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Un día, el consejero lo invitó a orar. Colocó la mano en el hombro de Mauro y suplicó a Dios:

–Señor, este hombre es tu hijo. Necesita tu misericordia y tu perdón. Yo no conozco su vida, pero sé que el peso de la culpa lo está destruyendo. Por favor, Señor, sé clemente y perdona sus pecados.

La oración fue interrumpida. Mauro empezó a llorar a gritos:

–Soy un asesino –dijo–. Oh, Dios mío, soy un asesino. No merezco vivir; quítame la vida, quiero acabar con este infierno.

El consejero lo abrazó bien fuerte y le susurró a los oídos:

–Tú no necesitas morir. Jesús ya murió y pagó el precio de tus pecados.

–No puede ser –repetía Mauro–. Usted dice eso porque no sabe lo que hice. Si supiera, sabría que no hay perdón para mi pecado.

El consejero le refirió lo que Jesús mismo dijo: “Todo pecado […] será perdonado a los hombres” (S. Mateo 12:31).

–¿Entiendes lo que significa todo? –le preguntó–. Todo es todo. Asesinato, asalto a mano armada, prostitución, homosexualidad, lo peor de lo peor. No hay límite para el perdón divino.

Mauro se abrazó con fuerza al consejero como si fuese su única tabla de salvación.

–No me deje, por favor –decía llorando–. No me abandone.

Aquel hombre había vivido los últimos años encerrado en una oscura prisión de soledad, autocastigo y culpa. Verdugos imaginarios enmascarados venían de noche y lo castigaban con crueldad. Años y años deseando la muerte. Creía que esta sería el punto final de su sufrimiento. De repente, por una rendija, vio entrar un rayo de luz a su mundo de oscuridad y miedo.

La recuperación de Mauro fue rápida. La familia quedó sorprendida cuando vino un día a visitarlo. Por primera vez después de muchos años, lo vieron sonreír. Con timidez, como si estuviese conversando con desconocidos, pero mirándolos a los ojos. Sus ojos reflejaban paz. Nadie entendía lo que estaba pasando. El consejero y Mauro, sí.

Las últimas semanas habían pasado horas estudiando la Biblia. Mauro leyó al profeta Isaías, que escribió: “Pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír” (Isaías 59:2). Entonces entendió por qué no había paz en su corazón. Estaba lejos de Jesús, y solo él podía darle paz. Creyó en la promesa: “La paz os dejo, mi paz os doy […]” (S. Juan 14:27).

Entendió también que el perdón divino no es solo la liberación de la culpa. No es solo una declaración de absolución. La Biblia es clara al afirmar: “Porque la paga del pecado es muerte […]” (Romanos 6:23). “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Por lo tanto, si hubo pecado, tendría que haber habido muerte. El ser humano debería haber muerto, y eso sería justo, mas “él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).

¿De quién hablaba Isaías? ¿A quién se refería cuando decía “él”? Mauro aprendió, en la Biblia, que Jesús es el personaje central del evangelio. “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Ya pasaron varios años de todo esto. Un nuevo día amaneció en la vida de Mauro. Su mente era como un cuarto oscuro. Sombras amenazantes lo atormentaban constantemente. De repente, por una rendija de su conciencia entró un rayo de sol. Era el evangelio liberador de Cristo, que inundó su ser entero con paz y felicidad.

* * *

El reloj digital del automóvil brillaba indicando la hora: tres de la mañana. Todavía nos restaban cuatro horas de viaje. La carretera Río de Janeiro-Bahía parecía interminable. Aquella madrugada, mientras el automóvil devoraba kilómetros, dejando atrás pequeños pueblos, mi compañero de viaje, emocionado, me contó esta historia. Él era el hombre que Dios había usado para llevar el evangelio del perdón a la vida angustiada de Mauro. Era el capellán.

No me dejes sola

Las luces de neón se encendían y se apagaban anunciando el nombre del club nocturno “Éxtasis”. En el corazón de Lilian solo había depresión. Su vida estaba lejos de ser un éxtasis. Sentía hambre, frío, cansancio y miedo. Miedo de entrar a aquel lugar. Sabía que si iniciaba aquel camino no tendría vuelta atrás. Temía entrar a un mundo desconocido y misterioso del que ya había oído hablar. Sintió pavor de destruir los valores que guardaba en su corazón, aunque a veces se preguntaba si valía la pena respetar valores en un mundo cruel.

