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—¡Todo esto son los restos del naufragio!

Dijo Mercedes al enseñarme la casa, iluminando «el naufragio» con una sonrisa y aludiendo a los tiempos en que vivía en París, en un precioso hotel propio, rica y bien relacionada como una princesa. Y es que, debido a los despilfarros y desaciertos de su marido, han perdido, los dos, casi toda su fortuna, y a eso llaman ellos: el naufragio.

Alberto Palacios, marido de Mercedes, es muy simpático y, como ella, tiene mucho mundo y mucho don de gentes. Noté, sin embargo, que no obstante su galantería y amabilidad exterior, le habló varias veces a ella en un tono que tenía cierto matiz de brusquedad, lo cual me hizo pensar: «Abuelita y tía Clara, deben tener razón al decir que la trata muy mal, y ¿cómo puede tratarse mal a una criatura tan llena de todos los encantos y de todos los atractivos?».

Resumiendo mi impresión debo decir que anoche pasé un rato verdaderamente encantador. Desgraciadamente, no sé cuándo volverá a repetirse. Por mi parte, yo lo repetiría todas las noches. Sí… ¡qué ambiente delicioso se respira allá en la casa de Alberto y de Mercedes! No parece sino que con los cuadros, los tapices, y las porcelanas de Sévres se hubiesen traído también, para llenar su casa, aquel divino ambiente que sólo me fue dado respirar algunos días, durante mi última y cortísima permanencia en París.

¡Ah!, me olvidaba de un detalle curiosísimo. Y fue, que ya al momento de marcharnos, mientras Mercedes había ido a buscarme la ofrecida miniatura, tío Pancho se acercó a Gabriel Olmedo, que se hallaba junto a la puerta de salida algo alejado de mí y le preguntó a media voz:

—Bueno, ¿y qué te ha parecido mi sobrina, Gabriel?

—Tu sobrina, Pancho —contestó él, más o menos en el mismo diapasón—, es la tentación bíblica del Paraíso, encerrada en el más divino cuerpo de Grecia. Espero, sin embargo, que yo sabré resistir al embate de la tentación, y que no caeré en el pecado de enamorarme de ella. Mi libertad, Pancho, no la sacrifico yo ni aun a los preciosos pies de esa muñeca sobrina tuya. Pero llévatela, sin embargo, sí, llévatela pronto, hazme el favor, y escóndela donde yo no la vea más, que es propio de sabios y de prudentes el evitar las tentaciones.

Este diálogo llegó perfectamente a mis oídos a pesar de que yo, en aquel instante, parecía estar profundamente abstraída, contemplando un óleo copia de Greuze que representa una muchacha abrazada a un perrito. Las anteriores palabras, sorprendidas a distancia, son una de las razones por las cuales opino que el tal Gabriel Olmedo, a más de trigueño y corto de talle, es un ser pretencioso, imbuido de sí mismo, que habla de la importancia de «su libertad» como si fuese algún pueblo o nación. En el fondo no parece poseer más cualidad que la de no tener mal gusto, y la de ser acertado en sus apreciaciones.

Anoche, cuando, ya de regreso, tío Pancho se despidió de mí, yo, sola, en la quietud de la casa donde todo dormía, me quité el abrigo que me había puesto para atravesar la calle, y bajo el fresco de la noche, en pleno patio de entrada, junto a palmas y rosales, apoyada en uno de los pilares, me di a mirar y a sentir la infinita serenidad del cielo. Y así, mirando la Luna y mirando las estrellas, tuve grandes deseos de echar a volar en el divino espacio para irme lejos, no sé dónde, lo mismo que se van las palomas mensajeras. Y con los ojos siempre fijos hacia arriba, pensé en el volar glorioso de los que tienen alas, pensé en la frase que había dicho Gabriel Olmedo sobre su libertad, y pensando en las alas, y pensando en la adorable libertad, y pensando en la frase de Gabriel Olmedo, sin saber bien lo que decía, me puse a decir así entre irritada y ansiosa:

—¡Su libertad!… ¡Su libertad!… ¡Ah!; si creerá él que yo no aprecio la mía… La aprecio, sí; la aprecio muchísimo… la aprecio tanto, pero tanto, que la próxima vez que venga a verme tío Panchito, yo también le diré: «¡Mi libertad, tío Pancho, no la sacrificaré yo jamás a los pies de un hombre que tenga los tobillos gruesos! Porque has de saber, tío, que yo odio los tobillos gruesos y me repugna muchísimo el pelo negro azabache, sí; me repugna tanto como me gusta mi libertad».

