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Que el cielo exista

aunque mi lugar sea el infierno.

Jorge Luis Borges

Estábamos abandonados a los pensamientos que se colaban por alguno de los escondrijos del vagón de tren cuando no sé quién de los cuatro la vio entrar primero. A pesar de que procuraba hacerlo con discreción, la sonrisa delató su entrada y nos hizo removernos en nuestros asientos. Me extrañó que ese solo gesto pudiera romper tan eficazmente el silencio que se había acumulado desde hacía largo rato en nuestra cabina y, en cierta medida, que la negra se hubiera decidido por el angosto lugar entre la anciana de la ventanilla y la joven opulenta, en vez del que quedaba libre junto a Roberto, en el extremo. De este modo quedaba casi frente a mí. Hizo un recorrido general con la mirada, como cuidando que todo estuviera en orden, y volvió a mostrarnos una medialuna blanquísima entre toda esa oscuridad de piel.

Roberto y yo empezamos a hacernos conjeturas respecto al inusual entusiasmo de la muchacha y así matamos algunas horas más. Entre dientes —apenas unos panecillos de jamón y media botella de vino ácido—, llegamos a la conclusión de que tal gusto por un trayecto que duraría más de veinte horas, aunado a la impaciencia que parecía mostrar, eran prueba suficiente del próximo encuentro, estaciones adelante, con algún enamorado, aunque Roberto todavía insistió en la posibilidad del libro de lectura imprescindible que la joven estaba, ya lo ves, pronta a sacar de la bolsa de cuero; pero no, esta vez tampoco era un libro, sino un pañuelo facial con el que se repartía el sudor por cara y cuello haciendo de su maquillaje, a medida que transcurría el tiempo, una desgracia.

De frente a la estación intentábamos hacer alguna otra cosa que no fuera dejar correr el tiempo. Allá afuera, éste era otra cosa, parecía transcurrir de un modo distinto, eficaz. El maletero corría tras una señora solvente y consternada; un viejo se despedía a besos de una joven. Aquí dentro, en cambio, el estancamiento iba generalmente acompañado por dos maletas pequeñas, o una grande y un necessaire, o el rápido acomodo de la mochila naranja con un broche abierto que descansaba sobre la parrilla, y de nuevo cada quien a sus asuntos, pero esta vez, la anciana había abandonado su reposo caliente para llevarse el pañuelo a la nariz, decidida a no quitarlo de ahí y a que la muchacha negra advirtiera lo que ya había advertido y se orillara hacia la izquierda lo más posible. No volvió a moverse sino para lo indispensable, aunque se obstinara en su gesto risueño cuando Roberto le preguntó la hora, a saber si en un intento desesperado de apresurar el tiempo, o con ese maldito afán de proteger, tan suyo.

Eran las tres. La hora del silbato en las fábricas, del recogimiento, de la campanilla en mi casa de niña cuando mi madre pedía el salero. Traté de cubrir el cristal con mi suéter, pero el sol parecía atravesarlo como cuando una mira a través de las radiografías y no entiende nada, pero el médico le dice que está sana, que puede irse a tomar unas vacaciones, y una viene con la ilusión de encontrar un mundo nuevo, la cuna de la civilización y la cultura, y lo único que encuentra es el rayo de plomo en la cara, porque la cortina de nuestro compartimiento ha sido arrancada o están lavándola, o nunca ha habido cortina alguna y soportar este calor es parte de la prueba por la que todo viajero debe pasar si quiere entorpecer su rutina con un paréntesis de ausencia, y bueno, la negra sigue sonriendo.

Miré a Roberto enfrascado en su lectura, ajeno. Por primera vez sospeché de él. Recordé que durante sus narraciones jamás tocaba el punto de los percances, esos minúsculos fracasos, como si no existieran. El sol se colaba por mi cráneo hasta el cerebro palpitante. Como si no lleváramos los fracasos cargando en la maleta.

