Читать книгу: «Los cuadros de la muerte», страница 3

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—Sí —respondió el extraño, apuñalándola con la mi­rada—. Los que sueñan con la muerte o creen que cumplirán sus sueños a través de ella, deben pudrirse en la cárcel.

Luego, colgando el caballete de su hombro, tomó por el sendero hasta perderse en la noche. La joven permaneció ob­servándolo un largo rato, en absoluto desconcierto; su rostro aniñado adoptó una mirada adusta y oscura. No logró descu­brirle la personalidad y esa introversión hermética le preocupó sobremanera; tan extraños eran sus ojos y todo lo que irradiaba que hasta tuvo que bajar la vista al enfrentarlo.

Caminó pensativa un buen trayecto hasta que pudo despren­derlo de sus pensamientos. Pero no logró paz, esta vez su preocupación se trasladó a los problemas que incumbían al comisario Kes­man, y entonces, con profunda renunciación y convicción, ex­clamó:

—¡Yo voy a ayudarte, no vas a estar solo, mi amor! ¡Yo voy a protegerte y a protegerme, ya lo verás!

El escritorio del comisario —atestado de papeles— era de­plorable; con semejante desorden era imposible pensar que hubiera expedientes e informes cronológicos. Denuncias, inda­gatorias, pedidos de informes, memorándums y todo cuanto fuera papel parecía haber sufrido las consecuencias de un ciclón; hasta su mente parecía haber padecido una terrible in­clemen­cia. Su rostro no podía ocultar sus ojos ojerosos que daban la sensación de estar hundiéndose en el fondo de una ciénaga; pero a pesar de todo intentaba resistirse al insomnio, que avan­zaba y que pretendía agotarlo por completo.

La última vez que miró el reloj de pared, este indicaba las dos de la madrugada. El despacho, con increíble sonori­dad, denunciaba todo cuanto se moviera en su interior, pues los ecos se desplazaban por los pasillos como las notas musicales sobre las cuerdas de un instrumento; era la señal de que la noche ya había extendido su tenebrosa oscuridad. La incomodidad en la que estaba descansando le hacía incorporar abruptamente de vez en cuando el desorden ya existente y desacomodarlo más aún, porque al bajar los pies del escritorio arrastraba consigo lo que allí quedaba de expedientes y de papeles. Con esto lograba darse cuenta de que aún existía, pues el sonambulismo en el que estaba sumergiéndose amenazaba con hacerle perder toda noción de tiempo y espacio.

Las horas seguían transcurriendo cuando de pronto el es­tridente sonar del teléfono lo despertó. Se incorporó sobresal­tado y atinó a observar con atención el reloj, esta vez señalaba las dos y media pasadas.

—¿Quién será a esta hora? —musitó, malhumorado, haciendo lo posible por despabilarse; sin poder ahogar un in­oportuno bostezo, con ronca voz, preguntó:

—¿Quién es?

Un fuerte silencio se produjo y lo obligó a preguntar nue­vamente; aunque esta vez con mayor inquisición:

—¡¿Quién es?!

Pero el silencio prosiguió y, cuando ya estaba a punto de expresar un improperio, escuchó la dulce voz de Isabel que le decía:

—Mi amor, soy yo.

—¡Isabel! ¡Te pido por favor, no vuelvas a hacerme esto! —exclamó.

—¿Qué te pasa, Ignacio? Te noto raro. —preguntó la joven haciendo deslizar con sensualidad la voz.

—No... no es nada, es que estoy preocupado —le respon­dió a secas.

La joven intuyó el motivo de su nerviosismo.

—Seguís con eso... ¿verdad?

—¿Y qué querés que haga? —le espetó, como si no fuera quien le quitara el sueño.

En el intervalo que se produjo, pareció lamentarse de su situación. Pudo en su juventud optar por dos caminos que le había propuesto su padre: seguir con sus estudios de licencia­tura aeronáutica o dedicarse de lleno a la administración de un consorcio en un complejo habitacional de la ciudad de Córdoba; allí su padre era el administrador y él colaboraba con las labores más sencillas. Pero su ingénita y vasca testarudez, heredada de su madre, pudo más, ya que siguiendo el consejo de un amigo de la infancia, a su vez proveniente del padre de este, ingresó en la academia. “Allí tendrás un futuro intere­sante”, le había dicho, y el haber aceptado hoy lo obligaba a estar en se­mejante embrollo. No pudo más que lamentarse de aquella de­cisión.

