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Otro afuera

Carolina Sanín

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Bogotá, 15 de abril— En el confinamiento obligatorio por la pandemia, la economía se ha retraído, para mí, a su etimología: es el conocimiento de la casa, del oikos. Cada 15 días abastezco mi casa. Todos los días soy consciente de cuánto consumo, de qué se pierde y cuánto se conserva. Un día a la semana limpio mi casa, que ahora equivale a mi mundo: cada objeto y cada asiento y cada balda con el trapo —primero seco y luego húmedo—, y el suelo con la escoba, luego con la aspiradora y, por último, con el trapero. Quizás «economía» en la cuarentena ha pasado a ser casi equivalente de «limpieza»: en la casa común que es la ciudad, la administración se concentra en las medidas de higiene pública, de distanciamiento, para evitar el contagio. En mi casa, la administración de la higiene no es distancia sino contacto: recorro las formas de todas las superficies. Acaricio y levanto los objetos, y los pongo en su lugar, pensando que su lugar es ése y ningún otro en el mundo, pues así lo he dispuesto. Cada vez que vuelvo a poner algo donde estaba, después de tocarlo y repasarlo, o que elijo para él un lugar distinto (o la basura) donde dejarlo, me siento —o me figuro que me siento— poniendo fin a un drama, pues el fin de cada tragedia y cada comedia es que las cosas queden en el lugar que les corresponde. Mientras limpio y ordeno —mientras hago que el telón caiga una y otra vez— medito sobre el significado de disponer, que es dar posiciones y decidir, pero también connota un ofrecimiento. Dispongo continuamente mi casa y sus cosas para mi vida de cada día, que ahora es vida de día por día: vida de un solo día con una sola huésped, que coincide con su anfitriona. Mi casa toda se convierte en una mesa servida: para mí sola y para mí toda, para la plenitud de mi tiempo: para el día.

Mi cocina tiene dos puertas: una de vaivén, por la que entro y salgo, y otra pequeña, una puertecita, poco más ancha que mi cuerpo, que la comunica con el comedor. Desde que me mudé aquí, esa segunda puerta había permanecido cerrada, pues yo la necesitaba como pared para apoyar contra ella un mueble. Hasta ayer, que fue día de limpieza, había olvidado completamente esa puerta clausurada. Al cabo de la jornada, puse el mueble en otro lado y dejé la puertecita abierta. Hoy pude, por primera vez, entrar en la cocina por una puerta y salir por otra. Como la excavación de un canal interoceánico, ese acto de gobierno de mi casa cambió el mundo. Durante la cuarentena, me he hecho consciente de que reino en mi casa; de esa modalidad irónica de la libertad que es la soberanía. La economía atraviesa una fantasía autárquica y sale (por la segunda puerta de la cocina) convertida en política, y me hace pensar que quizá el ejercicio de la política no es otra cosa que la administración de la circulación por el espacio.

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Esta mañana pensé que posiblemente no viajaré nunca más a otra ciudad, y entonces hice la cuenta de las casas donde he vivido: son 23. Me pareció evidente que siempre había vivido en una sola: en ésta, que contiene las del pasado, que iban formando la que al final las contendría. Siento que no existí en las casas que he habitado, ni en las siete ciudades que me han albergado. Que las soñé.

Si al limpiar y disponer las cosas de mi casa —al resolver que pongo cada una en su lugar y que determino con ello el último acto de una representación—comprendo el género dramático, con la obligación de permanecer en un solo lugar durante todo el día —y día tras día— pienso en el género narrativo, cuya función es observar el paso del tiempo a través de las cosas. Ahora que ya no voy ni vengo —ahora que lo que se mueve es verdaderamente el Sol y no yo, no la Tierra— me parece entender que lo que ha habido siempre, por encima de todas las mudanzas, es un día. Un solo día. Que estar vivo es estar sujeto al avance y a la repetición del día. Que la parábola de la luz es la explicación de la vida, y que el deseo de seguir viva es el de seguir estando bajo el arco diurno.

