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Prácticas alimentarias en el contexto de la mercantilización y mundialización de la alimentación

En el análisis de las prácticas alimentarias y la obesidad existen procesos de mercantilización y mundialización de la alimentación, relacionados a la generación de los denominados ambientes obesogénicos (Gracia-Arnaiz, 2009; Ibáñez y Huergo, 2012). Al señalar los términos industrialización y mercantilización nos referimos a dos procesos históricos paralelos, que se han desarrollado y acentuado a lo largo del siglo XX, y que han dado forma a un sistema alimentario global que, por un lado, privilegia el lucro económico sobre la calidad nutritiva del alimento y, por otro, homogeneiza la variedad, disponibilidad y consumo de alimentos por medio del sistema económico hegemónico liderado por la industria alimentaria (Gracia-Arnaiz, 1996; Ibáñez y Huergo, 2012; Katz, Bruera y Aguirre, 2010; Martínez Guirao, 2003).

Una característica de dicho sistema alimentario global es que a través del desarrollo de nuevas tecnologías que han coadyuvado al surgimiento de nuevos productos industriales, donde la estacionalidad de las cosechas ha desaparecido y la disponibilidad de alimentos es relativamente constante, se propicia la “homogeneización de hábitos y del gusto”.5 “El nuevo sistema alimentario mundial ha logrado subordinar e imponer sus requerimientos a los sistemas alimentarios regionales o locales”, puesto que la abundancia alimentaria desarrollada, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, ha ido a favor del crecimiento económico –y el incremento de ganancias– y menos en el sentido de la alimentación (Meléndez, 2012; Magaña y Baltazar, 2009). Situación que ha provocado la descontextualización del alimento (de producción como de su significado) para convertirlo en una mercancía –commodities–. En este escenario global, la alimentación se reconoce, de jure, como un derecho; aunque, de facto, es un negocio (Guillamón, 2009; Magaña, 2013). En consecuencia, el sistema alimentario global engendra una contradicción entre la abundancia alimentaria, la desnutrición, la malnutrición y el hambre en distintos países, lo que en palabras de Meléndez (2012) es “una paradoja alimentaria”. Resulta claro que en México las grandes empresas invierten cantidades exorbitantes de dinero para producir cultivos exclusivos de exportación, lo que significa que no son para consumo local o regional.

El incremento vertiginoso de las cifras en países con mayor y menor desarrollo económico de las enfermedades crónico-degenerativas como la diabetes y la obesidad, y paradójicamente, de desnutrición, se ha dado en parte a que el gran desarrollo de la industria alimentaria en nuestros países ha permitido el abaratamiento de alimentos densamente energéticos y con un sabor agradable. Esto ha acarreado un alto consumo de productos industrializados, altos en azúcares y grasas saturadas, de origen animal y trans, así como a la disminución del consumo de alimentos naturales, dado que implican altos costos (un ejemplo es el frijol) (Meléndez, 2012).

Las problemáticas de salud y de la alimentación industrializada, al hacer la industria alimentaria el uso de su capacidad de permear en diferentes ámbitos de la vida occidentalizada, incluyendo la política, además de utilizar discursos y estructuras biomédicas con fines económicos, ya sea a través de la publicidad o del estímulo a proyectos de investigación acorde a sus intereses, están intrínsecamente vinculadas y poco resueltas como elementos separados. De esta manera, se propone abordar el problema descontextualizado económicamente, de tal forma que se señala la responsabilidad y selección individualizada, por lo que se emprenden acciones para modificar las conductas individuales sin reconocer los contextos en los que estas se encuentran insertas, o en todo caso, se alienta al individuo a su capacidad de trascenderlas a través de su voluntad.

Algunos investigadores señalan que entre la medicalización y mercatilización de la salud y la alimentación existe una profunda relación. Aseguran que la industria se vale de discursos biomédicos y que incluso puede involucrarse profundamente en los programas de “prevención e intervención” que son apropiados a nivel nacional, a escala internacional (Chapela y Cerda García, 2010; García Beaudoux, D'Adamo y Slavinsky, 2011).

Es en este entorno que los contextos sociales, culturales, políticos, económicos y ambientales, se reducen a elementos externos al individuo, capaces de ser superados por la “convicción” individual y la capacidad de cambiar “los estilos de vida”. Desde esta perspectiva, los planteamientos de responsabilidad recaen en las decisiones y capacidad individual, basados en “tener conocimiento” y “tener fuerza de voluntad”. Sin embargo, el significado de las prácticas alimentarias tiene que ver más con el poder, resistencia, reivindicación, solidaridad, purificación, sumisión, en diferentes espacios temporales (Gracia-Arnaiz, 2007).

