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b)La CE no definió un mapa autonómico; es más, aunque la cuestión se debatió, se rechazó, contra lo que hacen otras constituciones. Se opusieron de manera directa AP y PCE, pero, al parecer, lo decisivo fueron diversas consideraciones políticas relativas a la legitimación del proceso constituyente en su conjunto y el temor a la emergencia prematura de la disparidad de sentimientos identitarios o de polémicas en los entes preautonómicos. El entonces ministro Clavero ha hablado de mensajes informales enviados desde la Corona en el sentido de que los malestares que aparecían en algunas regiones pudieran influir negativamente en el referéndum constitucional si se cerraba el mapa.32 No sabremos nunca cuál pudo haber sido ese mapa, pero quizá no hubiera sido el finalmente resultante tras la entrada en vigor de la CE. En todo caso la concesión de los regímenes preautonómicos provisionales fue desarrollándose en paralelo al debate constitucional. Solo tres comunidades faltaban por obtener su correspondiente decreto al concluir la legislatura; si bien en algunos casos, como Castilla y León, había significativos problemas de definición territorial.33 También faltaba por decidir el futuro de Madrid. Cabe recordar que entre las propuestas de reforma constitucional de Rodríguez Zapatero, que finalmente no intentó llevar a la práctica, estaba la de incluir el mapa actual.

c)La opción federal, que hubiera sido la lógica si se deseaba llegar a la plena autonomización territorial y que estaba disponible a través del ejemplo de la Ley Fundamental de Bonn –tan imitada en otras cosas–, no fue defendida casi por nadie y nunca fue una opción real, pese a que en diversos documentos de la izquierda y de formaciones nacionalistas periféricas se había aludido, poco tiempo antes, a la preferencia por tal modelo de Estado.

d)Una confusión suplementaria se plantea por el mantenimiento de la autonomía municipal y provincial: al no precisarse su contenido, el artículo 137 parece que la equipara con la de las CC. AA. Las provincias, a través de las diputaciones y organismos insulares, que preexistían, articulaban jurídica y mentalmente todo el mapa del Estado y se mantenían como obligatorias para todas las CC. AA., sustrayendo del ámbito dispositivo de estas su mantenimiento; sin embargo, tras el Informe de la Comisión de Expertos, al que me referiré después, se acordó suprimir las diputaciones en las CC. AA. uniprovinciales.

Puede concluirse, pues, que el mal llamado pacto autonómico fue un pacto sobrevenido, y lo que hoy conocemos como Estado autonómico fue el resultado de varias derivadas de los pactos democrático, social y nacional:

Del pacto democrático

La instauración misma de la democracia obligaba a derrotar las fuentes de legitimación del régimen franquista, y, entre ellas, como indiqué anteriormente, el nacionalismo español uniformizador. De ello fueron conscientes todas las fuerzas de la oposición democrática. No es cierta, por lo tanto, la simplificación que defiende que la izquierda se convirtió a los postulados de los nacionalismos y/o regionalismos periféricos: la izquierda, para desarrollar sus aspiraciones democratizadoras, debió aliarse necesariamente con quienes eran los más firmes críticos de esta fuente de legitimación del franquismo.34 Ello se evidenció y generalizó –una vez que existían los instrumentos– en una lógica de confrontación: o se rompía con ese discurso y las prácticas que legitimaba o se limitaba la democratización, lo que aún se vio agravado por el retraso de las elecciones locales hasta 1979. Esta realidad, por lo demás, se incrustaba en las movilizaciones y, en general, en las demandas principales en algunos lugares estratégicos. Por ejemplo, en Cataluña «el autonomismo y la movilización obrera marchaban por el mismo carril»35 y ello no tanto por la existencia de una creciente hegemonía de sectores nacionalistas, sino por una auténtica convergencia de intereses objetivos apreciada por los dirigentes de los distintos movimientos en la lucha por reconducir el posfranquismo en una línea no continuista.