—Ignacio... necesito verte —dijo la joven.

—¿Qué hora es? —preguntó entonces mirando el reloj, que señalaba las dos y cuarenta de la madrugada.

No logró más que sorpresa e, incorporando realidad, frun­ció el ceño y dijo:

—¡Son casi las tres de la madrugada! Isabel, ¿en dónde estás? —Esta vez su voz encerraba una actitud recriminatoria.

—Acabo de salir de lo de Beti, pero antes estuve en el consultorio de la psicóloga.

—¿En lo de Martina?

—Sí.

—¿Y qué hacías allí? —preguntó contrariado.

—¿No recordás que quedé en ir a visitarla?

—¡A visitarla! ¿Cuándo? —exclamó enardecido.

—Cuando te llevamos el cuadro que se había olvidado aquel hombre. ¿No te acordás de ese que…?

—¡Ah! —contestó y, girando la vista hacia el pasillo que conducía a la oficina de archivos, observó el estático paisaje que colgaba de un soporte; se veía mortecino bajo el resplandor opaco de la lámpara—. Sí, ahora lo recuerdo —dijo, y agregó—: No deberías andar a estas horas por ahí, si supieran tus padres.

—Mis padrastros, querrás decir —corrigió la joven.

—Tenés razón, disculpame —respondió comprendiendo su in­genuidad.

—Bueno, ¿voy o no? —insistió ya inquieta, y agregó con voz suave—: ¿No te gustaría hacer el amor... esta noche?

—Vení —aceptó a secas, y antes de cortar agregó—: Pero tené cuidado. —Luego se reclinó pensativo en su sillón y sus ojos volvieron al cuadro.

A los quince minutos, un agente hizo pasar a la joven al despacho del comisario. Atónita observó el desorden y, tomán­dose el rostro con las manos, exclamó sorprendida:

—¡Dios mío! ¿Por qué no me dejás que te ayude, mi amor?

—No —le respondió tajante—. No quiero que te absorba la locura. —Luego, observándola con seriedad y con expresión interrogativa, preguntó—: ¿Qué hacías en lo de Martina?

Se produjo un ligero silencio; pero la joven, con sutileza y no menor maestría, lo controló con hábil y femenina percep­ción.

—¡Mi amor! ¿Estás celoso? ¡Vamos! ¿Creés que no me di cuenta?

Estas palabras lo erizaron y le produjeron un insólito es­tremecimiento, pero la joven, ajena a tal susceptibilidad, le dijo:

—Algo indescifrable tiene en su mirada esa… parece vivir en una pesadilla; ni me habló del cuadro, que realmente era de mi interés. —Y luego de un profundo silencio, agregó—: A propó­sito, ¿no vino a reclamarlo aún ese hombre?

No le respondió, entonces la joven, como recordando algo que se había olvidado, exclamó:

—¡Ah! Lo que sí me dijo la psicóloga es que le gustaría conocer a esa persona. Los sueños, mi amor, me apabulló con los sueños. —Después, mirándolo fijamente, agregó—: Mi amor, ¿vos soñaste alguna vez conmigo?

Kesman continuó sin decir palabra y ambos ni se imagina­ban que por esas horas la psicóloga y el extraño estaban te­niendo su primer encuentro cara a cara.

Permanecieron un prolongado tiempo mudos, obser­vando el cuadro que colgaba de la pared, luego Kesman acotó:

—Voy a dejarlo allí, algún día vendrá a buscarlo.

La joven luego se dirigió al escritorio y, tras abrir uno de los cajones, buscó entre los papeles el atado de cigarrillos.

—¿Dónde están los cigarrillos? —preguntó al no encon­trarlos.

—¿Cigarrillos? —exclamó Kesman sonriendo; es­taba a la espera de un cambio de tema y, como esto ocurrió, agregó con picardía—: ¿No era que querías hacer el amor?

