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A favor de las faltas de ortografía (si está ardiendo mi casa)

Fue en la época dorada de las redes de blogs cuando me di cuenta de que saber escribir no tenía ningún valor en nuestra sociedad. ¿Qué es saber escribir? Bueno, poner un punto y coma de vez en cuando, usar el subjuntivo y, básicamente, utilizar las palabras según el sentido y la grafía que vienen fijados por el diccionario. Una chorrada, vamos.

En la época de la que les hablo muchos pensaban que podían hundir al grupo PRISA inventándose ocho blogs temáticos (cultura, decoración, tecnología, cocina…) y consiguiendo que sus contenidos tuvieran un posicionamiento óptimo en Google. El modelo era Weblogs SL. La clave del asunto estaba en que los contenidos eran despreciables. La gente pinchaba en el link y eso era todo. Si leían o no un post entero daba igual, porque ya contaban para enseñarle a los anunciantes cuánta gente visitaba la página.

Por ello, había redes de blogs que ofrecían a sus redactores un euro (1 euro) por cada post. Los más generosos daban nueve. Licenciados en Periodismo y en otras carreras demenciales acababan escribiendo textos por cantidades que podían conseguir, mucho más fácilmente, agitando una lata vacía en la puerta del Zara.

Ser analfabeto no impide triunfar en este mundo nuestro. Eso es lo que tenemos que enseñarles a nuestros hijos. No hay ningún tuitstar o youtuber de éxito que sea capaz de escribir una sola frase sin faltas de ortografía. Son ricos. Los futbolistas, los cantantes y los presentadores de televisión, que también son ricos, necesitan dos videotutoriales para las tildes: uno, para ponerlas; y otro, para no ponerlas. No pocos columnistas de renombre serían incapaces de reconocer sus propios artículos si se los dieran a leer sin firma, de tanto que se los corrige el redactor raso de turno. «Se vestía mientras tomaba un café con leche y dejaba una nota para su marido», leemos en la novela de éxito El guardián invisible, de Dolores Redondo. ¿Cómo puede uno vestirse al mismo tiempo que toma café y escribe sobre un papel? Olé. «Normalmente ya como algo mejor», nos dicen en un anuncio de yogures. Yo normalmente ya no me meto crack.

Toda la prensa nacional habla continuamente de «crisis humanitarias». Como dicen miles de psicópatas en Twitter, la prensa miente: no existen crisis humanitarias. Nunca en la historia de la humanidad ha habido una crisis humanitaria. Tampoco una emergencia humanitaria o un desastre humanitario. Dense cuenta de que a las crisis humanitarias enviamos ayuda humanitaria, y quizá debido a esta redundancia no acabamos de ayudar a nadie. Y es que hay mucha confusión sobre qué resulta más humanitario, matar a la gente o salvarla.

Humanitario tiene tres acepciones en el diccionario: una, sinónimo de benigno; otra, referido al bien del género humano; la tercera, alivio de los estragos de la guerra. Así, la «crisis humanitaria» esa que dicen debe de ser o una «crisis benigna» (¿cómo va a ser benigna una crisis?) o una crisis de bondad (la gente es cada vez más mala, entendemos) o una crisis en nuestra empatía hacia los damnificados durante un conflicto bélico, a los que, de pronto (crisis) no ayudamos.

Así está el patio. Pero no tiene ninguna importancia: es tan poco lo que tenemos que decir que nos entendemos incluso expresándolo mal.

Por ello, me ha sorprendido ver en pocos meses dos noticias acerca de las pruebas ortográficas a las que deben enfrentarse aquellos que aspiran a ocupar determinados empleos públicos en nuestro país. En concreto, los bomberos de Burgos y los policías de Madrid.

En Burgos, el 60% de los aspirantes a bombero fue eliminado de la oposición tras no superar un dictado. O sea, por poner uve en lugar de be o comerse una hache aquí y una tilde allá. ¿Se imaginan que empieza a arder su casa y viene a socorrerles un bombero con una manguera en la mano? Cualquiera, en semejante trance, daría por perdida su vivienda y todos sus objetos personales. ¡Un bombero que no trae diccionario qué fuego va a apagar, por Dios santo!

