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Introducción

La poesía de José Ramón Mercado Romero (1937- ) recorre un largo camino desde 1970, cuando publica su primer libro No solo poemas, hasta el año 2016, cuando edita el último, Vestigios del náufrago. Antes de este, Pájaro amargo, del 2013, desglosaba un hermoso y profundo cobro de cuentas en una especie de Carta al padre. Un poco más atrás, Tratado de soledad, del 2009, presentaba una especie de compendio en el que se cruzan todas sus preocupaciones poéticas: poesía del lugar, del espacio, de la familia, pero también una preocupación social —cívica de alguna forma, política en otra—, en fin, una acepción que conlleva una propuesta en la que subyace, por un lado, la memoria del pasado, encarnada en una poesía lárica, relacionada con los recuerdos de la infancia y del entorno del paisaje. Y, por el otro, como fondo de ella, una poesía adánica, la cual da por primera vez nombre a las cosas, tal como lo señala el premio Nobel de literatura Derek Walcott con su propia lírica. Pero también una memoria traumática, donde la experiencia del duelo por los asesinados por la violencia no es superada y abruma a la comunidad, constituyéndose en una percepción que replantea la moral, la ética y la política. Este texo dialoga ampliamente, por sus temáticas, con Vestigios del náufrago (2016), su último poemario.

Además, la suya ha sido una poesía que revela una visión del paisaje del Caribe colombiano y, con ella, una estructura de sentimientos (R. Williams) y sentidos, una experiencia materializada de su vida y su entorno, conjugándose así una compleja versión interpretativa del Caribe, una hermenéutica lírica relevante y novedosa.

Este libro se propone estudiar la obra poética de Mercado Romero, conformada por catorce poemarios, a través de la conjunción de tres temáticas unidas indisolublemente: paisaje, identidad y memoria. Enmarcada en esta investigación, se conjuga un estudio desde el cual se enlazan varias perspectivas de análisis (estéticas, teorías literarias, filosóficas, geográficas, históricas, arquitectónicas) en la búsqueda de descubrir dimensiones más profundas en este poeta del Caribe colombiano, que concluyan, de algún modo, en una mirada cultural.

Dentro de los tres temas tratados confluyen, al mismo tiempo, otros conceptos: espacio, poder (que se puede replantear como “lo político”) y escritura. Por ello, en el primer capítulo, por ser catorce poemarios, las preguntas son muchas y las respuestas pueden ser infinitas, razón por la cual he decidido exponer varios niveles: el primero, desde lo temático, en el que he considerado necesario explicar los conceptos teóricos en que se fundamentan el libro: memoria, identidad y paisaje, y cómo confluyen. He procurado darle realce a este capítulo, pues, como propuesta hipotética, téorica de algún modo, reconsidera en mucho estos términos y busca darles un nuevo entrelazamiento y brindar otras problematizaciones. Así, he querido, también, replantear el pensamieno de Martin Heidegger, en cuanto a la condición que propuso del concepto habitar para el ser humano como construir y pensar, dándole un vuelco más desde una concepción caribeñista, inclusive latinoamericanista, que cuestiona así las condiciones esencialistas y eurocéntricas que el filósofo alemán expresó en algunos de sus ensayos.

Parto, entonces, del concepto de paisaje, pues este, en tanto representación humana del espacio, salta como punto de relación, encuentro y creatividad, a través de la experiencia vivida del poeta, como “memoria de la experiencia” (LaCapra, 2006)2, como parte de la historia, la cual tiene que ver, a su vez, con la conjugación de la geografía de la memoria que conduce a pensar en el lugar de origen del creador. El autor, entonces, revisa el paisaje, se introduce en él, lo analiza, lo interpreta y lo historiza: pone en situación el simple habitar.

Busco, en este sentido, darle otro sesgo a los constructos de memoria y paisaje. Para varios de los poetas del Caribe recordar el paisaje y transcodificarlo implica su explicitación, por lo que su obra se constituye en una aproximación hermenéutica (Erice, 2006) en una interpretación que lo ubica, a través de la memoria, en la Historia. La memoria indica que este paisaje estuvo siempre allí y faltó hacerlo visible, y, por eso, el poeta lo expresa de manera adánica, razón por la cual la memoria contribuye a darle un giro hermenéutico a la poesía: el paisaje hay que develarlo, hacerlo hablar, de manera que el poeta sea su descubridor, su Adán, a través de la memoria de su experiencia.