—Para eso vine —respondió la joven acercándosele, luego se le colgó del cuello.

—Los cigarrillos están por ahí, entre esos papeles o en el armario, fijate —dijo cuando logró separarse de sus labios. Pero luego, agachando la cabeza con síntomas de fatiga, mu­sitó—: Estos casos me tienen harto.

Presentía que el asesino estaba planeando otro asesinato y no era ajeno al tiempo que estaba transcurriendo sin obtener resultados. En ese pensamiento comprendió que se encon­traba solo, excepto por Isabel que, aunque sabía que estaba lastimán­dola, ella se brindaba por completo. No sentía amor, pero sí una obsesión por tenerla, un cariño que se enrai­zaba por la ab­sorbente predisposición de la joven. En cuanto a la psicóloga Martina, estaba agradecido por el apoyo moral que le brindaba; recordó además que en su último encuen­tro ella había prome­tido ayudarlo en lo que le fuera posible.

Se trasladaron a la habitación que usaba para descansar cuando por motivos de trabajo debía pernoctar allí. La joven cayó desplomada en el sofá, que era el único mueble junto a una pequeña mesa que poseía un velador; cuando Kesman lo en­cendió, la tenue luz azulada se escabulló por los rincones. Luego, cuando el silencio reinó, vio las blancas y bruñidas piernas de la joven que contrastaban bajo los pliegues oscuros de su corta falda y, sin decir palabra, se le acercó. Ella, al verlo, cerró los ojos y dejó que le deslizara las manos bajo la tela es­curridiza, pero cuando lo sintió en su firme y tibia mus­cula­tura se inquietó e, incorporándose, lo obligó a que le despren­diera con suavidad la blusa blanca, le desabrochara las sanda­lias y la tomara entre sus brazos. Luego, ya desnuda, sus fres­cos y sua­ves labios encontraron la boca del hombre, y pronto su pecho se estremeció ante el primer contacto. El deseo la en­volvió y los primeros suspiros inquietaron la calma de la habi­tación; las manos del hombre le enseñaban nuevos caminos. Un compul­sivo estremecimiento le recorría el cuerpo cuando co­menzó a sentir que su boca bajaba por su cuello, entonces, toda su piel se ruborizó por las caricias, que lentamente se acen­tuaban con mayor fluidez. Sus piernas blancas estaban apron­tadas a la ma­yor excitación, más aún cuando sintió que las manos de su amante comenzaban a recorrerle las cade­ras. Y ya no pudo contenerse: un compulsivo espasmo se adueñó de ella al sen­tirlo entre sus piernas, y vaya habilidad la que enjugaba su ar­diente y oblonga intimidad. Los impulsos del hombre ya no cedieron, entonces, su pecho pareció estallar, sus ojos iban al viaje de placer que tanto ansiaba abrazándose des­esperada a ese cuerpo, como queriendo que dicho vaivén se en­garzara de una vez por todas con lo más sublime de su alma. Lo amaba por su virilidad, nadie anterior a este hombre le había pare­cido igual; ni siquiera aquel joven que tan apuestamente la cortejara y que de manera fugaz ganara su corazón, y que había su­plido la primera experiencia con un amigo de la infancia, quien, ape­nas pasada la pubertad, logró sacarle la primera y descontro­lada excitación. Nada sabía en aquel tiempo, pero había com­prendido que los hombres serían su eterna debilidad. Re­cordó aquel rostro aniñando y sorprendido que casi se tirara de espal­das al verle los pequeños senos de entonces que, aunque ergui­dos, espera­ban aún juguetonas caricias y fruiciones para des­arrollar más aca­badamente sus incipientes pezones. También la sonrisa sufi­ciente de Santiago, el instructor de gimnasia, cuya muscu­latura no condecía con la energía que aparentaba. “¿Qué le pasa a los hombres? ¿No conocen a las chicas? ¡Mi cuerpo es una cons­telación donde se fusionan los sentidos!”, excla­maba y recla­maba en diálogos de amigas. En cambio, Julieta, su amiga más confidente, no se dejaba arrastrar a los lúdicos placeres; le cohibía pensar que su inma­culada anatomía fuera a tomarse por un mapa donde el geó­grafo o el profesor tuvieran libertades para señalarla con el puntero. “¡Ay, pobre chica! ¡Lo que se pierde! Yo, en cambio, soy como una tierra virgen en donde el explorador tiene todo el derecho de tomar o poner los límites”, solía decir cuando las virtudes del placer ya le habían sido descu­biertas.