La anciana había comenzado a abanicarse con furia; estiraba el cuello hacia la ventanilla, como si de esta forma pudiera aspirar el aire que entraba antes que los demás y hurtara el poco de frescor que éste traía desde la barranca caliente, y a lo mejor porque no lograba su propósito, nos lanzaba rencorosas miradas que venían a depositarse en la distancia que guardaba celosamente entre su cuerpo y mis pies frente a los suyos. Comprendí que el avance de alguno de mis zapatos hubiera sido un claro signo de provocación, así que me levanté y comencé a desplazarme trabajosamente por el pasillo. Pensé en encontrar un rastro de oxígeno, una especie de consuelo, pero la mayoría de viajeros en otras cabinas habían tenido la misma idea, así que volví a mi asiento y traté de guardar la calma. Después de todo, ¿qué podrían significar algunas horas si me estaba esperando el Paraíso?

Cerré los ojos. Traté de dormir inútilmente, y los abrí de nuevo. De izquierda a derecha: las cintas plateadas del pelo y los lentes con cadenilla de plata; después el pelo crespo y la mirada tierna y saltona; por último viene el pelo escurrido y por lo menos cinco mil calorías diarias de más. Me apliqué a la tarea de usar mis ojos como una cámara fotográfica. Los abría y los cerraba, elevaba y bajaba el puente de los párpados captando todos los instantes. Así podía observar a los demás a mis anchas. Incluso a Roberto, que se desesperaba a bocanadas con la misma página desde hacía varias horas. La gorda era la más fotogénica. Cambiaba constantemente de posición. Cruzaba las piernas y trataba de elevarlas lo suficiente como para que las lorzas de carne entre ambas no se estorbaran e hicieran imposible la faena. Se rodeaba con los brazos; se azotaba de perfil; lograba fotografías realmente hermosas. Por el contrario, la quietud de la negra la hacía una pésima modelo. Lo único interesante era el efecto de la pintura corrida: la hacía lucir como una improvisada plañidera al llorar silenciosos lagrimones de rímel. Alguien preguntó la hora. Pensé que la ilusión de quienquiera que hubiera hecho la pregunta no acortaba la distancia.

Recordé el método de Roberto para hacer pasar el tiempo: una cuchilla imaginaria en forma de cruz divide el reloj en cuartos; después, otras dos lo subdividen en periodos menores: siete y medio, casi cuatro minutos... así hasta llegar a lapsos de apenas un minuto. Todo era cuestión de imponerse a vivir esas pequeñas metas temporales, un minuto cada vez, sin pensar nunca en el número de horas que éstos suman, en las que aún faltan por transcurrir. Así era también en la tortura; sólo hay que pensar en soportar el dolor el siguiente minuto...

Por lo visto Roberto se las arreglaba muy bien con sus teorías, porque cuando le pregunté extrañada si no habíamos dejado atrás esa misma estación por la que atravesábamos de nueva cuenta, ese tubo de luz que ahora estaba encendido, pero que era el mismo tubo de luz neón de antes, él apenas titubeó: “puede ser, pero mira, igual no, ¿por qué no tratas de dormirte un poco?”, y se abstrajo enseguida en su libro. Yo comenzaba a impacientarme. No obstante, me acordé que pronto todo sería diferente, lo había sentido al empacar mis cosas. Era como comenzar de nuevo. Una idea me tomó desprevenida: ¿y si los misterios del viaje no hubieran existido más que en la ilusión de los que han relatado sus viajes? De cualquier modo, era una tontería. En esa ocasión fue el empleado de ferrocarril quien entró en el camerino: “Mestre, próxima parada”. Saqué el mapa. No habíamos adelantado mucho.

En lo incómodo de un vagón de tren, en lo incierto, también se acurrucan los recuerdos más nítidos: por más esfuerzos que hacía, no lograba pensar en otra cosa que en mi ilusión anterior al momento de iniciar el viaje y en lo que serían los primeros paseos al llegar a la nueva ciudad. Sólo como una sospecha, entreví la insignificancia de los sucesos del primer día, sus rituales ocultos, como una especie de insinuación de lo que podía encontrarme si buscaba demasiado afanosamente. No importaba. El deseo de llegar seguía siendo demasiado intenso, demasiado abrumador. Me asomé por la ventanilla (non jettare acun ojetto per ¡! finestrino) y casi di un brinco: la cinta neón como única referencia, pero tan clara, tan igual a la que habíamos dejado atrás hacía unas horas, que no pude contener las ganas de preguntarle a la negra que observaba muda a través del grueso cristal: “disculpe, ¿no hemos pasado antes por aquí?”. Ella parecía observar con atención algo distante, algo encajado más allá de las letras azules, entre el pedregoso cerebro. “Ya hemos estado aquí, ¿no es cierto?” Pero los ojos no me miraban. Se clavaban en alguna parte de mi cara y no me miraban. No insistí. Había abandonado la idea de que pudiera darme algún informe preciso, por más que fuera la única viajera despierta en el camerino. Volví a la ventanilla y el tren reanudó su marcha. La vista se volvió hermosa: una barranca extendía su húmedo fondo por varios kilómetros a lo largo del camino. Tuve la absurda impresión de que casi me daba lo mismo llegar que permanecer donde estaba, igual que a esa muchacha muda y oscura.