En cuanto a la confluencia temática, se advierten varias identificaciones entre algunos poetas del Caribe colombiano: Candelario Obeso, Gabriel Ferrer, Jorge García Usta y José Ramón Mercado: la primera, que conjuga y redefine la conciencia y la dimensión lingüística a partir de una estética que acude al paisaje como estrategia de la memoria; la segunda, que se observa en la existencia de la casa, la familia y lo filial, elementos que hacen converger de manera atildada una geopoética, en la que el espacio (en su versión de paisaje), la memoria y la identidad dialogan de manera central, y, en palabras de Fernando Aínsa (2007), en “el modo como nos apropiamos de nuestro entorno (topos) por la palabra (logos) para hacerlo inteligible e intentar comprenderlo” (p. 1).

Esa “poética geográfica” conlleva, además, proponer otro elemento confluyente en esos poetas del Caribe colombiano: una “identidad imaginada” o “imaginaria”, centrada en reconstruir la expresión literaria como una especie de conocimiento inacabado, manifiesto en un lenguaje cotidiano, pero que explora y revela la subjetividad reflexiva y crítica del artista. El poeta desdeña las explicaciones, las estructuras, pero adopta el símbolo y sus diferentes significados; adopta también los contextos y las vidas de la gente. Para ello, le introduce a su lírica una naturaleza narrativa, y, con ello, una identidad narrativa (Ricoeur) en la que muestra su vivir con los otros y narra desde su yo. El mundo del poeta, prefigurado, es expuesto, figurado en su obra aprehendida por el lector, quien la adopta, la adapta, la hace suya, la reconfigura. Como en el caso de Candelario Obeso y Mercado, se presenta una muestra viva de que los otros existen y solo se representan como traductores de sentimientos: me narro a través de los otros, soy, en verdad, la voz de los otros.

Este primer capítulo culmina con una comparación entre las semejanzas y diferencias que se pueden destacar entre la poesía del Caribe en general y la de la región Caribe colombiana, las cuales contribuyeron a definir un mapa de lectura en que el que muchas veces se propusieron de manera aislada el paisaje, la identidad y la memoria, como elementos firmemente constitutivos.

Luego de ese recorrido teórico, en el capítulo segundo se analizan varios de los poemarios de José Ramón Mercado a partir de una contextualización generacional y de cómo deviene esta poesía de los años setenta, ochenta y noventa, en parte del compromiso latinoamericanista y político del autor, a través de las diversas estrategias que como dramaturgo y narrador ha utilizado en su larga trayectoria. Entre los textos de esta época y tópicos destacados se encuentran No solo poemas (1970), El cielo que me tienes prometido (1983), Agua de alondra (1991), La noche del knock-out y otros rounds (1996) y Agua del tiempo muerto (1996), entre otros.

Coherente con lo anterior, el capítulo número tres, titulado “Entre el simbolismo y lo popular”, permite observar un poeta que ha abordado múltiples orientaciones. Así, Mercado se asume como “poeta de las imágenes” en los poemarios Agua de alondra y Agua erótica (2005), especialmente en el primero, en el que los versos observan una tendencia simbólica, de pureza, frente a los otros poemarios; proceso llamado por el crítico Carlos J. María de reconditación, “extrañamiento”, hermetismo muy dado en poetas como Quessep, Rojas Herazo y Rómulo Bustos.

En esta sección se da cuenta también de varios ejes en la obra de Mercado: una poesía metaliteraria y social, ya señalada anteriormente, en la que se exponen las características de la “poesía de la experiencia” latinoamericana y española, a saber, la autorreflexividad y la burla de la jerga capitalista. Además, la cultura popular, a través de la gaita, el jazz y el mestizaje colindan como preocupaciones de José Ramón Mercado; aunado a ello, Mercado adopta un retorno al camino de las hipérboles, los poemas morales y una metapoética exagerada en Poemas y canciones recurrentes que a simple vista revelan la ruina del alma de la ciudad y la pobreza de los barrios de estratos bajos (2008). Hay un retorno reflexivo y un cambio temático en Los días de la ciudad (2004), donde, a través de una crítica acerba, se muestra el artista como un poeta urbano que reflexiona sobre un entorno doloroso y contextualizado: la Cartagena de finales del siglo XX, tras la cual existe también una ciudad donde la memoria del pasado recrea la música popular.