De pronto, sintió que sus brazos se desvanecían, que su cuerpo era un témpano y que la sublimación de cada impulso la hacía desfallecer. Pero algo perturbó su mente e hizo que sus piernas se contrajeran y que sus ojos se desorbitaran y, con in­creíble exaltación y casi desgarrando la espalda compulsiva y transpirada de su amante, gritó aterrada:

—¡No! ¡No!

Kesman se incorporó abruptamente y preguntó:

—¡Mi amor! ¿Qué te pasa?

—¡Dios mío! —exclamó la joven y se echó a llorar afe­rrada a él.

Kesman, perplejo y sin comprender qué sucedía, se vistió rápidamente. Presumió algo grave; nunca la había visto así.

—¡Isabel, por favor! ¿Qué te pasa? —volvió a insistir, ya que veía que la joven no reaccionaba y seguía con su llanto.

De pronto, la joven se incorporó, miró a todos lados y vol­vió a agarrarse de él como no queriendo desprenderse, en­ton­ces, entre sollozos, exclamó:

—¡Esa imagen, Ignacio, ese hombre! ¿Quién es, por favor, quién es, Dios mío? ¡Esa sonrisa! ¡¿Quiénes son, Ignacio?!

—¿Cómo?... —preguntó Kesman, intrigado y sorprendido tras escucharla. En la mirada se le mezclaron credulidad y es­cepticismo.

—¡Tiene un puñal, Ignacio! ¡No! ¡No! ¡Por favor, tenés que ayudarme, me quiere matar! —gritó con desesperación la joven.

—¡Basta, Isabel! —Se sobrepuso de pronto, tratando de sacarla de ese trance—. ¡Serenate, estamos solos!

Corrió hasta la cocina a prepararle un té; al regresar, para su alivio, la joven estaba ya serenándose. Pidió enton­ces que le detallara la alucinación. Pero no pudo describirle con precisión casi nada porque aseguró que las imágenes habían sido difusas; aunque sí enfatizó que los ras­gos le parecieron iguales a los del foráneo que viera con su amiga Julieta. Volvió a repetir la des­cripción que le hicieran entonces: oscuro, extraño y sin claridad de rostro. Pero la son­risa de alguien más que aparecía en el clímax del amor y que le hiciera descender a la realidad abruptamente le pareció que tenía el aspecto de un alienado, más el puñal que vio en sus manos motivaron a que fuera tras­ladada al terror en que desen­cadenó luego.

Estos detalles inquietaron a Kesman y por primera vez permi­tió un resquicio por el que transitara la duda. ¿Qué de cierto y qué de aceptación podría haber en semejante confu­sión? Su ac­cionar era terrenal y nunca había permitido enigmas de este tipo, los consideraba modernos y de pocos fundamen­tos, por lo que rehusaba que se inmiscuyeran en su accionar y en su razona­miento. Pero por respeto y por no haber experi­mentado en carne propia, permitió, no tan convencido, que el comentario de la joven formara parte de los indicios con los que intentaba resolver los casos de asesinatos que venían suce­diendo. Con tantos problemas acaecidos, sumergirse en una aluci­nación extraña no lo convencía para nada; además, la in­consisten­cia de esas imágenes lo hacía dudar verdaderamente.

Recordó el caso anterior, contado por las chicas, con des­con­cierto; estuvo con ellas esa noche y el hecho se produjo —según le habían dicho— a dos cuadras de donde las había de­jado.

¿Acaso tenía razón la psicoanalista Martina cuando afir­maba que debía atender más los impulsos de su inconsciente?

Fueron al despacho y del armario extrajo un pequeño ma­letín del cual sacó el equipo de identikit. Allí, sentados frente a la lámpara, comenzaron con la difícil tarea de lograr una aproximación a las imágenes vistas por la joven; aunque inte­riormente sabía las dificultades a las que se abocaba. De todos modos, ahora se sentía obligado —aunque fuera timorata­mente— a insertar la sospecha, ya que quizás a través de estas pesadillas podría descubrir al autor de los asesinatos.

