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La vida para Brenda Rodríguez se planteaba como una ecuación resuelta, aún antes de ser formulada. Sabía ella que la influencia de su progenitor resultaba determinante en esta peculiar modalidad de su existencia. Todo remitía a un único poder gobernando a su antojo el universo. Dios, el dador omnipotente de premios y castigos que desde el púlpito de su templo había pregonado don Ramiro, su padre, durante los últimos treinta años.

La familia pertenecía a la clase trabajadora que se abrió paso a partir del esfuerzo en el servicio hacia los demás. La honestidad era el faro que iluminaba el sendero hacia un horizonte de buenaventura. Don Ramiro se casó tempranamente con doña Clara, ambos unidos en el altar por sendas biblias heredadas de fieles seguidores del evangelio. Empero, los designios del cielo fueron opuestos a los deseos de constituir una familia numerosa, tan ansiada por la joven esposa. Tuvieron tres hijos. Dos de ellos fallecieron en trágicas circunstancias siendo aún niños.

Rogelio, el mayor, murió a los nueve años atropellado por un vehículo que deambulaba fuera de control por la avenida Santa Fe, en la localidad de Martínez, cuando visitaban a un pariente en su cumpleaños. Samanta, la segunda en edad, resultó víctima de una septicemia producida por un accidente con arma blanca. La niña tenía seis años y prometía una consciencia despierta a pesar de su corta edad. Las tragedias ocurrieron dentro de un intervalo de tres años, breve para depurar duelos. Esta impronta produjo una importante cicatriz en aquellos devotos del Señor, dando paso a la depresión consecuente en el seno familiar.

De esta manera Brenda, la hija menor, debió conformarse con una vida solitaria a partir de temprana edad. El vínculo entre la joven y sus progenitores se hizo estrecho. Principalmente con el padre, quien le inculcó una filosofía de vida basada en los preceptos bíblicos y la confianza en las bondades del alma humana.

—Mañana conmemoramos pentecostés, querida. No olvides que la ceremonia es a las dieciocho horas. El templo estará concurrido y no habrá lugares disponibles. Debemos ser organizados en extremo para que todo salga bien. El Señor no querrá equivocaciones, ¿no te parece? —comentaba don Ramiro distraídamente, leyendo un grueso volumen sobre historia de los movimientos evangélicos en tanto reposaba en el sillón del living.

La vivienda era una casa típica de familia clase media y trabajadora. Estaba ubicada en el barrio de Vicente López, a escasos doscientos metros de la avenida Maipú. Contaba con dos habitaciones, una de ellas de reducidas dimensiones, pero suficientes como para erigirse en el reducto privado de Brenda. Un living comedor permitía realizar reuniones con otros miembros de la iglesia regenteada por don Ramiro. La medianía de las instalaciones indicaba la máxima escala lograda por la familia Rodríguez con respecto a sus logros materiales, meta de difícil alcance para quienes creen genuinamente en los preceptos del libro sagrado.

El pastor se había desempeñado laboralmente por más de treinta años en la comercialización de seguros. Desde hacía un año disfrutaba de una ajustada jubilación qué, de todas formas, le permitía dedicarse plenamente a sus apetencias espirituales. Doña Clara realizaba tareas de costura y bordado a pedido para las vecinas del barrio. Brenda, con dieciocho años, era una joven de gustos medidos y apegada al hogar. No generaba gastos adicionales en la escueta economía familiar.

—Sí, papá. Mañana seré puntual…

Desde hacía unas semanas Clara ejercía un severo control sobre los movimientos de su hija. Le preocupaba el cinturón de castidad virtualmente colocado alrededor del pubis de la joven.

—¿Supongo que no estarás viendo a ese muchacho salvaje sin nuestro consentimiento...?

Brenda hizo un gesto de contrariedad. Aquella relación de los últimos meses le había enseñado ejercer uno de los grandes atributos de la raza humana: la mentira.

—No, madre. Te lo he dicho. Eso ya terminó.

—Sin embargo, he visto a tu amiga hablándote por lo bajo en distintas ocasiones. Conozco esos gestos y su significado. Algún noviecito debe estar dando vueltas. Un águila sobrevolando el palomar…

—No sé porque insistís con esto. Además, ya tengo edad suficiente como para relacionarme con los muchachos, ¿no te parece?

—A ese no lo quiero en casa. Es un vago y tiene aspecto desalineado… Parece un pordiosero… Representa una mala influencia para ustedes. Mejor ocúpense de entablar amistades con los chicos de la iglesia. Allí podrán encontrar relaciones que valgan la pena.