Por otro lado, una de las vertientes del nacionalismo español, como luego se comentará, ha defendido que tal nacionalismo existió hasta la entrada en vigor de la CE36 y que esta, con los consensos pertinentes, disolvió toda pervivencia franquista, como si la norma pudiera, de un plumazo, alterar la persistencia de muchas de las principales construcciones identitarias. Notoriamente no fue así y en la construcción del Estado autonómico hubo muchas resistencias provenientes de herencias históricas, aunque el entrecruzamiento de ideas y posiciones es muy complejo y está por estudiar la necesidad de mantener el bloque ideológico antifranquista –bloque por aproximación, dadas sus incongruencias y reticencias internas– en el desarrollo de la nueva arquitectura institucional, también en lo autonómico; lo que, a su vez, impregnó ideas y facilitó su circulación entre los diversos territorios, según la pauta de agravio/emulación.

Desde otro punto de vista, la emergencia de CC. AA. con fuertes dosis de autogobierno fue también necesaria para consolidar el nuevo sistema atendiendo a demandas particulares de tipo político/identitario que a veces tenían raíces lingüísticas, históricas o geográficas y otras se debieron esencialmente a la presión de determinadas élites provinciales –no siempre, ni mucho menos, de izquierdas–, que buscaban satisfacer sus necesidades de incremento de estatus en el nuevo sistema, una vez perdidos los mecanismos típicos del franquismo para el ascenso social. Esas élites podían ser rémoras importantes en la consolidación democrática si no se las integraba por esta vía. Algunos datos: 89 de las 151 (el 59%) organizaciones políticas registradas entre el 1 de octubre de 1976 y el 14 de junio de 1977 en el Ministerio de Gobernación eran regionales; igualmente constituyeron diversas federaciones autodenominadas centristas de carácter regional; para completar el cuadro, 5 de los 12 partidos fundacionales de UCD eran regionales y alcanzaron el 18% de los escaños del Congreso en 1977.37 Valga una anécdota que refleja este clima con un tinte grotesco: Ló-pez Rodó, potentísimo ministro franquista, reaccionario y centralista, creará en marzo de 1976, invocando tradiciones del catalanismo conservador, un Grupo Regionalista en las Cortes franquistas; unos meses después lo inscribirá como partido con la denominación de «Acción Regional», que se integrará en AP; cuando surjan conflictos en la confección de la lista de Barcelona de Coalición Democrática, a la que se había incorporado AP, para las elecciones de 1979, e iba a ser desplazado, López Rodó abandonó la formación con una carta muy dolida en la que argumentaba que no podía continuar militando en un partido en el que imperaba el centralismo y en el que se marginaba a los legítimos representantes regionales.38

La conclusión parece evidente: la generalización del Estado autonómico no fue un añadido al Estado democrático, sino una condición intrínseca de su construcción y consolidación.

Del pacto social

Aunque la CE se ocupe de las condiciones y perfiles para la edificación de un nuevo Estado social, no precisa demasiado la implicación de este en los aparatos generales del Estado. Finalmente, quienes acabaron ocupándose con mayor intensidad de ello fueron las CC. AA., en un proceso complejo pero que, a la postre, unificaría las CC. AA. del pacto nacional con las del inesperado pacto autonómico. Una España en la que una buena parte del territorio no se hubiera «autonomizado» hubiera sido una España más desigualitaria, menos democrática en el desarrollo del Estado social, al haber mantenido alejados a los ciudadanos de la gestión de sus principales expresiones e instrumentos si estos hubieran dependido del Estado central. En este sentido, es interesante destacar la creciente conciencia de la importancia de las CC. AA. en el escenario del Estado social que supuso, en algunas de las últimas reformas estatutarias, la incorporación a los estatutos de derechos de tipo prestacional,39 aunque quizá fuera más apropiado denominarlos compromisos institucionales, y que vino a romper la estrecha lectura del artículo 139.1 CE, que indica que los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en todo el territorio del Estado, mientras que con la nueva realidad se acepta que las normas institucionales básicas de las CC. AA. que lo deseen puedan modular enunciados de principios rectores o asimilados, sin que ello menoscabe la igualdad básica.