¿Qué más le restaba? La vida la había llevado hasta esa esquina. Entrar sería como castigar a Dios por la manera “injusta” en que había conducido la vida de una niña indefensa.

Entró. Había un olor nauseabundo allí dentro. Olor a pecado. A cosa prohibida. A promesas mentirosas. En la penumbra del ambiente lleno de humo de cigarro, trató de ubicar a su amiga. Su corazón y su cuerpo temblaban. Quiso salir. Huir. ¿Salir hacia dónde? ¿Para aquella vida de pobreza y limitaciones que vivía?

“Hay caminos que una no escoge –pensó para sí–. No tengo más opciones. Necesito sobrevivir”. La necesidad la había empujado hasta allí. Por lo menos, era eso lo que ella se repetía para justificar su actitud.

Sentada cerca de una mesa vacía, aguardaba a la amiga que le había prometido presentarle al dueño del cabaret. Mientras llegaba, Lilian observaba todo detenidamente. La música ensordecedora le impedía pensar. Era mejor así. Para sobrevivir en un lugar como ese, era necesario estar casi anestesiada. Hombres ávidos de placer devoraban con los ojos a las muchachas que bailaban en un escenario.

“¿Quién soy? ¿Qué hago aquí?”, se preguntó una vez más. Su mente, sin querer, viajó al pasado, a los años de su niñez en el campo. El recuerdo más lejano que guardaba era el de una niña de cuatro años que lloraba junto al cadáver de su madre.

“Mamita, no me dejes sola”. Lo había repetido en su mente tantas veces a lo largo de su vida, cuando en las horas de soledad, tristeza y dificultades buscaba auxilio. La primera vez que lo expresó audiblemente, la madre ya no la escuchaba. Después de eso, nadie jamás la escuchó. Ni cuando pasó hambre, ni cuando sintió frío y ni siquiera cuando su padrastro abusó de ella a los diez años.

Había pasado su adolescencia con una familia humilde. Terminó el curso secundario. Completó el primer año en la Facultad de Arquitectura. Había tenido que dejar los estudios por falta de dinero. Vivía ahora en una ciudad de más de dos millones de habitantes y, como siempre, se encontraba sola.

Había pasado los dos últimos años buscando la mejor manera de sobrevivir y terminar sus estudios. No encontraba un empleo que le permitiera realizar su sueño de ser arquitecta. Lo poco que recibía apenas alcanzaba para pagar la renta de un cuarto y alimentarse. Hasta que conoció a Tina.

–No necesitas vivir en esa situación –le dijo Tina un día–. Eres bonita, joven; hay muchos hombres que darían la vida por ti.

Tina no entendía de sueños. Tal vez nunca los había tenido, quizá los había perdido en el mar de dificultades que hay que atravesar para alcanzarlos. Lo cierto es que Tina se mostraba consumista, escandalosa y materialista. Lo importante para ella era el dinero, y aparentemente lo tenía. Se vestía bien, iba a buenos restaurantes, compraba cosas caras e, incluso, enviaba dinero para su hijo, que vivía con la abuela en una ciudad del interior.

La vida de Tina era un misterio. Trabajaba de noche, ganaba bien y tenía el día libre. Era la vida que Lilian deseaba. Si ella estuviese en el lugar de la amiga, aprovecharía el tiempo para terminar sus estudios.

–Tú puedes tener todo lo que yo tengo –le afirmó Tina–. Te voy a explicar.

Y se lo explicó. Sin omitir detalles. La joven morena, de cabellos largos y sonrisa encantadora, trabajaba en un cabaret. Participaba de un espectáculo en el cual se desvestía delante del público. Después, hacía beber a los clientes y, si deseaba, salía con uno de ellos por una razonable cantidad de dinero.

Al principio, Lilian no quiso saber nada del asunto. Su negativa fue contundente. Ella nunca haría eso. Tenía sueños que estaban lejos de ser una bailarina de cabaret.

El tiempo pasó. La situación financiera de Lilian empeoraba cada día y Tina insistía.

–No seas tonta. Es la única manera de terminar tus estudios y realizar tu sueño de ser arquitecta.

–No quiero esa vida para mí.

–Pero si no te hablo de vida, chica; te estoy hablando solo de un tiempo, mientras estudias.

