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Enero de 1965. Santa Elisa, un barrio cerrado de San Andrés.

Las fiestas en la mansión del ministro eran buenas excusas para dejar momentáneamente en el olvido las dificultades políticas y económicas por las que pasaba Costa Paraíso.

El doctor Amílcar Bravo pertenecía al seno de una familia acomodada en las épocas de la presidencia de don Hilario Fonseca. Su padre había sido Director del Banco Central y gozaba de prestigio entre los principales circuitos económicos del mundo occidental y cristiano. Desde temprana edad comenzó a pasar temporadas anuales en Boston, donde su progenitor contaba con una propiedad cercana a la prestigiosa casa de altos estudios. Allí obtendría su Maestría en Economía. Harvard se convirtió en su segundo hogar. Entonces, nacieron los principales vínculos que a la postre le permitirían operar financieramente desde su Ministerio de Hacienda.

Haber pertenecido a la élite de los amigos del poder en los tiempos de Fonseca no constituyó en escollo insalvable para la familia Bravo. Es más, hubo muchos de los beneficiados del anterior régimen que astutamente tomaron contacto con el general Fulgencio meses antes de que descendiera de las selvas aledañas para hacerse cargo de San Andrés en nombre del pueblo soberano. Eran esos mismos personajes que mantendrían sus situaciones de privilegio ofreciendo contactos y manipulaciones económicas, necesarios para el gobierno revolucionario. Las presiones internacionales en dirección de una salida democrática mantenían aislada la precaria economía del país caribeño.

La familia Bravo sobrevivió a la revolución sangrienta de la Fuerza Gregoriana y en los tiempos actuales se encontraba bien posicionada. El propio don Atilio Fulgencio solía visitar la mansión ubicada en el Barrio de Santa Elisa. En la exclusiva vecindad había pasado don Pablo Gutiérrez su niñez y juventud antes de convertirse en el enemigo intelectual del régimen.

Era sabido que el general se sentía atraído por doña Carlota Bravo, la mujer de su ministro. Algunos afirmaban que el viejo zorro ya la había hecho su amante. Esta situación resultaba apetecible para el propio don Amílcar. La impronta lo posicionaba en las altas cumbres dentro de las preferencias de Fulgencio. Sin embargo, el general se mostraba recatado con la frecuencia de sus visitas a la quinta de la familia Bravo. No le gustaba mostrar públicamente el lado flaco de su personalidad, por otra parte tan conocido y comentado en privado por los allegados. Las mujeres bonitas lo perdían y doña Carlota era una mujer de belleza irresistible.

Las reuniones festivas se realizaban una vez al mes en Santa Elisa. La gala dispuesta por los organizadores resultaba rigurosa y a la vez formidable. Todos acudían vistiendo atuendos antiguos, muñidos de largas pelucas victorianas y descendían de carrozas apropiadas a la jerarquía del evento.

La villa de don Amílcar era vasta en superficie y provista de jardines cuidados. Estos, bien iluminados, mostraban pérgolas, glorietas varias y estatuas de mármol que identificaban deidades paganas diseminadas alrededor de la casa.

Un bosquecito de abundantes pinos y coníferas se extendía alrededor de aquellos jardines. No había sendero visible que lo atravesara, tal era su densidad. Algunas parejas se perdían entre la abundante naturaleza buscando el necesario sosiego para dar rienda suelta a sus actos prohibidos.

El general Fulgencio conocía a la perfección la espesura del lugar. Doña Carlota se había ofrecido de guía en muchas ocasiones para mostrarle sus atributos femeninos. El Presidente tenía fama de portar un buen fusil entre sus pantalones y este detalle parecía ser del agrado de la joven mujer.

La noche se mostraba estrellada. Era verano, como casi siempre acontecía en Costa Paraíso dada su envidiable situación geográfica. Durante la tarde había llovido lo suficiente como para refrescar el acuciante calor de los últimos días, una tormenta de verano típica del clima tropical que gobernaba al país. Todavía podía percibirse el aroma fresco a vegetación mojada. La temperatura resultaba más que agradable para disfrutar de la fiesta.

