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Читать книгу: «La conquista de la identidad», страница 4

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Por extraño que parezca, la maquinaria de creación de conciencia colectiva del pasado en que se erigió la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando controlada, por cierto, por lo más granado de la nobleza cortesana y dirigida por el mencionado escultor Olivieri, olvidó o marginó a los territorios más grandes de la monarquía de la construcción de un relato de conjunto creíble y compartido. Se centralizó la administración y se revolucionó la praxis de la gobernanza a la vez que se cauterizó la construcción del relato colectivo integrador de esta nueva realidad. Se sembró un implacable silencio sobre los orígenes de los virreinatos indianos y sobre su encaje emocional con la monarquía, vacío que los indianos se empeñarán denodadamente en romper como se verá más adelante. Mucha acción y nula narrativa. La monarquía sembró olvido y silencio en la memoria histórica colectiva entre las Españas y cosechará indiferencia en la peninsular y contradicciones identitarias criollistas en la americana.

Que América haya sido retratada en San Fernando en el transcurso de más de medio siglo mediante un único cuadro de escaso interés iconográfico, muy alejado de una verdadera pintura oficial de historia, con una obra detallista, casi paisajística –a medio camino entre el viejo estilo de Roelandt Savery y esos magníficos paisajes de Turner sobre la guerras napoleónicas– y muy alejada de cualquier simbología proyectada concienzudamente por la monarquía sobre América, dice mucho sobre lo duradero y arraigado del pacto de silencio sobre la conquista. Estamos frente a un relato sin emotividad, nada parecido a propaganda militar o pintura de prestigio o de historia, y todo ello es harto demostrativo del exiguo espacio que las Indias ocupaban en el plan historicista de los electores de las temáticas de los concursos de la Academia. En el cuadro en comento se rememoraba la destacable pero fallida defensa de La Habana, quizá el más sensible desastre militar español en el Caribe, que refleja no solo un cambio de tendencia en el hábito de retratar ya no victorias, como lo hacían los Austrias, sino derrotas, lo que prefigura el nacimiento de las estrategias iconográficas nacionalistas de los nuevos Estados-nación decimonónicos que se fincarán más en exaltar el drama de las derrotas que en la épica de las victorias para construir el relato fundacional nacional. En este caso se podría haber elegido, por ejemplo, la heroica y exitosa defensa de Cartagena de Indias, el mayor desastre militar británico en el Caribe de aquel siglo, lo que muestra, sobre todo, un palmario sentido amnésico de la ideología del Estado Borbón sobre la globalidad de la España indiana o sobre la necesidad de integrar eficazmente en el relato común a los reinos de Indias.

Los vacíos en la conciencia colectiva panhispánica de un discurso historicista integrador nunca se pudieron resolver. Las Cortes de Cádiz fueron un buen y postrer ejemplo de intento loable pero fallido de narración y construcción de identidad nacional compartida en los “españoles de ambos hemisferios”. Este proceso de silenciamiento durante tres siglos de la realidad bélica y compleja del origen de Nueva España en particular y de América en general, en la iconografía y en la propaganda de la monarquía católica, tanto austracista por unos motivos, como en la borbónica por otros, contribuyó, y en esto no me cabe duda, a que la disolución violenta del vínculo secular entre los virreinatos indianos y Castilla produjese en España cierta indiferencia con puntuales excepciones, y en América desgarramientos identitarios de largo aliento en su proceso de conformación nacional.