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Algunos amigos me han dicho que durante el confinamiento sueñan más o recuerdan más sus sueños —esa actividad por medio de la cual la mente busca su salud y administra su higiene—; que tienen sueños extraordinarios y muy vívidos. A mí también me está sucediendo. Hace tres noches soñé con una leona que tenía melena de león y que me esperaba en un carro con su cría, y la noche siguiente soñé con el hijo del sah de Persia, y anoche soñé que un erizo cuyas púas eran lápices me mandaba saludos con una amiga que es dibujante y vive en una ciudad lejana. Los sueños son el afuera al que podemos salir en la noche, después de pasar todo el día confinados en la casa, limitados a ella. Quizás estamos reclamando la espacialidad real de la vida onírica —y, con ello, dándonos una noticia de la provisionalidad de la realidad diurna, y, con ello, claro, dándonos una noticia de la realidad de la muerte—. A medida que el mundo externo pierde consistencia, tal vez el mundo onírico esté presentándose como nuestra otra vida y nuestro otro afuera —al que salimos por la puerta antes clausurada, como estuvo la puerta pequeña de mi cocina—.

Me llama la atención que, al tiempo que se vivifican nuestros sueños, insistamos en ver animales en los espacios públicos de nuestras ciudades. En las redes sociales, que son el espacio de contacto y comunicación que nos queda —y por el que nos desplazamos sin movernos de nuestro lugar, como cada noche hacemos en los sueños— nos hemos mostrado con emoción, desde que empezó la cuarentena, animales no humanos que ocupan el afuera del que los humanos nos hemos ausentado. Ponemos a los animales —jabalíes, venados, pavos reales, osos hormigueros— en nuestro lugar. En el sueño de las redes sociales, construimos el sueño de recorrer nuestras calles en otra forma, en otra encarnación: en los animales, que recorren el mundo entero como su propia casa; que se mueven por el mundo como por la realidad, y no como por un escenario, como nos movíamos nosotros, que salíamos a interpretar personajes y que, confinados en nuestra casa, nos hemos quedado sin escenario y ante el espejo.

Dije que he soñado con el hijo del sah de Persia y con un león que me esperaba en un carro: he soñado con la soberanía y con la posibilidad de desplazamiento, pero en un cuerpo que no es el mío (que es el de una fiera, pero que también es un rey: el león). Estos sueños, y esta sensación que tengo y que tienen algunos de mis amigos de estar mudándose a la realidad onírica, y esta experiencia del encierro ante la pantalla del computador, que hace que me sienta entre espejos —como en una fantasía del Barroco— me llevan a pensar en el Segismundo de Calderón de la Barca. El príncipe heredero de Polonia crece encerrado en una torre, sin saber quién es. Luego, lo sacan de la torre y lo ponen en el reino, en el lugar de príncipe. Vuelven a confinarlo por la ferocidad que exhibe, y él cree entonces que se ha soñado príncipe y que su realidad verdadera es la vida en la torre. Después de que ha comprendido y dicho la naturaleza ilusoria de la vida —y la reversibilidad de la relación entre vigilia y sueño— es liberado. Al final de la obra, ocupa la posición para la que nació: puede empezar a gobernar su reino y a vivir su vida, consciente de que la vida y el lugar propio son sueño y son teatro.

