Читать книгу: «Olvidadas y silenciadas», страница 3

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Fue bastante frecuente que las mujeres que acabaron dedicándose a la práctica artística tuvieran una vinculación familiar con el mundo del arte. Esto les permitió acceder a una formación artística completa. No obstante, incluso las alumnas de centros oficiales, tuvieron que recurrir a la enseñanza privada como medio de perfeccionamiento, especialmente para aprender aquellas asignaturas que les estaban vetadas. Este tipo de enseñanza supuso una gran alternativa para estas mujeres artistas para conseguir profesionalizarse, especialmente notable en el último tercio del siglo XIX, cuando surgieron centros más liberales que impartían enseñanzas mixtas. En París destacaron varias escuelas, como la Academia Julián, que reunió a muchas artistas procedentes de diferentes países. Además, a finales de siglo aparecieron también los primeros centros privados de enseñanza artística exclusivamente femeninos.

Quizás uno de los principales problemas en el estudio de la pintura femenina española de la primera mitad del siglo XIX sea la práctica inexistencia de obras localizadas realizadas por las pintoras. Esto, sin duda, constituye un problema de primera magnitud. Tenemos la certeza de que muchas de esas obras se encuentran en los almacenes de los museos y academias, sin tener identificadas a sus autoras. Esta labor es fundamental para comprender la magnitud de la valía de la producción pictórica femenina.

Sirvan algunos ejemplos para testimoniar la tipología y calidad de las obras ejecutadas.

María Tomasa Palafox y Portocarrero realizó hacia 1801, a los 21 años de edad, una copia del cuadro del pintor barroco sevillano Alonso Cano Sagrada Familia en el taller del carpintero, que se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (figura 7).


Fig. 7. María Tomasa Palafox y Portocarrero, Sagrada Familia en el taller del carpintero (copia de Alonso Cano), 1801, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

No obstante, mejor conocida es la biografía y la obra de Rosario Weiss (1814-1843). Rosario Weiss nació en 1814, siendo la tercera hija de Leocadia Zorrilla e Isidoro Weiss, un joyero alemán judío afincado en Madrid. El matrimonio ya daba muestras de agotamiento dos años antes de que ella llegase al mundo, pero no fue hasta 1817 cuando su madre decidió acomodarse como ama de llaves de la Quinta del sordo, la finca que Francisco de Goya tenía por aquel entonces a las afueras de la capital.

La inusual ruptura de la familia Weiss Zorrilla y la influencia que el artista maño ejerció en la pequeña han dado lugar durante décadas a numerosos rumores, que señalaban a Goya como progenitor de la artista. No existen, sin embargo, pruebas fehacientes que permitan afirmarlo, pero lo que realmente importa es que Goya la quiso como a una hija: en una carta a Leocadia se refiere a ella como «mi Rosario», y en otra que escribió a su amigo Ferrer le pide que la trate «como si fuera su hija».

Cuando la niña tenía apenas 7 años, y mientras aprendía a escribir, Goya hacía dibujos para que ella los copiara o los completara. Prueba de ello son algunas láminas como Mujeres lavando o Hay que me caso, obras conjuntas en las que el profesor y su alumna representaban imágenes cotidianas a partir de las ideas y los trazos del reconocido artista. Son obras muy interesantes por mostrar sus comienzos y por ilustrarnos sobre una faceta poco conocida del pintor aragonés, profesor de dibujo en un ámbito familiar.

El pintor aragonés, pues, la instruyó en el dibujo desde niña. Recibió también formación del arquitecto Tiburcio Pérez Cuervo, al menos entre mayo y septiembre de 1824, con quien empezó a emplear el difumino y la tinta china.

En otoño de 1824, siguiendo los pasos de Goya, Leocadia Zorrilla y sus dos hijos Guillermo y Rosario, llegaron a Burdeos. Meses después de establecerse junto a él, en la ciudad francesa, destacado asentamiento del exilio liberal, Rosario entró en la escuela pública y gratuita de dibujo que dirigía el maestro Pierre Lacour (1778-1859). Allí la joven pudo recibir la instrucción académica que su, hasta entonces, único maestro había rechazado en sus inicios, y la expresividad de sus obras se atemperó. El trazo de sus creaciones se volvió así «preciso, limpio y ordenado», apostando por el estilo predominante en Francia.

