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Contexto religioso

Para penetrar en el estudio de las fiestas nahuas es preciso acercarse también a la complejidad de su panteón y a su cosmovisión. Los pueblos que habitaban en el valle de México tenían una religión politeísta, basada en la adoración de gran cantidad de dioses, la mayoría de los cuales contaba con atribuciones bien definidas. La gente era politeísta, pues otorgaba características propias a varios dioses, a quienes lo sacerdotes consideraban advocaciones de una misma deidad. Esto se debía a que, cuando conquistaban otros pueblos o se relacionaban con otras culturas, adoptaban varias divinidades, las cuales eran integradas y consideradas por los sacerdotes como manifestaciones de un mismo numen. De este modo las adaptaban a su panteón nacional.

Por tanto, fácilmente se pueden encontrar en el panteón azteca varios rasgos pertenecientes a otros pueblos de la cultura mesoamericana, tales como: calendarios, observación astronómica, culto del sol, de Tláloc y Chalchiuhtlicue, del viento, de la serpiente emplumada, del dios maíz, del jaguar, del dios desollado, de los dioses del fuego y de la muerte, etcétera.

Las ceremonias religiosas que se celebraban entre los aztecas se regían por dos calendarios: el xiuhpohualli, o “cuenta de los años”, y el tonalpohualli, o “cuenta de los destinos”. Basta con observar atentamente las características de los ritos, para darnos cuenta del carácter agrícola del xiuhpohualli. La mayoría de sus ritos están relacionados con ceremonias propiciatorias de la lluvia, del crecimiento del maíz y de las plantas, y de su cosecha; pero esto no excluía que existieran otros simbolismos representados en el mes.

Otro aspecto destacado de la religión náhuatl era la dualidad de cada una de sus múltiples deidades. Por ejemplo, las diosas aztecas de la tierra presentaban una ambigüedad, como Tlazoltéotl, “diosa de las cosas inmundas”, también llamada Ixcuinan, Teteo Innan, Tlaelcuani.

Esta dualidad tenía su principio en Ometéotl, origen de todos los dioses (padre y madre), dios dual por excelencia.14 Esta dicotomía hacía que una deidad tuviera varias advocaciones a las que cada una correspondía un atavío y una celebración peculiar, pero con determinados rasgos comunes, pues estaban interrelacionadas. Esta es la razón por la cual muchas veces se suscita confusión.

Las ceremonias consagradas a los dioses en su mes contenían una serie de actos rituales, cada rito efectuado por los antiguos mexicanos estaba impregnado de gran simbolismo, esto incluye las ofrendas que hacían en honor a los dioses, las cuales frecuentemente indicaban los favores que se querían recibir. Cuando suplicaban a Tláloc, por ejemplo, utilizaban las cuentas de piedra verde que representaban gotas de lluvia. En las ceremonias al Sol, quemaban bolas de caucho o hule en altos picos colocados sobre altares de piedra o en grandes fuentes de barro que contenían el fuego.

La ofrenda más preciosa que se podía dar a los dioses era la sangre humana. Para esto efectuaban en algunas ceremonias una especie de autosacrificio en el que se pinchaban, con las púas del maguey, con cuchillos de obsidiana o con huesos puntiagudos, las orejas o las piernas. La sangre que obtenían la recogían con la uña y con ella salpicaban hacia el cielo y a los cuatro rumbos cósmicos, porque la ofrenda se destinaba sobre todo al dios del Sol y al dios del fuego. Hecho esto, embarraban más sangre en las puntas de las hojas del maguey y con ellas rociaban unas ramas verdes que se encontraban junto a los ídolos.

Los sacrificios que se ofrecían a los dioses de la lluvia, de la tierra, de la Luna y de la vegetación tenían su base en otro concepto. Los aztecas pensaban que estos dioses se desgastaban cada año a la par de la naturaleza, y que para su renovación precisaban del sacrificio. En esta ofrenda las personas sacrificadas representaban a los dioses mismos, que debían morir para renacer con toda su fuerza y esplendor, de manera contraria al sacrificio destinado al Sol, en que la sangre y corazón humanos constituían su alimento.