No sé si alguna vez Roberto sintió el hormigueo en la nuca. De cualquier modo no me lo hubiera dicho; para él los viajes son siempre motivo de alegría. “Un ligero cambio —decía— verás que todo adquiere una súbita novedad. No podía defraudarlo con mi estúpida pregunta, con la aclaración de que no era sólo por el calor. ¿Cómo iba a explicarlo después de tantos y tantos kilómetros? Alguien me ofreció un poco de café. Era Roberto. Su rostro suave se tendía como un apoyo; lo besé. Acto seguido me acurruqué sobre su pecho y traté de hacer lo mismo que la gorda, cuya revista yacía olvidada entre los muslos, próxima a caerse; pero entonces el tren se detuvo. Ignoro cuál es la razón que nos hace abrir los ojos cuando el tren está inmóvil y mirar hacia afuera, para confirmar la pesadilla. Un letrero azul, bajo la luz de neón de cualquier estación intermedia. A veces, el empleado de ferrocarril confirma el sueño: “Mestre, próxima parada”. Entonces me levanto, trato de convencerme de que los demás también han oído, de que no miran al mismo maletero ni al viejo impúdico, sino al hombrón de sandalias con cintas atadas a sus pantorrillas, remedo de gladiador, que va descorriendo la puerta del camerino, que se está sentando en el lugar desocupado, junto a Roberto. Todos lo miramos con disgusto, como si viniera a romper con una suerte de orden preexistente. Después de acomodar su breve equipaje se sienta y ve a la negra que mira la estación.

—Parece que todas fueran la misma, ¿no es cierto?

La negra asiente, sonríe. ¿Por qué fingió no entenderme momentos atrás? El tren avanza. La negra no me escuchó, Roberto sigue enfrascado en su lectura y afuera las vacas siguen pastando aunque los relojes cambien puntualmente la hora. Algo adentro no se mueve. Nadie parece notar que algo adentro no se mueve.

La anciana sale y vuelve pronto. Parece indignada de que el recién llegado tenga unas piernas tan gruesas, tan peludas y tan desnudas. Ahora es la negra quien mira a la anciana, desafiante. Pronto vuelven a cerrar los ojos, en un intento por recuperar el sueño. Yo también.

La negra me mira de soslayo, sonriendo su superioridad. Me intimida. Obviamente hay algo que ella sabe y que yo ignoro. Todavía un poco antes de haberme levantado hacia el bidet alcanzo a escuchar la voz del empleado del ferrocarril “Mestre, próxima parada” y veo claramente cómo, sin inmutarse, Roberto se acerca a mi oído en un acto que considero casi piadoso y, con una extraña emoción, susurra: “estamos llegando…”. No quiero imaginar la nueva ciudad; contengo todo asomo de emoción y voy a pararme al pasillo que divide ambos vagones, en espera de que se desocupe el baño. Observo a través del cristal; veo cómo las letras pegadas en éste se mezclan. Sé que en la próxima estación descubriré al maletero corriendo tras la señora que parecerá solvente y consternada, al abuelo que acariciará el rostro de la joven. Todavía de pie, considero la barranca, el perfecto amparo de su fondo. Descubro, en una especie de memoria futura, el tubo de luz sobre el engañoso letrero, nuestro destino.

Sin ella no hubiera regresado
Edmée Pardo

Edmée Pardo (Ciudad de México,1965) es escritora, lectora, maestra de talleres de lectura comentada, de escritura y de creatividad; promotora de la lectura como herramienta de sanación, creadora de Leer para Sanar, conferencista y voluntaria.