De esta época son Autorretrato de Rosario Weiss, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, Retrato de Goya, copia del autorretrato del maestro aragonés realizado hacia 1824, que se localiza en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid, o Retrato de una dama judía en Burdeos, que se encuentra en el Museo del Prado.

La muerte de Goya en 1828 dejó a Leocadia, que por aquel entonces era considerada su compañera sentimental, en una posición difícil. Aunque ella misma relató en cartas posteriores al fallecimiento que, en sus últimos momentos, el pintor aragonés quiso hacer testamento a su favor, pero el odio que profesaba al único hijo superviviente de Goya, y este a ella, la condenó a pasar algunos años difíciles. Zorrilla y sus dos hijos pudieron sostenerse gracias a una pensión que Leocadia obtuvo del Gobierno francés como exiliada política y al apoyo de su círculo de amistades, de españoles exiliados y de Pierre Lacour, el profesor de Weiss en Burdeos.

Unas penurias a las que lograron poner fin en 1833, cuando la amnistía para los liberales exiliados permitió que Leocadia y sus hijos regresasen a Madrid. Por aquel entonces Rosario, con 19 años, comenzó a trabajar como copista en el Museo del Prado primero, en la Academia de San Fernando después y en alguna colección privada, como la de la duquesa de San Fernando, más tarde. En estos momentos realizó la pieza Amorcillo portando los atributos de Marte que custodia la Biblioteca Nacional.


Fig. 8. Rosario Weiss, La Tirana. Colección particular.

Gracias a los encargos de particulares interesados en el arte, Weiss pudo contribuir a la economía familiar copiando al óleo y a lápiz pinturas de los grandes maestros, entre las que se encontraba el retrato que Vicente López hizo de su maestro, Francisco de Goya, junto a otros dibujos y las versiones en tamaño reducido que la pintora realizó del retrato de La Tirana (figura 8), precisamente del pintor aragonés, y del Retrato de los duques de San Fernando según el original de Rafael Tegeo, sobre el que volveremos más adelante.

«Para poder continuar sus estudios i atender a su existencia i a la de su madre que penden solo del producto de su profesión, necesita como medio único para continuar su carrera copiar los cuadros del Real Museo de pintura de esta Corte», escribió Weiss en 1836 a la regente María Cristina en una carta. Un año después, la inauguración del Liceo Artístico y Literario ayudó a Weiss a destacar en el competitivo ambiente artístico del Madrid de la época, presentando sus obras en las exposiciones anuales de la institución, dibujando junto a otros socios y retratando una clientela burguesa ilustrada, entre la que se encontraban escritores como Espronceda, Zorrilla, Larra, Mesonero Romanos o la miniatura del poeta Manuel José Quintana, realizada hacia 1840, una de las figuras más importantes de la etapa de transición al Romanticismo, que se encuentra en el Museo Lázaro Galdiano en Madrid. Cultivó, por tanto, la miniatura, el retrato a lápiz, que conforma el grueso de su producción, como Alegoría de la atención, que es en realidad un autorretrato realizado hacia 1842 y que se conserva en el Museo Romántico de Madrid, y la litografía. Entre 1834 y 1842, participó en las exposiciones anuales de la Academia de San Fernando, institución que la honró el 21 de junio de 1840 con el título de «Académica de mérito por la pintura». Un año después, su obra El silencio obtuvo una medalla de plata en la exposición organizada por la Société Philomatique de Burdeos. También fue socia, desde 1837, del Liceo Artístico y Literario de Madrid, entidad en la que participó de forma muy activa tanto en las sesiones de competencia artística que se celebraban semanalmente, donde hizo numerosos retratos, como en las exposiciones celebradas en 1837, 1838 y 1839 (y, póstumamente, también en las de 1844 y 1846).

En 1840 Rosario Weiss consiguió ser admitida como académica en San Fernando, un nombramiento que «le proporcionó prestigio personal y profesional y ella lo utilizó como aval en su petición para ocupar el puesto de maestra de dibujo de las hijas de Fernando VII», fallecido siete años antes. La llegada al poder de los liberales en marzo de 1841 propició la renovación del personal encargado de la educación de la heredera al trono y su hermana, a quienes pretendían mantener alejadas de las interferencias de su madre, exiliada en Francia.

