su imagen.

Un par de veces nos dijo su edad en voz baja, como si estuviera cometiendo una indiscreción consigo misma –tengo 86, decía susurrando. Pues no se le notan, maestra. Cómo no, si ya estoy grande. ¡Qué va! ya quisieran otros estar como usted... y así durante un ratito.

Lo cierto es que Leonor Montijo, sonorense nacida en Hermosillo, tenía aquella tarde un aspecto envidiable, una lucidez y memoria notables y un acento norteño que a pesar de sus muchos años en Guadalajara no ha perdido del todo.

Mi mamá y mi tía Leonor eran pianistas. Mi mamá, que se llamaba Magdalena Beraud, fue mi primera maestra y yo siempre digo que es la mejor que he tenido. Nadie me ha corregido las manos ni nada, después de ella. Pero como a los catorce o quince años, nada menos que el señor obispo de Hermosillo habló con mi mamá y le dijo que yo tenía que salir de ahí. Mi mamá se enojó y le dijo: ¿Qué, no soy yo buena maestra? Sí, eres muy buena pero Leonor tiene que ver otro mundo. Y entonces me vine aquí y me hice jalisciense, porque tengo setenta años viviendo aquí.

En la espaciosa sala de su casa hay tres pianos: un Steinway negro de cola completa que alguien prácticamente le regaló hace algunos años: usted es quien debe tener ese piano, le dijeron; un Petrov color café, también de cola, que se trajo desde Hermosillo; y un piano vertical que completa el trío. Ahí aún recibe a algunos alumnos ocasionalmente, aunque las clases las sigue dando en la Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara, donde ha laborado los últimos 56 años. Es maestra emérita y ya está jubilada, pero no quiere abandonar sus clases, porque puede, porque quiere y porque sus alumnos no la dejan ir: “Ahorita en la UdeG tengo once, pero no tengo idea de cuántos alumnos he tenido a lo largo de mi vida, deben de ser muchos, más de mil. De repente me dicen en la calle, ¡maestra, yo fui alumno suyo!, y no sé quién es. Tendría que hacer la lista de los alumnos que he tenido”.

¿Y cómo ha sido usted como maestra?, le pregunto aún conociendo su bien ganada fama de estricta.

Bueno, pues el que me aguanta, me aguanta. No cualquiera, porque sí soy medio mala. He sido mala....pero la cosa es esta: mi madre así me trajo, fue muy dura conmigo desde los siete años: ¡cuenta, levanta el dedo, la nota, lee esto!, y yo tengo que ser igual, porque si no tienen disciplina, ¿para qué entran? La disciplina es básica para esto. Yo he conocido algunos muy talentosos y no llegan a nada, ¿por qué? Porque no tienen disciplina.


Leonor al piano.

Javier Juárez Woo5 fue su alumno en alguna época de su vida. Antes Javier había tenido varias maestras célebres de Guadalajara: por ejemplo Áurea Corona, quien también tenía fama de severa. Contaba Javier: “Corría la leyenda de que daba regletazos para corregir la posición de las manos, pero como yo recibía la clase a las 7:00 am, ella estaba fresca y dichosa. Vivía en la planta alta de la Escuela y recuerdo que su aparición era precedida por una irrespirable nube de Esteé Lauder. Con ella estudié la tripleta usual: Beyer, Bürgmuller y Lemoine”.

La accidentada carrera pianística de Javier se interrumpió. Luego continuó con Amelia García de León, quien “ decidió que mis oídos estaban ‘anquilosados’ con armonías propias de los métodos que había estudiado antes, de manera que decidió que había que deconstruir aquello... ¿cómo?, estudiando, en mi caso, Mikrokosmos i, ii y iii de Bartok”. Luego de otra interrupción, Javier volvió a la escuela de la maestra Corona y ahí se convirtió en alumno de Leonor Montijo:

Nada más llegar a la primera sesión, la maestra me interrogó sobre mis anteriores profesores. Al enterarse de que habían sido cinco, comentó: ¡Malo, tener tantos profesores nunca es bueno!

Pues de ahí pal real: mi postura, mi cuenta del tiempo, mi solfeo, mi incapacidad para ejecutar “pianísimo”, todo eso me fue achacado. Además, después de haber tocado Bach y algún Schumann, me puso una sonata facile de Clementi, o sea una degradación. Las cosas se hicieron tan tensas que pensé que en algún momento le iba a faltar al respeto y hasta ahí quedó mi carrera. Ahora creo que ya no tendré tiempo de volver a recibir clases, de manera que todo aquel talento se fue a la goma, ni modo.

En cambio, otra de sus alumnas, Rosa María Valdés, habla de Leonor con mucha admiración:


Leonor con el maestro Arturo Xavier Gozález.

Vivo en Guadalajara pero soy sinaloense, así que nunca me sorprendieron ni su tono de voz ni sus regaños durante mis largos años como su alumna. Eso sí, siempre la caracterizaron su puntualidad, su disciplina y su pasión por la música. Está actualizada sobre pianistas internacionales, la emocionan los nuevos proyectos, y siempre está pensando en el siguiente programa para estudiar. Tiene gran disposición para viajar, conocer lugares nuevos, restaurantes y comidas. Me encanta su actitud optimista ante la vida.