Los invitados, vestidos con trajes de gala de la época victoriana, caminaban por los jardines formando grupos de evidente selección social. Los hombres maduros dedicaban el encuentro a definir negocios relacionados con el comercio exterior. Las damas permanecían sentadas en los cómodos sillones formando círculos exclusivos y aprovechaban la dialéctica para informarse sobre los deslices de las más osadas. Éstas, caminando despreocupadamente entre las estatuas y las pérgolas, vigilaban el ambiente con la actitud del ave de presa que va tras alguna nueva víctima.

Los jóvenes de ambos sexos jugaban al flirteo aprovechando la ocasión. Si la cosa iba bien, una o dos horas más tarde las muchachas estarían con sus espaldas apoyadas sobre los pastos del bosquecito, el vestido desarreglado a la altura de los senos y el cuerpo de algún osado haciendo el desgaste energético bajo la noche estrellada.

Los mozos, ataviados con las prendas exigidas por el protocolo, cruzaban todo el tiempo los jardines portando bandejas con copas de champagne francés y exquisito clericó. Las bebidas desaparecían cual si se tratara de agua ofertada en el desierto. Las mesas con los canapés y los platos calientes estaban diseminadas alrededor de la vivienda. A pesar de encontrarse reunidos al aire libre, las voces de los invitados se hacían escuchar en la medida que desarrollaban sus conversaciones grupales.

—Estas dos semanas no te he visto en el barrio —dijo Pablo con su manera pulcra de pronunciar las palabras.

A los diecisiete años había ganado cuanto concurso literario se organizara en San Andrés. Un libro de su autoría comenzaba a recorrer el país con gran éxito y ciertas editoriales europeas se manifestaban atraídas por “el joven poeta caribeño”. Los modales refinados adquiridos en el periplo del sendero culto y la ausencia de muchachas en su vida le habían otorgado el mote de “mariquita” entre los jóvenes del barrio.

—Me he dedicado a pulir mi francés —respondió Florencia Bravo, su amiga de la infancia—. Lo he dejado de lado en los últimos tiempos y deseo estar bien entrenada para el mes de abril.

—¿Abril? ¿Y qué sucede en abril?…

—Oh, ya lo has olvidado. Siempre el mismo despistado. “Pablito el despistado”, ¿eh? Así te decíamos en el colegio. ¿Qué importante evento va a suceder en el transcurso de ese mes, mi querido amigo?

El muchacho se sintió turbado por al apremio al que ella lo sometía. Le temblaron los labios durante unos instantes. A veces le sucedían esos síntomas. Inseguro de sí mismo durante los años infantes, no alcanzaba a construir una personalidad afirmada en la adolescencia. Al contrario de aquel arte profesado al escribir frases bellas y pensamientos profundos, el joven poeta caribeño se turbaba tempranamente al encontrarse rodeado de personas. Y principalmente frente a Florencia, a quien amaba perdidamente en lo íntimo de su corazón.

La muchacha lo conocía bien. Sabía de sus padecimientos adquiridos en el seno de una familia complicada. Le tenía gran aprecio al dulce caballerito que la acompañara desde que tenía uso de razón. Conocía el amor que Pablo dispensaba a su persona y esta situación la halagaba plenamente. Sin embargo, no le correspondía plenamente. En realidad, era cariño lo que ella sentía por el medroso poeta, un cariño persistente, ancestral y protector. Pero no estaba convencida de que aquello fuese amor. A su vez, tampoco hacía caso a las burlas de los otros compañeros, los consideraba idiotas indignos de su amistad.

La pérdida de la madre y, posteriormente, del mismo progenitor en situaciones tan trágicas, habían hecho del poeta un joven extremadamente vulnerable. En la actualidad lo criaba una tía materna que poco conocía la psicología del muchacho.

Cuando lo veía en alguno de esos trances dubitativos y expresando el temblor en el cuerpo, la joven se compadecía e intentaba darle rápida salida al problema:

—Está bien. Como buen despistado te olvidaste del asunto. En abril viajo con mi padre a París. Es más, estamos planificando una buena fiesta de despedida.

—¿A… París? ¿Tan lejos?… ¿Y por cuánto tiempo?