—Pero mami, los muchachos de la iglesia son aburridos…

Brenda sonreía. Le gustaba de vez en cuando fastidiar a su madre. Sabía que ella también lo tomaba como un juego, a pesar del tono de reproche modulando su voz. El vínculo entre ambas siempre había sido bueno.

—¿Aburridos decís, porque les gusta asistir a las reuniones dominicales? ¿O acaso no son buenos alumnos en el colegio...? Mirá al hijo de don Fernández. Ya tiene planes para estudiar arquitectura y está próximo a anotarse en la universidad. Con su trabajo durante los fines de semana ayuda en buena medida a sostener la familia. Es un hijo ejemplar. El padre se convirtió en un desocupado cuando cerraron la fábrica de pinturas hace meses atrás. Pobre infeliz. A los cincuenta años no resulta fácil emplearse nuevamente… Ese chico representaría una buena amistad para vos, te lo aseguro. Y, por supuesto, lo veríamos con buenos ojos.

—Sí, madre, ya lo sé. Me ha invitado a su cumpleaños el próximo sábado.

—¿Ves? Allí encontrarás buenos amigos con quienes divertirte.

—¡Pero mami, son los mismos que mañana irán al templo por la celebración...!

Como si no escuchara el comentario de su hija, Clara continuó con la costura de la prenda. Meneando la cabeza, dijo por lo bajo:

—A ese pordiosero lo quiero lejos.

Contrariada por los embates de su madre, la joven atravesó el living dirigiéndose a la puerta de salida. Apenas escuchó la voz de don Ramiro detrás de sí, quien hablaba en susurros mientras continuaba concentrado en la lectura del abultado ejemplar:

—Cuidate, pequeña. La calle está difícil.

Brenda abandonó la vivienda con sentimiento de culpa. La relación con “el pordiosero”, tal como gustaba llamarlo su madre, incapaz de ver el sentido cristiano de tal impronta, había comenzado tres meses atrás. Lo conoció a través de un amigo común, vecino del barrio, cuya familia concurría de vez en cuando al templo donde predicaba don Ramiro. Javier Rocamora era egresado del mismo colegio donde Brenda se encontraba realizando el último año del nivel secundario. En alguna ocasión intentó confesarle su amor a la muchacha, a pesar de su profunda timidez. Ella logró evitar elegantemente el momento, tal como lo había hecho en otras circunstancias con otros jóvenes.

La estricta crianza paterna rendía sus frutos. Las prohibiciones suelen dar resultado al inicio de su reinado. Brenda evitaba el contacto con el sexo opuesto. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario al conocer a ese muchacho extraño, taciturno y desalineado. Javier le había dicho:

—Este pibe requiere de mucha paciencia en el trato. Al principio te va a parecer un poco tonto. Es un tanto… “rarito”, je, je. Pero cuando lo empieces a frecuentar descubrirás a un gran tipo…

En efecto, eso es lo que sucedió. Clandestinamente comenzó a compartir con su “pordiosero” gran parte de las horas libres. Lo que más le atrajo del muchacho fue percatarse de su desamparo, de la insistente soledad que parecía cernirse sobre un espíritu errante. Es decir, poseía esa impronta que a ella la volvía samaritana en exceso.

—Vamos a salir durante un tiempo —le anticipó el joven. Transcurría la primera tarde donde acordaron encontrarse en la estación de trenes del bajo Belgrano—. Pero no te entusiasmes con la idea. Mi intención no es iniciar un noviazgo con vos…

Brenda aceptó esa sequía en los modales del muchacho. Lo hizo desde un principio. Sabía que era parte de un territorio conflictivo, sembrado por las necesidades de un alma en pena. Precisamente, descubrir esto le otorgó la fuerza suficiente para urdir el plan de salvataje espiritual de su nuevo amigo.

A pesar de los reparos de doña Clara, sabía que una vez concluida la misión la alegría de su padre sería grande cuando apareciera en el templo de la mano de aquel joven, dispuesto a aceptar al Señor como su salvador. El destino de ambos resultaba claro. Dios los había unido en el camino escabroso del mundo para beneficiarlos con el proceso de redención.

—Los noviazgos trascienden las intenciones —había respondido Brenda, sonriendo—. Las personas se unen de acuerdo a designios superiores.

Cuando ella comenzaba a instruir la enseñanza, el joven parecía no escuchar las sentencias. Sonreía poco. Se inclinaba a disfrutar el momento intentando contrariarla con historias obscenas o comentarios sarcásticos. En cierta ocasión, cuando caminaban por una de las calles anchas y desoladas del Bajo Belgrano, encontrándose las hojas de la vieja arboleda a merced del viento y desprendidas sobre el asfalto, la tomó de los hombros intempestivamente.