El gran trauma de la nación española con las pérdidas americanas no se produjo fundamentalmente con la disolución de facto de la monarquía católica plurinacional en torno a 1821, sino paradójicamente aconteció con la pérdida –siete décadas más tarde– de los restos muy menores de aquel enorme imperio. Parece confirmarse aquella máxima de que las Indias las perdió el rey y Cuba la perdió la nación española. Detrás de esta aseveración se encierra la enorme complejidad en la comprensión del hecho de que cuando Estados Unidos fulminó el pequeño imperio insular español, ya existía la nación española en su concepción moderna, y fueron la sociedad española y sus intelectuales, detentadores ambos en su conciencia colectiva de la posesión de un pequeño imperio colonial, los constructores y víctimas a la vez de un trauma exacerbado y duradero, dado el valor intelectual de sus propagadores noventayochistas, cuyo rastro pesimista y cainítico permanece indeleble en la noción que de sí mismos tienen los españoles contemporáneos. Por el contrario, cuando entre 1810 y 1825 se transformaron los virreinatos en naciones al romperse el vínculo con el monarca, esta separación no dejó excesivos rastros autoflagelantes en la memoria inmediata de los reinos españoles peninsulares que sentirán mayoritariamente esa pérdida como algo más bien ajeno, más propio del monarca que de ellos mismos, preocupados por entonces en devenir en una nación moderna tras el desastre napoleónico. En definitiva, con las insurgencias americanas desapareció la monarquía hispánica como construcción estatal compleja propia del antiguo régimen, y de su violento derrumbe surgieron nuevas naciones, entre ellas y muy destacadamente, México y España, y ambas se empeñaron en la articulación de su propia narrativa del pasado en la que la historia de la conquista jugará un papel destacado en la formación de la conciencia nacional de México y en menor medida de la de España.

Así las cosas, habrá que esperar a que madure el siglo xix, cuando una España reducida y transformada en un pequeño y poco influyente Estado-nación moderno, gire la mirada con nostalgia a través de la pintura histórica al continente americano tan olvidado de los pinceles hasta ese momento. Entonces sí, aparecerán en las telas Pizarro y Cortés en su papel de batalladores, situándolos en un nuevo pasado tan mítico como el de Viriato, el Campeador o los almogávares, a los que el Estado nacional español mandó representar como ejemplos arquetípicos de los valores españoles por excelencia que salpimentarán el relato histórico fundacional del nuevo país. Nación esta, la española, que enfrentaba su nacimiento desde la disminución significativa de su relevancia mundial. Algo similar acontece con la España actual asediada por nacionalismos periféricos muy agresivos. El nacionalismo español moderno busca de nuevo en la historia motivaciones y autoafirmaciones a las que asirse y así revertir la ofensiva del relato histórico independentista muy eficaz y profundamente antiespañol. De este caldo de cultivo surge el revival castrense, militarista y muy cortesiano de artistas como Ferrer Dalmau, que pinta prolíficamente con desparpajo realista en su pincel, reivindicativo en su mensaje y panhispanista en su pretensión, la conquista castellana de lo que hoy es México.10

Lo novedoso y pionero de la representación bélica cortesiana e indiana en las pinturas de historia en España desde el siglo decimonono hasta el presente son un reflejo palpable y un testigo descarnado de la total ausencia de imaginario bélico sobre las conquistas americanas en la tradición pictórica española entre los siglos xvi y xviii.

1 Revelador en este sentido el ensayo de John H. Elliot (2008): “Un rey, muchos reinos”, en Gutiérrez Haces, Juana (coord.), Pintura de los reinos. Identidades compartidas. Territorios del mundo hispánico. Siglos xvi-xviii, México, BANAMEX.

2 Para adentrarse en una historia total del palacio, véase Brown, Jonathan y Elliot, John H. (2016): Un palacio para el rey. El Buen Retiro y la Corte de Felipe IV, Madrid, Taurus.

3 Véase la monumental obra de conjunto de Gutiérrez Haces, Juana (coord.) (2008): Pintura de los reinos. Identidades compartidas. Territorios del mundo hispánico. Siglos xvi-xviii, México, BANAMEX.

4 Para un acercamiento a la expansión árabe, véase Kennedy, Hugh (2007): Las grandes conquistas árabes, Barcelona, Crítica.

5 Juan Vélez (2017) recopila exhaustivamente mucho de lo producido sobre Cortés y la conquista en su obra El mito de Cortés. De héroe universal a ícono de la leyenda negra, Madrid, Encuentro.

6 Para un erudito y breve resumen véase al respecto la conferencia de Javier Portús impartida el 28 de septiembre de 2015 en el Museo del Prado, titulada “El salón de Reinos y la tradición de las salas de batallas en España hasta el 1700”, en el marco del curso Episodios nacionales. La épica en la pintura del Prado, Fundación de Amigos del Museo Nacional del Prado/Museo Nacional del Prado.

7 Para profundizar en este tema véase la inédita y exhaustiva tesis de doctorado de Pérez-Vejo, Tomás (1996): Pintura de historia e identidad nacional en España, Madrid, Universidad Complutense.