CAPÍTULO II

La mañana del sábado se mostraba límpida; solo algunos nubarrones se levantaban detrás de las colinas del oeste, pero daban la sensación de que no perturbarían el buen día ni la alegría de los dos niños que iban dejando atrás los bosques de pinos. Habían desayunado muy temprano sus tazas de leche con medialunas y ahora, con pasos decididos, se dirigían hacia el arroyo. Las buenas notas del final del bimestre les habían otorgado los re­galos que iban a comenzar a usufructuar; para uno, era el día de pesca que le permitiría en la siesta dejar por un momento las cañas y dedicarse con exclusividad a los ba­rriletes y a la excursión con las gomeras por las rocas para lo­grar atrapar lagartijas y tórtolas; para el otro, los exquisitos helados granizados antes de las seis de la tarde. El día anterior, en la puerta misma de la escuela y para que no hubiera renci­llas, les inculcaron a sus padres que los regalos fueran los mis­mos para el uno que para el otro. Estos acepta­ron con­fiando en la buena amistad; pero lo que no les dijeron fue que la discu­sión iba a ser trasladada para ver quién obtendría la pieza ma­yor.

Con este desafío marchaban por el sendero llevando las cañas apoyadas en sus hombros y empapándose el rostro con los agridulces mangos que devoraban. De sus cuellos colgaban las gomeras a la espera de que se acercara la siesta, y también los ba­rriletes, que, protegidos con una bolsa, eran llevados a fin de una buena brisa. Ya la alegría había comenzado el día ante­rior no bien habían dejado las mochilas, cuando decidieron que las ranas de la alcantarilla y las del estanque de los Osuna — ami­gos de sus padres que vivían a dos colinas del pueblo— serían usadas como carnadas; las atraparon internándose entre los juncos y las dejaron en un tarro con agujeros para que no se asfixiaran; solo faltaba reventarlas al otro día contra el piso y trozarlas. Y así lo hicieron antes de salir.

Por esas horas los habitantes de la Villa parecían estar to­dos en las calles aprovechando el día en hacer compras para el fin de semana; aún no había pasado mucho tiempo desde el último asesinato y se notaba ese trastorno. Había un cierto re­chazo al tema y la tranquilidad que se percibía era efímera ante la falta de información de parte del comisario Kesman. Todos espera­ban que las noticias las diera el diario, que a la hora de informar no era reticente; aunque por estos días también había entrado en un gran silencio al retomar las informaciones cotidia­nas. El paréntesis permitía, además, que la cartelera del cine volviera a ser inspeccionada con renovado interés, y el café, que estaba frente a la plaza, hasta se atreviera a promo­cionar a un artista de subterráneos venido de la capital con un vasto re­pertorio, del cual se decía que era muy aplaudido.

Isabel había salido temprano del conservatorio luego del ensayo sabiendo que había convencido al profesor Briamonte con la limpieza de sus notas. “¡Por fin el gran Chopin estaría orgulloso!”, había dicho este al escucharla. Andando se detuvo frente a la pizarra del café y observó los horarios, luego fue hasta el teléfono público ubicado en la plaza y llamó a su amiga Julieta; no la había visto durante el ensayo y tenía la in­tención de invitarla a la función de la noche.

—¡Hola! ¿Julieta?

—No, Isabel, yo soy, su madre —respondió Laura.

—¿Podría darme con ella?

Un silencio reinó, luego la señora, sorprendida, preguntó:

—¿Cómo, Julieta no está con vos?

—No —respondió Isabel—, anoche cuando volví de la heladería la llamé, pero nadie me respondió. ¡Claro! —dijo entonces como recordando—. Habíamos quedado el día ante­rior en ir a lo de Beti, pero no pude ir a esperarla. Lo que pasa es que habré llamado un poco tarde, ¡sí, sí! Fue después de las veintidós —agregó.

—¿Pero y... entonces? ¿Dónde estará Julieta ahora?