Con el tiempo, Lilian comenzó a pensar que no tenía mucho que perder. Había sido violada por su padrastro. Más tarde pasaron por su vida dos novios, que la engañaron con promesas mentirosas. Por otro lado, ¿dónde estuvo Dios en todo ese tiempo? ¿Por qué la había abandonado? ¿Por qué no la había cuidado?

La llegada de Tina al cabaret aquella noche la sacó de sus pen­samientos.

–Por fin, chica –le dijo Tina, casi gritando para ser oída en medio de aquel ruido infernal–. Te voy a presentar a Mauricio. Es el dueño de esta casa, es buena gente. Ya le hablé de ti y está dispuesto a ayudarte.

Fue así que comenzó todo. A partir de aquella noche, la vida de Lilian hizo un giro de 180 grados. Al principio solo bailaba en el escenario. Era bonita, sus ojos negros llenos de misterio atraían, su sonrisa cautivaba. No salía con hombres. No se vendía, pero aprendió a fumar, a beber y, con el tiempo, pasó a usar drogas esporádicamente.

El dinero era escaso. Más de una vez, pensó si valía la pena continuar frecuentando aquel lugar.

–No tienes dinero porque no quieres –le dijo un día el dueño del cabaret–. Si estás aquí es para que hagas las cosas por completo. Hay muchos hombres dispuestos a darte dinero.

Lilian no supo cuándo, pero un día despertó en el cuarto inmundo de un motel, al lado de un hombre que nunca había visto y al que nunca más volvería a ver. Aquel día ella pensó que había llegado al fondo del pozo. No imaginaba lo que la aguardaba.

Cinco años pasaron desde aquella primera noche en el cabaret. Años de soledad. De desesperación. De angustia. Ninguna cantidad de dinero fue capaz de sustituir la paz de un sueño tranquilo. Si hubiera podido decidir nuevamente, no habría escogido esa vida aunque tuviese que dormir con hambre y no supiese cómo pagar al día siguiente el alquiler vencido.

Al principio, la culpa era incesante. La conciencia, juez implacable, la condenaba todo el día. Se sentía sucia, inmunda. Cuando caminaba por la calle tenía la impresión de que todo el mundo sabía lo que hacía. El dinero no le alcanzaba para nada. Había ahorrado un poco de dinero con la ilusión de continuar sus estudios de arquitectura, pero un día fue presa, acusada de asesinato. Dos meses después, al comprobarse su inocencia, fue liberada. Se había gastado todo el dinero que había ahorrado.

Eso la desanimó completamente. Se entregó de cabeza a aquella vida de promiscuidad. Parecía que el dolor que sentía era el mejor castigo para su conducta equivocada. Se fue hundiendo, año tras año, hasta que no quedó nada más de la niña soñadora que ingresaría a aquella vida “solo hasta terminar mis estudios”.

* * *

Sábado de madrugada. En el repugnante cuarto de un motel, Lilian no lograba dormir. A su lado, un desconocido. Acababa de salir con él por dinero. El hombre roncaba. La joven bailarina lloraba en silencio. Más sola y triste que nunca. Su cuerpo era un objeto que los hombres compraban. Se sentía sucia. ¿Algún día podría ser amada por alguien? ¿Merecía ser amada? ¿Cómo había llegado a ese punto? Prefirió no seguir pensando. Comenzó a girar el dial de la radio de la cabecera, con el volumen bajo para no despertar al extraño. Una frase impactante, oída por casualidad, llamó su atención. La voz decía:

–Eres lo más precioso que Jesús tiene en esta tierra.

Su cuerpo se estremeció. Aproximó el oído al receptor y siguió oyendo:

–No importa dónde estás, si en la cama de un hospital o viajando en la carretera. Si en la celda de una prisión o en el cuarto inmundo de un motel, sin poder dormir. Quiero que sepas que Jesús te ama y murió para salvarte. Ah, por favor no digas que no vales nada o que no lo mereces. Ni tú ni yo valemos nada. Nada hicimos para merecer el amor de Jesús. Él simplemente te ama.

Aquellas palabras parecían dirigidas a ella. Como si el dueño de la voz supiese quién era ella y cómo había vivido hasta aquel día. Era sorprendente. Continuó prestando atención:

–¿Qué es lo que necesitas hacer para que el amor de Jesús sea una realidad en tu vida? “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

Y la voz siguió diciendo:

–Para confesar es necesario reconocer que se ha pecado y aceptar el hecho de que no se puede salir de la situación en que se encuentra. Es como un enfermo. ¿Qué beneficio tiene el remedio si uno no acepta que está enfermo y lo toma? El amor de Cristo es el remedio para todos los males, pero es necesario que el pecador reconozca su condición y confiese sus pecados. ¿A quién? David responde: “Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado” (Salmo 32:5).