8 Para ahondar en el pensamiento español dieciochesco en torno al concepto de nación véase Maravall, José Antonio (1991): Estudios de la Historia del pensamiento español del S. xviii, Madrid, Mondadori.

9 Véase al respecto Tárraga Baldó, María Luisa (1996): Los relieves labrados para las sobrepuertas de la Galería Principal del Palacio Real, en Archivo Español de Arte, LXIY, 273, enero-marzo, Madrid, pp. 45-67.

10 La mayoría de cuadros de la conquista de México de este artista catalán pueden apreciarse en Molero Molina Carlos (coord.) (2017): Augusto Ferrer-Dalmau. El pintor de batallas, Madrid, Ediciones y Escultura Histórica.

iii

Naturalización novohispana de la narrativa de la conquista1

Los únicos pueblos que no mueren son aquellos cuyo perfil ha sido acuñado como un troquel, por los artistas. En ese sentido se puede decir que los artistas crean a los pueblos y los crean inmortales.2

tlaxcallan o la memoria de los altepeme vencedores

Habían transcurrido diecisiete años desde la entrada triunfal de tlaxcaltecas, texcocanos y castellanos en Tlatelolco. Cuitláhuac y Cuauhtémoc estaban muertos, Tlaxcala, el gran altépetl (ciudad-Estado) triunfador en alianza con Castilla sobre el imperio de Anáhuac, construía su nuevo lugar en el recién formado virreinato novohispano creado en parte gracias al ímpetu militar tlaxcalteca. Los ejércitos de esta nación se preparaban o ya combatían abiertamente junto con los españoles y otras naciones aliadas mesoamericanas en la extensión hacia el sur de las fronteras de la cristiandad. Mientras, en retaguardia, en las principales ciudades mesoamericanas, incluidas la propia Tlaxcala, Tenochtitlan, Tlatelolco o Tzinzunzan, se desarrollaba un ambicioso plan de construcción con las nuevas trazas hispánicas de las cabeceras de los altepeme (plural de altépetl) del altiplano. Desescombramiento de los derrumbes de la pasada guerra, derribo de los teocallis (templos), levantamiento de nuevas plazas, palacios, casas, acueductos, obrajes, iglesias y conventos movilizaron a miles de brazos de miles de calpullis (barrio asociado a un clan poseedor de tierras comunales) para la dotación urbanística del nuevo reino que surgía de las cenizas de la guerra de 1519-1521.

En este creativo, cambiante, violento y turbulento contexto, los tlaxcaltecas victoriosos celebraron fastuosamente en su nueva cabecera la gran fiesta de su nueva religión, el Corpus Christi. Si el Buen Retiro fue un digno escenario para comenzar este ensayo y retratar la amnesia monárquica en torno a la remembranza militar de la conquista, la fiesta del Corpus de 1538 es a su vez un escenario inmejorable para reseñar el fenómeno contrario, es decir, lo profuso en la memoria novohispana de la recreación del hecho bélico como acta bautismal plausible del nuevo reino.

El insigne fraile franciscano Toribio de Benavente nos relató esta gran fiesta en la cabecera del reino de Tlaxcala el día del Corpus de 1538:

Viendo esto el otro ejército de los naturales o gente de Nueva España y que los españoles no habían podido entrar en la ciudad, ordenando sus escuadrones fuéronse de presto a Jerusalén, aunque los moros no esperaron a que llegasen sino que saliéronles al encuentro… Luego les apareció otro ángel en lo alto del real y les dijo “… vendrá en vuestro favor el abogado y patrón de Nueva España, san Hipólito, en cuyo día los españoles con vosotros los tlaxcaltecas ganasteis México”. Entonces todo el ejército de los naturales comenzó a decir “san Hipólito, san Hipólito”. A la hora entró san Hipólito encima de un caballo morcillo, y esforzó y animó a los naturales, y fuese con ellos hacia Jerusalén; y también salió de la otra banda Santiago con los españoles…, y todos juntos empezaron la batería… Estando en el mayor hervor de la batería apareció en el homenaje el arcángel San Miguel, de cuya voz y visión así los moros como los cristianos espantados dejaron el combate e hicieron silencio; entonces el arcángel dijo a los moros (de Jerusalén): “Si Dios mirase a vuestras maldades y pecados y no a su gran misericordia, ya os habría puesto en el profundo del infierno…, si de todo corazón os convertís a El …, y creed en su preciosísimo hijo Jesucristo y aplacadle con lágrimas y verdadera penitencia”… Luego el soldán (sultán) hizo señal de paz y envió un moro con una carta al emperador de esta manera “Emperador romano, amado de Dios…, en tus manos ponemos nuestras vidas, y te rogamos…, para que nos des tu real palabra y nos concedas las vidas, recibiéndonos con tu continua clemencia por tus naturales vasallos. Tu siervo El Gran Soldán de Babilonia y tlatoani de Jerusalén”.3