Y una vez tomada esta firme resolución, frente a los rosales del patio, y bajo la inmensidad de lo infinito, resolví por fin venirme a acostar porque la noche de ayer era muy fresca, y mi vestido de tafetán de Persia es demasiado escotado, para estar al sereno sin abrigo.

Pero hoy en la mañana, me he puesto a reflexionar… Ahora pienso: Si la próxima vez que venga tío Pancho, yo le hiciera la anterior declaración acerca de mi libertad, es segurísimo, que al oírme él, se reirá a carcajadas y me contestará en medio de su risa:

—¡Pobre María Eugenia! ¡Si tu libertad no existe! ¡Ni tu libertad existe ahora, María Eugenia, ni ha existido antes, ni existirá jamás! Tu libertad es un mito; sí; es una de las muchas fantasías o aberraciones, que se agitan en tu cabeza. Por consiguiente, me parece mejor que no alardees tanto sobre el particular.

Naturalmente que yo, en caso de oír semejante impertinencia, no me quedaré callada, sino que contestaré al punto indignadísima:

—¡Te equivocas, tío Pancho, te equivocas! ¡Mi libertad existirá en el futuro tan cierto como existe hoy la luz del sol! Y si no, dime: ¿quién, quién puede prohibirme a mí el día que yo cumpla veintiún años que me vaya de esta casa, si es que así se me antoja, y me contrate en París, Madrid, o Nueva York, como bailarina, cupletista, o actriz de cinematógrafo?…

A lo cual Abuelita, de estar presente, soltará al instante la costura o lo que quiera que tenga entre las manos, se quitará los lentes y exclamará espantada:

—¡Por Dios, María Eugenia, no hables así! ¡Eso no debes decirlo tú ni de broma!

Y tía Clara por su lado opinará también:

—¡Esas, esas, son las ideas que sacas de tus conversaciones con Gregoria, y de los libros inmoralísimos que debes leer cuando estás encerrada con llave, allá, en tu cuarto!

Y es muy posible, que entre en sospechas y una mañana mientras yo me encuentre en plena «réverie» acostada sobre el baúl de tío Enrique, tía Clara y Abuelita vengan a mi cuarto en son de pesquisa, hagan un registro, den con las novelas «inmorales» que tengo escondidas en el doble fondo de mi armario de luna, y resulte de todo ello un horrible disgusto.

Por esta razón me parece muchísimo más prudente, no mencionar mi libertad delante de tío Pacho. Y también por esta razón, me he encerrado hoy en mi cuarto desde muy temprano y escribo… escribo… escribo… ¡Ah, tía Clara, eso es lo que tú no sospechas! Cuando estoy encerrada en mi cuarto, no leo, no; ¡escribo todo aquello que se me antoja, porque el papel, este blanco y luminoso papel, me guarda con amor todo cuanto le digo y nunca, jamás, se escandaliza, ni me regaña, ni se pone las manos abiertas sobre los oídos!…

Sí, hoy escribo, y mientras voy escribiendo, miro caer la lluvia a través de los postigos. Porque desde muy temprano llueve espantosamente. Serían más o menos estas horas cuando tía Clara fue a avisarme ayer que me llamaban por teléfono. ¡Y cómo corren las horas! Desde mi escritorio miro el reloj, miro gotear la lluvia sobre las hojas pulidas de los naranjos, pienso en el correr del tiempo, y no sé por qué hoy, esta casa de Abuelita, me parece más grande, más silenciosa, y más aburrida que nunca…

III

De cómo una mirada distraída llega a desencadenar una horrible tormenta, la cual, a su vez, desencadena grandes acontecimientos.