—No lo sé. Tal vez dos o tres meses. O más… El primo de padre, el doctor don Francis Duclau, está realizando todos los arreglos. ¡Ah!… ¡No veo la hora de que llegue el momento!…

Pablo dudó unos segundos. No era persona decidida a la hora de expresar sus sentimientos. Tomó con gesto frugal la mano de su amiga y la miró a los ojos. Ella sintió que aquellos paisajes verdes en la mirada profunda del poeta la conmovían. De pequeña había percibido ese brillo especial en las pupilas de su amigo. Estaba convencida de que él podía penetrar la espesura de su alma.

—Te voy a extrañar… —murmuró el joven con voz apagada.

Permanecieron durante un largo instante detenidos en el tiempo, mirándose como lo hacen los viejos amantes celestiales. Una voz solemne rompió el encanto del momento:

—Aquí estabas, querida Florencia. Te estuve buscando por todas partes…

Los jóvenes abandonaron el místico retiro de sus almas. Pablo observó con expresión beligerante al recién llegado. Florencia sonrió con el encanto típico de su rostro trigueño y cabellos castaños pletóricos de bucles. Los dientes blancos y perfectos otorgaban mayor luz a sus facciones.

El hombre se apostó entre los dos jóvenes con la impertinencia de quien se siente superior a los demás. Tendría unos treinta años de edad y vestía uniforme militar francés correspondiente a la temática de la fiesta. Le sentaba muy bien. El porte elegante de su postura, tal vez rayano en la arrogancia, y una considerable estatura le permitían mirar al mundo circundante desde una posición autoritaria.

Al cabo de algunos segundos Pablo abandonó su beligerancia inicial. Conocía bien el temple de aquellos halcones. Padre había sido uno de ellos, al igual que tío Jorge, o el propio don Atilio, a quien presentaran al tiempo de ganar su primer concurso literario. Tenía diez años de edad entonces. Esos tipos estaban acostumbrados a dar órdenes y ser obedecidos. Sin lugar a dudas el uniformado era uno de ellos.

—Creí que te encontrabas sola —dijo el recién llegado con evidente acento francés. Observó con indiferencia a Pablo, como si se tratara de un animalito alimentándose dentro de una jaula.

—Oh, él es Pablo Gutiérrez, Francis. El principal poeta de nuestras tierras —comentó Florencia sin dejar de sonreír—. Tiene publicado un libro que está dando vueltas por todo el país.

—El joven poeta caribeño —dijo el uniformado masticando sus palabras—. Esos versos que hablan de la libertad más allá de un horizonte marino…

—La Visión Pagana —mencionó Pablo, sintiéndose halagado por las palabras del hombre.

El militar lo miraba con extrema frialdad.

—Me gustaría conocer el real sentido de la metáfora —dijo con voz dura—. Tal vez… haya algo allí…

No concretó la frase. Dirigió una sonrisa de compromiso a la muchacha, le besó la mano con la cortesía de los nobles y dijo, mostrando cierto apuro:

—Más tarde nos veremos en la casa, querida. Tengo algunos asuntos que tratar con tu padre.

Sin más, el hombre se retiró perdiéndose entre la multitud que disfrutaba de la velada.

—¿Y ese? ¿Quién es, eh? —preguntó Pablo demostrando enfado.

—El primo francés de mi padre, Francis Duclau. Se está encargando de los preparativos del viaje. En realidad, él es el artífice de esta aventura.

—No me gusta ese tipo. Tiene una forma de mirar un tanto… extraña. Parece arrogante en extremo.

—No seas criticón, querido. Es el agregado cultural del gobierno galo en Costa Paraíso. Te imaginarás que representa toda una autoridad en las cuestiones de arte. Tal vez te convenga hacerte amigo de él. Digo, para buscar horizontes del otro lado del océano con tus trabajos.

—¿Ese… tipo? ¿Apoyándome? No me pareció mostrarse entusiasmado con mis poesías.

—Te equivocas. A mí me dio la impresión de interesarse en la Visión Pagana.

Pablo no realizó mayor comentario y se encogió de hombros, como hacía cada vez que un asunto lo superaba. La presencia del agregado cultural había roto el encanto instalado entre ambos.