En Madrid, los opositores a Policía Nacional tuvieron la suerte de que un test léxico quedara invalidado después de que las autoridades competentes se dieran cuenta de que iba a tener que patrullar la ciudad un gilipollas premio Nobel de Literatura si se empeñaban en mantenerlo.

Yo he hecho este último test dos veces. Primero obtuve un 62 y luego un 68. No solo el test no tiene nada que ver con ser policía; apenas tiene que ver con saber escribir. ¿Quién está al corriente de si la Real Academia Española de la Lengua admite o no «almóndiga»?

Es fascinante que a una sociedad tan desinteresada por la ortografía y la gramática como la nuestra se le ocurra pedir a un hombre o a una mujer que solo quiere apagar fuegos o atrapar yihadistas saber que se escribe «bienfortunado» y no «bienafortunado». En mi infinita suspicacia y mal pensar he llegado a temerme que todo esto no sea otra cosa que una estratagema para amañar las oposiciones y que solo las pasen el sobrino de un teniente y la hija de un concejal.

Con todo, en Burgos deben de estar encantados con el espectáculo de ver arder cosas mientras sus bomberos se ponen hojas de laurel unos a otros en el casco.

¿En tu casa no había libros?

El otro día oí una frase tan llamativa como inquietante: «Los libros son una especie de basura». Lo de llamativa no me lo negarán. Lo de inquietante tiene una explicación: la frase la formulé yo mismo.

Andaba oyéndome pensar y, por esas cosas que tiene perderse en las barriadas menos recomendables del cerebro, me topé con esas siete palabras. A veces uno se lanza ideas de un hemisferio al otro, ideas que no piensa exactamente, sino que afloran por su cuenta, como herrumbre neuronal.

El caso es que me seguí el juego y me repliqué alegremente: «Entonces acumular libros en casa es una suerte de síndrome de Diógenes…».

Me hice tanta gracia que he escrito este artículo.

Estarán hartos de oír, de boca de escritores llorones, esta otra afirmación: «En mi casa no había libros». Bueno, pues en mi casa no había libros. No digo 2.000 libros; digo dos, digo uno.

Hay un gilipollas en Twitter que, cada vez que me nombra, me llama «el señorito Olmos». Seguro que cree que me crie en lo alto de una biblioteca familiar inabarcable, dado que puedo llamarle gilipollas. No fue así y, ahora que veo libros por mi casa, lo cierto es que no ameritan el calificativo de biblioteca, pues apenas llegarán a los 200. Además, la mayoría está dentro de un armario, sin ordenar siquiera.

Odio tener libros y, sin embargo, cuando veo a otros escritores fotografiarse junto a sus bibliotecas privadas y declarar ufanos la cifra milenaria de ejemplares que las componen, me dan mucha envidia. ¡Qué casa tan grande debes de tener si te caben 20.000 volúmenes!

La gente, así en general, gusta de tener libros. Quizá para demostrar que les sobra casa. O quizá en virtud de esta fórmula social que acabo de inventarme: la superficie en metros cuadrados de todos tus libros juntos —vistos de canto— debe ser superior a la superficie de la pantalla de tu televisor. Entonces eres un ciudadano con criterio propio y conciencia social.

Pero ¿qué hacen los libros en la casa?, ¿quién los lee?, ¿cuánto lleva ese premio Planeta sin salir de su apretura?, ¿y el Quijote ilustrado?

Cuando uno compra yogures o pomadas y los consume, los envases y botes que contenían esos mejunjes acaban en el cubo de la basura. Sin embargo, cuando uno compra un libro y lo lee, luego lo pone en un mueble, como un fumador que fuera dejando cajetillas de Marlboro vacías en unas baldas clavadas en el pasillo y les dijera a las visitas: «Mirad todo lo que he fumado».