—¡ACERCA MÁS TU SILLA, María Eugenia, acércala más, que por muy buenos ojos que tengas, es imposible que puedas distinguir bien los hilos desde esa distancia!…

Así, ya algo impaciente, dijo ayer Abuelita, agobiada bajo el peso del mantel de granité que está calando en la actualidad. Luego volvió a emprender el interrumpido estribillo, y siguió haciendo y diciendo:

—Mira: se cogen dos hilos; se dejan dos; se vuelven a coger dos más adelante; se pasa después la aguja hacia la derecha; se cogen entonces los dos que se dejaron atrás teniendo cuidado de no anudar la hebra; y se vuelve a empezar otra vez… ¡si es facilísimo!…

Pero como entre las obras llevadas a efecto por el ingenio humano, es el calado una de aquellas que menos me intrigan, y menos despiertan mi curiosidad o ambición de saber, yo no había logrado dominar todavía las leyes absolutas que rigen el que actualmente realiza Abuelita en la trama de su mantel de granité, bien que estuviera ya casi un cuarto de hora, mirando desarrollar dichas leyes bajo el sabio consorcio de la teoría y de la práctica.

Abuelita posee la firme convicción de que una mujer «honrada y de su casa» debe dominar entre otros conocimientos, la ciencia o arte del calado, en sus diversas fases o variaciones. A mi ignorancia del calado atribuye Abuelita «esa mala costumbre de sentarse sobre las mesas»; «la pintura tan exagerada de la boca que no es propia de una señorita»; mi indolencia; mis largas conversaciones con Gregoria; y la manía de leer «cuanto libro le cae entre las manos»; cosas que son muy perjudiciales a su modo de ver.

Abuelita suele declarar dogmáticamente:

—El calado es tan interesante y distraído que envicia, y mientras se está calando, se hace algo de provecho en primer lugar; sirve de distracción al mismo tiempo y sobre todo: ¡se trabaja!, porque la ociosidad es la madre de todos los vicios; y si en un hombre es repulsiva, en una mujer la ociosidad es mucho más peligrosa todavía.

Según parece, yo no tengo una profunda experiencia (cosa inútil y despreciable si se compara con la inteligencia), pero no obstante, en la relativa cantidad que poseo, he descubierto ya, que la manera más eficaz de exaltar el espíritu dominador de una fe cualquiera, consiste en negarla, discutirla o despreciarla. Por consiguiente, con el objeto de libertarme en algo del afán apostólico, con que Abuelita trata de inculcarme sus doctrinas acerca de las excelencias que se derivan de la ciencia de calar, decidí ayer abrazar por fin dicha ciencia. Creí firmemente que era el mejor sistema para llegar a libertarme de ella. «Similia similibus curantur» afirma según dicen la homeopatía, y yo pensé que había llegado el caso de aplicar tan discreto aforismo.

Fue pues, por esta simple y homeopática razón, por lo que ayer tomé una silla, me senté junto a Abuelita, y participando en mis rodillas de las encrespadas y blancas olas que formaba a nuestro alrededor la tela del futuro mantel, comencé a recibir las primeras nociones de la ciencia que, al decir de Abuelita, une lo útil a lo agradable y como frutos de dicha unión, derrama sobre quien la ejerce un sinfín de consecuencias moralizadoras. Pero es lo cierto, que a pesar de mi buena voluntad, mientras ella decía: «se cogen dos hilos; se dejan dos; se vuelven a coger dos más adelante; se pasa después la aguja hacia la derecha; se cogen entonces los dos que se dejaron atrás teniendo cuidado de no anudar la hebra…», yo miraba tan sólo maquinalmente el cruzarse y entrecruzarse de los hilos bajo la acción de la brillante aguja y pensaba en otra cosa.

Confieso que hice muy mal; pero ¿quién gobierna como rey absoluto esta desordenada república de nuestros pensamientos?