El joven poeta sabía de pérdidas en la inspiración literaria, como de otras cuestiones en la vida. Aquello que se rompe en el alma no puede repararse. Debemos asumirlo y reemplazarlo por algo semejante, un sustituto. Florencia era su amiga del alma desde que tenía conciencia. Ella también era irreemplazable. Siempre había estado allí. Ese francés había dejado una estela inquietante tras de sí. El muchacho intuyó el advenimiento de malos tiempos en su relación con la joven.

Florencia lo miraba en silencio. Había aprendido a leer los pensamientos de su amigo a partir de los gestos. Ella conocía las verdaderas intenciones del pariente de su padre y, de manera impiadosa, jugaba con las mismas intentando caminar por sobre las aguas. Estaba decidida a conocer mundo, recorrer las viejas capitales europeas y beber de los mejores licores. A pesar de la diferencia de edad que tenía con Francis, el mecenas de la cultura podría representar una buena alternativa en pos de precipitar sus planes. Sin embargo, estaba allí Pablo, Pablito,el tierno muchacho a merced de un mundo que se complacía con fustigar a los débiles, perrito faldero acostumbrado a buscar protección con la amiga de la infancia.

Otra vez sintió la necesidad de obrar en consecuencia. La proximidad del joven poeta precipitaba aquel misterioso instinto maternal.

—Ven. Vamos a caminar —dijo, tomándolo de la mano.

El contacto con esa piel suave y a la vez cálida cambió el clima depresivo en el muchacho. Transitaron en silencio los alrededores del jardín. Algunos de los invitados comenzaban a sucumbir bajo los efectos del buen champagne. Las parejas se extraviaban en la espesura del bosque buscando algún cómodo lugar bajo el cielo estrellado.

A escondidas, Florencia y Pablo bebieron suficiente vino dulce como para desinhibirse también lo suficiente. Los ojos de la muchacha brillaban de manera extraordinaria. Casi a los empujones obligó a su amigo a penetrar en los territorios del bosquecito. Ninguno de los progenitores estaba ocupado en controlar sus acciones. Después de todo, ella sentía que algo le debía al poeta y no pretendía ser injusta con su perrito faldero.

7

Enero de 2005. Costa Paraíso

Aquellos hombres parecían decididos a seguirlo. Los había reconocido unos diez minutos atrás, cuando deambulaba por el reducido hall del aeropuerto de San Andrés. Estaba preparado para la intervención de alguna comitiva policial o guardias del ejército. Las personas uniformadas suelen dedicarse a perseguir turistas sospechosos en países como en el que se encontraba visitando o, por lo menos, esa era la visión que los periodistas extranjeros tenían de Costa Paraíso, luego de casi medio siglo de instalado el régimen gregoriano.

Eran dos hombres de mediana estatura. Vestían ropa de civil con los sacos abotonados, probablemente para ocultar el arma que cada uno portaba a la altura de la cintura. Ya había visto esa tipología de sicario en otros continentes del mundo por donde lo llevaran sus investigaciones.

Lino Bardot era hombre de unos cincuenta años bastante mal llevados debido a su afición por el juego, la noche y las mujeres de honorarios baratos. Como todo buen escritor que se precie de serlo, también reclamaba el alcohol un importante lugar entre sus vicios, pero en estas lides no admitía brebajes de bajo costo.

—Una cosa es el “amigo” y otra el hígado —solía decir entre confidentes, cuando movilizaba el primer trago rumbo a su boca decidido a emborracharse.

Sus compañeros de andanzas, todos ellos de vida disipada y aceptable poder adquisitivo, le tenían gran cariño. Sabían de su noble corazón y la decisión impuesta en la vida de recorrer cuanto sendero se le abriera por delante.

Burdeos, su terruño natal, había quedado lejos en el recuerdo. El único bien económico que tenía a su nombre era un departamento de dos ambientes en París, a unos quinientos metros de la torre Eiffel, asentado en un viejo edificio de dudosa reputación. Solía enclaustrarse en él luego de sus investigaciones por el mundo, decidido a redactar las notas editoriales que vendería a buen precio o sumergirse en el último libro que su editor bregaba por conseguir.

A pesar del excelente ingreso económico que su oficio de investigador le proporcionaba, Lino seguía aferrado a la bohemia descubierta en la juventud: viejos amigos de juerga, algunas novias de ocasión, un buen whisky de malta escocesa y los viernes póker hasta despuntar el alba. Alguna vez estuvo casado, pero no tenía mayor interés en hablar de eso.