Brenda había estado esperando el momento. Por las noches, luego de cumplir con las oraciones de rigor en su cuarto, imaginaba los encuentros yendo más lejos que simples caminatas por calles aletargadas. Intentaba luchar contra el despertar de sus hormonas. De pequeña le enseñaron las consecuencias del pecado en el mundo, revestido de placeres en las distintas formas usadas por el mal. Sin embargo, algo dentro de sí la obligaba a sumergirse en aquellas fantasías que los ojos de sus padres no podían controlar.

El contacto con aquellos labios no resultó del todo placentero. Era el primer beso de su vida. La impronta corporal, al sentirse abrazada por brazos firmes y el cálido aliento del otro en su boca, la hicieron sentir a merced durante algunos segundos.

—No fue tan espectacular, ¿no es cierto?

El comentario del joven se escuchó burlón. Indicaba la finalización de un momento mágico. Continuaron caminando tomados de la mano.

—A mí me pareció bien —respondió ella, ruborizándose.

—Podría haber sido mejor. En fin, quizá tengamos tiempo de mejorarlo…

—Para mí fue suficiente por hoy. Tal vez mañana…

—Cierto, tus viejos vigilan, ¿no es así?

Brenda desvió la mirada hacia el asfalto.

—No seas tonto. Mis padres no están ahora aquí. Quise decir… sería mejor ir de a poco.

—¿Todavía sos virgen, eh...?

La pregunta rondaba la cabeza de la joven cuando distinguió la figura de Bruno sentado en una de las hamacas de la plaza. Parecía distraído. Observaba la copa de los árboles despreocupado por su presencia. La muchacha sabía que debía renunciar a cuestiones imperativas en su condición de buena cristiana. La misión de redención exigía sacrificios personales. Perder su virginidad, seguramente, era uno de ellos.

CAPÍTULO TRES

1

1925…

Don Gumersindo Larreta Bosch ingresó con paso firme en el salón principal de la mansión ubicada en la calle Olleros del Bajo Belgrano. Allí vivía con su familia, pero una vez al mes todos los habitantes cotidianos debían abandonarla. Era el momento de realizar el encuentro clandestino de la logia, pactado para los primeros viernes a medianoche.

La cabeza de león solía producirle cierta asfixia, principalmente al tiempo de ser colocada por sus asistentes. Luego, con el correr de la ceremonia se acostumbraba a llevarla y, una vez abandonado el recinto principal, podía retirarla quedando ataviado simplemente con la túnica de seda color escarlata. Ocupó el trono correspondiente al del Hermano Mayor, condición lograda cinco años atrás luego de la trágica muerte de su antecesor. Una pérdida sufrida por todos, pero necesaria en el momento de establecerse. Nadie discutía las decisiones tomadas en la asamblea de “Los Embozados”. Don Gumersindo recordaba claramente el hecho.

—Muerte ceremonial para el Hermano Mayor.

Había leído la sentencia él mismo, cumpliendo con los atributos del Clarín que lo colocaban en el segundo cargo dentro de ese dispositivo monárquico.

—La Cruz Invertida exige la purificación de su alma.

El silencio reinó en ese recinto aquella noche. El Hermano Mayor, custodiado por dos guardianes portando cabeza de chacales parados en ambos laterales de su trono, procedió a ponerse de pie. Tres sirvientes desnudos ingresaron por detrás del escenario principal. Con movimientos rápidos comenzaron a retirarle la túnica y el resto de las prendas interiores. Uno de ellos hizo lo propio con la cabeza de león, la cual fue colocada con gran delicadeza sobre una mesa de porte egipcio ubicada en un lateral del trono. En pocos minutos el Hermano Mayor quedó desnudo, a merced de la mirada de todos los “Embozados”.

Los miembros de la logia permanecían de pie en el salón. Vestían túnicas color azul de una sola pieza cubriendo plenamente sus cuerpos. Portaban cabezas de animales que los diferenciaban de sus distintas funciones y grado de importancia dentro de la secta.

Recordaba la tarde anterior al evento. Había concurrido al estudio de su amigo, el doctor don Tomás Verón Estrada. El hombre ocupaba un importante cargo en la Corte Suprema de Justicia de la provincia de Buenos Aires. Los contactos que mantenía con el Partido Autonomista Nacional le habían permitido viajar por el mundo y ostentar el cargo de embajador itinerante en Europa. Verón Estrada era persona de austeros modales. Contaba con unos sesenta años en esos tiempos y haciendo uso de las costumbres de la época poseía una amplia descendencia: diez hijos y trece nietos. Algunos de ellos ejercían cargos influyentes en el gobierno.