El interés de la corte por hacer de Isabel II una monarca culta y constitucional llevó a procurarle la mejor educación y Rosario Weiss fue seleccionada gracias a «su buena formación, su perfil liberal y también (por) el hecho de ser mujer». Apoyada por el círculo liberal, el 18 de enero de 1842 recibió su máximo reconocimiento profesional al ser nombrada maestra de dibujo de Isabel II y de su hermana, la infanta Luisa Fernanda. Prueba de la cercanía de la pintora con la casa real es una litografía realizada por Rosario Weiss de la reina Isabel II, de tres cuartos, sentada en un sillón, con la bola del mundo a sus espaldas y un documento sostenido por su mano izquierda, que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid. El salario era de 8.000 reales al año. A través de los dibujos de Isabel II y Luisa Fernanda de Borbón, se puede apreciar que la pintora madrileña se decantó en sus clases diarias por el método tradicional de los principios del dibujo para que sus distinguidas alumnas diesen sus primeros pasos en el arte. Repeticiones de esbozos de manos, pies y bocas muy diferentes a sus comienzos en el mundo de la ilustración, mucho más académicos que los que Goya le procuró a ella misma casi treinta años antes.

Rosario Weiss desempeñó este empleo durante poco tiempo, ya que falleció de cólera morbo, no epidémico, el 31 de julio de 1843.18.

La Rosario Weiss ha muerto, y entre tantos periódicos artísticos y literarios que se publican en España, no ha consagrado ninguno el menor recuerdo, la más simple memoria que dé a conocer la gran pérdida que con su muerte ha sufrido nuestra patria. Era muger, y está sola circunstancia debiera haber bastado para que con más entusiasmo se ensalzara su mérito y se llorara su fin; porque si son dignos de admirar los talentos de aquellos hombres que han logrado sobresalir en la profesión a que se dedicaran, mucha más alabanza merece una muger que sobreponiéndose a las dificultades que le ofreciera su sexo ha sabido vencerlas con éxito feliz.

Con estas palabras comenzaba Juan Antonio Rascón Navarro, conde de Rascón, el obituario que la Gaceta de Madrid publicó el 20 de septiembre de 1843 sobre Rosario Weiss. Una de las pocas mujeres que, en aquella época, tuvo el honor de ingresar como académica de mérito por la Pintura de la Historia en la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando.

«Si con mejor fortuna no se hubiese visto precisada a trabajar incesantemente para subsistir», continuaba Rascón, «habría dado ancho campo á su florida imaginación, legando a la posteridad obras tan inmortales como las que hicieron célebres á los Murillos, a los Velázquez y a los Herreras». Pero la vida de la joven artista poco tuvo en común con aquellos que referenciaba el noble, muchas veces por ser mujer, otras simplemente por el momento histórico que le tocó vivir.19.

Su delicada salud no permitió que Weiss tuviese tiempo de enseñar mucho más a la reina, y apenas un año después de haber empezado a ejercer de «maestra real» falleció de cólera.

En la flor de su edad, en la época en que más debía haber brillado su ingenio, vino la muerte á arrebatar á la España una artista que hubiera sido su gloria; porque si tan temprano había llegado a sobresalir en el difícil arte de la pintura, en las diferentes clases á que se dedicara ¿que no hubiera alcanzado en lo sucesivo según la marcha progresiva con la que caminaba?

se preguntaba el conde de Rascón en su obituario. El noble, obviamente, nunca tuvo respuesta.


Fig. 9. Rosario Weiss, La Virgen en oración, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.

Además de las obras citadas, Rosario Weiss tuvo ocasión de realizar al óleo algunos cuadros de temática religiosa. Como La Virgen en oración, que se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid (figura 9) o el retrato de Un ángel, en colección particular, que evidencian la notable técnica adquirida por la pintora.

Por último, detengámonos en la obra que hacia 1830 llevó a cabo Rafael Tegeo Díaz de Los duques de San Fernando de Quiroga ante un paisaje. En dicha obra aparecen retratados los primeros duques de San Fernando de Quiroga. La duquesa, María Luisa Fernanda de Borbón y Vallabriga (1783-1846), fue hija del matrimonio morganático del infante Luis Antonio de Borbón y Farnesio, hermano de Carlos III, y de Teresa de Vallabriga y Rozas; por tanto, era hermana de Luis María, arzobispo de Toledo y de María Teresa, XV condesa de Chinchón, y esposa del valido Manuel Godoy. El matrimonio de su hermana supuso su rehabilitación en la familia Borbón, con cuya ocasión recuperó el apellido paterno, el reconocimiento de su condición de infanta de España y su inclusión en la Orden de Damas Nobles de María Luisa.