Llegó un momento fatal en que mis ojos encontraron, sin duda, que aquel cruzar y entrecruzar de hilos ante su presencia, estorbaba mucho el curso de las ideas que tras ellos se deslizaban, y sin que yo lo advirtiese, fueron a posarse discretamente sobre la suave inmovilidad de un arabesco del mosaico. Pero: ¡oh! imprevisión de la inconsciencia, y ¡oh! inconsciencia de la imprevisión!… allí los sorprendió incautamente la mirada investigadora de Abuelita, y entonces ¡ardió Troya!

—¡No estás poniendo atención, María Eugenia! No estás poniendo atención ninguna, y eso ¡es una falta de consideración conmigo! ¡Me tienes ya cansada explicándote una cosa que se aprende con verla solamente una vez! Y es que te figuras que es una gracia no saber calar; y que te rebajas porque en lugar de un libro tienes una aguja entre las manos. No te sigo enseñando; mejor es, vete, vete a leer novelas, y sigue cultivando la ociosidad, que obtendrás con eso «¡muy buenos resultados!».

La sorpresa de semejante ataque al romper en seco el hilo de mis lejanos pensamientos, me produjo un efecto bastante parecido al de un despertador, cuando se pone a sonar hacia las altas horas de la noche. Me tomó completamente desprevenida. Además, ante la evidencia, no hay disculpa posible; así lo comprendí, y limitándome a refutar tan sólo las frases finales de la airada réplica, dije atropelladamente:

—Abuelita, no se cultiva la ociosidad leyendo. La lectura es instructiva, enseña, y la considero más provechosa, y muchísimo más divertida que estas costuras y estos calados, en donde se repite siempre y siempre la misma cosa, como si se anduviera alrededor de una noria.

¡Ah! ¡santo cielo! ¡Y qué frase fue esta última tan importuna, y tan desgraciada! Repitiendo la clásica y conocida metáfora, podría decir que ella fue «la gota de agua que derramó el vaso», si no ocurriese que dicha metáfora, aplicada a semejantes circunstancias, viene a ser pobre y descolorida, y que mucho más enérgico y descriptivo resulta decir en su lugar, que ella fue la incauta mano que arranca al descuido el tapón de una botella de champagne previamente sacudida.

Y es que según parece, hace ya más de mes y medio que en la mente de Abuelita, sin que yo lo advirtiera, venían acumulándose, como el ácido carbónico en la botella, los gases de mil contrariedades producidas por mi conducta y proceder. Yo no lo sabía, y he aquí cómo, de pronto, vinieron a demostrármelo dos imprudencias; primero la de haber puesto los ojos en un arabesco del mosaico en lugar de mantenerlos fijos sobre el calado del mantel; y luego, la malhadada idea de atacar de frente dicho calado, sacando temerariamente a colación la imagen de la noria, cosa esta que evoca inmediatamente, aun en las imaginaciones más lentas, la figura humillante y desagradable del burro que la mueve. He aquí, pues, cómo estas dos imprudencias o descuidos, hicieron saltar en un instante, y con grandísimo estrépito, el corcho de la paciencia de Abuelita.

No bien hube esbozado yo la temeraria imagen de la noria, cuando ella, herida en la más sensible de sus convicciones, soltó la aguja, se quitó los lentes, y roja, fruncido el entrecejo, brillantes los ojos, y agobiada siempre por el mantel de granité comenzó a decirme con una exaltación indescriptible:

—¡No te conozco, María Eugenia! ¡No eres la misma que llegó a esta casa hace cuatro meses! Antes eras respetuosa y eras obediente, oías siempre mis consejos, y me considerabas; ahora no; crees en tu superioridad, y aunque no lo dices, te imaginas que mi criterio está formado por ideas atrasadas o ridículas! ¡Desdeñas quedarte aquí con nosotras, y no piensas sino en el momento en que den las cinco de la tarde, para irte a casa de Mercedes Galindo, y eso, cuando no te vas desde las cuatro! ¡Allá te cambiaron!… ¡No eres la misma, no, no eres la misma; los libros y las malas compañías están acabando contigo, y con todas tus cualidades! ¡Tu familia, la familia de tu madre, no existe para ti, y no te gustan sino los extraños! No he podido lograr todavía que seas amiga de tu prima, la hija de Eduardo, sé que te burlas de ella; y según me ha dicho Clara, has llegado hasta a ponerle un nombre. ¡Qué diferencia cuando llegaste de Europa hace solamente cuatro meses! Siempre te sacaba como modelo porque eras moderada y suave, y porque siendo instruida habías permanecido muy inocente. ¡Pero ya has perdido la inocencia, y todo! ¡Ah, es ese ambiente de casa de Mercedes lo que te ha transformado, sí; cada día deploro más el haber reanudado relaciones con ella! ¡Allá, se nos detesta a todos los Aguirre, y esa antipatía ha influido mucho en ti! Nada, absolutamente nada bueno, sacarás de una intimidad que yo desapruebo con toda mi alma!… Y en cuanto al Gabriel Olmedo, ese necio, ese petulante, ese nadie, que te están metiendo por los ojos, y a quien tú consideras ya como una gran cosa, es de lo peor, de lo peorcito por sus ideas, y por sus despilfarros y pretensiones. No se casará nunca contigo, no; no es hombre que se casa con nadie, y mucho menos, con una mujer tan pobre como eres tú… Si acaso, después de divertirse un tiempo se burlará de ti: ¡ya lo verás!

Si mi frase relativa a la noria había sido desacertada, estas finales de Abuelita, fueron tal cual un latigazo que me hubiese asestado en pleno rostro. De por qué las palabras: «y mucho menos con una mujer tan pobre como eres tú» despertaron en mi alma tal frenesí de indignación, averígüelo quien pueda; yo, sólo sé decir que cuando Abuelita hubo terminado su filípica, a mí me temblaban los labios, tenía las manos heladas; y, el millón de palabras y de imágenes que hervía a borbotones en mi mente, se contuvieron todas un instante sobre mi lengua, que paralizada de indecisión no sabía cuáles escoger ni por dónde empezar. Al fin, trémula la voz, alterada la respiración, atropellando conceptos y palabras, con una insolencia que me hacía muy merecedora de la anterior reprimenda, fui soltando esta especie de enumeración:

—¡Sí, Abuelita, sí; en efecto, soy muy pobre, soy miserable, porque yo no soy pirata; salteadora de caminos; usurera; ni ladrona como son otros; sino que al revés ¡a mí me han robado! ¡me consta, y me consta!!… ¡Y es por eso que no tengo nada! ¡Y si cometo «el crimen» de irme a casa de Mercedes todas las tardes, es porque allá me divierto y aquí me fastidio! ¡y eso ni es culpa de ella, ni es culpa mía!… y Mercedes jamás pronuncia ni en bien ni en mal la palabra «Aguirre»; y a la imbécil de mi prima no le he puesto jamás ningún nombre, porque creo que con los ocho nombres que reúnen entre sí los cuatro hermanos les basta y les sobra para que, sin añadir ningún otro, vivan eternamente y en ridículo! ¡Sí; sí; Abuelita, mira: si quieres que te diga la verdad, creo que los cuatro, acompañados de la odiosa María Antonia, y capitaneados por tío Eduardo, nadan todos juntos dentro de la insignificancia como una manada de patos dentro de un estanque! ¡Y además son envidiosos, sí, envidiosísimos, me detestan a mí por envidia, sólo, sólo, sólo, por envidia! Y por envidia intrigan para que tú no me dejes ir más a casa de Mercedes. ¡Ah! crees que no oí a tío Eduardo la otra noche cuando te dijo… (Y al llegar aquí, hablando por la nariz y haciendo una mueca horrible en honor de tío Eduardo, repetí): «esa amistad no le conviene de ninguna manera»… ¿Crees que no lo oí? ¡Lo oí perfectamente! ¡Ah! ¡envidiosos! ¡estúpidos! ¡mentecatos! ¡cretinos! Pero yo los desprecio, Abuelita, ¿oyes? los desprecio a todos porque los veo chiquitos, como unas hormigas, allá en el abismo de la inferioridad! ¡Sí, sí, son pequeños, son chatos, son imperceptibles, son microscópicos, casi no existen! ¡¡son unos imbéciles!!