Imaginemos entonces como asistentes de excepción a esta representación a un grupo de invitados especiales, ojos externos que nos ayudarán, como ya lo hicieron en El Escorial, en el Buen Retiro o en la Alhambra, a aquilatar desde distintas atalayas lo que aconteció en Nueva España durante tres siglos de miradas míticas e historicistas sobre la conquista. Esta vez será un oficial mayor del Consejo de Indias, uno de esos hombres de larga carrera que en su mayoría vivieron toda su vida entre papeles americanos hojeados con fruición y profesionalismo en las diversas sedes de la institución pero destacadamente en la de la planta baja del Alcázar de Madrid. Este hombre, como cabeza de la oficina de la Secretaría de la Nueva España en el Consejo nunca pisó el reino que ayudó a gobernar durante décadas, pero imaginemos que en su cesantía consiguió el permiso necesario y navegó a su amado virreinato. Lo acompañarán en su travesía un miembro menor de la Casa de Alba, lo que no es disparatado ya que esta casa tuvo un virrey novohispano en sus filas, y con él incorporamos la mirada de esta estirpe guerrera empoderada en las guerras europeas cuya prosapia se había construido de espaldas al gran drama de las Indias, y finalmente como contraste se sumará a ellos un enemigo de la corona, por ejemplo, un improbable visitante luterano de la muy agresiva contra todo lo hispánico Inglaterra en un primer momento y Nueva Inglaterra posteriormente.

Volvamos al corpus. Esta desconcertante fiesta en Tlaxcala muestra y desvela cómo los tlaxcaltecas escenificaron y representaron públicamente, en honor del emperador y de su paz con Francia, una gran batalla en la que un ejército novohispano, encabezado por ellos y conformado por mexicas, purépechas, huejotzincas, otomíes y demás naciones cristianas del reino, cercó al tlatoani de Jerusalén y gran Sultán de Babilonia, junto con un ejército de españoles.

En la representación, tanto españoles como novohispanos fue­ron encarnados por hombres tlaxcaltecas, mientras que los moros fueron interpretados por españoles; el capitán general sarraceno era Pedro de Alvarado y el Sultán lo encarnó el mismo Hernán Cortés. Finalmente españoles y novohispanos juntos, con el apoyo de Santiago y san Hipólito, doblegaron la resistencia mahometana (encarnada por Alvarado y Cortés). Ambos extremeños en su papel de sarracenos se postraron ante la misericordia de Dios y del emperador, y de esta guisa entregaron la ciudad santa a una cristiandad representada por novohispanos y españoles (interpretados ambos por tlaxcaltecas) en igualdad de condiciones en su calidad de reinos católicos. Los dos reinos aliados, Nueva España y España, estaban protegidos, uno por san Hipólito y el otro por Santiago, enfrentando juntos a un enemigo común, los sarracenos, y un objetivo común, la recuperación de la ciudad santa de Jerusalén.

Este pasaje recogido por Motolinía en 1541 demuestra la original y compleja apropiación del relato de la conquista por parte de los novohispanos, prácticamente desde el día siguiente a la captura de Cuauhtémoc. Téngase en cuenta que la representación tlaxcalteca no fue una excepción y la interpretación novohispana de acontecimientos del viejo mundo para resignificación del nuevo fue cosa común y práctica alentada por los mendicantes y las autoridades virreinales como pedagogía de conversión y asimilación. Esa misma paz con Francia fue celebrada por los mexicas en Tenochtitlan con la representación fastuosa en la entonces Plaza Mayor, de la toma de Rodas por los cristianos, y en ese mismo sentido en 1572, por cierto un 25 de julio día de Santiago, en la capital del virreinato se escenificó un gran combate de “moros y cristianos” en celebración de la victoria de estos últimos en Lepanto. Muchas fiestas y celebraciones populares de muchos pueblos indígenas del México contemporáneo se nutren todavía de estos centenarios rituales de resignificación y apropiación simbólica expresados a través de fiestas de moros y cristianos, danzas de la conquista, y de un sinfín de expresiones culturales que despliegan los pueblos originarios para apropiarse y contar su propio relato mítico y ritual del cataclismo acontecido en el siglo xvi.