Aparece representada junto a su marido, Joaquín José Melgarejo y Saurín (1780-1835), II marqués de Melgarejo, I duque de San Fernando de Quiroga. Caballero de la Orden de Calatrava, su proximidad a la familia real le valió la concesión de las insignias de las órdenes de Carlos III y del Toisón de Oro; fue reconocido como benemérito de la patria por sus actuaciones durante la invasión francesa y nombrado consejero de Estado por Fernando VII.

El destino de este matrimonio estuvo marcado por el parentesco con la familia real y del ministro de Carlos IV y, sin embargo, las simpatías liberales de la pareja la empujaron al exilio en Francia en el periodo más radical del reinado fernandino.

Familiarizados con el ámbito artístico, desde Goya hasta Rosario Weiss, pasando por Solá y Salvatierra; fueron coleccionistas y promotores de arte, reuniendo una colección aún no bien conocida.20. Entre las obras que la formaron se encontraba un retrato del matrimonio en gran formato, realizado por Rafael Tegeo, documentado mediante el inventario de bienes redactado en 1835, a la muerte del duque. Su descripción coincide con la de la presente obra, salvo en que, en el gran formato de Tegeo, la acción de los personajes se desarrolla en el interior de un salón, mientras que en esta se les representa en un paisaje. Sí coincide, sin embargo, la descripción de la obra del pintor murciano con la de otra conservada en el Museo.

El proceso creativo en torno a esta obra se resume en la existencia de un retrato doble de grandes dimensiones realizado por Rafael Tegeo –obra de la que se desconoce su paradero–, del que el propio autor realizó una versión de tamaño reducido, con la variación de situar a las figuras en un ámbito paisajístico y una reducción del retrato original, realizada por la pintora Rosario Weiss –como manifiestan los pies de imprenta de las estampas que reproducen dicha obra en papel y otros testimonios de archivo–, lo que explicaría las diferencias estilísticas entre los dos pequeños retratos.21.

En la copia realizada por Rosario Weiss hacia 1835, ella aparece de frente, a la izquierda, sentada, con alto peinado que se remata con una peineta de carey. Él, a la derecha, en pie, vistiendo uniforme con banda y numerosas condecoraciones. Los dos de cuerpo entero. De muy cuidado dibujo y modelado. Como libre interpretación, Weiss varió el fondo del retrato del paisaje por el de un interior palaciego. Indudablemente esta obra, como la copia conocida del retrato de Goya cuyo original realizó Vicente López, evidencia la notable calidad artística alcanzada por Rosario Weiss, una artista que ha permanecido hasta fechas recientes en el completo anonimato. El legado de Weiss se ha conservado intacto para mostrar que un día no hace demasiado tiempo una artista como pocas en la pintura española fue alumna de uno de los más grandes maestros y maestra de una reina. Aquella a la que, paradójicamente, acabaron apodando «la de los tristes destinos». Su visibilidad es un claro ejemplo de la necesidad de investigar la producción artística femenina en la España de la primera mitad del siglo XIX, de manera que el actual relato de la historia del arte contemporáneo español incorpore necesariamente un importante elenco de mujeres artistas, no como una excepción, sino como parte del conocimiento objetivo y contrastado de la realidad artística española.

1. Véase el catálogo de la exposición Historia de dos pintoras: Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana, 22/10/2019 - 02/02/2020, Museo del Prado, Madrid, 2019.

2. Artemisia Gentileschi e il suo tempo (ed. Nicola Spinosa), 30/11/2016 - 07/05/2017, Museo di Roma, Roma, Skira, 2016.

3. Léon Lagrange: «Du rang des femmes dans les arts», Gazette des Beaux-Arts 1(8), octubre, París, 1860, p. 39, citado por Norman Bryson: Cuatro ensayos sobre la pintura de naturalezas muertas, Madrid, Alianza Forma, 2005, p. 185.

4. Citado por Estanislao de Kostka Vayo y Lamarca: Historia de la vida y reinado de Fernando VII de España, vol. 3, Madrid, Imprenta de Repullés, 1842, p. 392.

5. Citado por Manuel Ossorio y Bernard: Galería biográfica de artistas españoles del siglo XIX, Madrid, Ediciones Giner, 1975, p. 91.