También formaban parte de la concepción de ideas u objetos por medio de símbolos, los colores. Estos mostraban, a través de su significado, la naturaleza material de una cosa o su relación con los rumbos cósmicos, con los dioses, etcétera. Así tenemos que: el blanco significa, entre otros, poniente, crepúsculo y tiempos remotos; el rojo simboliza maíz, y también sangre, sol, fuego, oriente, luz diurna; el azul significa cuerno, metal o turquesa, agua y sur; el negro, nube tempestuosa, noche y también norte.

Los sacerdotes y el pueblo campesino azteca eran los que participaban más activamente en el culto agrícola, mientras que los cultos de un contenido mitológico diferente (Xipe, Huitzilopochtli, Tezcatlipoca, etc.) competían principalmente a los nobles y guerreros.15 Es de especial interés mencionar que las fiestas más grandilocuentes eran, precisamente, las relacionadas con el culto al Sol, en las que se exaltaban las hazañas de los guerreros y gobernantes aztecas, así como su anhelo por alcanzar el poder.

El procedimiento sugerido

Para estudiar las artes escénicas en general, debemos hacerlo desde su propia ontología y a partir de considerar su rasgo fundamental: la performatividad. Lo performativo en las artes escénicas radica en que son acciones captadas en vivo, en su mismo acontecer. A diferencia de las artes plásticas como la pintura, la escultura y la arquitectura, las artes vivientes no prevalecen después de su ejecución ante un público. Aquello que actualmente intentamos sujetar para que quede un registro para el futuro, como una videograbación, la fotografía, los testimonios de espectadores o de ejecutantes, sólo son restos fragmentarios de lo que dejó el espectáculo, pero nunca el acontecimiento mismo. De ahí la dificultad principal para el historiador contemporáneo de estas artes. Por ende, los problemas se agravan al alejarse en el tiempo; de ahí que, para quien se ocupa del México prehispánico, debe acercarse a las evidencias arqueológicas, la paleografía, la lengua náhuatl (en el caso de los aztecas), los códices, la iconología, las crónicas novohispanas y los textos ulteriores relacionados con el objeto de estudio y que han antecedido al nuestro, tanto teóricos como de aplicación práctica. Así también, hay que precisar el punto en que elige ubicarse el investigador y desde el cual dirigiría su mirada hacia el foco de su atención.

Como se ha podido observar en las páginas precedentes, sugiero una manera de acercarse a la construcción de un marco teórico y un método de análisis de la fiesta prehispánica, bajo la perspectiva de lo teatral, que además pudiera extenderse en lo general, al estudio de eventos donde se efectúan representaciones, pero que no pueden ser considerados como teatro en su acepción más conocida. Esto es, si convenimos en que en el teatro tradicional los papeles a representar están fijados por un autor, la intención principal es artística, es ficción, limita una situación a la contemplación, hay una separación entre actores y espectadores, hay libertad de participación de los artistas, hay libertad de asistencia del público.

Para poder explicar la ocurrencia de la teatralidad en las festividades religiosas deben revelarse los significados de los códigos que las configuran. Así también, dar respuesta a las siguientes interrogantes: quién produce esos códigos, para qué y cómo se articulan con las partes del sistema al que pertenecen y con el que determina su producción; quién los selecciona y organiza, cómo y para qué.

En tanto que dichos códigos se presentan en una acción, realizada por personas, hay que determinar quién participa en la festividad, cómo, dónde, cuándo y para qué.

Al tener un carácter público el fenómeno estudiado, se debe examinar hacia quién se dirige la presentación de lo escenificado, cómo y para qué asiste el espectador, dónde y en qué condiciones se le ubica espacialmente y qué efecto o reacción se espera de él.

A continuación veamos una técnica denominada crítica de fuentes, cuya aplicación es indispensable en la investigación en general. Para comenzar a desarrollar mi argumentación, partiré de la premisa de que toda expresión del hombre es subjetiva. Es decir, toda representación mental que el ser humano elabora tras la recepción de la realidad, es interpretada de manera particular por cada individuo. Esta particularidad está determinada por varios factores: edad del individuo, intereses personales y sociales, formación intelectual, contexto social, económico y cultural e, inclusive, estado de ánimo. Esto es, cada persona no sólo capta la realidad desde su muy particular punto de vista, sino que la información que haya recibido también la expresará de manera subjetiva.