Los dos hombres impostaban la situación de platicar entre ellos parados en un rincón del hall, sin embargo, el escritor conocía sus intenciones.

“El muchacho me lo advirtió. Dijo que tuviera cuidado, que me seguirían”, pensó con alguna molestia. ¿Cómo se llamaba su contacto? A veces se le escapaba el nombre, o mejor dicho, su apodo. Tal vez el chico también deseaba ocultar su identidad. Después de todo, él vivía bajo ese régimen todos los días. Debía ser un espíritu valiente para estar haciendo lo que hacía. Charito. Eso era. Charito. Así se hacía llamar.

Intentando demostrar total indiferencia, se dirigió fuera del hall principal para abordar un auto de alquiler. Una vez en la ruta pudo percibir que otro vehículo marchaba detrás del suyo manteniendo una distancia prudente. La figura difusa de los dos hombres en el asiento trasero no resultaba fácil de percibir.

Las sombras comenzaban a caer sobre el descampado que separaba los veinte kilómetros del aeropuerto con la ciudad capital. San Andrés, como todos los pueblos de los pequeños países caribeños, estaba rodeado por un cordón de pobreza que servía de muralla cultural para el predicamento de sus líderes sociales.

—¿Recién llegado, don? —preguntó el conductor del automóvil.

Era hombre de unos cuarenta años, piel cetrina, cabellos oscuros y enrulados a pesar del corte severo al que lo sometía. Usaba anteojos negros que ocultaban sus ojos y mejoraban la importancia de su rostro.

—Así es. ¿Puedo fumar? —preguntó Lino con total desenfado.

El chofer sonrió.

—Por supuesto, don. Éste es un país libre.

—¿Quiere uno? —ofreció el francés hablando un castellano bastante pasable y extendió la mano invitando un cigarrillo que sobresalía de la marquilla.

El conductor acentuó la sonrisa y tomó el cigarro con gesto rápido. Lo prendió con el encendedor del vehículo.

—Gracias, don. Aquí no se consiguen estas marcas europeas. ¿Es su primera visita a San Andrés?

—De hecho, sí. Me quedaré unos días. Tal vez una semana.

—Mire, señor. No sé a qué se dedica usted, pero fíjese por el espejo que ya lo están siguiendo esos tipos.

—Sí, descuide. Me percaté del detalle.

—No se preocupe demasiado por estas persecuciones. A la gente del gobierno no le gustan los extranjeros. Y mucho menos aquellos que viajan solos. En fin… Estas personas también tienen que trabajar, ¿no le parece?

—Por supuesto. Debe haber muchos como ellos dando vueltas por ahí, ¿no es así?

El chofer disfrutaba del tabaco exhalando volutas de humo en dirección a la ventanilla. Mantenía el vidrio abierto hasta la mitad. La velocidad que desarrollaban en la ruta, prácticamente deshabitada a esas horas, era tranquila. El otro automóvil se desplazaba a unos cien metros detrás, sin dar muestras de querer sobrepasarlos.

—El estado tiene muchos empleados, don. Nosotros los llamamos “los ñoquis”. A ellos no les agrada este apodo. Yo tengo a mi cuñado que trabaja para la guardia civil de don Atilio Fulgencio. Le pagan bien. A veces debe realizar procedimientos nocturnos. Como ya le habrán dicho, en la selva, los guerrilleros se hicieron fuertes en los últimos treinta años. La Patro tiene muchos admiradores, pero el coronel Mauricio Cabral le sigue los pasos de cerca. Ella es idolatrada por los campesinos. Pobre Juana. Un día de estos la van a matar.

—¿Y en la ciudad? ¿También se infiltraron los insurrectos? En Europa se habla mucho de esto…

—Oh, no, no. San Andrés sigue siendo pueblo leal a la Fuerza Gregoriana, pero usted sabe cómo son estas cosas. Hay espías del gobierno por todos lados. Mire, ya estamos llegando a la capital, ¿quiere que los pierda?

A Lino le resultó divertida la sugerencia. Un poco de adrenalina no vendría mal. En verdad, no se había hecho grandes ilusiones de correr aventuras interesantes en Costa Paraíso.