Y mientras así, presos del más terrible furor, exclamaban mis labios temblorosos, insaciables y elocuentísimos; junto a mí, Abuelita, cubierta ahora por todo el peso del mantel, que yo, en mi furia había arrojado lejos de mis rodillas, Abuelita, digo, que no me había visto jamás sino en la suave normalidad de mi carácter, olvidando como por ensalmo su anterior exaltación, se hallaba ahora abismada de asombro y de temor. Si fue lástima de haberme herido, o si fue miedo a las consecuencias de mi ira, no lo sé, pero es lo cierto que en lugar de irritarse más y más ante mi gran insolencia, a medida que yo hablaba, su mirada se había ido dulcificando poco a poco, hasta que al fin, cuando terminé mi réplica prodigando diatribas sin cuento sobre la familia de tío Eduardo, ella, presa de la más viva angustia, lamentando su imprudencia, sintiendo el haber despertado en mí el demonio de la desunión, y siendo, como es su mayor anhelo, el verme de acuerdo con mis primos, se puso a decir en el tono suave de la conciliación:

—Pero si no es cierto, María Eugenia. ¡Si nunca me han dicho nada! ¡No hables así de tus primos! ¡No te expreses en esa forma de Eduardo! ¿Tú ves, tú ves cómo es verdad que no nos quieres a tu familia? Si te digo lo que te digo, mi hija, es por tu bien, tú sabes mejor que nadie cómo te quiero yo, cómo te quiere Clara, cómo te queremos todos! Si yo daría lo que no tengo, sí, mi vida misma la daría por verte feliz y por verte contenta. ¿No ves que te quiero dos veces? Te quiero por ti y te quiero por tu madre. ¡Es por eso precisamente por lo que me inquieto, porque me parece que todo puede perjudicarte o puede hacerte sufrir más adelante!

¡Ah! ¡pero mi cólera no es tan quebradiza, e inconsistente como la de Abuelita! Poco frecuente en realidad, cuando ha encendido su mecha arde durante un buen rato, es dificilísimo apagarla, y si acaso tiene ciertas decadencias, entonces, como el Ave Fénix, renace aún más vigorosa de entre sus propias cenizas. Por esta razón, a pesar del cariño y de las suavidades con que me amonestaba Abuelita, yo continué durante un largo rato hablando y hablando, con infinita elocuencia, desenvolviendo las más inesperadas e insultantes imágenes contra la familia de tío Eduardo, cuya figura colectiva se hallaba en mi mente fija como una obsesión. Mis propias palabras no hacían sino exaltarme más y más, razón por la cual, mientras hablaba, iba al mismo tiempo, comprendiendo y disculpando el voluptuoso ensañamiento de las fieras:

—Sí! ¡envidia me tienen, Abuelita, y me detestan aunque tú no lo confieses! Pero yo en cambio, los cubro a todos con el telón de mi desprecio y ni siquiera los veo. Mira, los hijos de tío Eduardo, son pretenciosos, son ignorantísimos; no tienen gracia ninguna al hablar; la miseria de sus inteligencias da compasión; el vocabulario que emplean para expresarse es tan pobre como pobres de ideas son sus cerebros, y usan los superlativos sin necesidad, con una monotonía y una prodigalidad horribles!… Sí, para ellos todos lo agradable es «bello» o es «divino»; todo lo desagradable es «un desastre», «un pavor» o «una lata» y a eso se reducen sus expresiones; no tienen noción de los matices, de los términos medios, ni de las graduaciones. Moralmente se parecen todos unos a otros como granos de maíz, porque poseen la simpleza y la uniformidad de la mentecatez. En cuanto a esa vieja y ridícula de María Antonia, es una advenediza, o, llamando las cosas por su nombre, es una mulata, descendiente de padres naturales, cargada de maldad y de odios de raza; tío Eduardo, en el fondo no es más que su instrumento, pero es un instrumento avaro, imbécil y chismosísimo, por no decir otra cosa!… Esta es mi sincera opinión acerca de todos ellos. ¡Si te ofendo, perdóname, o mejor dicho, perdona a la verdad que es cruel y es inexorable!