Se quedó pensativa, no lograba comprender el desencuen­tro, además, recordaba haberle dicho que todo iba a depender del horario en que terminara su encuentro con Kesman.

—No puede ser, no puede ser —balbució, y luego, tra­tando de que la señora se tranquilizara, dijo—: De igual modo no se preocupe, doña Laura, seguramente estará en lo de Beti, yo ahora la llamo y después le aviso, ¿sí?

Cuando colgó trató de pensar con serenidad y no tuvo du­das, recordó haberle dicho que no iba a asistir a clase y que iría unos diez minutos antes del horario de salida a esperarla en el arco de entrada a la Villa. Cruzó entonces la plaza y se dirigió al con­servatorio. Allí consultó con la encargada para saber si su amiga había asistido el día anterior. Pero cuando se enteró de que estuvo y de que había recibido un llamado telefónico se sor­prendió; luego la encargada solo pudo comentarle que la había es­cuchado decir: “A las veintidós me espera, sí, a las veintidós”, antes de colgar.

No lograba hilvanar el desencuentro y no quería ser la res­ponsable de un enojo con su amiga, por eso, esperó que apare­ciera para aclarar lo sucedido y lamentó el haberse que­dado con Kesman toda la noche. Fue una mala elección y no la satis­fizo, aunque haya hecho el amor en la madrugada. “Fue lo único rescatable”, pensaba y así lo demostraban sus ojeras, que apocaban sus bellos ojos. De pronto, las campana­das de las diez sonaron en la torre de la iglesia; entonces, or­denó sus par­tituras y se dirigió hacia allí. Cuando pasó frente al consul­torio de la psicóloga Martina, vio cerradas las persianas; le pa­reció raro porque por esas horas siempre se las veían des­plega­das y con las macetas de helechos —que daban belleza a los opacos marcos— recién regadas. Además, no menos de cinco per­sonas ya esperaban frente a la puerta.

Luego, encaminada hacia la iglesia, vio al párroco de lejos en las escalinatas y sintió temor. Una anormal sensación de culpa golpeó su corazón y entonces se acercó al quiosco de Miguel, quien la recibió con una amplia sonrisa.

—¿Qué te trae por acá, chiquita? —preguntó no bien la vio. Su rostro desbordaba de alegría.

—El padre Agustín —respondió la joven y luego, señalán­dolo, agregó—: ¿Lo ve allá?

—¿Y qué tiene de raro, no es donde debe estar acaso?

—Sí, sí don Miguel, pero dígame, ¿usted no le habrá co­mentado que Kesman y yo?...

—¡No! ¿Qué voy a decirle? No soy un alcahuete. Eso es cosa de ustedes —res­pondió, y luego agregó—: Quien sí es­tuvo preguntando por vos fue la psicóloga.

—¿Cómo? —Esto intrigó a la joven—. ¿La psicóloga Mar­tina?

—Bueno, en realidad, vino a buscar el periódico y pre­guntó, pero se la veía como contrariada o de malhumor y con una cara de esas que ni te cuento, decime, ¿no se medica esa chica?

Giró entonces la vista hacia el consultorio que se divisaba con claridad casi al final de la cuadra.

—Habrá tenido una noche de esas...

Eso llamó la atención de Miguel que, mientras la obser­vaba, preguntó:

—¿Qué decís?

—Nada, don Miguel, no me haga caso, yo me entiendo —respondió.

Luego, antes de retirarse y como si recordara, agregó:

—¡Ah! Si la ve a Julieta o a Beti, dígale que voy a la igle­sia y después quizá vaya al parque. ¡Ay, por Dios, espero que Julieta no esté enojada! —suplicó cuando ya se alejaba.