Esta celebración de la virtual e imaginada conquista novohispana de Jerusalén en el marco de la celebración del Corpus Christi, o lo que es lo mismo, de la conquista de Tierra Santa por las naciones mesoamericanas cristianizadas y leales al emperador, nos da las claves de la idiosincrasia de los altepeme cristianos del primer siglo de la conquista y de su aguerrida, orgullosa y contundente forma de reconstruir –exorcizando los traumas del choque con los españoles mediante estas victorias simbólicas– el relato histórico de la conquista para abrogarse y reservarse en él un papel protagónico y desafiante.

Los tlaxcaltecas son, o así se sentían y querían ser vistos, una nación independiente que, aliada de Castilla y legitimada su alianza con ella tras cristianizarse, había derrotado a la otrora invencible y odiada Triple Alianza del valle de México. Tlaxcala y otros altepeme que como ella se aliaron a los extremeños quisieron transitar por la posconquista –y defenderán este estatus con ahínco y desigual suerte durante tres siglos– como vencedores de la guerra contra Tenochtitlan, y como fundadores de este nuevo reino unificador por primera vez en la historia de cientos de altepeme de distintas culturas, razas lenguas, ahora todos cristianos y vasallos del mismo emperador, pero conservando en forma de repúblicas de indios su soberanía y su autogobierno. Son novohispanos porque son fundadores del virreinato, y pertenecen por derecho propio a esta nueva estructura supranacional que está en continua construcción y expansión; son súbditos del rey de Castilla pero no son castellanos, son novohispanos y a la vez también tlaxcaltecas o cholultecas, y los vincula a todos la fe en Cristo y la lealtad al emperador. No eran españoles ni querían serlo; su bautizo “limpiaba” su presente de gentilidad y los ubicaba a la altura de los castellanos de los que sabían que también procedían de la gentilidad grecolatina. Por ende, en la representación de la toma de Jerusalén, sonlos mesoamericanos cristianizados, comandados por Tlaxcala y guiados por Hipólito, los que rinden a los moros, representados por Cortés y Alvarado (simbólica forma de reafirmar la capacidad indígena de derrotar a los extranjeros), y lo logran en igualdad de condiciones frente a los españoles comandados a su vez por Santiago. Es una formidable y muy eficaz deconstrucción del relato histórico de la invasión española, que consigue transformar a los invadidos en invasores, y a los invasores en pares. Además, y esto es muy destacable, ofrece una relatoría salvífica a las naciones perdedoras contra Castilla y Tlaxcala, es decir, tlatelolcas y mexicas, que una vez concluida la guerra y aceptado el bautismo, devienen también en pueblos de Dios, expían así los pecados de la idolatría y conforman asimismo el corpus social novohispano. Entonces, también ellos, en paridad y hermandad con los españoles y con los tlaxcaltecas, pueden ser salvadores de Jerusalén y campeones de la fe católica. Resulta realmente notable esta mesoamericanización del discurso histórico que exhibe una eficacia demoledora para la cohesión de los pueblos del nuevo reino.

Con estos mimbres ideológicos y con este relato reconstituyente de la autoestima de la Mesoamérica central y septentrional se logró que españoles e indios se embarcaran en un proyecto que creyeron común: la expansión del reino hacia el norte y hacia el sur. Unieron sus ejércitos, muchos de ellos hasta hacía muy poco enfrentados a muerte, y así, por órdenes del rey, mexicas, tlatelolcas, cholultecas, mixtecos, otomíes, tlaxcaltecas y españoles invadieron, poblaron, cristianizaron, castellanizaron y nahuatlizaron juntos los territorios extensos de la actual Coahuila, San Luis Potosí, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Chiapas o Yucatán. Es decir, el ensanchamiento de las fronteras mesoamericanas de tradición fundamentalmente nahua, ahora rebautizadas como novohispanas, se consumó al llevar su influencia y dominio hasta Castilla del Oro por el sur y Coahuila y Texas por el norte. Estos ejércitos mayoritariamente hispano-nahuas –aunque también participaron otomíes o purépechas– consolidaron los límites fronterizos del nuevo reino de la monarquía católica llamado Nueva España. Incluso llegaron a enfrentar a potencias extranjeras en sus intentos por medrar en Nueva España. De tal suerte que conocemos episodios acontecidos en las costas sureñas del virreinato en las que tropas cristianas mesoamericanas rechazaron, defendiendo la soberanía del rey católico, incursiones francesas. Estas fronteras y estos mismos límites expandidos y defendidos durante tres siglos, serían los heredados por la nación mexicana en 1821.