Querida Eula Biss

Jazmina Barrera

México, 16 de abril— Tuve un ataque de pánico leyendo tu libro. El 24 de enero de 2020, un día después de que China cerrara todos los accesos a la ciudad de Wuhan y cuatro días después de que se detectaran los primeros casos de covid-19 en Estados Unidos, abordamos un vuelo de Baltimore a la Ciudad de México. Yo estaba leyendo tu libro, Inmunología. Me tocaba participar en una charla contigo un par de semanas después y decidí que las horas de vuelo eran ideales para empezarlo. Me da vergüenza admitir que al principio era medio escéptica. Por más que en la contratapa hubiera elogios de dos de mis escritoras favoritas (Rebecca Solnit y Maggie Nelson) nunca me había puesto a pensar en las vacunas, no me interesaban particularmente y me imaginaba un libro más bien aburrido, lleno de jerga médica. Cambié de opinión a las pocas páginas, me enganché con las historias de vampiros, experimentos vacunos y madres antivacunas que ibas narrando y desmenuzando. Me identifiqué sobre todo con el miedo materno que tan bien describes, esa necesidad angustiosa —casi enloquecedora por momentos— de proteger a tus hijos de los infinitos peligros, visibles e invisibles, que acechan en cada rincón del mundo, a todas horas. Me interesaban particularmente las secciones en que explicas cómo el cuerpo humano coexiste por dentro y por fuera con una cantidad incalculable de microorganismos, y cuando convivimos en equilibrio con ellos, más que benéficos son necesarios —hace poco vi un documental donde explican que los niños que crecen con perros y por lo tanto están expuestos a sus gérmenes desde bebés, padecen menos alergias—, pero cuando el equilibrio se altera nos enferman. Fue quizás algún ruido del avión o una turbulencia medio ominosa lo que me distrajo de la lectura y me hizo pensar en el precario ecosistema que es un avión y en todos los virus que los pasajeros comparten a través del aire acondicionado, que circulan por nuestros pulmones una y otra vez, se reciclan y vuelven a circular. Siempre he padecido una leve hipocondría, casi simpática, pintoresca, diría yo, pero nunca antes me había pasado algo así. Esa mañana me había comido un par de gomitas anaranjadas de vitaminas Airborne, de esas que en teoría son especiales para mejorar el sistema inmune antes de abordar un vuelo. Traté de pensar en eso, pero no sirvió de nada, me faltaba el aire, sentí que me estaba ahogando, que tenía que pedir una máscara de oxígeno o salir de ese avión como fuera, gritarle al piloto que aterrizara de emergencia, robarle a la azafata uno de sus zapatos rojos de tacón —en ese vuelo por primera vez tomé conciencia de que en pleno siglo xxi siguen obligando a las azafatas a usar zapatos de tacón— y romper una de las ventanillas para que entrara aire fresco. Logré controlarme unos minutos más tarde, irónicamente, con el famoso truco de concentrarme en mi respiración.

Tres días después, mi familia y yo empezamos con los síntomas de una gripe insoportable. Luego de unas fiebres estratosféricas, una prueba de laboratorio confirmó que era influenza tipo A. Fueron días horribles. Mi hijo decía “mocos” cada dos segundos, yo no tenía fuerzas para nada. No nos habíamos vacunado contra la influenza. Varias veces pensamos que había que hacerlo, y varias veces lo pospusimos. Me enfurecí conmigo misma. Después de haber leído tu libro me quedó claro que era una tontería no haberlo hecho.

No tengo forma de saber si me enfermé en ese avión, pero mi instinto no tiene dudas.

Nos encontramos 21 días más tarde, Eula Biss, el 15 de febrero, cuando el covid-19 ya había sido bautizado y Francia anunciaba la primera muerte en Europa. Me caíste bien de inmediato. Fue una plática muy agradable, que duró sólo una hora, aunque yo habría querido extenderla por más tiempo. Con todo lo que ha pasado desde entonces he seguido imaginando conversaciones contigo, que son más bien soliloquios, porque trato de adivinar qué responderías a mis preguntas, pero nunca llego muy lejos. Se suponía que íbamos a volver a reunirnos, íbamos a tener una charla en mayo, en Chicago, durante el tour que me habían organizado por Estados Unidos, que fue, por supuesto, cancelado.

Hace unos días, mi hijo de dos años soñó esto: “Como la calle estaba vacía había una jirafa, y todas las casas se caían”. Habrá sido por un video que sacó mi tío en Berlín, donde filma las andanzas de un zorro en un jardín vacío enfrente del Palacio de Bellevue. Hablamos constantemente de la pandemia y mi hijo no había opinado nada hasta que varios días después me preguntó: “¿Mamá, en dónde están las personas?”. Entonces yo pensé en preguntarte, Eula Biss: ¿Qué te pregunta tu hijo? ¿Qué le respondes? Desde que me embaracé, desde que viví esa experiencia tan fascinante y desconcertante de ser dos cuerpos en uno, he ido buscando y descubriendo otras formas en las que nuestros cuerpos son parte de un organismo múltiple, de algo así como un jardín. Un año antes, sin haber leído tu libro, escribí en una conferencia esta oración: “No somos islas; se me ocurre que las mujeres, los humanos y los libros somos más bien algo así como jardines en la selva”. Casi salto de emoción —esto fue algunos días después del vuelo, ya con influenza pero sin ataque de pánico— cuando leí una oración por poco idéntica en tu libro, en donde dices que nuestros cuerpos son jardines dentro de un jardín más grande, que es el cuerpo social.