Casi nadie lee un libro dos veces, pues ya es admirable que se lean una sola vez, de modo que darles cobijo en casa es exactamente igual que dar cobijo a un libro en blanco o a esos libros falsos que hay en el Ikea. O, en fin, a la basura.

Supongo que algo así quería decirme yo con la frase que origina estas letras.

Yo creo que vamos camino de que tener libros en casa sea considerado una tontería. Cuando uno escribe viene bien tener a mano un Faulkner o un Umbral —o libros de autores que nos inspiren— para abrirlos a voleo en busca de auxilio, un tono que imitar, un ritmo, cierta confianza que da leer a un maestro y tratar luego de acompasar la propia voz a la suya… Aquellos que leen, pero no escriben, sin embargo, ¿para qué tienen los libros?

Algo hay de herencia en vida para los hijos. Se puede decir que los niños, viendo libros por todos lados, acabarán leyendo. Se puede decir también que, cuando les sea necesario leer tal o cual clásico, ahí lo tendrán, inmediatamente a mano.

Pero lo cierto es que los niños no acaban leyendo porque estén rodeados de libros —seguramente solo leen si ven a sus padres leer— y que casi ninguna biblioteca familiar está compuesta ni exclusivamente de clásicos ni forzosamente de libros que las nuevas generaciones necesiten conocer. He visto muchos Vizcaíno Casas en esta vida de husmear bibliotecas ajenas, amigos.

El único motivo de la existencia de las bibliotecas privadas es que son, justamente, propiedad privada, algo que costó dinero y que obviamente uno se resiste a tirar. O, por usar las palabras de Thorstein Veblen, sirven para la «comparación odiosa», esto es, «la prepotencia de quien posee esos bienes y está por encima de otros individuos dentro de la comunidad», amén de que el ciudadano «debe encontrar algún medio de demostrar su entrega a la ociosidad durante el tiempo en que no está a la vista de sus espectadores», pues «para que el gasto sea prestigioso ha de ser derrochador. No se deriva mérito alguno del consumo de las cosas necesarias para vivir» (Teoría de la clase ociosa, 1899).

Y esa es toda la razón, a mi juicio, de que entendamos como prueba de bienestar y bonanza social el que haya libros en una casa, rémora del honor personal que arrastramos desde el siglo XIX y que las nuevas tecnologías, la no lectura y, sobre todo, este artículo mío acabarán por eliminar del sistema de valores de Occidente.

Así, para el año 2078, «en mi casa no había libros» será una frase misteriosa, como «en mi casa no había cartón».

De defender la cultura libre a venerar la televisión de pago

Niños, si queréis conocer el grado de progreso de la sociedad en la que vivís, no busquéis sus logros, no contéis infraestructuras ni derechos, no os perdáis en números per cápita ni en rentas de trabajo. Fijaos solamente en qué discusiones monopolizan el debate público, en los periódicos, en las redes sociales, en la televisión. Hubo un tiempo en que aquí se discutía sobre cultura libre. Íbamos sobrados.

¿Que qué era eso de cultura libre? Bueno, es fácil de explicar en la pizarra, aunque fuera de clase no haya manera de entenderse. Imaginad que todas las películas, todos los libros y todas las canciones —por no extenderme— estuvieran a disposición de todo el mundo de forma inmediata y gratuita. Puedes leer cualquier novela sin pedirle dinero a tu padre para comprarla, puedes ver cualquier película, aunque su producción haya superado los cien millones de euros y esa canción que alguien ha grabado en cualquier lugar del mundo tú tienes derecho a escucharla, porque te forma y te enriquece culturalmente.

Calma, calma, no os revolucionéis, que ahora hay que salir de la pizarra. Había una gente ahí fuera muy antigua que se oponía a esta arcadia del saber: los autores. Los muy idiotas confundían cultura libre con cultura gratis. Tuvimos que decirles: «No, hombre, no. No es lo mismo libre que gratis, aunque la única diferencia sea que tú nos haces el favor —poniendo un sellito en tus obras que lo explicite— de renunciar al usufructo de tus creaciones, pues te basta con el aplauso del pueblo».