¿Cómo analizar, entonces, las prácticas alimentarias desde los propios contextos económicos y políticos? En 1995 Igor de Garine señaló que los sistemas alimentarios están pasando por procesos de homogeneización de la oferta alimentaria, debido a la mundialización de lo que llama “economía alimentaria”. Con esto se da preferencia a las importaciones de alimentos estandarizados que a la producción local. Menciona también que la producción de alimentos se ha mercantilizado, siendo uno de los aspectos clave la transmisión de valores simbólicos a través de los medios de comunicación (de Garine, 1987). Recientemente, Nestlé, Wilson y Balay-Karperien (2012), señalaron que la publicidad influye en el desarrollo de prácticas alimentarias desde la infancia y que estas se mantienen hasta la edad adulta; sostienen que en Estados Unidos la inversión realizada en publicidad es mayor al gasto en servicios públicos de nutrición y prevención. Incluso algunos autores van más allá y establecen vínculos entre diversos actores como los científicos, médicos, agentes de gobierno, industriales, publicistas y financieros, cuyo objetivo es centrar la alimentación en un esquema de lucro económico, por encima del bienestar, la salud y el medio ambiente (Chapela y Cerda-García, 2010).

Para comprender estos vínculos entre prácticas alimentarias, industria y salud es necesario un enfoque de sistema alimentario completo desde las políticas y modos de producción hasta el consumo. Gran parte del análisis del consumo alimentario se desvincula de la producción de alimentos, pero esto limita drásticamente la comprensión del problema. ¿Cómo se puede entender el consumo de alimentos, si no se identifican elementos tan esenciales como las políticas de producción y comercialización, es decir, lo que está disponible y difundido para consumir? En esta parte, autores como Meléndez et al. (2010) sugieren que las prácticas alimentarias están siendo moduladas por una oferta globalizada y homogénea de alimentos. Pinstrup-Andersen (2012), a su vez, hace énfasis en el impacto del sistema alimentario sobre la nutrición y salud humana, en especial de las políticas de producción de alimentos.

La política alimentaria mundial está centrada en la producción de alimentos de elevado contenido energético, como cereales (trigo, arroz, maíz), cárnicos, oleaginosas (para la producción de aceites) y lácteos. Incluso la tendencia en la agricultura mundial señala que hacia los años 2015-2030 habrá un aumento de la ingesta media de calorías en el mundo, además de que el consumo de alimentos “se está haciendo cada vez más similar en todo el mundo, incorporando alimentos más caros y de mayor calidad, como carne y productos lácteos”, de acuerdo con un informe de la FAO (2002). En dicho informe también se refiere que esta tendencia está estrechamente vinculada a un mayor comercio internacional de alimentos, a la difusión mundial de las cadenas de comidas rápidas y a la expansión de los hábitos alimentarios americanos y europeos, y no únicamente al cambio en las preferencias (FAO, 2002). Sin embargo, en un informe posterior, la FAO (2013) señaló que si bien se requería de alimentos disponibles, accesibles, variados y nutritivos, dependía de las elecciones de los consumidores para lograr el “cambio”, con resultados nutricionales y sostenibles, y que esto se lograría a través de la promoción de un cambio alimentario por medio de la educación sobre nutrición. En síntesis, en este último informe se declara que “los consumidores determinan lo que comen y, por lo tanto, lo que el sistema alimentario produce”.

Como hemos visto, la descontextualización de las prácticas alimentarias no es simplemente una omisión técnica, se sitúa en un sistema alimentario que algunos autores problematizan desde la mercantilización, medicalización y mundialización de la alimentación (Ibáñez y Huergo, 2012), por lo cual estos podrían ser elementos clave en el análisis de las prácticas alimentarias, desde una visión de sistema, desde la producción hasta el consumo. Al mismo tiempo, para este análisis es importante situarnos en el contexto histórico del abordaje de la obesidad, para evitar naturalizar su estudio como una problemática de salud. La obesidad se caracteriza como problema a través de procesos históricos y sociales, es decir, en un contexto determinado, en sociedades occidentalizadas y medicalizadas, aunque esto no significa que siempre haya sido así (Gilman, 2008).

Con este argumento no se pretende señalar que no existen asociaciones entre “tener obesidad” y otros problemas de salud. El objetivo de este señalamiento es ampliar el panorama, más allá del “ser obeso” como un problema que tiene que ser resuelto “con disciplina” y “educación”, reconocer las estigmatizaciones y prejuicios, incluso de los profesionales de la salud, y evaluar qué tan útil es en referencia al bienestar y salud de los individuos y las sociedades.