En tu libro explicas que no vacunamos a nuestros hijos para protegerlos de los virus. Las madres antivacunas tienen razón en esto: si nuestros hijos enfermaran de muchas de las enfermedades para las que los vacunamos, probablemente no sufrirían demasiado ni morirían. Vacunamos a nuestros hijos para proteger a las poblaciones más vulnerables, para que el virus no pueda saltar de cuerpo en cuerpo hasta llegar a un cuerpo debilitado, que no soporte la enfermedad. Vacunamos a nuestros hijos, nos vacunamos, por un sentido comunitario, por la noción de que somos un solo organismo múltiple.

No sabes las ganas que tengo de repartir tu libro, que venga en la canasta básica que todas las madres deberían recibir después de un parto —junto con esas toallas sanitarias frías, chocolates, crema para los pezones y varias amigas con hijos—. Después de leerlo es imposible seguir creyéndole a los charlatanes que hablan de vacunas venenosas y que ocasionan autismo. Quizás si más personas hubieran leído tu libro no habría ahora un brote de sarampión, una enfermedad que hasta hace poco estaba ya casi erradicada del planeta.

Los más de 20 días que ya llevamos de cuarentena han sido una mezcla de insoportables juntas en Zoom, relatos devastadores de muertes solitarias y atroces, videos de animales en las ciudades vacías, intentos fallidos para establecer rutinas y trabajar, intentos más o menos exitosos de quitarle el pañal a nuestro hijo, pájaros invisibles que cantan en el silencio de la calle, el vecino que aprovecha la cuarentena para remodelar su casa con furiosas sierras eléctricas y taladros, el otro vecino —todavía no encuentro un insulto que le haga justicia— que organiza “fiestas de covid” con karaoke por las noches, y momentos de angustia, de lectura y de juego.

Pienso mucho en ese cuerpo social que describes. En cómo a falta de vacuna —en lo que inventan o descubren y prueban y distribuyen la dichosa vacuna— tenemos que distanciarnos por el mismo motivo: para que el virus no pueda saltar de cuerpo en cuerpo hasta llegar a un cuerpo debilitado, que no soporte la enfermedad.

Pienso también en los jardines; en cómo el jardín que tiene mi madre en la casa de junto nos ha salvado el ánimo, porque para un niño de dos años ese espacio, esa interacción con la tierra, el aire y las hojas —mi hijo probablemente agregaría en esta lista a las lombrices— es invaluable. Soy consciente del privilegio que implica tener acceso a un jardín, un lujo que incontables familias echan ahora mismo en falta. Pienso en los hogares sin jardín, en los jardines vacíos en Berlín, en tu metáfora del jardín dentro del jardín, en mi metáfora de los jardines en la selva y en los jardines salvajes devastados por la deforestación. En el origen de esta pandemia están esos bosques talados, que cuando se destruyen nos acercan a virus nuevos, que antes vivían en equilibrio con su ecosistema. Otras enfermedades, como la gripe aviar y la fiebre porcina, surgieron de la voraz industria alimentaria, se transmiten de los puercos y las gallinas a los seres humanos. Detrás de esta emergencia sanitaria está la enfermedad social y ambiental del capitalismo salvaje, que está terminando con la vida en la Tierra, y mi sensación es que no estamos hablando lo suficiente de estos temas, que no nos preocupan ni nos ocupan lo suficiente. Lo comento con familiares y amigos y casi todos dicen que exagero, que me lo invento, que no es para tanto. Y quizás sí que exagero, como con mi hipocondría, quizás los artículos mienten y la abundante evidencia científica está equivocada, quizás exagero, y ojalá. Por todas partes escucho a personas que dicen que quieren volver a una normalidad perversa, a un sistema infecto, que nos está matando. Cuando pienso en todo esto, Eula Biss, me empieza a faltar el aire, y entonces me da miedo que sea un síntoma de covid-19 y eso lo empeora. Tengo que concentrarme en mi respiración.

El conejo encabeza la encuesta

Nina Yargekov

Sofía, 17 de abril— Estado de ánimo, inquietudes, esperanzas. ¿En qué piensa una escritora en cuarentena en Europa del este? Después de cuatro semanas de encierro decidí hacer una evaluación de la presente etapa por medio del sondeo a una muestra representativa de mis pensamientos. Las respuestas traducen una geografía mental disparatada, con islotes de voyerismo animal y vastas planicies de apatía política. En suma, una psiquismo fragmentado que refleja, quizá, el estado del mundo.