En el penúltimo apartado, se conjugan la poética del linaje, estética que busca mostrar cómo al poeta Mercado lo cruzan los retratos familiares de los memento mori, los momentos de vida y mortalidad que se recuerdan de manera elegíaca, especialmente en La casa entre los árboles (2006), Pájaro amargo (2013) y Vestigios del náufrago (2016). Así mismo, se realiza un análisis sobre Pájaro amargo, penúltimo poemario del autor, que, por comodidad temática y en una especie de postulación anacrónica, se ubica seguidamente de La casa entre los árboles para darle continuidad expositiva al tópico de la poética del linaje, término que propongo como constructo que guía a muchos poetas del Caribe colombiano.

En el capítulo de cierre se observa que en Tratado de soledad (2009) discurren varias temáticas ya trabajadas con anterioridad, pero que aquí cobran mayor solidez, pues la escritura lírica se ha decantado aún más y ha dejado atrás el espíritu del “compromiso”. Allí, merced a esa profundidad lírica, se ahonda en el estudio de cinco poemas donde aflora la violencia colombiana de los últimos años; textos que se constituyen en expresión de una “memoria traumática” —concepto de Paul Ricoeur que reivindica que la poesía puede afrontarse como memoria ejemplar, memoria de los dolores del ser humano y de su liviandad en el mundo político—. Esta poesía apelativa se cubre de ira, de catarsis penetrante y ética, de denuncia y testimonio, de forma que Mercado hace una revelación en la que se escenifica una conciencia estética e histórica y una crítica de un presente lleno de padecimientos.

A este apartado se agregan también algunas páginas de análisis acerca de su último poemario Vestigios del náufrago, publicado en el año 2016 (cuando ya este texto se encontraba en edición), para mostrar tangencialemente la valía de este texto, el cual dialoga y amplía con mayor certeza la madurez estética alcanzada por el autor.

En cuanto a lo académico y lo canónico, se proponen líneas posibles de trabajo, no solo desde lo temático sino desde lo transdisciplinario, para comenzar a trazar una historia de la poesía regional, y, por extensión, de la poesía colombiana, pues este tipo de estudio no ha sido desarrollado de manera sistemática, con la metodología o direccionamientos necesarios, salvo algunos textos muy contados. De alguna forma, hago eco a las propuestas coincidenciales de Raymond Williams en Novela y poder en Colombia (1991), acerca de establecer cánones regionales; a la de François Perus (1997), expuesta en “En torno al regionalismo literario: escribir, leer, historiografiar desde las regiones”, en la que plantea la necesidad de crear cánones territoriales que dinamicen el aporte provincial a la literatura nacional, pero, sobre todo, que se fortalezcan. Esta propuesta es similar a la desplegada por Álvaro Pineda Botero para la narrativa del Caribe colombiano en cuanto a establecer “cánones sueltos” o “mapas transitorios de navegación”, elaborados con libertad y por fuera de los centros de poder (1995), y a la de Juan Gustavo Cobo Borda acerca de la urgencia del “trabajo sectorial, regional, la monografía individual sobre los poetas de valía”, lo que significa dejar atrás la labor de divulgación, por una más cualitativa, de exigencia y valoración (Pineda Botero, 2003, p. 413; Cobo Borda, 1985, pp. 232-233).

Ante lo anterior, se piensa entonces: ¿existe un canon nacional conformado? Por supuesto, y, de cierta forma, dominante, abierto en la narrativa hace cerca de cien años, continuado por García Márquez y Cepeda Samudio, Héctor Rojas Herazo y Germán Espinosa, y en la poesía, por Rojas Herazo y Giovanni Quessep. Reabrirlo conlleva postular creaciones subversivas, minoritarias y desafiantes, mediante versiones artísticas que agudicen los sentidos, cuestionen, y, sobre todo, que alcancen su difusión “nacional”, que busquen, además, una renovación cultural.