6. Carmen Espinosa: Las miniaturas en el Museo Nacional del Prado. Catálogo razonado, Madrid, Museo del Prado, 2011.

7. Fernando Durán, 26/07/2017, mal identificado como el IX duque de Osuna.

8. Archivo Histórico de la Nobleza, Toledo, Bornos, C.360, D.1.

9. Virginia Albarrán, «Agustín Esteve y Marqués», en Diccionario Biográfico. Real Academia de la Historia, versión en línea, 8 de enero de 2020.

10. Esta obra se localiza en el Museo del Prado.

11. También en el Museo del Prado.

12. Obra que se encuentra en la colección de los duques de Alba en Madrid.

13. Conde de la Viñaza, Goya. Su tiempo, su vida, sus obras, Madrid, Tipografía Manuel G. Hernández, 1887, n.º CLX, p. 272.

14. Carmen Espinosa, Las miniaturas en el Museo Nacional del Prado. Catálogo razonado, Madrid, Museo del Prado, 2011.

15. La obra original es propiedad del duque del Infantado.

16. Citado por Eustaquio y Francisco Fernández de Navarrete: Colección de opúsculos del Excmo. Sr. D. Martín Fernández de Navarrete, Tomo II, Madrid, Imprenta de la viuda de Calero, 1848, p. 284.

17. Que se encuentra en la Galería Borghese.

18. Carlos Sánchez Díez: «Biografía de Rosario Weiss», Dibujos de Rosario Weiss en la Colección Lázaro, Fundación Lázaro Galdiano, 2015, pp. 12-15.

19. Una carrera artística singular que la Biblioteca Nacional recuperó en 2019 a través de la exposición Dibujos de Rosario Weiss (1814-1843).

20. Véase Pedro J. Martínez Plaza: El coleccionismo de pintura en Madrid durante el siglo XIX. La escuela española en las colecciones privadas y el mercado, CEEH, Madrid, 2018, pp. 85-87.

21. J. R. Sánchez del Peral y López: El retrato español en el Prado. De Goya a Sorolla, Museo Nacional del Prado, 2007, pp. 98-99.

2. ESPACIOS DE SOCIABILIDAD FEMENINA

El arte burgués en la Valencia del Ochocientos

Ester Alba Pagán

Universitat de València

LA SOCIABILIDAD COMO CATEGORÍA HISTÓRICA: UN ENFOQUE DESDE EL GÉNERO

El concepto de sociabilidad como categoría histórica establece nuevas coordenadas de aproximación a los sujetos históricos.1. No obstante, conviene precisar que este concepto dista de configurarse como una cualidad del ser humano estática e inalterable al tiempo, aunque bien es cierto que es considerada como indivisible y esencial al propio ser humano, ya desde la antigua Grecia, al entender que el hombre, es decir, el individuo de sexo masculino, era un animal político cuyas acciones se establecían en pos de un beneficio común, social. A partir del siglo XVIII es cuando se comienza a establecer de manera determinante el concepto de sociabilidad aplicado a ciertos grupos sociales bien definidos,2. estableciéndose durante el Ochocientos la idea de que el ser humano posee una capacidad innata e inexorable de establecer vida social, es decir, de asociarse con otros individuos con cuyos fines coincide.