La resiliencia está presente

La muerte y la enfermedad nos rodean; sin embargo, mi ánimo se mantiene a la alza, con un promedio de 6.7 en una escala del cero al 10. Vaya que es un cambio en relación a la curva en “dientes de sierra” observada durante el mes de marzo, un periodo marcado por picos de euforia dramática relacionados con la idea de que yupi, estamos viviendo un momento histórico, y por yerros referenciales del tipo auxilio esto es una guerra ah no pésima intuición esto no tiene nada que ver con la guerra. Otra buena noticia es que mi psiquismo, mayoritariamente, no considera que el confinamiento sea perturbador, hasta el momento la explicación es que esto no cambia demasiado mis hábitos (72%) y que siempre he sido un poco depresiva pero nada grave (28%). Además, con un marcador que indica 68% de intenciones de ducha en respuesta a la pregunta estaría usted de acuerdo con bañarse hoy y ninguna marca de dientes sobre el camembert que guardo en mi refrigerador, no hay por qué temer la alienación sociocultural de mi parte. Por último, no hay duda de que la resiliencia está presente: 65% de mis pensamientos afirman haber superado el doloroso trauma que suscitó el cierre brutal de las fronteras europeas, mientras que la tasa de sentimiento de irrealidad se encuentra en drástica disminución. Así que, cuando me pongo un cubrebocas, la exclamación interior puta madre estamos de veras en una película de ciencia ficción ya sólo se produce dos veces de cada 17.

Una fuerte baja en el índice

de confianza en la humanidad

Los números previamente citados no deben ocultar la acometida de mi pesimismo existencial. A la pregunta en la perspectiva de una vida futura usted preferiría reencarnar en un cristal de cuarzo rosa o en un ser humano, 82% de mis pensamientos escogen la opción mineral, es decir: 16 puntos porcentuales más que a principios de marzo. En el mismo tenor, Arthur Schopenhauer llega con una entrada escandalosa al top 3 de los intelectuales que más me inspiran, justo detrás de Mickaël Haneke y Jean Améry. Esa idea de que la naturaleza humana está podrida completa y definitivamente se sustenta en los insultos racistas contra las personas de origen asiático al inicio de la epidemia (14%), el pánico moral experimentado ante el triaje de enfermos (31%), el asco ante el robo y el tráfico de cubrebocas (22%) y la pérdida de referencias identitarias provocada por la imposibilidad de ir a la alberca (10%). Por una misteriosa razón, la guerra en Siria, las peleas entre musulmanes e hindús en Delhi y la vida de las vacas lecheras son citadas también como parte de los factores de desesperanza estructural (13%), y finalmente entra en juego la culpabilidad de ser una privilegiada con un departamento espacioso, y la culpabilidad de culpabilizar puesto que se trata también de un lujo de privilegiados (5%).


Una pasión secreta

por el conejo de mis vecinos

Este estudio nos reservaba la gran sorpresa de la puntuación obtenida por el conejo de mis vecinos en la categoría relaciones sociales. El adorable pequeño mamífero que se pasea con regularidad sobre el balcón de enfrente suscitaba hasta hace poco un interés mediano. El efecto del confinamiento ha sido espectacular ya que 64% de mis pensamientos lo consideran ahora como el ser vivo más importante de todo el universo, de aquí a las estrellas. Esta proporción alcanza picos en mis ideas matutinas, 88% estiman al despertar que es imperativo y urgente esconderse detrás de las cortinas para verificar discretamente si el adorable lepórido se encuentra bien, si sigue en posesión de sus cuatro patas y de sus dos orejas, lo cual me da enseguida la autorización de estallar en risitas alegres. El corolario es que, si aquel que decidí bautizar Ricky en el secreto de mi corazón desencadena una adoración incondicional (62%), ensoñaciones sobre su pelaje que se mira tan suave (26%), e incluso proyectos de secuestro (12%), él mismo también monopoliza el terreno bastante más negro de mis miedos e inquietudes. Así, muy por delante del estado de salud de mi madre (1h/día), de la vida cotidiana del personal en los hospitales (30 min/día) o el destino de las sexoservidoras de pronto privadas de sus fuentes de ingreso (25 min/día), el bienestar de Ricky me mantiene ocupada casi de tiempo completo (6h40/día), por la angustia de una gripa (24%), una caída desde el balcón (59%) o incluso una intoxicación alimentaria por culpa de una hoja de lechuga descompuesta (17%). En tal contexto, nadie se sorprenderá si a la pregunta en caso de penuria alimentaria estaría usted dispuesta al ayuno para darle zanahorias al conejito, el 100% de mi población cerebral responde que sí, contra solamente 32% cuando se trata de sacrificarse para salvar a una enfermera agotada.