La escogencia de Mercado obedece a otra necesidad: resaltar la obra poética de uno de los autores casi desconocidos en el orbe nacional, pues solo al observar las publicaciones (antologías, revistas, revisiones) sobre la poesía del Caribe colombiano (y de Colombia), ya puede verse que su inclusión es poca, solo reconocida en dos o tres antologías nacionales y dos regionales, las cuales, como es obvio, no presentan la dimensión de una poética representada en catorce libros publicados. Una de ellas es su mención en el libro Quién es quién en la poesía colombiana (1998), de Rogelio Echavarría, en el que, equivocadamente, se indica que su fecha de nacimiento es 1941 y no 1937. Aunque esta inclusión en el libro de 1998 no representaba la obligatoriedad de aparecer nuevamente en otro (aunque sí representa una incoherencia), en el texto publicado al año siguiente por Echavarría, Antología de la poesía colombiana —una larga, uniforme y desequilibrada exploración selectiva—, Mercado es extrañamente excluido, a pesar de que para la fecha llevaba seis poemarios publicados.

Otro ejemplo de estos ejercicios excluyentes a la poesía de José Ramón Mercado y varios poetas del Caribe colombiano se observa en el artículo “treinta años de poesía colombiana: 9 metáforas y bibliografías”, de Luis Iván Montoya, del año 2003, en el cual no aparece información sobre los poemarios editados por Mercado hasta esa fecha—No solo poemas (1970), El cielo que me tienes prometido (1983), Agua de alondra (1991), Retrato del guerrero (1993), Árbol de levas (1996), La noche del knock-out y otros rounds (1996) y Agua del tiempo muerto (1996)—. En el caso de Montoya, aparecen mencionados los poemarios de Jorge García Usta Poemas de la errancia (sic), como metáfora familiar, y El reino errante y Monteadentro, como metáforas del país. ¿Fue esta una metáfora de lo excluyente?

En otros tres textos de análisis sobre la poesía colombiana, Gustavo Cobo Borda revela igual exclusión: “Poesía colombiana: el decenio del 80” (1988), “La poesía de un país en liquidación” (1999), “Una década de poesía: 1999-2008: las definitivas ausencias” (2011). En el primero, Cobo Borda traza un canon en el que no incluye a ningún poeta del Caribe colombiano, salvo a Giovanni Quessep; en el segundo, no describe la liquidación y la memoria de Mercado, y se refiere al cuarteto costeño integrado por Gómez Jattin, Gustavo Ibarra Merlano, Meira Delmar y Rojas Herazo; y en el tercero, señala los aportes de Rojas Herazo y García Usta dentro de su crónica de los ausentes y, de los maestros, a Quessep. No obstante, en Historia portátil de la poesía colombiana (1885-1995), en su ensayo “La década del 70” (1995), Cobo Borda incluye a Álvaro Miranda, José Luis Díaz Granados, Jaime Manrique Ardila y Mónica Gontovnik.

¿Problemas de divulgación? ¿Mera exclusión? ¿Olvido? ¿No podía empezar a pertenecer al canon establecido? ¿No pertenecía a algunas de las metáforas que hipotetiza Bedoya como eje poético de uno o más poetas? ¿Solo esos poetas del Caribe mencionados por Cobo Borda son dignos del canon?

Debe destacarse que, en el caso de José Ramón Mercado, la poesía, en tanto expresión estética, conlleva no solo una política artística sino una posición ética, y es justamente esta la que enmarca en mucho su poesía: una ética que se revela también como una moral, un acto de preocupación por el ser humano; una poesía acendrada como un acto ético y político (obviamente, en el mejor sentido), una estética ética, una hermenéutica lírica3 y crítica, una creación en la que se proyecta la escritura como expresión de ser en el mundo y, con ello, un ethos cultural. Como en los poemas de Tratado de soledad sobre los asesinatos en los departamentos de Bolívar y Sucre (en realidad, un problema colombiano), en los cuales incluye testimonios ficcionalizados o presuntos testimonios, como táctica discursiva que se eleva, que se hace viva y dolorosa para los lectores. Y, cómo no, parte de ella una mirada autobiográfica y autoficcionalizada de su espacio familiar y de su entorno cotidiano, de sus lugares de vida y expresiones culturales que remontan esta poesía como una mirada emancipada, una profundización lírica de la experiencia vivida, una transposición y revisitación inquietante y muchas veces maravillosa.