En principio debemos aceptar la información contenida en las fuentes, pero hay que hacerlo con base en el análisis, tomando en cuenta los factores que determinaron su elaboración. Con esto me refiero a que debemos hacer crítica de fuentes. Sobre todo como investigadores serios, ya sea eventuales o de carrera, siempre debemos preguntarnos: ¿qué circunstancias determinaron la información que me está proporcionando esta fuente?

Para responder esta pregunta tendremos que hacernos varias más: ¿de quién proviene la información?, ¿quién es el autor?, ¿qué lo motivó a escribir?, ¿cuál fue su formación intelectual?, ¿en qué contexto vivió?, ¿qué influencias recibió?, ¿un contemporáneo suyo escribió sobre el mismo tema?

Pero la crítica de fuentes no sólo consiste en responder estas preguntas. Posteriormente deberemos enfrentarnos al texto mismo: ¿cuál es su estructura?, ¿qué refleja esa estructura?, ¿es descriptivo?, ¿hay análisis o interpretación?, ¿el autor explicita que se basa en otras fuentes o que plasma lo que él mismo vio? Esto es, hay que examinar el texto considerando tanto la forma como el contenido.

En el caso concreto de un estudio acerca de los elementos teatrales implícitos en las fiestas prehispánicas que se realizaban en el centro de México poco antes de la llegada de los españoles, es viable tomar como fuentes las obras realizadas por Sahagún y Durán por ser las que aportan mayores y más ricos datos.16 La investigación, entonces, inicia con la crítica de fuentes, tanto para llevar a cabo un trabajo metodológico sistemático, como por la razón de que ambos frailes registran el mismo tema, pero difieren en algunos datos de sus descripciones. Aquí es donde cabe la pregunta de “¿por qué?”. Esta misma pregunta desemboca en otras –mencionadas con anterioridad– que requieren respuestas para poder realizar cabalmente la crítica de fuentes.

Un acercamiento al estudio de la vida y obra de los dos frailes, cuyos trabajos forman probablemente la más completa compilación acerca del mundo náhuatl, conduce tanto al conocimiento de los pequeños o grandes cambios, resultado de la diferencia de años en que les tocó vivir en Nueva España, como al de las intenciones que tuvieron para elaborar su magna tarea, y a las circunstancias que les rodearon y que repercutieron en los planes y en los métodos de investigación de cada uno.

En primera instancia se podría establecer si la diferencia de fechas en que ambos dieron inicio a sus investigaciones afectaba de alguna manera el desarrollo de su obra. De aquí se desprenden varias cuestiones, entre ellas, el hecho de que Sahagún haya arribado a Nueva España tan sólo ocho años después de la Conquista, lo que le permitió observar la vida indígena quizá de manera muy aproximada a como había sido con anterioridad. Esto representó una desventaja para Durán, que se vio reflejada en su obra, pues comenzó a investigar 48 años después de la llegada de los españoles.

Al hacer un recuento de los datos en que los cronistas convergen y en los que divergen se puede apreciar que coinciden en la mayoría de los datos y que son realmente pocos los puntos en que hay discrepancia. También se observa que en numerosas ocasiones uno u otro cronista omite datos. Sin embargo, dado el valor intrínseco de sus informes, es factible que éstos se complementen, pero no de una manera indiscriminada sino examinando con atención cuáles son aquellos puntos en los que divergen y cuáles son aquellos puntos omitidos y por qué.

Sahagún, por ejemplo, recogió su información en forma organizada y meticulosa. Tuvo una buena comprensión del calendario azteca, al menos en su capítulo referente a las fiestas; supo clasificar las ceremonias, subrayó con claridad su significado y las fechas en las que se efectuaban. No así en el capítulo dedicado a la “Astrología judiciaria”, en donde hay confusión con el calendario.17 Pero Sahagún precisó con franqueza las dificultades a las que se enfrentó para cotejar sus datos o acerca del origen de sus fuentes. Durán probablemente no comprendió el calendario en lo relativo a su capítulo sobre los dioses, ni sabemos a ciencia cierta de qué manera llegó a realizar la selección de su información. En cambio, el relato de Durán en su capítulo sobre “El calendario antiguo”, no es tan confuso.18

Así pues, la cuestión de la mala comprensión del calendario náhuatl no fue exclusiva de un solo cronista, sino que en general los frailes y otros autores que se ocuparon de reunir datos acerca del tema se enfrentaron a varias dificultades.19

Durán, además, tiene varios méritos, entre los cuales destacan aquellos que resaltan su capacidad descriptiva y su aportación de gran cantidad de elementos teatrales; señala muchas experiencias personales que lo llevan a ser un complemento muy valioso de Sahagún. Asimismo, es notable su observación del papel que juegan los diversos estratos sociales dentro de la fiesta.