Desde un punto de vista historiográfico, fue Georg Simmel3. el primero en establecer el estudio de la «sociología de la sociabilidad»,4. en el que sentaba las bases de la sociabilidad como una característica esencial de la natural dinámica de la realidad social, otorgando a los individuos la decisión de establecer el marco social en el que compartir intereses, que se relacionan sin propósitos materiales pero mediados por un bien común.5. La tradición sociológica de Émile Durkheim6. sentará los principios de que la sociabilidad necesita de una estructura social como base, lo que recogerá Georges Gurvitch7. al incluir la categoría del «grupo particular», que establece una serie de «microcosmos de formas de sociabilidad» inmersos en realidades sociales más amplias. Así, las realidades sociales no son posibles sin marcos de referencia como las asociaciones, la familia y espacios de sociabilización como cafés, teatro, tertulias, etc., que establecen diversos tipos de sociabilidad de acuerdo con las dinámicas de las distintas organizaciones desde un punto de vista social y cultural.8. Pero será Catherine Paredeise9. quien establecerá una dimensión cultural de la sociabilidad, en la que el ocio era el pegamento social esencial de la libre participación de sus integrantes, por encima de cuestiones materiales o económicas. Algo que matizará Pierre Bourdieu10. al considerar que, si bien la cultura es una esfera autónoma del ámbito social, existe un aspecto simbólico en el que el capital social es esencial en el establecimiento de las realidades sociales.11. La definición parte del concepto de campo que establece Bourdieu, como un elemento base en la vida social y entendido como un espacio de conflictos y luchas, perfectamente aplicable a los espacios de sociabilidad como espacios de significación a través de los cuales los dominantes tratan de mantener su monopolio y los que simbolizan nuevos valores buscan su hueco. Bourdieu diferencia entre la illusio o el valor de los objetos que conforman, en este caso, los elementos artísticos asociados, y el habitus o fundamento de las conductas regulares, o «estructuras estructuradas predispuestas a funcionar como estructuras estructurantes».12. Ello significa que para el funcionamiento del llamado campo y sus elementos es necesaria la existencia de una serie de estrategias y personas familiarizadas con el habitus o estrategias propias del desarrollo y articulación del proceso de fabricación de la cultura visual asociada. Como ha señalado Bourdieu, en cualquier campo social, aplicado al arte, a la historia de la vida cotidiana, de la muerte, de la mujer o de la política existe una continua tensión entre los sectores ortodoxos y los heterodoxos; los primeros, que ocupan las jerarquías de las estructuras sociales, se resisten al cambio, mientras que los segundos luchan por romper las estructuras imperantes. Este escenario de lucha continua es el que debe aplicarse al arte del siglo XIX: el proceso de génesis de la modernidad se produce a lo largo de este siglo en un camino de avances, retrocesos, permanencias, tradición y modernidad que sentarán las bases del cambio de consideración del proceso artístico.13.

Desde un punto de vista histórico, uno de los temas que en las últimas décadas ha centrado la atención de los historiadores del arte dedicados a las décadas finales del siglo XVIII y el siglo XIX es la construcción visual de los géneros y las identidades.14. Su estudio ha ayudado a comprender la definición histórica de las relaciones de poder entre los sexos y la evolución de los significados de lo masculino y lo femenino, tanto en lo que se refiere a las representaciones iconográficas como a las prácticas artísticas de las que participaron hombres y mujeres en la crisis del Antiguo Régimen. Uno de los pioneros en la introducción del concepto de sociabilidad en el ámbito historiográfico fue Maurice Agulhon, quien, en 1966, publicaría La sociabilité méridionale. Confréries et associations en Provence oriéntale dans la deuxiéme moitié du XVIIIe siécle. Realizó un análisis de las asociaciones y cofradías del territorio oriental francés a finales del siglo XVIII e inicios del XIX, y en sus estudios posteriores ampliaría el análisis a las formas y espacios de sociabilidad. Desde esta perspectiva, la historiografía contemporánea, especialmente en los trabajos de Guereña, se viene estableciendo la sociabilidad como «la aptitud de los hombres para relacionarse en colectivos más o menos estables, más o menos numerosos, y a las formas, ámbitos y manifestaciones de vida colectiva que se estructuran con este objetivo»,15. en definitiva, como el estudio de las dinámicas sociales que revelan espacios y formas de sociabilidad.

Si en la escena historiográfica el papel de la mujer en la crisis del Antiguo Régimen ha sido objeto de una amplia producción de estudios y ensayos,16. el análisis del papel de la mujer en los espacios de sociabilidad del Ochocientos sigue siendo una tarea pendiente de la que solo hemos comenzado a vislumbrar el inicio del camino.17. La conquista del espacio social supuso para la mujer, antes que nada, la escritura de la identidad, la creación de una subjetividad tanto individual como social, y es aquí, en este campo de batalla, donde las representaciones culturales de la mujer cobran su papel más importante, así como su paso a buscar su propia identidad como sujeto creador. Ciertamente, si hubiéramos de concretar el mayor logro social de la modernidad, este sería, sin duda alguna, la emancipación de la mujer y su conquista de un papel social y político, un proceso que dista de estar concluido y todavía sigue en curso.18.