Lo que se quiere, finalmente, es dejar en claro que, como mucha de la poesía del Caribe, la poética de Mercado revisa y reajusta muchas de las nociones de poesía, tanto de la “colombiana” como de la latinoamericana y la caribeña. Dentro de ese hiperbólico mosaico de hipótesis se encuentra la de poesía adánica que los estudiosos Edward Hirsh, Monique Aurélia y Mónica del Valle revelan en sus ensayos independientes dedicados a Derek Walcott y a otros escritores del Caribe. Estos análisis serán expuestos más adelante.

Las aperturas y vertientes de la obra poética de Mercado implican una propuesta analítica amplia, como la obra artística misma. Por ello, estudiar la poesía de determinada zona del Caribe colombiano desde lo paisajístico, la memoria y la identidad, lo adánico y lo lárico, la identidad imaginaria, lo autobiográfico y lo autoficticio, conlleva desplegar una hermenéutica transdisciplinaria que abarca la sociología, la antropología, la historia, la filosofía y una orientación sicoanalítica, como en Pájaro amargo, pero extendida y combinada con la valoración estética. Por ello, he creído que cada obra pide su propia teoría y bajo este razonamiento propongo diferentes tipos de análisis críticos que distan de las posiciones académicas tradicionales, relacionadas con abrazar un solo y determinado modelo de examen aplicado a los diferentes poemarios. No pretendo con ello presentar un libro posmoderno, sino un texto que da cuenta de cierta “inestabilidad” en la utilización de los enfoques presentados (aunque eso supuestamente conlleve lo posmoderno), pues muchas veces en las interpretaciones literarias (y en las ciencias humanas) la transdisciplinariedad constituye un reto, a veces inseguro, por la conjunción arriesgada de las diversas redes teóricas y metodológicas que podrían no coincidir, pero he ahí entonces el desafío: buscar las conjunciones donde no las haya, declarar abierto lo plural y el diálogo. Aquí complejidad e inestabilidad significan, pues, búsqueda, encuentro y, seguramente, descubrimiento.

Por otra parte, surgen varias preguntas a partir de la supuesta posición dialógica de este libro: ¿la mirada desde la identidad que se traza aquí pudiera ser señalada de reduccionista, maniquea, o incluso determinista?, ¿existe una elección política o filosófica en ella?, ¿o tal vez regionalista o esencialista? No sé. No creo. Es posible que se disienta de las orientaciones negativas dadas a la identidad, pero es sabido que las realidades caribeñas y latinoamericanas son mucho más abiertas, móviles y antiesencialistas ante cualquier concepto e interpretación. Es más: pueden ser aceptables esas disenciones y que mucha crítica, en algún momento, defienda posiciones a partir de una esencialidad artística o “universalizante”, o sujetarse a una crítica en la que subyace la identidad del menoscabo o de carencia, referida a la representación de la experiencia americana como insuficiente (Ortega, 1995, p. 59). Lo que resulta incómodo y criticable es que cuestionen que el artista —y el crítico—se expresen en y desde “lo” latinoamericano o lo caribeño o enjuicen el pensamiento inclusivo que postula varias perspectivas críticas para estudiar la obra de un autor. Por ello, el pensamiento de Ortega es pertinente en cuanto a que lo que se consigue con esas actitudes de exigüidad o “preguntas de la denegación” es la “complacencia en la irrisión”, pues dejan de producir respuestas creativas y generar preguntas por la autorrealización y la identidad que restaura la vida (p. 60).