Y continuó:

–Los pecados no necesitan ser confesados a un ser humano. Dios es el único que puede perdonar. Es al único a quién debemos recurrir. “Y si alguno hubiere pecado –dijo Juan–, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). ¿Por qué solo a Jesús? “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12).

Lilian quedaba cada vez más sorprendida. Ella creía que los santos podían interceder en su favor, pero la Biblia afirma: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5).

El único mediador que existe entre Dios y los hombres es Jesús. La razón es que solamente Jesús puede entender al ser humano. Solo él atravesó el valle del dolor y del sufrimiento. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades –dijo Pablo refiriéndose a Jesús–, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:15, 16).

Lo que más sorprendía a Lilian era que Jesús, el Hijo de Dios, era capaz de comprenderla. Era eso lo que la voz decía en la radio:

–Aquella tarde sombría en el Calvario, el Señor Jesús no moría porque él hubiese pecado. Había vivido una vida santa, a pesar de haber sido tentado. Aquella tarde Jesús entregó su vida por ti y por mí. Éramos tú y yo los que merecíamos morir. Fuimos tú y yo los que nos extraviamos siguiendo nuestros propios caminos. “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él; y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).

–Ven conmigo al Calvario –seguía diciendo la voz–. Cierra los ojos e imagina la escena de dolor y muerte. Mira al Señor Jesús colgado en una miserable cruz, míralo sangrar, observa las espinas que hieren su frente. Oye los vituperios de sus verdugos. ¿Merecía él morir allí como un delincuente? No, pero te ama. Tal vez nunca logres entender ese amor. ¿Por qué te ama? No me lo preguntes. Yo no sé. Puedes haber vivido la vida más errada. Puedes haber descendido a las profundidades más oscuras del pecado. Puedes haber destruido todo lo bueno que un día tuviste, y sentirte en este momento una basura. Escúchame bien: A pesar de eso, continúas siendo lo más precioso que Jesús tiene. De otro modo, no habría muerto allá en la cruz por ti.

Y la voz replicaba con más fuerza en el corazón de Lilian:

Sígueme acompañando. Ya está casi oscuro. El día se va y junto con el día también la vida de Jesús. Óyelo, quiere decir algo. Levanta los ojos al cielo y llora: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste?” En otras palabras: “No me dejes solo, no me abandones”.

Y el locutor de aquella emisora remató:

–¿Cómo crees entonces que no puede entenderte? ¿Cómo piensas que no sabe lo que sientes? Él te ama y, en este momento, está con los brazos abiertos esperando que te entregues a él.

Lilian pensó que se estaba enloqueciendo. Aquello no podía ser verdad. ¿Cómo aquel hombre sabía lo que ella siempre había sentido? Lloró. Lloró mucho. Como si quisiese que sus lágrimas lavasen su mundo interior. Al terminar el mensaje, entró otro locutor y dijo: “El pastor Bullón, que acaba de presentar este mensaje, estará predicando a las once de la mañana en el estadio de esta ciudad”.

Aquella noticia la alegró. Iría al estadio. Quería conocer a aquel hombre. Deseaba oír más acerca del amor de Jesús.

A las nueve de la mañana el desconocido se levantó y dijo:

–¿Dónde quieres que te deje?

–¿Podrías llevarme hasta el estadio? –pidió ella.

Cuando bajó del automóvil, notó que había mucha gente ingresando apresurada. Se mezcló con la multitud. La única vez que había entrado a aquel lugar había sido para un concierto de un famoso grupo musical. Le gustaba la música. Se consideraba romántica. Sus amigos le decían que ella idealizaba el amor, y por eso sufría. Como quiera que sea, le gustaba la música y aquella mañana de sábado se sintió cautivada por los himnos que cantaba un gran coro. Las palabras acompañadas de música son capaces de llegar a los rincones del corazón adonde la simple palabra hablada no llega.

Las personas reunidas aquella mañana en el estadio tenían algo diferente que las personas que ella conocía. Había en sus ojos un brillo especial. Cantaban con alegría. Cuando la miraban, le transmitían paz.