—Y Bueno, veamos, compadre, qué tal maneja.

—¡Pues yo soy el mejor, don! —exclamó el hombre arrojando la colilla de cigarrillos por la ventanilla.

El lugareño decía la verdad. Una vez ingresados en la densidad urbana, aceleraron la marcha y realizaron unas cuantas fintas en esquinas oscuras. Al cabo de cinco minutos, el vehículo escolta había desaparecido del espejo retrovisor.

—Ahora dígame adónde lo llevo.

—Al Hotel Mansilla, por favor.

El hombre hizo un gesto contrariado.

—Como usted diga.

Una vez llegado a destino, Lino le entregó un billete de grueso calibre y el atado completo de cigarrillos.

—Quédese con el vuelto. Vale la pena una buena aventura para comenzar a conocer el país.

—Gracias, don. Usted tiene pinta de escritor, ¿eh? Periodista o algo por el estilo. Mi nombre es Carlos. Acuérdese de mí en sus escritos. Ahora bien… —su rostro se ensombreció un tanto. Bajó la voz para continuar—, tenga cuidado en el lugar, señor. Dicen que en este hotel paran maleantes y algunos enemigos del régimen. Es un territorio peligroso.

—Tomaré en cuenta la sugerencia. Gracias, amigo.

Cinco minutos después, Lino Bardot dejaba caer su cuerpo en la cama de una plaza del cuarto que el propio Charito había reservado.

El Hotel Mansilla era un viejo edificio de ocho pisos. Había sido construido en la época donde el Partido Blanco gobernaba sin oposición, siguiendo una parodia de régimen democrático. Setenta años atrás el coronel don Ricardo Fonseca, padre de don Hilario, a la postre su sucesor, se encargó de construir el edificio. Es decir, una de sus empresas contratistas desarrolló el proyecto.

Sin un correcto mantenimiento en los últimos veinte años, el exterior aparecía lúgubre y vencido por el paso del tiempo. Sin embargo, los pasillos estaban bien iluminados y antiguos gobelinos cubriendo las paredes lucían bastante pulcros. Las habitaciones, a pesar del viejo mobiliario que poseían, eran espaciosas y frescas debido a los ventiladores de techo de baja revoluciones, siempre encendidos. Una pequeña heladera al costado de la cama estaba bastante bien provista de distintos brebajes apetecibles para todo buen escritor, entre ellos, una botella de whisky escocés. Sus primeros movimientos consistieron en colocar hielo en el vaso y derramar la bebida en él. Un viejo aparato telefónico descansaba sobre la mesa de luz. Lo miró con recelo.

Después del tercer trago buscó en la maleta la nota que había desencadenado aquel viaje. La letra del muchacho era pareja y perfectamente legible.

“Estas son cuestiones que se heredan”, se dijo sonriendo. Pensó en su padre, un oscuro periodista de barrio en la zona de Burdeos. Los ingresos entonces apenas alcanzaban para comer. Por eso se marchó Edith, su madre, a continuar el periplo de la vida con un empresario vitivinícola. En fin, el mundo gira y gira y todos hacemos lo que podemos para evitar marearnos.

Abrió la nota en tanto se colocaba los anteojos de lectura. El colchón era bastante mullido y el escocés estaba comenzando a realizar su trabajo de relajación. La leyó por quinta o sexta vez.

“Señor mío. Ciertos contactos que mantengo con los luchadores por la libertad en mi país me han informado que usted se encuentra investigando la vida de mi abuelo, el gran poeta caribeño don Pablo Gutiérrez, asesinado hace veinte años por la Fuerza Gregoriana. Desde hace décadas este régimen se ha instalado en el poder y ha eliminado a toda persona que piense distinto a él.

“Tengo la intención de brindarle toda la información que usted necesite para que salga a la luz la penosa pérdida de este valeroso patriota latinoamericano, así como también parte de su obra inédita que mantenemos oculta quienes creemos en su lucha.