—La Asamblea está preparada para el veredicto, Tomás.

Don Gumersindo, hombre de modales parcos y estrechez mental, sentía cierta rivalidad por ese juez intransigente y de liderazgo despótico dentro de los “Embozados”. Veía con malos ojos el nihilismo del magistrado y sus oscuras inclinaciones por los menores de edad. El doctor Verón Estrada no escapaba a la hipocresía de los personajes encumbrados en la nobleza porteña. La dura posición moral que declamaba públicamente normas sociales contrastaba con sus posturas perversas en el ámbito de la vida privada.

—Hoy he sido notificado personalmente. La finalización de las “revelaciones” es un hecho.

—Han pasado tan solo cinco semanas de la acusación…

El capitán contempló aquel emblema esotérico construido en madera dura que descansaba sobre el escritorio del juez. A simple vista se trataba de un objeto intrascendente que bien podía pasar desapercibido para la mirada neófita. Empero, para los miembros de la logia, representaba la conexión con el poder superior, el verdadero organizador de los acontecimientos más allá de la racionalidad humana. Era el símbolo oficial de “Los Embozados”.

—Eso puede ser un buen indicio, doctor. Recuerde lo sucedido el año anterior con el ministro de relaciones exteriores. La acusación de soborno tenía poco fundamento. Las “revelaciones” finalizaron en tan solo tres semanas y el Hermano ministro quedó exonerado de toda mancha que pudiera afectarlo —intentó complacer don Gumersindo a un magistrado que denotaba angustia.

—Sí. Recuerdo también su trágica muerte en aquel accidente ferroviario…

El militar retirado hizo silencio. Conocía el evento mencionado por Estrada. Se limitó a comentar, sonriendo:

—Pertenecer a la logia no nos otorga inmortalidad.

—Tiene razón, capitán. Tiene mucha razón. La inmortalidad la otorga el Gran Arquitecto, sin lugar a dudas.

—Según el servicio que hemos cumplido en su nombre, ¿no es así...?

El magistrado observó con recelosa mirada a su interlocutor. A pesar de su rango medio dentro de una estructura políticamente tan importante como la castrense, Larreta Bosch aún conservaba cierto poder remanente del propio padre. La zaga de historias terribles que rodeaban su memoria continuaban vigentes. Aquellos apellidos que apuntalaron la conquista del desierto sostuvieron su influencia histórica durante la primera mitad del siglo veinte. El poder de sangre y fuego se había instalado endémicamente en el tejido social.

El cargo contra el Hermano Mayor lo había presentado un oscuro personaje de identidad desconocida. Ninguno de los miembros tuvo oportunidad de contemplar su verdadero rostro, más allá de la máscara de águila que portaba en las ceremonias. El hombre jamás pronunciaba palabra en el recinto, simplemente observaba el desarrollo de las sesiones. Su figura, de pie, ubicada detrás de la masa concurrente, era imponente y utilizaba la túnica color blanca que identificaba a los miembros del nivel superior. Estos realizaban sus reuniones en un lugar secreto de la ciudad de Buenos Aires. A veces algunos de los jerarcas se dignaban a participar en las ceremonias de los niveles inferiores. Estos “túnica blancas” no tenían obligación de permanencia y podían intervenir de manera directa sobre las decisiones de la asamblea.

En este caso en particular, Verón Estrada cargaba sobre sus hombros la ignominia de mantener relaciones sexuales con una niña de doce años, hija de una de sus domésticas. La acusación se realizó por escrito. Los miembros de la asamblea reconocieron el sello que avalaba oficialmente el papel. Sabían que detrás del cargo pulsaba el fatídico veredicto.

La logia mantenía dos niveles de actuación. Uno era exotérico, en virtud de realizar asistencia comunitaria a partir de entidades de bien público y servicio social que respondían a sus instrucciones. A su vez, generaban una red de influencias con alcances culturales y políticos sosteniendo dispositivos dinámicos en la toma de decisiones en las altas esferas. Por otro lado estaba el nivel esotérico: profundo, irracional y metafísico. En este arcano se realizaban las reuniones en el recinto sagrado de la casona de Olleros. De conocerse públicamente, las mismas perturbarían la consciencia de cualquier observador ajeno a los ritos.