Sahagún, por otra parte, presta mayor atención al carácter cosmogónico y a los elementos simbólicos de las ceremonias.

Con esto quiero mostrar que una crítica de fuentes no debe llevarnos a establecer juicios de valor, a decir “esta fuente es mala y esta es buena”, tampoco se trata de perseguir con afán perfeccionista. Durante el trabajo de investigación debemos acercarnos a todas las fuentes que estén a nuestro alcance y abrevar en su información. Más aun en nuestro caso, donde hay escasez de fuentes primarias y es válido tomar las descripciones de ambos frailes como fuentes de inagotable información acerca del complejísimo ritual náhuatl. Complementando sus obras, se obtendrían reconstrucciones legítimas de abundantes espectáculos con una enorme riqueza de elementos teatrales. Toda aquella gama de cantos, danzas, procesiones, música, etc., que no sólo forma parte de nuestro pasado o de nuestras más auténticas raíces, sino que contiene muchos aspectos que aun parecen subsistir. Repito: es válido complementar los datos de nuestras fuentes pero, subrayo, no sin antes examinarlas a la luz de la crítica y el análisis.

A manera de ejemplo

En este apartado abordaré la fiesta tóxcatl desde la perspectiva de la teatralidad. Las fiestas ceremoniales, como símbolos culturales, tenían la función de crear, recrear y mantener la cultura; así como de ser un modelo ideológico que confirmaba las creencias sobre el mundo. Como forma simbólica, la fiesta tóxcatl era una selección de aspectos de la cosmovisión mesoamericana, determinada por las circunstancias históricas del pueblo azteca en el siglo XVI.

Me baso en la noción de teatralidad que consiste en la exaltación de códigos, principalmente visuales y auditivos, intencional y cuidadosamente preparados para ser percibidos por espectadores de quienes se espera determinado efecto o reacción.20 Cabe reiterar que teatralidad es la cualidad esencial de teatro, pero no es exclusiva de él. De ahí que otras expresiones sociales pueden contener teatralidad; por ejemplo, una ceremonia donde se corona a la reina de la primavera, o bien, la fiesta de los tastoanes que se celebra de manera importante en poblados del municipio de Zapopan, en Guadalajara, Jalisco.

El grupo de poder entre los aztecas hacía uso de recursos teatrales para propagar la ideología hegemónica, legitimar su poder y mantener un estado de cosas en su sociedad. En la fiesta se entretejen varios elementos constitutivos de la ideología hegemónica para, por medio de su adecuación como recursos teatrales, aportar un modelo de conducta, que se evidenciaba en la realización de acciones concretas en la cotidianidad, en el nivel sociopolítico y el económico. El observar la fiesta tóxcatl desde la perspectiva de la teatralidad, nos permite analizar los mecanismos perceptibles por alguien más.

En términos teatrales, tóxcatl era la dramatización del nacimiento de Tezcatlipoca, su transcurrir en el mundo, su fusión con Huitzilopochtli y su muerte. Sin embargo, la fiesta de Tezcatlipoca era también una metáfora de la vida de un gobernante: su preparación, su entronización, sus funciones y su muerte. Esto es, a partir de que éste era reconocido como tal, se convertía en el doble de Tezcatlipoca. Por tanto, los lazos entre uno y otro se volvían indisolubles. Esta unión se daba en la fiesta a través de una serie de símbolos que denotaban la divinidad del tlatoani o gobernante, de forma tal que reforzaban su legitimidad ante los gobernados, en el plano político y el religioso.