el lienzo de tlaxcala

Los tlaxcaltecas en las tres centurias virreinales serán unos consistentes constructores de memoria histórica y aportarán un relato contundente sobre su destacado papel en la fundación del reino frente a todo aquel que cuestionó su calidad de conquistadores, el papel principalísimo de esta república en la caída de los mexicas y su protagonismo en la extensión a sangre y fuego de la fe de Cristo por toda Mesoamérica y por la gran chichimeca.4

El Lienzo de Tlaxcala5 [Fig. 5], realizado para ser remitido al emperador, se materializó por orden de las autoridades tlaxcaltecas después de la descrita celebración del Corpus, alrededor de 1550 durante el gobierno del segundo virrey don Luis de Velasco. En él, los señores tlaxcaltecas relataban al monarca aquellos hechos bélicos que habían devenido en su señorío pleno sobre Mesoamérica, y despejaban cualquier duda mediante la maestría de sus tlacuilos (amanuenses/escribas), sobre en quién recaía el mérito de la victoria tanto contra los mexicas como sobre todos los pueblos que se habían opuesto al avance de la soberanía real y la fe de Cristo. El mérito, la gloria y por ende sus consecuentes privilegios recaían sobre ellos, los tlaxcaltecas. El Lienzo6 es una obra excepcional en contenido y en continente, y relata en ochenta y seis cuadros todas las campañas militares en las que los tlaxcaltecas en compañía de los castellanos conquistaron desde Tlatelolco y Tenochtitlan pasando por Jalisco hasta llegar a Guatemala.7

Nada menos que ochenta y seis oportunidades de asomarse al pensamiento tlaxcalteca sobre la gran conquista mesoamericana liderada por ellos. Más allá de su indudable plasticidad, el Lienzo es una suerte de Piedra Rosetta para entender a los indios conquistadores y para aquilatar el tamaño de la empresa militar que acometieron y, además, para conocer, a través del relato de los tlacuilos, su interpretación de la guerra de 1519-1541, misma que deja entrever su feroz lucha por mantener en la memoria de las autoridades virreinales y reales la imagen de una Tlaxcala vencedora, aliada y digna de privilegios ganados a sangre y fuego.

En la primera parte se describe la campaña de 1519-1521 contra los mexicas tenochcas y tlatelolcas en cuarenta y ocho láminas, y en la segunda se relatan en treinta y ocho láminas las posteriores campañas para consolidar la conquista y extender las fronteras del virreinato. La mera enumeración de las guerras de conquista hispano-tlaxcaltecas impresiona. Comienza por la expedición al Pánuco y termina por la conquista de Guatemala. Se representan las jornadas bélicas de 1523 en Metztitlán, Pánuco, Ayotochtitlan, y las de 1530 y 1541 que empiezan por Michoacán, Xalisco, Tototlan, Tonallan y terminan con Xonocapan, Nantzintlan, Paza, Acatepec y Cuextlan.

Cada pintura/escritura es un relato en el que se narra una jornada castrense. Suele aparecer a la izquierda del lienzo el ejército aliado hispano-tlaxcalteca con los españoles a caballo y los tlaxcaltecas con vistosos atavíos a pie. Los de Tlaxcallan combatiendo en primera línea a los pueblos conquistados represen­tados en el lado derecho casi siempre con su glifo toponímico y sus guerreros identificables por su indumentaria de combate y sus pinturas de guerra según la región donde se combatiese. Al enemigo, tanto en la campaña tenochca como en las otras a lo largo y ancho de Mesoamérica y Aridoamérica, se le ve al­tanero, peligroso, combativo, respetable y difícil de derrotar. La cru­dísima narración de la “Noche Triste” o de la derrota hispano-laxcalteca en el asalto a Tlatelolco el 30 de junio de 1521, muestra a las claras y sin miramientos a caballos ahogándose en los canales, castellanos masacrados, tlaxcaltecas muertos, alabardas hundidas y a los mexicas triunfantes. Ensalzando al ad­versario y reconociendo las derrotas se engrandecía la victoria final sobre él.