Es autora de: Leer para sanar (2017), Encender el mundo (2017), Los días de Lía (2017), La abuela durmiente (2015), Oasis (2015), El misterioso caso de las llaves (2015), Las grandes ligas (2015), Las tres reglas que cambiaron todo (2014), Ese monstruo tiene mi cara (2014), El brasier de mamá (2013), Letras para sanar (2012), Enfermedad se escribe con C (2009), la colección de relatos Las plegarias de mi boca (2005), Escribir cuento y novela: Caja de herramientas y cuaderno de trabajo (2005), Leer cuento y novela, guía para leer narrativa y dejar que los libros nos hagan felices (2004), Flor de un solo día, cuento, Minimalia erótica (2002), Rondas de Cama y La madera de las cosas, invención varia y relatos (Cal y arena, 1999).

Ha escrito las novelas La voz azul (2015), El sueño de los gatos (1998), Morir de amor (2002) y El primo Javier (1996).

O sin él.

Cuando vi el mapa en la pantalla de la computadora supe que ese viaje sólo podía ser con ellos, para regalarles el agotamiento de los pasos y la visión amplia desde los senderos. Un hallazgo recién descubierto que me enfebreció tanto como el que imagino he de haber sentido cuando aprendí a erguirme y caminar. Cuarenta años después, un pie tras otro, sólo quería ver montañas, hablar de montañas, caminar por las montañas: andar por las alturas del mundo con ellos, vivir esa anchura con ellos, para que conocieran cómo se mira desde arriba.

A ambos los puso mi hermana en mis brazos con tres años de diferencia, rojizos y diminutos, cuando se convirtió en para siempre otra. Los recibí con el pulso acelerado de la que fui a partir de ese primer instante. Las fotografías que tengo en mi mente no son imágenes estáticas sino emociones que tienen la forma de un recuerdo. Como el del teléfono de lata con el que nos comunicábamos de un lado al otro de la casa, la voz queda sobre el hilo que de tan estirado las palabras caminaban como equilibristas de un oído al otro. O la visita al panteón cercano donde nos entretuvimos en las esculturas y el silencio, hasta que sus ojos se engrandecieron frente a las tumbas del tamaño de sus cuerpos y el paseo se convirtió en alerta porque comprendimos que no a todos les es dado el privilegio de los años y la vida. Hicimos máscaras, velas y perfumes. Jugamos al restaurante, al teatro y en las albercas. Fuimos al circo, al cine. Leímos historias y nos inventamos otras, nos metimos al mar, fuimos de pesca, jugamos cartas y cantamos en las carreteras. Fueron cachorros que se desarrollaron fuertes a la sombra de una ausencia, con tropiezos y cicatrices visibles. Son orquídeas exóticas que se elevaron con las raíces al aire y encontraron su belleza con el tiempo. No los vi crecer. Crecí con ellos. No los vi cambiar. Me transformé con ellos.

Miente quien dice que lo mejor del viaje está en los preliminares. Es cierto que en los ascensos de preparación se cultivó el anhelo de la altura y usamos palabras recién aprendidas que nos ampliaron los labios. No es que fuera yo experta, pero quería cuidarlos con mis descubrimientos: cómo sujetar los bastones, vestirse y desvestirse por capas, tomar agua y comer sin sed y sin hambre, calzar las gafas solares, encontrar el paso, su propio paso, para subir y bajar. Practicamos varias veces y empezamos a tejer otro lazo entre nosotros. Hubo agotamiento en los amaneceres cobrizos desde la cumbre, los ojos brillantes de dicha y sol. Un gozo iba creciendo en las articulaciones del cuerpo y nos hacía más amplios al regresar cada cual a su casa, un poco más enamorados de la montaña, de nuestras posibilidades en la montaña.

Una noche, de regreso de una larga caminata, me despertó el miedo con su forma de ogro que gusta ahuyentar la alegría. Lo conozco desde niña. Un miedo que susurra al ritmo del oleaje de la mente y que un tiempo confundí con premonición, luego con intuición, para comprender, en el sofá de un psiquiatra, que ese monstruo se llama sabotaje y que crece cuando me falta espacio para contener el deleite. Lo ahogué bajo la almohada pero siguió despertándome en los días ansiosos de los preparativos: cuando comprábamos chamarras y botas para el frío, cuando leíamos historias de los primeros exploradores. Le grité: aléjate que aquí no cabes. Sólo bajó el tono de su voz.