Quien personificaba a Tezcatlipoca en la fiesta era un cautivo de guerra, alguien perteneciente al orden natural que, en una inversión de caracteres, era revestido de divinidad. Este cautivo era cuidadosamente entrenado por especialistas para poder desplegar públicamente su arte representacional, que conjuntaba una manera de actuar ante la gente, sus gestos, ademanes, movimientos, el saber expresarse oralmente, tocar la flauta, fumar pipa, portar el atavío del dios y las flores.21

El entrenamiento recibido por el joven cautivo, previo al inicio de su personificación, no incluía el marcaje rígido de los desplazamientos que efectuaría por la ciudad; y, aparentemente, tampoco la práctica de ensayos en los sitios sagrados donde debía detenerse a participar en los cantos y danzas.

Entre el sinnúmero de cautivos presos, para la fiesta tóxcatl se hacía una preselección de una decena de ellos, quienes se distinguían por gozar de una cabal salud, su inteligencia, una adecuada disposición y su perfección corporal. A los escogidos, seguramente, se les practicaba una serie de pruebas que demostraran sus capacidades para efectuar las acciones rituales como representantes de la deidad.

Estas aptitudes abarcaban el saber portar el atavío con corrección, caminar con la propiedad con que lo haría un dios perfecto, llevar con una mano en alto un ramo de flores y, en la otra, una flauta o una larga pipa, así como alternar el tañido del instrumento, el fumar y el oler las flores. También debía saber conducirse en público con prudencia y gentileza.

Para el paseo de casi un año por la ciudad, quien fuera a representar al dios, primero debía estar dispuesto a asumir la responsabilidad que entrañaba el encarnar al mayor de todos los dioses; después, debía exhibir propensión a los buenos modales, ya sea por poseer las maneras propias de un egresado del calmécac o bien porque tenía facilidad para aprenderlas.

Asimismo, se les examinaba físicamente, pues quien resultara elegido tendría un cuerpo que denotara el concepto de belleza y perfección entre los nahuas, de complexión esbelta, estatura media, pelo lacio, piel inmaculada, cuerpo bien proporcionado. En fin, la descripción en el Códice florentino proporciona una lista por exclusión, es decir, enumera todas las características indeseables en el prospecto a protagonizar el ritual. La relación de las partes del cuerpo que se consideraban incluye manos, tonicidad muscular, cabeza, párpados, mejillas, mentón, rasgos faciales, nariz, labios, lengua, dientes, cuello, ojos, y hasta la mirada.

Tras las varias y duras pruebas por las que seguramente pasaban, seleccionaban al que sería el ixiptla o representante de Tezcatlipoca, y procedían a someterlo a un riguroso entrenamiento. Los sacerdotes conocedores del procedimiento a seguir por el ixiptla en el ritual, tenían sumo interés en la expresión verbal, tan importante en el ejercicio del poder político. Por tanto, éste era un aspecto abordado en el adiestramiento, junto con el acondicionamiento físico, y la ejecución del instrumento de aliento.

En este sentido, el tipo de preparación de un estudiante del calmécac era muy similar a la del ixiptla, pero no igual, principalmente porque se trata de dos campos de acción diferentes, el cotidiano (educación formal) y el extracotidiano (preparación ritual). En este último campo de acción se refuncionalizarían selecciones de mitos, transformándolas y adecuándolas, para la instrumentalización ritual.

La adecuación de hechos y lenguajes hacía que el discurso ritual convirtiera en metáfora aquello seleccionado de la tradición mítica, para volver a presentarlo (re-presentarlo) en el ámbito extracotidiano de la comunicación con sus dioses.

Una metáfora así se observa en la parte donde se describe minuciosamente la perfección física que debía tener el personificador de Tezcatlipoca. Metáfora, porque a través de una exhaustiva enumeración de características corpóreas no deseadas, se buscaba resaltar la pureza de las virtudes. Tales virtudes se exigían, por ejemplo, a los sacerdotes.

Una vez listos los preparativos para las andanzas del ixiptla y sus acompañantes, un 23 de mayo se daba la presentación pública del joven inmaculado, el dios en su advocación de Telpochtli. De allí en adelante será la encarnación de la deidad, y sufrirá las transformaciones marcadas en el guión de los estrategas del poder, con base en las secuencias rituales que constituyen la dramaticidad de la fiesta.