Al subir por las escalinatas de la iglesia, el padre Agustín giró sobre sí y le sonrió; su sereno rostro se veía cansado. Isa­bel pareció temblar, pero se calmó cuando el religioso la tomó de los hombros y la llevó al sector de jardi­nes; con lentitud comenzaron a internarse entre los rosales. En el corazón del párroco comenzaban a desatarse los dolores más atro­ces: chicas como Isabel estaban desapareciendo y él necesitaba protegerlas o, al menos, quitarles el miedo. Pero no hallaba la manera, pues no bastaban los rezos ni las plegarias y hacía ya varios días que lo visitaban buscando aplacar ese temor. Se sentaron en uno de los bancos y ella le enseñó la partitura de “La Polonesa”, de Frédéric Chopin, que había estado ensa­yando. Eso fue sufi­ciente porque, complacido e interesado, la invitó a que un próximo domingo tocara el piano para em­belle­cer la santa misa. Algo tenía ese hombre que enternecía, sus ojos transpa­rentes invitaban a la verdad; aunque en lo pro­fundo también parecía albergar un gran dolor. Luego de un instante, la joven dijo con preocupación:

—Padre, yo no sé cómo hacerle esta pregunta, pero...

—Hija, todas las preguntas merecen respuesta —le con­testó, animándola.

—Es que se trata sobre el amor... padre —dijo con titu­beos.

—¿Estás enamorada? —preguntó Agustín con serenidad y la miró profundamente como intentando darle con­fianza.

—Es lo que no sé —respondió la joven, cargada de dudas.

Entonces la invitó a que se levantara y comenzaron a reco­rrer el jardín hasta instalarse bajo la sombra de un fresno, cuyas hojas eran fuertes y tupidas y casi no dejaban pasar el sol; aun­que sí una leve resolana. Por el tronco agrietado del árbol, una orquídea se aferraba desprendiendo un largo tallo en cuya co­rola se desplegaba un ramillete cubierto de minúsculas flores amarillas.

—¿Ves esa pequeña planta cómo se aferra al árbol?

—Sí —contestó la joven, tocando con la mano las tiernas hojas.

—El amor verdadero debe ser así, el uno para el otro, afe­rrados, consintiéndose, encontrando cada uno su lugar. Es im­posible pensar que esta orquídea pueda dañar al fresno porque vive con él y él la está protegiendo. El amor debe ser así: el uno para el otro siempre.

La joven permaneció reflexiva observándolo y en ese ins­tante no supo qué lo unía a Kesman. Si fuera amor verdadero —pensaba— no habría cosas por las cuales disgustarse, sin em­bargo, las había. No podía entender que fuera tan frío y pro­tector a la vez y por un momento creyó que quizá no estaba enamorada. Pero se calmó al pensar que tampoco nadie anterior a este hombre le había resultado mejor.

Las nubes, imprevistamente, comenzaron a levantarse y, ya para el mediodía, gigantescos cúmulos se desplazaban en lo alto; a la distancia se notaba cómo iban compactándose. Darío, el niño menor y el más rubicundo, fue hacia las rocas tras haber juntado un bolsillo de piedras transparentes y, luego de trepar por una de ellas, se agazapó tensando su honda, luego se es­cuchó el chasquido del disparo y el zumbido del proyectil que iba rebo­tando de roca en roca; no dio en el blanco: la lagar­tija zigzagueó vertiginosa en­tre estas y se ocultó. Se internó luego detrás de las malezas para buscar nuevas presas; a la vez que Elio, su amigo, se ale­jaba por la ribera hasta alcanzar el sauce que se inclinaba sobre las aguas a pocos metros de donde una restinga dejaba ver algunas rocas basálticas que obstruían la corriente. Encarnó el anzuelo con un trozo pe­queño de rana y lo lanzó lo más lejos que pudo, así una y otra vez. Hasta que de pronto la caña se en­corvó; era un pique, entonces la levó con fuerza por detrás de su es­palda y gritó a su amigo:

—¡Lo saqué! ¡Lo saqué!

Darío, que a la distancia lo escuchó, bajó corriendo de las rocas y por la emoción anuló toda competencia.

—¡Un bagre! —exclamó una vez junto a él.

—¡Sí! ¡Pero cuidémonos de las púas de las aletas!

—¿Dónde lo sacaste? —preguntó.

—¡Ahí! —señaló—. ¡Logré distancia parándome sobre esas rocas!