¿El artista o el crítico deben escribir, entonces, desde el no-lugar, o desde el menoscabo o la carencia?, ¿solo como necesidad personal, o para retomar y redibujar lo acontecido en determinado espacio o tiempo, o porque la memoria, la ética, la vida o la necesidad artística así me lo exigen? Aquí las respuestas son, creo, todas al mismo tiempo y ninguna. Hablar de “definiciones” desde las Humanidades y desde América y el Caribe harían parte de un nuevo esencialismo. Ante ello: ¿será que expresarse desde “lo” americano lleva a lo que ha llamado Rodolfo Kusch “el miedo a ser inferior”? (1976). Y, por otro lado, o paralelo con ello, ¿podría concitarse para el crítico la obra de autores del Caribe colombiano un tipo de interpretación sin su trasfondo cultural, sin raíces o desde cierto “purismo” o misticismo redivivo? Estoy de acuerdo con Eduardo Grüner (en el prólogo a Foucault, 1995) acerca de la necesidad de afrontar la “domesticación de los textos” y adoptar una “estrategia de producción de nuevas simbolicidades, de creación de nuevos imaginarios que construyen sentidos determinados para las prácticas sociales” (p. 11). Así mismo, sobre las descalificaciones culturales (y críticas), retomo a Patricia D´Allemand en Hacia una crítica cultural latinoamericana (2001), cuando reprocha a algunos críticos que, por inercia en sus “hábitos de pensar coloniales”, no adelantaron una reflexión crítica acerca de América Latina y sus regiones en la búsqueda de la autodefinición cultural y la literatura latinoamericana, así como tampoco hacia un pensamiento autónomo y pluralista, pues se anclaron en los cosmopolitismos y universalismos teóricos provenientes de los centros metropolitanos, secuelas del colonialismo político y económico. En su artículo “Algunos problemas teóricos de la literatura hispanoamericana” (1975; 1995), Roberto Fernández Retamar expuso en su recorrido esas dicotomías entre el conocimiento colonizador y el propio con claridad, y luego de analizar si era necesaria una teoría literaria latinoamericana, consideró la necesidad de comprender el mundo, pero también frente a esa seudo-universalidad, proclamó utópicamente:

Pensar nuestra concreta realidad, señalar sus rasgos específicos, porque solo procediendo de esa manera, a lo ancho y largo del planeta, conoceremos lo que tenemos en común, detectaremos los vínculos reales, y podremos arribar algún día a lo que será de veras la teoría de la literatura general (p. 134).

Stuart Hall insinúa configurar una crítica desde el lugar de la enunciación —“Todos escribimos y hablamos desde un lugar y un momento determinados, desde una historia y una cultura específicas. Lo que decimos siempre está ‘en contexto’, posicionado […] vale la pena recordar que todo discurso está ‘situado’, y que el corazón tiene sus razones” (2010, p. 349)—, elemento que retoma Juan Moreno Blanco (2009) para indicar que la interpretación del sentido estará siempre relacionada “con la especificidad del sujeto de la interpretación, o, en otras palabras, con la situación del sujeto que hará uso de ese sentido en un contexto más o menos definido”, así como también se hará teniendo en cuenta la anexión de las agendas históricas e ideológicas a las que contribuye el “sujeto situado” en una comunidad específica de enunciación e interpretación que “se pregunta de dónde viene el conocimiento, a quién sirve y cuál es su inserción en una geopolítica del conocimiento” (Moreno Blanco, p. 239).

A este respecto, la propuesta de Moreno Blanco tiene correspondencia con las miradas caribeñistas como las de la crítica Mónica del Valle Idárraga (2011) y las expuestas por muchos críticos y creadores del Caribe, quienes proponen que la expresión artística y literaria de esta zona —partiendo quizá de Hall, pero más que todo de Frantz Fanon y de Aimé Cesáire— revela en su búsqueda los sustratos identitarios autónomos de las islas del océano Atlántico y del Caribe desde los años cincuenta, atendiendo las especifidades locales y los desafíos de género y escritura. Como parte de ello, del Valle Idárraga (2015) ha señalado cómo, en la actualidad, existe un trabajo crítico literario exploratorio sobre el Caribe colombiano que ha ido “configurando una noción de lo caribeño colombiano”, pero que, sin embargo, pudiera estancarse “si no se transforman las bases y supuestos en el área”, al encontrarse “viciadas por el sesgo particular de la teoría y la práctica en el campo” (p. 26), entre otros, por préstamos acríticos y modelos importados inadecuados, vaciados y viciados de sentido, con actitudes ateóricas y apolíticas, de coristas (p. 27). Para del Valle, ello limita a “apreciar otros temas, otras producciones, otros ángulos de trabajo”, lo que resulta en que este tipo de crítica sesgada, sea la “responsable de los vacíos sobre el conocimiento de la región en lo que respecta a este renglón”. Son estas las razones — agrega— por las que no se “ha podido contribuir a presentar el Caribe colombiano (su literatura y su crítica misma) como un bloque con rasgos propios en el concierto en la crítica del Gran Caribe”, con sus propios referentes, para que sean resistentes y contrasten y debatan con propiedad los problemas propios frente a los variados frentes idiomáticos del Caribe e hispano (p. 26).