Era el año 2010 y no teníamos otra cosa mejor de la que hablar ni por la que pelearnos.

¿Que cómo se le ocurrió a tanta gente defender de pronto la cultura libre? Bien, esto es lo que podemos llamar «política de hechos consumados»: la cultura ya era libre, porque la pirateábamos. ¡La de música que me bajé yo gratis e ilegalmente en esos años! (No se lo digáis al director, por favor; ni a vuestros padres). ¡La de películas de estreno que me vi sin pagar entrada, majos! Era tan maravilloso apretar tres botones y conseguir la canción de moda que, la verdad, no entendíamos por qué no era el mundo así todo el tiempo, dado que ya era, de facto, así. Fue la tecnología —básicamente la digitalización de contenidos y su distribución incontrolada en la red— la que nos puso la miel en los labios. Solo faltaba que los autores se avinieran a poner el sellito (Creative Commons, se llamaba), porque, en rigor, lo único que queríamos era dejar de ser delincuentes, que se legalizara nuestro expolio, similar a cuando un huracán pone patas arriba una ciudad y todo el mundo se lleva lo que quiere de las tiendas. Nosotros estábamos a favor del huracán permanente, el huracán del bien común.

¿Por qué se defendía con ardor que los autores de canciones regalaran su trabajo al mundo y a nadie se le ocurrió pedir que el iPod fuera gratis?, pregunta con voz muy bajita vuestro compañero repetidor del fondo. Hombre, internet desmaterializó la cultura, mientras que el iPod llevaba un montón de titanio o de no sé qué (preguntad al de Ciencias). Además, ¿tú sabes el placer que daba pagar por un iPod o un iPhone, sabiendo que no todos podían tenerlo? Queríamos que fuera gratis lo que todo el mundo podía pagar y muy caro lo que solo nosotros podíamos comprar.

La cosa iba a mayores, niños, estábamos al borde de la debacle. La gran pancarta de los defensores más radicales de la cultura libre decía: «¡Que den conciertos!». Es decir, si no puedes vivir de tu canción pegadiza porque todo el mundo se la descarga gratis, siempre puedes dar un concierto, muchos conciertos, arrastrar ese estribillo hasta el final de tus días por todos los antros de España. Era una manera elegante de decir: «¡Que se jodan!». ¿No habían desaparecido los aguadores, los fabricantes de abanicos o el mismo Messenger? Así es la vida (y la solidaridad en Occidente). Pensad en esa vieja profesión hoy residual llamada taxista; a ellos también se les dedicó un claro «¡que se jodan!».

¿Y las bibliotecas?, pregunta otra vez con voz muy bajita vuestro impenitente compañero de ahí atrás. Ah, las bibliotecas, miles de libros gratis, miles de cedés… Hombre, ¿no ves que ese material no estaba de moda? ¿No ves que la cultura libre solo demandaba poder acceder a la película, la novela y el disco del que todo el mundo estaba hablando? Un ejemplo: cuando Pa negre ganó el Goya a la mejor película de ese mismo año 2010 era imposible verla online porque nadie se había molestado en piratearla. Solo se pirateaba lo popular, es decir, aquello en lo que alguien había gastado millones de euros en publicidad para que fuera popular. La cultura libre era, en definitiva (primera ironía de esta clase), una validación del mercado.

Niños, íbamos sobrados, pero en 2008 empezó una crisis económica que llevó la tasa de paro de nuestro amado país al 25%. Era el año 2012 y todos los pijos que defendían la cultura libre dejaron de hacerlo porque, claro, resultaba de muy mal gusto. Imaginaos a cuarenta niñatos gritando: «¡El pueblo quiere Harry Potter gratis!» mientras seis millones de personas no tienen trabajo. Un poco de decoro social acabó con la polémica.