A las once en punto, me ubiqué frente al púlpito con la Biblia abierta. Nunca empiezo a predicar sin leer un texto bíblico. La Biblia afirma que: “Por la palabra de Jehová fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca. Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió” (Salmo 33:6, 9). Por otro lado, cuando Jesús estuvo en esta tierra, por el poder de su palabra hizo andar a paralíticos, abrió los ojos a los ciegos y hasta resucitó a los muertos.

Hay poder en la Palabra de Dios. Ella es capaz de crear y de restaurar. Aprendí eso a lo largo de mi vida. Aquella mañana la Palabra de Dios obró un milagro en la vida de Lilian. El tema del amor de Dios cautivó otra vez el corazón de la joven semidestruida a causa de las decisiones equivocadas. El texto del mensaje era: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia” (Proverbios 28:13).

Todos los seres humanos quieren ser perdonados. Muchos confiesan sus pecados. Pocos desean apartarse de ellos. Y, sin embargo, la promesa de alcanzar la salvación involucra confesión y arrepentimiento. Arrepentimiento es sentir dolor por haber herido el corazón de Dios y deseo de cambiar su vida. Mucha gente confunde el arrepentimiento con el remordimiento, que es solamente miedo de sufrir las consecuencias del pecado.

Cuando Jesús estuvo entre los hombres, dijo: “Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento” (S. Mateo 9:13). El llamado de Jesús al arrepentimiento era un llamado a los pecadores. A quienes estaban cansados de luchar por una vida mejor. A los que no tenían paz en el corazón y se sentían inservibles. A los derrotados y despreciados por la sociedad.

Lilian se sentía así. Muchas veces se había preguntado: “¿Qué debo hacer para arrepentirme?” La respuesta llegó esa mañana: “¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Romanos 2:4).

Es el amor de Dios que lleva al arrepentimiento. Tú no lo fabricas. No nace en tu corazón, nace en el amor divino. Tú solo tienes que aceptar el hecho de que cuando Dios te pide que abandones el pecado y vengas a él, es porque desea que sus promesas se hagan una realidad en tu vida. “El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9).

Sentada junto a una columna del estadio, Lilian lloraba arrepentida. Su dolor ya no nacía del recuerdo de tantos sufrimientos pasados. Su tristeza era fruto de la pregunta que laceraba su corazón: “¿Cómo pude haber ignorado esto tanto tiempo?”

–Hoy es el día de buena nueva, hoy es el día de salvación –mi voz la hizo volver a la realidad.

Allí estaba ella. Tenía la oportunidad de empezar una nueva vida.

–Ven a Jesús ahora –seguí diciendo–. Ven como estás, sin promesas. Simplemente ven. Tráele los pedazos desechos de tu vida para que Jesús los reconstruya. Tráele tu corazón vacío para que él le dé sentido a tu existencia. Tráele la página manchada de tu vida y recibe de sus manos una página en blanco para escribir una nueva historia.

Lilian luchó. No quería tomar una decisión apresurada, llevada apenas por la emoción del momento. Veía decenas de personas yendo hacia la plataforma. Finalmente, no pudo resistir a la voz del Espíritu Santo y se entregó a Jesús.

El último versículo leído aquel día fue: “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio” (Hechos 3:19).

Refrigerio. Fue eso lo que Lilian sentía cuando salió aquella tarde del estadio. A pesar del calor implacable de diciembre en esa región, ella sentía la brisa suave acariciando su rostro como si fuese el beso dulce del perdón de Jesús.

* * *

Sucedió muchos años después. Había terminado la predicación. Afuera llovía a cántaros. Sentado en el camerino, aguardaba la llegada de la persona que me conduciría al hotel. Un colega entró:

–Hay una persona que quisiera saludarte.

–Déjala entrar –respondí.

No terminé la frase cuando ella apareció. Se ubicó en el sofá enfrente de mí y miró a mi colega. El pastor entendió y se retiró. Yo no sabía quién era aquella dama elegante. Jamás la había visto. Su emoción era evidente.

–¿Podría venir mañana más temprano para conversar con usted? Tengo una historia interesante. Usted tiene mucho que ver con todo, pero veo que ahora necesita salir –me preguntó ansiosa.

Al día siguiente, conversamos. Era una arquitecta bien conceptuada. Una mujer feliz, casada, con dos hijos y una carrera profesional brillante. Era un fruto del amor de Dios. Era Lilian.

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9789877983623
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