A partir de ello, no se quiere presentar un estudio que peque por mostrar la “esencialidad” o “esencialismo” de la obra mercadiana, pero sí que busque, antes que nada, dar a conocer, desde algunas perspectivas (¿trans, inter?) disciplinares, la obra de José Ramón Mercado. ¿Pensamiento complejo? ¿Eclecticismo? ¿Sincretismo? ¿Hibridismo? Me hace recordar lo que escribió Pablo Montoya (2009: XIII) y con lo que estoy de acuerdo: “El eclecticismo es quizá una de las mejores expresiones que definen la libertad analítica del crítico. Someterse a camisas de fuerza impuestas por algunas teorías especulativas es incómodo”. Mucho de ello tiene que ver con lo que propone dialécticamente Mijail Bajtin:

Es necesario crear nuevas vecindades entre las cosas y las ideas que correspondan a su auténtica naturaleza; es necesario acercar y combinar todo lo que ha sido separado y alejado de manera falsa, y separar lo que ha sido acercado de manera falsa. A base de esa nueva vecindad de las cosas debe ser revelada la nueva imagen del mundo, penetrada de necesidad interior real (Bajtin, 1989, p. 321).

Se quiere, antes que nada, encaminarla, mostrarla, pues la búsqueda de la crítica se fundamentaría en abrir su asedio hermenéutico para que valore y respalde la obra auténtica, ya que se quiere que no sea olvidada o restringida (aunque, también ¿por qué no considerar aquellas que no tienen tal grado de “autencidad” y originalidad, para guiar al lector?). A este respecto, las palabras de Frank Kermode (1988) brindan una claridad meridiana cuando sostiene que lo que importa es la obra comentada y no el análisis: “El éxito de la argumentación interpretativa como un medio de conferir o confirmar un valor no debe medirse por la supervivencia del comentario sino por la supervivencia de su objeto” (p. 103). Ello conduciría a dos objetivos: el que en el juego de interpretaciones se considere el valor permanente de la obra, su canonicidad y, también, su “modernidad perpetua” (p. 100).

Se quiere, entonces, que la autoridad y la institucionalidad de la crítica se conjunten no para adoptar, según Bourdieu (1967), un “terrorismo del gusto” (p. 139) que no ejerza un chantaje intelectual ni que tampoco su autor actúe (tal vez ¿inconsciente o disolutivamente?) como sustentador de una ideología oficial, “universalista” o excluyente, o negativa (o todas juntas), sino que ejerza lo que denomina George Steiner una “política del gusto” (1989, p. 83), cuyo interés convendría en que los lectores (en caso de que sea una obra relevante) realicen reconocimientos y propagación de la obra, valorándola, confirmándola, y, como indica Bajtin arriba, “penetrada de necesidad interior real”.

Por ello, además, la crítica ha de encontrarse enfilada hacia una mirada otra, sin desconocer la reflexión de otros lados, pero también dando cuenta de descolonizar y mostrar una visión más justa, a través de elementos críticos y teóricos propios que “invitan a apagar la lámpara de sabio, cerrar el folio apolillado o el manual y visionar” (del Valle Idárraga, 2011, pp. 165-181).

Esperemos, pues, que se forme una política del gusto y una apertura de resignificación a la obra de Mercado, y a la de la literatura del Caribe colombiano, para que se constituyan otras miradas que reconozcan a un autor que muestra nuevos sentidos, nuevas significaciones, necesidades interiores propias, y, con ello, se replanteen otros horizontes para la poesía del Caribe, mucho más si entendemos por poética no solo las estrategias retóricas y de sentido inmersas en el texto artístico, sino, además, la expresión estética humana internalizada que transforma y motiva al autor mismo y a sus lectores mediante una forma expositiva original y novedosa. Mercado lo logra con creces.

El autor

2. El contexto en que LaCapra aplica el concepto de “memoria de la experiencia” es diferente, pues este toma, en su tematización, la memoria como parte de la experiencia, especialmente a través de la identidad de los grupos colectivos y de la historia (2006).

399
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9789587462029
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