Preparé un botiquín de primeros auxilios ayudada por un doctor. Empaqué toda clase de recursos naturales para los incidentes: aceites, imanes, pomadas, vendas. Guardamos un libro de plegarias cada cual en la mochila que tardamos días en hacer y deshacer, calculando el tamaño y el peso. Finalmente volamos a Katmandú y nos reunimos frente a una taza de té masala con nuestro grupo de expedicionarios guiados por el más experto montañista. Lo nuestro sólo era caminata, en ningún momento se exigirían recursos técnicos como crampones, cuerdas o piolet. Además contratamos un servicio de porteadores que nos ayudaría con el bulto pesado de la bolsa de dormir y los afeites para la noche. Sólo había que cargar la mochila con las cosas del día: capas de ropa en chamarras de diferentes materiales, agua, comida de marcha, gorra, guantes, lentes, protector solar. Lo único que teníamos que hacer era caminar: lento y hacia arriba, a un paso constante; aclimatarnos y cuidarnos del aire.

Antes de volar a Lukla, ella me dijo:

—¿Nos pintamos las manos, tía?

Cuando era niña, y yo había vuelto de un viaje a India, llevé henna y plantillas para decorarnos las manos a la usanza hindú. Era tanto nuestro placer y constancia que hube de comprarle unos guantes blancos para cubrir los dibujos el día de su primera comunión bajo el reproche de mi hermana que sabía que a veces jugábamos de más. Hicimos una cita en el salón de belleza. Con paciencia y asombro vimos aparecer aquel pasado y ese presente tan vivo. Cuando vi las mujeres que hoy somos, con las manos abigarradas de figuras en trazos café, comprendí que este viaje sería jugar a eso que hacíamos tantos años antes.

El día que llegamos a Lukla fue, y seguirá siendo por muchos años, uno de los más plenos de toda mi existencia. Palpitaba la ansiedad del inicio del ascenso al campamento base del Everest. Hacía frío bajo un aire límpido y visible, tan líquido que tenía sabor el trago que respirábamos. No había motores ni luz eléctrica, no es que hubiera silencio pero eso que sonaba era la montaña y su grandeza con diminutas tribus de caminantes que queríamos pisar la tierra, esa tierra.

Antes de emprender el camino, le regalé a él una rueda de oración que se gira con el movimiento del brazo, en honor a una película que sucedía en Tíbet a la que los invité de niños. De lo único que se acordaba, ya adulto, era de los rezos del campesino que llevaba al yak de un risco a otro. Me reía ante sus recuerdos sin hilo, pero sobre todo ante mi ocurrencia de llevar a dos niños al cine de arte. Mi esperanza era que, al cruzarnos con un yak, sacara su rueda de oraciones y diéramos vida a una de las escenas de nuestra memoria.

Desde el día uno supimos que sería el mejor viaje de nuestras vidas. Lo anunciaron las banderas blancas y verticales que ondeaban oraciones. El aire las hacía rezar en el golpe de la tela contra el viento, y así las plegarias bendecían la montaña. Lo supimos en los puentes colgantes con aguas de azul tan claro que parecían blancas, en el verdor de la floresta, en los bombones amarillos que crecían como barda alrededor del refugio donde pasaríamos la noche. Era la primera vez de los tres en esos parajes y no sabíamos cómo ni qué contar al otro. Estábamos desorientados ante la belleza, pero con estar juntos retomábamos el norte.

Nuestro camino coincidió con la fiesta de las luces en Nepal. Varias veces tropezamos con las voces de los niños y sus cantos, sus mejillas requemadas de sol y frío, para celebrar con baile. Vimos a las mujeres trabajar la tierra bajo el gesto de sus ojos rasgados, a porteadores llevar cuarenta kilos en la espalda con un paso natural. Los días eran largos, con sol y viento frío. Pausábamos para beber té de limón y jengibre antes de volver a caminar. Me emocionaba ir atrás de mis sobrinos, verlos subir, el tamaño de sus cuerpos, las personas en que se convirtieron. Me divertía ir junto a ellos, escuchar las bromas, reírnos hasta las lágrimas de tan felices, de tan cansados.