Sobre la descolonización de los cuerpos obesos

Derivado de la complejidad de estos procesos de medicalización, mercantilización y mundialización de la alimentación y la salud que se entrelazan y retroalimentan continuamente, surge la relevancia de estudiar la obesidad en términos sociales y complejos. La obesidad no puede ser entendida solamente como una epidemia visible en los cuerpos, que debe ser atendida como una enfermedad individual. Es por ello que consideramos conveniente repensarla a la luz de los significados que se atribuyen socialmente, en contextos particulares e históricamente delimitados. En este sentido, la noción de cultura –entendida como el consenso de signos y significados que orientan los símbolos, prácticas, acciones y relaciones sociales en una sociedad– (Geertz, 1992), es útil para cuestionar cómo es que los cuerpos obesos son excluidos y descontextualizados.

La corriente crítica, denominada como estudios poscoloniales, surgió en la década de 1990. Ahí se propuso construir un modo de producción de conocimiento centrado en un paradigma del otro, respecto de la modernidad y enfatizando en el orden mundial establecido en América Latina a partir de la colonización del continente y en la actualidad (Gigena, 2001: 7-8).

Algunas de las pistas que orientan dicha corriente de pensamiento se centran en: a) distinguir entre colonialismo –en tanto un sistema político y administrativo– y la colonialidad (una estructura de dominio subyacente al control ejercido durante las colonias española y lusitana); b) pensar las problemáticas sociales a partir de la noción de un sistema mundo, en tanto un tipo particular de sistema histórico; c) considerar la colonialidad como el lado oscuro de la modernidad, en una relación de co-constitución; d) problematizar los discursos eurocentrados e intracentrados de la modernidad; e) considerar el pensamiento decolonial como un paradigma del otro –es decir, que existen otros sistemas válidos dentro de su contexto–, que es capaz de revalorar otros conocimientos, evitando los esencialismos de autenticidades –o falsos dilemas de verdad–, y más bien como transmodernos; y f) consolidar un proyecto decolonial, intervenir sobre la construcción de otros mundos, lo que significa que los estudios decolonizadores tienen como punto de partida una ética y una política de la pluriversalidad –muchas visiones y conocimientos– (Gigena, 2001).

Ahora bien, la perspectiva decolonial, en tanto una propuesta de análisis social y complejo, nos permite problematizar la obesidad como una propuesta de análisis metodológico y comprensivo en la que: a) la obesidad debe sitúarse en un contexto social particular (México), en el que su historia social está ceñida por el colonialismo y la colonialidad, que se ha transformado en nuestros días con otras caras; b) que este proceso de instauración de la “colonialidad del poder” –en palabras de Quijano (citado en Gigena, 2001)– no se desarrolló en un solo momento, sino que formó parte de otros procesos de cambio social en el tiempo que permitió el surgimiento de una serie de ideas acerca de los valores estéticos de los cuerpos, influenciados por la medicalización de la salud y la alimentación. La noción de obesidad es un concepto colonizador; y c) un paradigma centrado en los conocimientos médicos y pensados solo a partir de esos otros paradigmas.

Como se ha visto a lo largo de este capítulo, queda claro que los procesos “medicalizadores de la alimentación” han sido apropiados a través de prácticas e ideas acerca de los alimentos y su efecto en el cuerpo, descontextualizados de sus significados histórico-culturales. Las ideas intrínsecas y dominantes que produjo la medicalización de la alimentación, la descontextualización de los alimentos y la fragmentación de “los cuerpos y las mentes” han omitido la posibilidad de entender y complejizar la obesidad –se asume como un objeto dañino en términos más económicos y morales– en sus múltiples significaciones culturales y sociales. Así pues, si en una comunidad rural o en una etnia –que actualmente no existen como comunidades cerradas– existe un sentido estético y cultural de un cuerpo con “mayor grasa prominente”, se juzga y se asume que es falta de educación nutricional y falta de voluntad.

Sin embargo, existen casos en Oaxaca, en poblaciones de origen étnico zapoteco istmeño, en que los cuerpos de las mujeres se caracterizan por ser prominentes, exaltando su estética como un símbolo de abundancia, bienestar y fertilidad (Magaña, 2007). En estos contextos rurales, las ideas relacionadas con la delgadez se pueden asociar con la juventud, pero cuando una mujer se casa o es “robada” se considera que puede ganar peso porque está en una etapa reproductiva. La grasa acumulada en el cuerpo es señal de que está en la posibilidad de procrear y dar vida. Es importante resaltar que también existe una preocupación por el desarrollo de enfermedades cardiovasculares por un cambio en los patrones alimentarios, lo que pone de manifiesto que existen valores culturales asociados a la belleza y al mismo tiempo se combinan con las transformaciones sociales e históricas del sistema alimentario local. Estas transformaciones pueden ser rastreadas cuando se agregan al análisis las dimensiones históricas y políticas a nivel local, enfatizando en las relaciones interétnicas e intraétnicas. Si se analizan los valores culturales de una comunidad, en el caso de los zapotecos del istmo de tehuantepec podemos encontrar cómo se van construyendo y transformando estos valores en el tiempo, según las relaciones sociales que se establecen entre los miembros de un grupo étnico (Magaña, 2012).