Primeramente se efectuaba la ceremonia de cambio de atuendo que llevaban a cabo los sacerdotes dedicados a su culto, y Moctezuma mismo le hacía entrega de su larga pipa, un ramo de flores y su flauta. Ya investido el ixiptla, los códigos lo identificaban ante el pueblo como Tezcatlipoca. Durán dice que, en la que aparenta ser la primera acción realizada por el personificador, tocaba la flauta hacia las cuatro partes del mundo, oriente, occidente, norte y sur.22

Ante él, la mayoría de la gente le hacía honores, lo trataba con deferencia, le rogaba favores con suspiros, se inclinaba con reverencia y besaba la tierra. Enseguida emprendía su recorrido, seguido por sus acompañantes. Sin un itinerario fijado de antemano, caminaba a su libre arbitrio por donde quisiera y a cualquier hora del día o de la noche, bajo el influjo de la deidad que encarnaba: el caprichoso y burlón Tezcatlipoca. Iba por calles, caminos y acequias, alternando sus tareas: oliendo sus flores, soplando la flauta o fumando su pipa; su presencia podía ser anunciada por el sonido del instrumento musical o de los cascabeles, o por el olor al humo del tabaco.

El hecho de que Tezcatlipoca se trasladara con sus flautas de un lado a otro de la ciudad, sin un itinerario predeterminado, lo convertía en un símbolo viviente que reforzaba continuamente los contenidos del deber ser en el mundo, en la sociedad. Este fenómeno, que ocurría durante 17 veintenas (casi un ciclo calendárico completo, cada año), se enlazaba armónicamente con su fiesta. El penúltimo día de huey tozoztli, la veintena anterior a tóxcatl, ocurría una transformación: el protagonista del ritual adoptaba otra caracterización, la del guerrero yaotequihua.

Realizada la transformación del ixiptla en yaotequihua, la gente presenciaba su casamiento con las cuatro mujeres que personificaban a las diosas Xochiquetzal, Xilonen, Atlatonan y Uixtocíhuatl, y los observaba dirigirse a su aposento conyugal. Al cabo de dos semanas, el yaotequihua y las cuatro diosas reaparecían ante el público para tomar parte en los eventos de los siguientes cinco días (de un total de siete), que conformaban la propiamente dicha fiesta de tóxcatl.

En los festejos de esos cinco días, los participantes danzaban y cantaban, los acompañantes del personificador abandonaban la función que habían realizado durante el paseo, y ahora repartían comida y obsequios a los asistentes; y las mujeres, representantes de las diosas, continuaban siendo solícitas con el ixiptla, procurándole toda clase de alegrías, ánimo y consuelo, pues sabían del desenlace dramático. Dichas actividades las llevaban a cabo durante un recorrido por tierra y por agua.

Al cabo de los cinco días, las mujeres, las comparsas de músicos, danzantes y cantores, y todo el público participante en la procesión, retornaban a Mexico-Tenochtitlan. Solamente permanecían al lado del personificador los ocho hombres que lo habían acompañado durante un año.

El ixiptla, al pie del templo, sin ayuda alguna, por su propia voluntad, iniciaba el ascenso. Desde el primer escalón, hasta el último, en cada uno rompía una flauta de las que había estado tañendo durante un año. El rito, en las proximidades del poblado de Tlapitzahuayan, “lugar donde se tañen las flautas”, estaba directamente conectado con el tlatoani. La subida paulatina del ixiptla realzaba el dramatismo de la muerte ritual del gobernante, con la destrucción del instrumento de aliento. Observada por sacerdotes, maestros de los guerreros y los jóvenes aprendices, era como una ceremonia restringida a un grupo selecto de espectadores, quienes experimentarían el privilegio de presenciar un evento del que darían cuenta a las generaciones futuras.

Una vez que el ixiptla hubo llegado a lo alto del templo, habiendo dejado tras de sí una estela de flautas despedazadas, los sacerdotes se aproximaban a él y lo colocaban de espaldas sobre la piedra sacrificial. Unos le sujetaban la cabeza y las manos, otros, los pies, mientras que el portador del cuchillo de pedernal hacía una abertura en el torso, le extraía el corazón, y lo elevaba como una ofrenda hacia el sol.