La primera vez que vi la cima del Everest fue en los espejos de sus lentes de sol y en la blancura de sus sonrisas. La cima creció frente a mis ojos, en un día celeste y despejado. Aquí está Dios, me decía, en la belleza, en mis pies, en mis rodillas, en ellos, en todo esto que me mueve. Aquí está Dios, repetía mientras giraba las ruedas de oración sembradas al lado derecho del camino: Aum mane padne hum. Y ahí íbamos: ella, venciendo el vértigo de los puentes; él, sacando fotos; y yo llena, absolutamente llena del aire que ama la vida.

Llevamos una celda solar que no supimos echar a andar, vivimos como un reto los baños de huella que no son baños sino agujeros malolientes sobre una tabla de madera. Mi sobrina se castigaba las ganas con tal de no ir al baño para terminar cediendo, resignada. Mi sobrino no decidía qué lado del río le gustaba más, si el de allá o el de acá, porque en ambos lados era hermoso, pero mucho más donde estuviera él. No extrañamos bañarnos, le teníamos miedo al frío. Empezamos a gozar salir de la bolsa de dormir a la ropa de ayer, que era la de anteayer, siempre tan de buen humor, a las botas empolvadas sobre tierra y lodo. Me sorprendía que ese sendero, por el que andábamos estrenando alma y pasos, fuera hecho cientos de años atrás, cientos de miles de veces pisado, y al mismo tiempo fuera tan nuevo, tan perfecto a nuestros ojos. Hasta que llegó un estornudo, ya con la altura encima y la aclimatación lenta. El ogro del miedo que viajó conmigo hasta esos parajes salió de mi mochila y afinó su voz. Pausamos un día para descansar la gripa, para enojarnos con nosotros mismos, para poner buena cara y seguir. Entonces me salió la otra tía que también soy y les gritaba que se taparan, que se untaran aceites de hierbas medicinales, los perseguía con agua y vitaminas, para ahuyentar la sombra del ogro que me miraba sin condescendencia. Quizá porque al día siguiente caminamos catorce horas, o porque escuchamos el cencerro del yak antes de verlo y mi sobrino finalmente sacó su rueda de oración, o porque estábamos agotados, o porque mojamos los pantalones de las carcajadas que no pudimos contener, fue que toda la noche escuché toser a mi sobrina.

En el siguiente poblado, que era en medio de la nada, había una estación de médicos voluntarios. Una organización inglesa que daba servicio a los porteadores que la pasan fatal con el mal de altura pero que callan por el riesgo a perder el trabajo. Cruzamos un río de agua ya congelada. Fuimos a la plática de conciencia que imparten todos los días y entendimos los síntomas del mal de montaña y lo peligrosa que puede ser la altura, de cómo los pulmones se llenan de agua en cuestión de horas. Pagamos una consulta para que revisaran a mi sobrina, escucharon su respiración y diagnosticaron que con el antibiótico todo estaría bien. Las siguientes dos horas recobró color y ánimo y fue a descansar. A la media noche su respiración empezó a sonar atorada y su siguiente tos fue con flemas de color rosa. Fue él quien me avisó cómo estaban las cosas, pero su cara era la del ogro que finalmente había salido de la sombra. Cuando la miré con las venas transparentadas en sus mejillas y con dificultad para jalar aire, exigí como una chiquilla: “Dios, esta hija no es mía. A mí no me la quitas”. Y con la certeza de que a esa voz de mando no se le niega nada, me senté para sostenerla en mi regazo. Partieron por el médico, que llegó con un tanque de oxígeno y un líquido ambarino que metió prodigios en sus venas. Esos minutos que corríamos a despertar al líder de la expedición, que íbamos de un lado al otro del refugio bajo un cielo intensamente estrellado e iluminado por la blancura de la montaña, fue el tiempo que necesitaba el milagro para asentarse. Tres horas después todo se volvió calmo. Estaba fuera de peligro, pero debíamos evacuar. Llegó un helicóptero que sólo esperaba a que clareara el día para ir a recogernos. Trepamos los tres a una cápsula de cristal que subió como burbuja y nos llevaría de regreso al aeropuerto de Lukla, a una clínica que básicamente atiende a montañistas.

—A esto nunca habíamos jugado, Tía —me dijo él.

— A seguir vivos es a lo único que hemos jugado siempre.

Los tres nos tomamos de la mano y soltamos enormes gotas que no hicieron ruido. Vimos el amanecer cobrizo como metal líquido sobre las puntas de la cordillera.

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