“Mi abuela Florencia está dispuesta a contarle la verdad sobre estos acontecimientos, de manera privada, por supuesto. Los usurpadores del poder aún controlan la información circulante en nuestro amado país y resultaría extremadamente peligroso para todos que ellos se enteraran de esta situación. Por favor, le pido sea precavido una vez instalado en nuestra tierra. Los espías del régimen vigilan a los turistas. En el Hotel Mansilla estará seguro, pero cuide de que no le roben algo valioso del cuarto. Los muchachos en San Andrés están pasándola mal y sobreviven como pueden. Yo me pondré en contacto con usted. Charito.”

En un par de renglones el joven explicaba la ubicación geográfica del hotel y otros considerandos, así como una casilla de correos para enviar telegramas. La noche anterior, Lino le había remitido unas escuetas líneas comunicándole el horario de llegada. De ahora en más quedaba a la espera de los acontecimientos. Charito elegiría el momento más oportuno para contactarlo.

Todo aquel asunto tenía un halo a fantasía folklórica. Conocía parcialmente la historia de don Pablo Gutiérrez. Un antiguo miembro de la embajada francesa en Costa Paraíso había introducido parte de su obra en el continente europeo. En ese entonces el poeta ya era ampliamente conocido en distintos países latinos y su detención clandestina en San Andrés produjo grandes movilizaciones de famosos intelectuales a favor de los derechos humanos, reclamando la inmediata liberación.

Los libros de don Pablo dieron la vuelta al mundo y en los años sucesivos fue reconocido como uno de los grandes escritores de habla hispana. Por supuesto, su lucha por la libertad del país y posterior asesinato en una de las prisiones más salvajes del régimen gregoriano le otorgaron cierta mística a su persona. Debido a esto y a intereses políticos, gran parte de su vida privada se mantenía oculta a los ojos del mundo.

Hacía un tiempo que Lino se había volcado a investigar el asunto. La aparición de Charito fue providencial. La fama de Pablo Gutiérrez había crecido en Europa en los años posteriores a su muerte. Los intelectuales jóvenes se interesaron en su obra literaria y los libros reverdecieron una fama que se había apagado en el olvido que suele invadir la muerte de los escritores.

Ahora, el periodista se encontraba solo en una habitación de segunda categoría a merced de fuerzas desconocidas en un país gobernado por fanáticos y asesinos. Apuró el segundo vaso de whisky con cierto nerviosismo. Su único aliado era un joven de quince años que lo había invitado a participar de una aventura donde la vida estaba en riesgo.

Se puso de pie y comenzó a caminar por la habitación. Estaba ubicada en el cuarto piso. Intentando permanecer oculto tras la gruesa cortina, se asomó por la ventana que daba al frente del edificio. En la calle observó a los dos personajes que lo siguieran en el aeropuerto. Permanecían parados en la esquina y hablaban animadamente. Uno de ellos fumaba un habano, de esos que habían hecho famosa a Costa Paraíso en el mundo.

De repente, los tres golpes retumbaron en la puerta de entrada al cuarto. Eran espaciados, cadenciosos. Lino se apresuró a pararse delante de la mirilla y atisbó a través de la misma. La figura de una mujer morena voluptuosa y provocativa lo sorprendió.

—¿Qué desea? —preguntó con voz áspera.

—Vamos, chico. Abre la puerta. Soy un regalo que el hotel ofrece a los turistas.

La mujer sonreía divertida en tanto pronunciaba las palabras. Lino también sonrió. Después de todo, las cosas no estaban tan mal como lo creía.

Abrió la puerta lentamente. La dama ingresó a la habitación caminando con pasos cortos. Un perfume de aroma intenso flotó en el ambiente.

—Adelante. Si se trata de un regalo, puedo abrirlo con la misma generosidad de quienes lo han enviado…

El rostro de la morena cambió en esos momentos. Su gesto insinuante se transformó en una expresión colmada por la decepción. Antes de que pudiera Lino cerrar la puerta, la misma se abrió con fuerza inusitada. Tres hombres ingresaron intempestivamente en el cuarto. Uno de ellos esgrimía un arma de grueso calibre.

Otro, de mayor edad y barba desprolija, habló con voz tajante:

—Señor Lino Bardot, bienvenido a Costa Paraíso. Nuestro líder, el general Atilio Fulgencio, nos ha pedido que le mostremos la cordialidad del país…

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9789874935328
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