El secreto imperaba en la liturgia. A veces era necesaria la presencia de mujeres, a pesar del espíritu discriminador de aquella orden. Ellas aportaban la preciada energía femenina que equilibraba los conjuros y la conexión con los niveles superiores. Las transportaban a la mansión drogándolas previamente, maniatadas con pañuelos de seda y con los ojos vendados. Los sirvientes, encargados de realizar una serie de tareas logísticas acordadas a priori, bebían un extracto vegetal que los transformaba en verdaderos zombis.

La purificación del doctor Verón Estrada se realizó cuidando todos los detalles. Los guardianes, una vez despojado el Hermano Mayor de todas sus prendas, lo condujeron hasta el altar del sacrificio. El magistrado se dejó guiar sin la menor resistencia. Mantenía sus ojos cerrados. Los labios se movían indicando el dibujo de palabras en algún lenguaje perdido. Pronunciaba la última de sus oraciones.

El altar había sido preparado por los sirvientes en tanto aquellos hombres desnudaban al juez de los ropajes mundanos. Consistía en una unidad móvil, pesada y construida en una sola pieza forjada con metal de fundición. Medía unos tres metros de altura. Era de aspecto austero, burdo y el emblema de la logia estaba tallado en la parte superior. Presentaba dos puertas ciegas que se abrían a partir del accionar de manivelas robustas, similares a las encontradas en los palacios durante la época medieval.

Los guardianes acomodaron al Hermano Mayor frente al altar de los sacrificios. Se escuchaba un murmullo proveniente del interior de la estructura, una especie de crujir de leños apenas perceptible. Cuando la atención de los asambleístas se concentró en el dispositivo, el murmullo se transformó en un ruido de mayor envergadura. Detrás de aquellas puertas ardía el fuego liberador de la contaminación mundana.

El Sacerdote Mayor ostentaba su cabeza de oso. Avanzó con pasos lentos atravesando el recinto hasta ubicarse frente a Verón Estrada. El magistrado continuaba con los ojos cerrados murmurando su oración final. Mantenía los brazos a la altura del pecho y ceñidos al cuerpo. El oficiante pronunció palabras en un lenguaje extraño, perteneciente a tiempos ancestrales de la humanidad. Luego levantó su brazo derecho. Amenazante, empuñaba un elemento metálico muy temido por todos los asistentes. Se trataba del puñal ceremonial, una pesada cruz invertida construida en oro macizo.

Al finalizar su sermón el Sacerdote Mayor bajó el brazo con la compulsión de un certero movimiento. La punta afilada de la cruz se clavó en el corazón del doctor Verón Estrada. Sin emitir grito alguno el Hermano Mayor aflojó sus piernas. La caída al piso resultaba inminente. Anticipándose a la situación, los dos guardianes sostuvieron el cuerpo del juez con movimientos hábiles. Un charco de sangre comenzó a cobrar dimensiones a los pies del ajusticiado. El oficiante se volvió en dirección de los concurrentes y hablando con voz profunda:

—El alma de nuestro querido Hermano Mayor aún continúa aprisionada en las garras de una carne débil. El fuego ceremonial purificará sus lazos con el inframundo y su espíritu será liberado de las celdas del pecado.

Hizo una seña ampulosa a los guardianes. Otros sirvientes abrieron las puertas del infierno sagrado. Un sonido metálico vibró en el recinto y la pulsión de muerte sacudió los corazones de los asambleístas. Los guardianes arrastraron sin mayores inconvenientes el cuerpo sin vida del magistrado. Con las puertas abiertas de par en par las llamas del interior de aquel horno metálico produjeron un resplandor deslumbrante.

El cadáver del doctor Verón Estrada fue arrojado dentro de la cámara incineradora. Durante algunos segundos los asistentes pudieron observar las contorsiones del magistrado, agitándose entre las llamas implacables. Luego, los guardianes cerraron las puertas de la hoguera con la misma violencia con que fueran abiertas.

Las imágenes de esos sucesos fueron esfumándose en la mente de don Gumersindo, ahora Hermano Mayor de la logia. Se ubicó en el trono como venía haciéndolo todos los primeros viernes de cada mes durante los últimos cinco años. Observó a los presentes. En el fondo del recinto y apartado de los demás se distinguía la túnica blanca, implacable, observadora, vigilante.

Era aquella una reunión especial. El Clarín se adelantó para leer un papiro que llevaba en sus manos. La “revelación” indicaría el veredicto de la acusación esgrimida contra el capitán Gumersindo Larreta Bosch.

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9789874935434
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