Los castellanos se distinguen por el caballo y la lanza larga, a veces por la armadura europea y la de algodón mesoamericana, y por la artillería; ellos por sus plumajes y armas punzocortantes y por su feroz acometida. Los prisioneros se representan a la manera tradicional de los códices prehispánicos tomándolos del pelo, y a los caídos en combate mediante la representación desmembrada del cuerpo del enemigo abatido. Los tlaxcaltecas no relatan estas jornadas ni la de México ni las posteriores, como si fueran tropas auxiliares, se dejan ver como la parte más combativa y ofensiva del ejército aliado.

Destacan en el relato dos características: la primera es que en los momentos más decisivos y los más comprometidos los sal­vadores in extremis del ejército cristiano son ellos, no los castellanos. En el sitio de Tenochtitlan, en la fracasada ofensiva de los sitiadores del 30 de junio que terminó con la momentánea victoria de los de Cuauhtémoc, son guerreros tlaxcaltecas los que salvan a Cortés de ser capturado por guerreros mexicas, tal y como lo relata la lámina 47 titulada “Copolco Yoitzmina yu capitan”, es decir, “Aquí fue sangrado el capitán”, del mismo modo que algunos años más tarde lo interpretaría el cronista hispano-tlaxcalteca Diego Muñoz Camargo refiriéndose a un episodio de la retirada hispano-tlaxcalteca de Tenochtitlan tras la muerte de Moctezuma, en la que atribuye al guerrero tlaxcalteca Antonio Temaxahuitzin “el haber librado a Cortés de un muy gran peligro en que se había visto llevándole asido y preso por los mexicas para sacrificarlo a sus dioses”,8 todo ello en abierto contraste con las fuentes españolas que escatiman este mérito a sus aliados y siempre le asignan la salvación de Cortés a soldados castellanos como Quiñones. Los de Tlaxcallan lo dicen alto y claro: ellos salvaron a Cortés, nadie más. La segunda característica es la visión principal y agigantada de doña Marina, la lengua, la trujumana, el puente entre ambos mundos. Malintzin es protagonista en el Lienzo –y posteriormente también en el relato de Muñoz Camargo e incluso en la pintura de bautismos reales del siglo xviii– junto al futuro marqués del Valle y a ellos, los tlaxcaltecas, de la conquista y de la conversión del reino. Es notable el tamaño de su figura en las pinturas del Lienzo, la más de las veces agrandada frente a Cortés y al resto de los representados. Es sin duda doña Marina, engrandecida y omnipresente, el personaje troncal de la conexión entre el mundo nahua y el castellano. En el Lienzo se configura el triángulo perfecto conformado por Tlaxcala, Castilla y, de puente entre ambos, la maestría bicultural de Marina, mujer de lengua materna nahuatlata, y hablante del maya por su estadía en el sureste como esclava –y además en breve tiempo también hablante de “la castilla”–. Estamos ante el triunvirato simbólico formativo de Nueva España desde la perspectiva tlaxcalteca.

Diego Muñoz Camargo, mestizo casado con noble tlaxcalteca y tlaxcaltequizado él mismo, conoció el Lienzo y relató decenios más tarde en su Historia de Tlaxcala, escrita en castellano, estos hechos, alejado ya de la técnica prehispánica pero heredando de ella el discurso de nación conquistadora que rezuma todo el Lienzo. Muñoz Camargo no es condescendiente con el relato de la guerra y cuando tiene que reseñar las atrocidades de los castellanos lo hace sin miramientos como cuando describe las tropelías de Nuño de Guzmán en Michoacán y Jalisco. A su vez, cuando tiene que dejar claro que esta guerra fue de dos aliados en condiciones paritarias, es orgullosamente contundente al designar al ejército invasor del territorio tenochca como “un ejército hispano-tlaxcalteca”, y así describe la solidez de la alianza:

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