Mientras, Apple seguía vendiendo a espuertas sus teléfonos y tabletas, auténticos juguetes sexuales de nuestro siglo. Los mismos que en 2010 defendían el Kindle de Amazon, estos cacharros de Apple o cualquier otro gadget molón (lo defendían comprándolo mientras pedían que los contenidos de estos aparatos fueran gratis, digo), acabaron venerando, promocionando e imponiendo ¡la cultura de pago!

Calma, calma, desenclavad los lápices de las mesas, por favor.

Sí, exactamente los mismos nombres que en 2010 pedían cultura libre firmaban en 2017, y exactamente en los mismos diarios digitales de entonces, artículos como «La serie que tienes que ver», «La serie que no te puedes perder», «Qué series debes ver este verano» y «Qué maravillosa es esta serie». Un ejemplo sintomático fue Juego de Tronos.

Todo el mundo hablaba de Juego de Tronos, hasta Pablo Iglesias, líder del partido más a la izquierda en el arco parlamentario. ¿Qué era Juego de Tronos? ¿La ponían en la 1, en La Sexta? ¿La daba gratis un enano en la Puerta del Sol? No, majos, la daba de pago una cosa llamada HBO. ¿Por qué no decían nunca estos artículos que la serie no era como el Un, dos, tres o la Vuelta a España, que sí podía ver todo el mundo? ¿Por qué parecía que el país entero estaba en disposición de ver esta serie cuando solo podían verla legalmente aquellos que pagaran a HBO o a otra cosa llamada Movistar Plus? ¿Por qué debíamos, teníamos y no nos podíamos perder esta serie?

8 euros al mes costaba HBO. 8 euros al mes costaba Netflix, que también emitía sin parar series que tenías que ver. 16 euros al mes (192 euros al año) te conminaban a pagar los antiguos defensores de la cultura libre para no ser un paria intelectual de tu tiempo.

Daos cuenta, queridos niños, de que, según el ministerio competente, en 2015 cada español se gastó 260 euros en cultura; en toda la cultura.

Titulad esta lección «Cómo los adalides de la cultura libre pasaron de defender “un derecho del pueblo” a defender a HBO».

Podéis ir saliendo, niños. Y recordad siempre que el pasado es todo lo que no tenéis.

Cuando ser escritor era una juerga

2,95 euros cuesta contemplar el enternecedor y, a veces, lamentable ocaso de los sueños literarios.

Luis Mancha entrevista en Generación Kronen a los escritores José Ángel Mañas, Ray Loriga o Luis Magrinyà, y a los editores Chavi Azpeitia, Pote Huerta y Constantino Bértolo. El documental incluye una incomprensible sección dedicada al cine de los noventa (por suerte, muy breve), pero deja algunos momentos simpáticos, como cuando Juan Manuel de Prada pregunta al realizador si Mañas sigue escribiendo o cuando el propio Mañas afirma no ser «nada» en la literatura de hoy. También da a conocer algunos datos impresionantes: Juana Salavert reconoce que era normal en aquellos años recibir unos 25.000 euros por novela y Pedro Maestre asegura haber vendido 80.000 ejemplares de Matando dinosaurios con tirachinas, cifras completamente quiméricas a día de hoy para casi cualquier escritor.

La pieza es bastante irregular y parece haberse montado con prisas y sin exprimir del todo el testimonio que los propios entrevistados deseaban dar. Con todo, capta muy bien la esencia de aquellos años y la resaca en la que viven ahora varios de los escritores que conocieron —y es mucho conocer— el sabor auténtico de la gloria.

Todo empezó en 1992, cuando Constantino Bértolo publicó Lo peor de todo, de Ray Loriga. Ya el nombre del autor dejaba claro que no nos iba a hablar ni de la Guerra Civil ni de entrañables veranos en Cadaqués. Loriga traía la modernidad a la literatura española, influido por autores norteamericanos y, sobre todo, por la música y el cine. Prácticamente hizo veinte años antes todo lo que luego creyó estar haciendo la Generación Nocilla.