Una de las razones de esta cuestión historiográfica es el hecho de plantear el siglo XIX como un siglo «no moderno», una especie de antelegem a la llegada de las vanguardias artísticas que producirán el cambio de paradigma en el hecho artístico.19. Ciertamente, todas las cuestiones históricas y sociales de esta centuria son consideradas habitualmente, a excepción del arte, como una concatenación de hechos que cimientan la modernidad, tal y como demostró Eric Hobsbawm en La era de las revoluciones (1789-1848), en la que se refiere a la cualidad revolucionaria de la época, que va desde la revolución económica y política (liberal, democrática o social) hasta los cambios en la experiencia religiosa, pasando por toda suerte de transformaciones en las relaciones sociales y la percepción, en la clase, la etnia o el género. Desde una perspectiva actual, es necesario replantearse la cuestión del arte del Ochocientos, especialmente de su primera mitad, y para ello es necesario relacionarlo con los cambios sociales y culturales, desde una perspectiva no solo formalista, sino entendiendo la modernidad como un cambio radical y rupturista en la manera de realizar y como un largo camino en el que las pequeñas revoluciones son hitos que permitieron su desarrollo y en el que el papel de la mujer en los espacios de sociabilidad burguesa puede proporcionar una nueva mirada.

Desde esta perspectiva, aplicar el estudio de los espacios de sociabilidad al estudio del arte y, es más, al arte realizado por mujeres resulta sustancial para ofrecer una visión completa de una época ya de por sí diversa y cambiante, mudable en las transformaciones y en sus tiempos. La exposición pública de las obras de arte, el llamado proceso de «democratización del gusto artístico», la irrupción de la litografía y la reproductibilidad del arte –posteriormente de la fotografía–, de los nuevos medios de difusión que supone la libertad de prensa y la diversificación de las publicaciones periódicas, exige abordar no solo la obra de arte en sí, sino su recepción, con la aparición de público y crítica. A ello se le une las visiones de G. Kubler, cuya Configuración del tiempo marcó, en 1962, un hito en el desarrollo de los métodos de la historia del arte, al sustituir el concepto estático de estilo por el de sucesión de obras en el tiempo que son versiones tempranas y tardías de la misma acción. Así, el arte del siglo XIX debe comprenderse en el interior de uno de estos ciclos culturales largos. Solo así podrá valorarse su cualidad civilizadora y su peso real en la filosofía de la cultura moderna, originando factores y valores que aún persisten en nuestras sociedades. Ello sin olvidar que la decimonónica es la cultura de la subjetividad moderna, del sujeto burgués y del continente en que se desarrolla nuestra propia conciencia y del que arrancan los modelos del conocimiento occidental. Desde el punto de vista de la temporalidad habría que distinguir la importancia que en este periodo crucial tiene la idea de la configuración y de la crisis del sujeto moderno, en el que las mujeres no pueden ser excluidas del relato.20.

En el ámbito del estudio de la historia social y cultural, el enfoque otorgado al análisis de las masculinidades ha gestado una abundante bibliografía que en los últimos años ha experimentado un in crescendo considerable.21. En el ámbito cultural las relaciones de los hombres en espacios propios como cafés, casinos o ateneos ha generado nuevos enfoques a través de los que comprender las relaciones sociales y la circulación de las ideas. De hecho, en la definición de los principios de asociación y sociabilidad establecidos por Simmel se encuentran rasgos comunes con la función social en la construcción de las identidades masculinas.22. No obstante, aún hoy resulta complicado encontrar estudios que se centren en los aspectos de la sociabilidad femenina en el ámbito artístico de los primeros años de la contemporaneidad. A ello se debe en parte que la construcción historiográfica del arte del siglo XIX se haya construido en base a una excesiva taxonomía del análisis de los distintos movimientos artísticos del siglo XIX y ha tendido a obviar los contactos, las interacciones de las distintas corrientes artísticas, en un intento de clasificación de una historia lineal entre el arte oficial frente al transgresor sin entender que, en el contexto de una sociedad moderna, la cultura artística plenamente institucionalizada planteaba modelos de circulación y consumo cultural muy anclados en el tejido social burgués. La riqueza de las fuentes y de los estudios teóricos, la relevancia de la iconografía y la sociología, la atención de las identidades culturales, el interés por las cuestiones del gusto y la crítica, el valor de los trabajos sobre el mercado y el coleccionismo, las sugerentes imbricaciones con otras artes y con la historia en general, los problemas de género o, incluso, la descolonización cultural y, por supuesto, la creciente importancia de la cultura visual han supuesto no solo una revalorización del siglo XIX, sino que además lo han dotado de un protagonismo inusitado.23.

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402 стр. 71 иллюстрация
ISBN:
9788491347897
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