Es lo cierto que por mi boca habían ido saliendo como por el cráter de un volcán en erupción todos los datos e informes recogidos en mis conversaciones con tío Pancho y con Gregoria. Afortunadamente, Abuelita no lo comprendió así, y esto permitió que sin alterarse continuase diciendo en el mismo tono suave y conciliador:

—Pero cálmate, María Eugenia, cálmate, ¿qué te han hecho para que los odies así?

—¡Ah! ¡si no los odio, Abuelita! ¡Los juzgo imparcialmente con entera justicia! Y si no, dime, contesta: ¿qué hay de falso, qué hay de inexacto en lo que estoy diciendo?…

Pero Abuelita optó por no contestar absolutamente nada, y hubo entonces una larga pausa durante la cual, ella, volvió a ponerse los lentes, buco la aguja que se le había extraviado entre los pliegues del mantel, luego de encontrarla tendió sobre su falda la orilla que se hallaba calando, agrupó el resto de la tela en una silla, inclinó la cabeza, y continuó el interrumpido calado, inocente manzana de tan terrible discordia.

Para cualquier otra persona, aquella calma o silencio podría haberse considerado como fin y término de las hostilidades, pero según tengo dicho ya, mi cólera acostumbra a renacer de sus propias cenizas, fenómeno del cual no me considero responsable hasta cierto punto. Además, la actitud final de Abuelita, adoptada quizás como medida de pacificación, encerraba una apariencia de profundo desprecio, cosa que venía a ser muy propicia a dicho fenómeno o renacimiento. Si Abuelita hubiese continuado tomando la defensa de tío Eduardo y compañía, yo me hubiera calmado, estoy segura. Callando despertó en mí el espíritu de agresión. Y es que según he observado ya varias veces, Abuelita sabrá hacer filigranas en los manteles, pero estos hilos psicológicos del alma se anudan y se enredan siempre entre sus dedos porque los maneja de un modo lamentable.

Ante la inclinada, silenciosa y despreciativa cabeza, volví a sentir con mayor precisión y menor atropello una nueva crisis de verbosidad. Entonces, dejando interinamente a un lado el tema de la familia de tío Eduardo, que consideré exhausto, con la voz más tranquila y con una inmensa pedantería resolví atacar este otro tema que me pareció de gran eficacia para sacar a Abuelita de su mutismo:

—En la enumeración de mis nuevos defectos o retrocesos hacia el mal, creo que mencionaste, Abuelita, el de haber perdido yo la inocencia. En efecto, últimamente me he dedicado a poner cierto orden y cierta claridad en mis ideas. No quiero que exista jamás en mi mente la más ligera incógnita y por lo tanto he tratado de explicarme lo más detalladamente o sea lo más científicamente posible la formación u origen misterioso de la vida. Como es muy natural y muy lógico, lo manifiesto y hablo de ello en mis conversaciones, tal cual pudiera hablar de una declinación latina o de un problema de álgebra; ¡es un conocimiento! Ahora bien, si tú llamas a este sistema de aclarar científicamente nuestras dudas o incógnitas «haber perdido la inocencia», entonces: ¡sí; la he perdido! No tengo ningún inconveniente en proclamarlo y me felicito por ello. El lamentarlo sería tan imbécil como lamentarse, por ejemplo, de haber perdido una deuda. Porque la inocencia, que jamás he poseído de un modo absoluto, ¡a Dios gracias! es la más negativa, la más peligrosa y la más necia de todas las condiciones.