Se dirigieron nuevamente hacia ellas, saltando de una en otra hasta internarse no menos de tres metros de la costa. Allí se quedaron, impactados por el bullicio que producían los cardúmenes de bagres y de mojarras. Cuando, de pronto, algo os­curo pareció ondularse en el agua a pocos metros de donde estaban. No tuvieron tiempo de ver qué era, pero se cruza­ron una temerosa mirada. Al instante, el bulto volvió a asomarse y los llenó de escalofrío. Al no poder soportar la impresión, que les produjo una mudez atroz, con grandes zan­cadas salieron de las rocas y comenzaron a trepar las colinas buscando el sendero hacia el pueblo. Por la desesperación no pudieron ver a nadie, ni siquiera al hombre que sí los vio pasar corriendo frente a la casa del palomar. Este luego giró sobre sí y se quedó mirándo­los.

Al rato, no más de dos cuartos de hora, se escuchó una si­rena que partía rauda del pueblo y tras tomar el Camino Real se dirigió hacia el arroyo levantando una gran polvareda.

—¿En dónde? —preguntó Kesman a los pequeños, ya a la vera del arroyo.

—¡Allá, cerca de las rocas! —Señalaron con temor inena­rrable en sus rostros.

No le llevó mucho tiempo descubrir el cadáver que se ale­jaba y se volvía contra las piedras en un macabro y rollizo flo­tamiento.

—¡La cuerda! —gritó el comisario a uno de sus hombres a la vez que se introducía en las aguas que se enturbiaban con arena y lodo en cada oportunidad que el cadáver se acercaba a la costa.

Con esfuerzos lograron sujetarlo por debajo de las axilas y lo arrastraron hasta la ribera. Kesman ordenó que los niños fue­ran llevados nuevamente al pueblo para que no presenciaran lo que seguía. Pero grande fue su sorpresa cuando giraron al cadáver sobre la arena: el bello rostro de Julieta se dejó ver por entre sus enmarañados cabellos rojizos; sus ojos verdes estaban cu­biertos por una viscosidad y no eran menos horribles que sus labios lívidos y abiertos. Al girarla, de su boca, y como transi­tando por inertes laberintos, una gran cantidad de agua se des­lizó sobre la arena sucia. No había manchas de sangre, el agua las impedía, pero cuando le descubrieron el pecho, las heridas estaban allí. Kesman, con resignación, observó a la distancia, que ya iba abrumándose por la lluvia que se acercaba arremoli­nada y con un re­pentino relámpago; el eco del trueno llegó tardío, como rebo­tando en la lejanía. Entonces, apoyando las manos en la cabeza, se dejó caer de rodillas; ya nada le im­portó. De los hechos, solo estaba logrando descubrir a las víctimas y del asesino, ni la menor pista. La angustia lo apocó y, al observar de nuevo a la joven, comprendió el dolor que causaría la no­ticia en Isabel. Allí estaba su amiga íntima, flo­tando en el arroyo y el criminal, quizá, caminando plácida­mente en medio de la sociedad, que lo aborrecía.

Cuando llegó la ambulancia que traía al forense, dejó que este revisara el cuerpo sin preguntarle nada, no quiso ni mi­rarlo. Al término de unos minutos, concluida la primera ins­pección, el forense le dijo con absoluto convencimiento:

—Igual a las otras, comisario.

Reinó entonces el silencio, solo quebrantado por los relámpagos que iluminaban las colinas.

Abatido, caminó hasta el raquítico sauce que se reclinaba sobre las aguas y se apoyó en él; allí permaneció un largo rato mirando con desconcierto, buscando respuestas. Luego ordenó cargar el cuerpo y que se lo llevaran para hacerle la autopsia; delegó las primeras tramitaciones a uno de sus agentes. Cuando quedó solo, caminó bajo la torrencial lluvia por la ribera, sin poder salir de su asombro. La suma de víctimas era de preocu­par. Pensó en Laura, la madre de la víctima, y en su responsabi­lidad de comunicarle lo sucedido. ¿Pero de qué ma­nera? ¿Cómo enfrentarla sin ninguna respuesta? Pensó en Isa­bel: eran como hermanas. Una desdicha impiadosa le carcomió el alma, más aún al comprender que la noticia del asesinato volvería a la cabecera del diario. “¡Quintana!”, exclamó supli­cante, cargado de odio y de resignación. Todo lo que había investigado fracasó y ni si­quiera con el identikit había tenido suerte.

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