Cuando salió de Hermosillo, Leonor llegó a Guadalajara y su primer profesor fue el presbítero Manuel de Jesús Aréchiga, quien además de maestro fue un reconocido pianista, además de organista de la Catedral de Guadalajara durante veintisiete años. También fue director de orquesta y coros. Después viajó a la Ciudad de México y estudió con Fausto García Medeles, fue a Londres con el notable pianista suizo Albert Ferber. Tuvo contacto, por medio de Arturo Xavier González, con el gran pianista Alfred Brendel, quien incluso le llegó a corregir su interpretación de la fantasía Wanderer de Schubert (contaba Leonor que, cuando fue a Viena, Brendel la reconoció y exclamó al verla: “¡Guadalajara!”). Luego quiso regresar a México por consejo de su amiga María Teresa Rodríguez –“la mejor pianista mexicana” según Leonor–, pero se encontró con Domingo Lobato, quien insistió en que la necesitaba en Guadalajara.

No, le dije, me voy a México. ¡No!, me dijo, te quiero aquí. Primero no le hice caso y me fui a México, y no sé cómo consiguió mi teléfono, a los tres días me llamó y me dijo que ya estaba mi nombramiento en la Escuela de Música de la Universidad, que él dirigía. Me regresé y le dije: Nomás por un año. Sí, cómo no, un año...¡tengo cincuenta y seis años en la Escuela de Música!

Su relación con el maestro Lobato, reconocido compositor de origen michoacano pero avecindado en Guadalajara hasta su muerte, ocurrida el 5 de noviembre de 2012, fue muy cercana:

Fue como si el cielo nos hubiera querido poner juntos porque llegamos a Guadalajara en el mismo año, 1946, él de Morelia y yo de Sonora. Fue mi maestro de armonía, de contrapunto y de composición. Luego fui hasta su secretaria, fue mi compadre, le bauticé a la última hija. Éramos muy amigos. Todavía veo mucho a su familia: a su esposa, a sus hijos. Siempre he estado en contacto con ellos y yo no dejo de tocar cosas del maestro Lobato. Es raro un recital en el que no ponga algo del maestro.

El viejo edificio donde estuvo la Escuela de Música de la Universidad, construido por el arquitecto Alfredo Navarro Branca, fue demolido el 12 de diciembre de 1980. Un clásico “sabadazo”: para evitar las críticas por la destrucción de un inmueble querido y valorado, se recurrió a los hechos consumados, un día en el que nadie podría haberlo impedido. A la muerte del rector de entonces, Jorge Enrique Zambrano, en 2016, se supo que la decisión no había sido solamente de él, sino que el gobernador Flavio Romero también había estado de acuerdo. Da lo mismo. Hay una foto anónima que ha circulado y que consigna el dramático momento del derrumbe, triste documento que registró la destrucción de una pieza importante del patrimonio de Guadalajara. Pero claro, había que construir un nuevo edificio administrativo para la Universidad y aquella antigualla ubicada en Juárez y Tolsa estorbaba.

Dos días después de la destrucción, el 14 de diciembre de 1980, organizaciones ciudadanas como Pro Hábitat, la Sociedad de Información sobre Guadalajara y la Unión de Artistas Plásticos publicaron un desplegado de indignación en el diario El Occidental, pero el daño ya estaba hecho:

La ciudadanía tapatía ha presenciado indignada el bochornoso y denigrante espectáculo de la alevosa destrucción de un edificio que formaba parte de nuestro patrimonio histórico, cultural y urbano. Es indignante e incomprensible porque la autoridad de la más alta institución cultural del estado, cuya misión es preservar y difundir la cultura, es la que en forma arbitraria y soberbia destruyó un edificio que nos pertenece a todos, sin importarle a las autoridades y a la opinión pública.

El dolor por la pérdida de aquel amado edificio ha acompañado a la maestra Leonor toda su vida: “Es algo que traigo como una espina en el corazón, fue muy doloroso que lo tiraran, cada vez que me acuerdo me dan ganas de llorar, sobre todo porque ahí estaba la Sala Juárez que era una hermosura... ¡tantos conciertos que hicimos ahí! ¡Yo hasta barrí la Sala Juárez!”.

La Sala Juárez era el sitio de los conciertos, especialmente para la música de cámara. Leonor tocó ahí, igual que muchos de sus colegas, infinidad de veces, en recitales de piano solo o acompañando a otros instrumentistas o cantantes, lo cual se convirtió en su especialidad.

Después de que tiraron el edificio, y con él la entrañable sala, la escuela de música se mudó al Exclaustro de San Agustín, a un costado del teatro Degollado. Ni modo, desde entonces Leonor va ahí a dar sus clases, escaleras arriba en el Claustro. “Ahí tengo a mis muchachos, voy arriba y hasta eso que estoy contenta”.

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ISBN:
9786075470702
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