Con grandísimo estupor mío, esta declaración tan enérgica como sugestiva, escaramuza de nuevas hostilidades, quedó sin respuesta, a pesar de toda su importancia o magnitud. Abuelita, después de oírme, cogió pacíficamente las tijeras, cortó con ellas el hilo, tomó luego otro nuevo, y se puso entonces a enhebrar la aguja no sin ciertas vacilaciones y tropiezos. Pero todo, todo, dentro del más profundo silencio. ¡Ah! ¿no era esto, mil veces más insultante que los más horribles insultos? Nada extraño tiene, por consiguiente, que una vez enhebrada la aguja de Abuelita, segura de que había recuperado ya toda la integridad de su atención, yo continuase desarrollando mi tesis con más brío:

—¡Sí; la inocencia de las señoritas casaderas, o sea el afán despótico de hacernos ignorar en teoría todo aquello que las otras personas conocen o han conocido en la práctica, me parece uno de los mayores abusos que han cometido jamás los fuertes contra los débiles. Sí; en primer lugar siembra de misterios la vida, lo cual es como sembrar de hoyos profundos un camino; desorienta horriblemente; se ven las cosas desde un punto de vista falso; prepara sorpresas que pueden ser desagradables; y la creo en general, un lazo, una venda, y una trampa, usada por los demás para poder organizar más fácilmente nuestra vida según sus antojos y caprichos. La inocencia es una ciega, sorda y paralítica, a quien la imbecilidad humana ha coronado de rosas. ¡Es el humillante emblema de la sumisión y esclavitud en que, como dice tío Pancho, suelen vivir casi todas las mujeres honradas después de casadas!

La frase final hizo levantar bruscamente con un movimiento nervioso la cabeza de Abuelita. No obstante, arrepentida de esta manifestación, volvió al instante a su trabajo, y continuó envuelta por la aureola del silencio. Yo proseguí mi monólogo con toda la calma y la suficiencia de un conferencista, segura de que Abuelita estaría pensando: «qué pedantería tan espantosa y qué falta de respeto».

—Considero, pues, a la inocencia, un azote, un abuso y una arbitrariedad. Pero sin enumerar las grandes y numerosas tragedias que a su paso se hayan desarrollado en el mundo, limitándonos tan sólo a la vida ordinaria y corriente, dime Abuelita; te figuras que es muy agradable para una persona consciente el oírse decir a cada instante: «tú no puedes salir sola porque no sabes a lo que te expones» o bien «de ese asunto tan inmoral, aunque los demás hablen no debes hablar tú» o lo que es muchísimo peor «ese libro está muy bien escrito, aquella comedia es admirable y graciosísima pero tú no puedes cogerla siquiera entre tus manos», y siempre, siempre, respaldando semejantes frases: ¡la tapia espesísima de lo misterioso y lo prohibido! ¡Ah! ¿crees que esto no acaba por herir el amor propio? ¿Crees que no resulta horriblemente desagradable y humillante? ¿Crees posible el vivir siempre así, como un paria, al margen del movimiento y de la vida? ¡Ah, no, y mil veces no!… Afortunadamente, que para mis ojos se han derrumbado ya todas las tapias: ¡lo declaro! he salido a plena luz y me considero como un espectador que conociendo confusamente su propia ciudad, se subiese de pronto a una atalaya altísima y contemplara desde allí todo el conjunto.

Abuela seguía obstinadamente en el mutismo y en el calado, pero no sé por qué me pareció ahora, que lo que iban tejiendo sus dedos sobre los níveos hilos era una blanca elegía dedicada a mi inocencia.

Y de pronto, allá, en el extremo del patio, se abrió la puerta de romanillas del comedor y muy pacíficamente, apoyando en su cintura la cesta rebosante de ropa por coser, apareció tía Clara. La presencia de una fresca y segura contrincante me animó muchísimo. Por lo tanto, esperé a que tía Clara se acercase un poco, a fin de que no siguiesen perdiéndose mis palabras y continué levantando más la voz; y prodigando más y más pedantería:

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9783985944521
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