Héroes se publicó en 1994, con la foto del propio autor en la portada: llevaba el pelo largo y anillos con forma de calavera, tatuajes en los brazos y una cerveza en la mano. Ningún escritor de la historia de la literatura española ha sido tan atractivo para los medios como él.

Ese mismo año, José Ángel Mañas quedó finalista del premio Nadal con Historias del Kronen, la turbia crónica de la vida loca que los niños pijos de Madrid llevaron en el verano de las olimpiadas de Barcelona. El libro supuso una conmoción social y hasta Jesús Hermida dedicó uno de sus debates televisivos a sopesar seriamente si «nuestros hijos» se drogaban tanto.

En 1996, es decir, hace justo dos décadas, Montxo Armendáriz llevó el Kronen al cine (Mañas ganó el Goya a mejor guion adaptado) y nuevamente el premio Nadal marcó tendencia: el desconocido Pedro Maestre se hacía con el premio con su primera novela, Matando dinosaurios con tirachinas, «escrita en quince días».

La industria editorial se volvió loca. Juventud era todo el talento que necesitaba alguien que mandara su libro a una editorial. «Traficantes de juvenalia», llamó Jorge Herralde a algunos editores.

La lista de autores menores de treinta años que surgieron en los noventa es inagotable. Lucía Etxebarria, Juan Bonilla o Juan Manuel de Prada vieron publicados sus primeros libros y, enseguida, consiguieron algún premio importante o, en todo caso, continuaron su carrera en sellos de primera fila.

Se rizó el rizo: Violeta Hernando publicó Muertos o algo peor con diecisiete años; Espido Freire ganó el Planeta con veinticinco. La editorial Lengua de Trapo hizo una lista de agraciados en 1998, a la que tituló Páginas amarillas.

Yo estaba allí en aquellos años, leyendo cantidades industriales de libros inútiles. No hay escritor de los noventa del cual yo no haya leído hasta su libro menos importante. José Machado, Berta Vías Mahou, Tino Pertierra. Díganme uno.

A pesar de que críticos como Ignacio Echevarría desprecian alegremente la literatura de aquellos años, lo cierto es que la demencia editorial de los noventa hizo un favor fundamental a la industria: acercar los libros a los jóvenes.

Cuando uno veía a Mañas en la tele o a Maestre en los periódicos se sentía concernido: la literatura también hablaba de nosotros, de los que entonces teníamos veinte años. Es más: las editoriales estaban dispuestas a publicarte un libro. Si yo no hubiera asistido a todo este espectáculo de permeabilidad editorial, nunca se me hubiera ocurrido mandar mi primera novela a Anagrama, novela que efectivamente me publicó.

¿Qué tenemos hoy, sin embargo? Una literatura vieja, aburrida; un premio Nadal echado a perder y cuyos ganadores no importan a nadie. Decenas de escritores jóvenes (pueden conocer a veinte de ellos en la antología que preparé para Lengua de Trapo: Última temporada) cuyos libros son prácticamente inencontrables, pues las grandes editoriales ya no están interesadas en publicar a menores de treinta años. Y, finalmente, miles de lectores potenciales —los más jóvenes— para los cuales la literatura es ese lugar donde no se habla de ellos. Es decir: un futuro muy negro para los libros.

Es verdad que muchas de aquellas novelas eran una auténtica mierda y que varios de los autores que lloriquean en el documental Generación Kronen no se merecen otra cosa que el olvido en el que penan, pero la propia Historias del Kronen sigue siendo un digno testimonio —¿y qué otra cosa es la literatura sino testimonio?— de la vida en Madrid en los años noventa, Ray Loriga tiene grandes libros en su haber, como Trífero o El hombre que inventó Manhattan (cuando digo grandes, digo que podrán ser leídos con placer dentro de cincuenta años) y Juan Manuel de Prada escribe novelas de una solidez y pujanza que nada tienen que envidiar a, pongamos, Gonzalo Torrente Ballester. Juan Bonilla, Belén Gopegui o Antonio Orejudo son fruto de aquellas alegrías.

No es poca cosa, la verdad. Es, de hecho, todo lo que tenemos.

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