Las transformaciones del sistema de producción de alimentos en pos de una modernización o revolución agrícola, al mismo tiempo que el crecimiento y desarrollo de una industria alimentaria –que poco le interesa la salud y más bien la ganancia monetaria–, y en detrimento de los sistemas culturales –signos y significados inscritos en símbolos, prácticas y valores–, han repercutido de manera ineludible en estas cambios corporales. Por mencionar un ejemplo, se cita una vez más el caso de las comunidades zapotecas del istmo de tehuantepec, donde el consumo de cerveza se incrementó hacía la segunda mitad del siglo XX, sobre todo en las fiestas patronales, gracias a la llegada de las casas cerveceras a la región y como parte de una estrategia de comercialización que se establece directamente con los comités que organizan las fiestas (Magaña, 2007). Es un hecho que el consumo de alcohol ha impactado de manera visible en los cuerpos, ya que muchas mujeres y hombres han ganado prominencia corporal por ello, aunado a que con la llegada de los productos industrializados, gracias a la introducción de las carreteras y urbanización de las poblaciones, estos se fueron incorporando a las “botanas” que se sirven en las fiestas. En una botana se puede comer productos locales como pescado o tamales, al mismo tiempo que cacahuates japoneses y frituras de maíz (Magaña, 2007).

Estos elementos etnográficos nos permiten preguntarnos, de acuerdo con Gracia-Arnaiz (2007), ¿por qué se siguen desarrollando modelos de intervención separados de las reformas económicas en México? Los sistemas de prevención de salud o enfermedad ven a los sujetos fuera de su contexto familiar, social y económico y político, ¿por qué nos extraña que sigan aumentando las cifras?

Desde una mirada centrada en el modelo biomédico, muchas de las veces los cuerpos obesos son violentados por estos paradigmas que al mismo tiempo son exorcizados del alma; escinden al individuo, al ser. En este contexto, ¿por qué no repensar que existen “obesidades” en tanto estados físicos, pero al mismo tiempo, emocionales y de significados, que llaman a poner atención no nada más a los cuerpos, sino al estado en el que los individuos viven colectivamente? En pocas palabras, habría que decolonizar la alimentación y los cuerpos de la industria alimentaria y los elementos estigmatizadores de la sociedad, y comenzar a comer por deleite, amor al cuerpo, identidad, pertenencia cultural, social y ecológica, a través de alimentos producidos y significados localmente. No se trata de “regresar a paradigmas tradicionales”, pero sí de recuperar el significado de los alimentos en ciertos contextos; no demeritar el conocimiento local y los sistemas de clasificación cultural en pos de un conocimiento científico uniforme. Se busca complementar los conocimientos (científicos y locales) que fortalecen las prácticas alimentarias benéficas para la salud (Arispe et al., 2007).

Conclusiones

A lo largo del capítulo se revisaron algunos procesos históricos de transformación social –medicalización, mercantilización y mundialización de la alimentación– que consideramos pilares importantes para la comprensión de la obesidad y las prácticas asociadas a ella en la actualidad desde una perspectiva decolonial. Los procesos aquí descritos son una guía que nos permiten reconocer que en cada país y localidad existen diferencias importantes en términos de la comprensión de los valores y prácticas que se ejercen en relación al cuidado de los cuerpos y cómo estos se han transformado. Los módelos estéticos, de atención de salud y las políticas económicas en sí mismos están siendo abordados como ejes separados de una problemática que nos involucra a todos en las dimensiones individuales, sociales, génericas, económicas y de generación.

Al mismo tiempo, en el último apartado hemos querido traer a la mesa de debate una perspectiva social y crítica para entender que la obesidad no es solamente un problema conductual que debe ser resuelto a nivel individual. Queremos plantear que la obesidad es un problema de carácter social que trasciende la dimensión de la voluntad individual y que es la consecuencia de las transformaciones que el sistema alimentario local, nacional e internacional ha sufrido históricamente. La perspectiva decolonial nos permite no solamente atribuir una serie de estigmas negativos respecto a la gordura o los cuerpos obesos, también nos invita a tomar distancia y empezar a indagar sobre las prácticas y valores que se han construido histórica y culturalmente, en contextos urbanos y rurales particulares, para entender cómo es que se han dado estas transformaciones, tomando en cuenta los procesos sociales descritos a lo largo de este texto.

Antonio López Espinoza
и др.
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