Desde una perspectiva teatral, el espacio en que se desenvuelve la fiesta religiosa se nos presenta como un escenario en el que un director ejecuta una serie de adecuaciones, en un lugar y un tiempo apartados de la cotidianidad, y con el fin de que sean vistas. Tales adecuaciones, en un espacio temporal y físico extracotidiano, en la dimensión ritual, implicaban los códigos visuales y auditivos como integrantes indispensables de la escenificación. Indispensables, porque cada uno de esos códigos era contenedor de una fuerte carga simbólica (las flores, la flauta, las procesiones, la incensación, los atavíos, las danzas, los cantos).

Quienes en un momento dado participaban activamente en los ritos eran actores, en el sentido en que llevaban a cabo acciones para las cuales se habían entrenado previamente. Una vez dispuestos para la escenificación, portaban los atuendos correspondientes al rol que desempeñarían. Asimismo, ejecutaban las acciones, gestos, movimientos, desplazamientos, coreografías, etc., que les trazaban los miembros del sacerdocio.

En lo tocante a los demás participantes activos en la fiesta, es muy probable que la mayoría de ellos variara de un año a otro, pues su intervención era para, temporalmente, cumplir votos en el culto del dios; de ahí la presencia indispensable de sacerdotes.

Los participantes activos y pasivos eran creyentes religiosos y, como tales, público cautivo; es decir, tenían la obligación de asistir, de estar ahí, atendiendo y percibiendo con todos sus sentidos. En dicho espacio público ritual, alejado de las prácticas sociales cotidianas, los códigos visuales y auditivos se sobredimensionaban, no sólo porque todos los sentidos debían estar puestos en ellos, también porque eran organizados con esmero y dispuestos estéticamente, para cumplir con las funciones y significados de la fiesta.

La fiesta tóxcatl no sólo estaba dirigida aparentemente a normar el proceder del gobernante, sino también el de los gobernados; y, al tratarse de un colectivo tan numeroso (la población de Tenochtitlan y sus alrededores) se ponían en movimiento símbolos, cuyos códigos eran susceptibles de tener una lectura común a toda la sociedad. Estos símbolos hablaban del lugar que cada quien ocupaba en ella, de sus actividades socioeconómicas, de la fertilidad y la esterilidad, de la escasez y la abundancia, del bienestar y la miseria, de la seguridad y la incertidumbre, de la protección y el abandono, de la compasión y el castigo. Es decir, los símbolos remitían a la experiencia práctica y cotidiana y a la teórica y mítica del individuo, desde su núcleo familiar hasta el mundo conceptual de su cosmovisión.

Estos símbolos, en tóxcatl, al igual que la flauta, no eran objetos inanimados, se les presentaba en acción, se les instrumentaba en una dramatización. Eran ubicados en un contexto teatral para que el mensaje transmitido cobrara una fuerza mucho mayor que la que tendrían como materia inerte en un contexto ajeno al de la fiesta.

Hasta aquí hemos visto la ejemplificación de los resultados de la investigación histórica de un ritual religioso desde la perspectiva de la teatralidad. Posteriormente, con la colonización española y a raíz del sincretismo, esta plétora de elementos teatrales rudimentarios pasa a formar parte de las fiestas pagano-religiosas que se efectúan, aun hoy día, periódicamente en diversas regiones de México. El estudio de los ritos precortesianos permite distinguir en estas celebraciones sus propias características originarias, así como desentrañar el muchas veces oscuro simbolismo inmerso en cada manifestación ajena al culto cristiano.

La historia del arte, es decir, la historia de todas las artes, abarca la obtención, la sistematización y la transmisión de los conocimientos en torno de objetos y fenómenos considerados artísticos o con referencia al arte. Bastante ganará la teatrología si desde la historia del arte se abordara el estudio de los hechos escénicos que resulten del interés del investigador, ya sea los que se realicen en su localidad o en un lugar foráneo y aplicando los saberes y herramientas de su propia disciplina y, asimismo, tomando en consideración que es sumamente fructífero adoptar un enfoque interdisciplinario sobre festividades rituales. Esto es, aplicar herramientas provenientes de varias disciplinas para el desciframiento de los símbolos que objetivan las concepciones, ideas y creencias de una cultura.

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