Una habituación a los estímulos antidemocráticos

En el frente político, el primer ministro Viktor Orbán ganó el plebiscito para personalidad más ansiogénica de mi mapa mental. En un respetable segundo lugar detrás del conejo de mis vecinos, acapara él solo 33% de mi actividad neuronal cotidiana, con un pico de 72% los días posteriores a la adopción de la “Ley coronavirus” en Hungría. Sin ninguna ambigüedad, dicha reforma es considerada por mí misma como la instauración de una cosa que se aleja seriamente de lo que se puede llamar democracia (81%) aunque bueno hay que ver cómo la van a implementar (19%). Por lo tanto, mi índice de indignación se encuentra en su tasa histórica más baja (7.6%) y pareciera que básicamente me dedico a encogerme de hombros mascullando sí bueno de todas formas era previsible mira que me comería unos M&M (19 ocurrencias al día). Hay que decir que a lo largo de estos últimos años, la política húngara ha sido tan prolija en estímulos antidemocráticos que un ataque al estado de derecho es percibido como algo habitual por el 90% de mi psiquismo. Para terminar, se observa que Francia, donde también tengo ciudadanía, no suscita ningún interés fuera del sarcasmo, con un pequeño crecimiento (+ 6 puntos) en la producción de chistes internos sobre el tema n’hombre en este gobierno de veras que son unos payasos.


El horóscopo como un último recurso

En cuanto a la esfera intelectual, advertimos un eclecticismo que colinda con el desmadre. Si bien las referencias a los trabajos universitarios no están ausentes, con cierto entusiasmo por la historia (6.2% de mi memoria ram se encuentra comprometida con la controversia a saber si Montaigne tuvo razón en irse de Burdeos durante la peste) y la filosofía moral (89% de mis pensamientos encuestados confían en esta disciplina para elucidar el asunto del triaje de enfermos), parece que la pandemia ha despertado sobre todo mi tendencia a lo irracional. De modo que cerca de una décima parte de mi inconsciente estima plausible que el covid-19 esté dotado con un sentido ético y/o intenciones, como por ejemplo destruir el capitalismo (2.3%) o fustigar el trasero de las grandes potencias (6.8%). Aún más inquietante, una cuarta parte de mi día de ayer se fue en identificar la fecha de nacimiento del coronavirus y después al estudio de su signo astrológico, todo porque el horóscopo es más divertido que la prensa internacional (72%), porque hay mucha gente que cree en Jesús así que por qué no en los planetas (15%) o también porque si el virus me pide matrimonio sería útil saber si nuestros signos son compatibles o no (13%). En paralelo, la cantidad de novelas leídas durante el encierro es inferior a mi promedio personal y la curva de dudas relacionadas con mis capacidades como escritora se fue al cielo. Sobre este tema, la queja más frecuente es auxilio el mundo ha cambiado tanto que la novela que estaba escribiendo ahora es totalmente anacrónica (60%), seguida por la de puta madre cómo iba a imaginarme que estaba escribiendo una ficción histórica ahora me pregunto si debo empezar con érase una vez (37%). Para terminar, se observa una fuerte correlación estadística entre la ausencia del conejo en el balcón de mis vecinos y las recaídas depresivas en torno al tema soy una escritora fracasada. Al día de hoy, la naturaleza del vínculo de causa a efecto no ha sido del todo esclarecida.

Advertencia: el presente estudio debe ser leído con precaución y distancia crítica. En ausencia de una Nina-muestra de control desarrollándose en un mundo sin coronavirus, no se podrá tener seguridad de nada. Para efectos prácticos, debo al menos precisar que soy Cáncer con ascendente Géminis.

Traducción del francés: Yael Weiss

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9786073037563
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