Desde una perspectiva distinta, De Cabo ha defendido que hay que prestar más atención al principio de solidaridad interautonómica en el esquema general del Estado social, ya que se trata de «un principio dinámico y progresivo» a través del que se realizan las tareas prestacionales propias de este tipo de Estado. El mismo autor destaca que este enfoque está ausente en la doctrina y en la jurisprudencia, en las que predominan los análisis formales sobre los materiales.40 Comparto la opinión y debería servir de punto de partida para mejores análisis y alternativas en épocas de crisis, al ubicar la cuestión en un terreno más sólido e intelectualmente significativo que los habituales discursos que banalizan la solidaridad al ligarla al mero agravio comparativo, que, a veces, ni siquiera está bien fundamentado.

En todo caso, las dinámicas propias del Estado autonómico explican buena parte de las claves de la modernización del Estado. Ahora bien, eso no se hizo sin contradicciones, que, en buena medida, se derivan de la forma española de crisis del Estado social; así, por ejemplo, la ausencia de una política fiscal suficientemente progresiva y de medidas decisivas de igualación de rentas serán un límite poderoso a las actuaciones prestacionales del Estado autonómico. Hay que decir en su descargo que la capacidad decisoria básica –incluyendo la que afecta a la financiación–corresponde esencialmente al Estado central. En cualquier caso, se ha señalado el papel suplementario de legitimación de las CC. AA. y de vinculación emocional con estas de la ciudadanía, que ha tenido su capacidad prestacional, aunque no siempre esta cuestión se ha mostrado de manera armónica sino, muchas veces, en forma de «tensión», en el marco del intento de compatibilización de lealtades que ha venido caracterizando la evolución del Estado autonómico.41 Y esas lealtades se relacionarán, necesariamente, con los aparatos del Estado a los que se formulan las demandas y la percepción colectiva sobre cuáles de ellos están en disposición para satisfacerlas.

Del pacto nacional

La generalización autonómica se convirtió en el principal límite a las mentalidades y demandas de los nacionalismos periféricos, aportando, de manera también imprevista, estabilidad al conjunto del sistema, al menos durante un largo lapso. Aunque siga en discusión el alcance y el momento de la opción del café para todos, no cabe duda de que la CE, al establecer un doble nivel entre lo cierto y lo posible, establecía también el marco para que ese café para todos fuera real y que, en todo caso, se acelerara tras el 23-F, generando nuevas situaciones conflictivas. Como ha descrito Juliana: «El “café para todos”no se serviría de golpe, pero los camareros irían pasando cada cierto tiempo a fin de que todos los clientes que lo deseasen pudiesen llenar la taza. La Constitución no era del todo uniformista, pero salió de fábrica con el software necesario para serlo a medio plazo».42 Y, pese a las amplias «concesiones» hechas a las demandas identitarias periféricas, al giro de la izquierda e, incluso, a la mala conciencia de la derecha, la mayoría de los aparatos con capacidad de reproducir el poder ideológico daban por sentado que perviviría, como vertebrador explícito de la convivencia, una «cultura estatal-nacional».43 Llegado el caso, ese convencimiento serviría de aglutinador frente a potenciales incertidumbres.

La CE incluyó numerosas cautelas al funcionamiento autonómico: sus redactores cobijaban una desconfianza ante el nuevo fenómeno que, quizá, podría explicarse respecto a CC. AA. políticamente muy desarrolladas, pero que se aplicó a todas. Igualmente, contra lo que se ha dicho, la CE no prohíbe ningún tipo de «bilateralidad» en las relaciones entre CC. AA. y Estado central; podemos presumir que ello se hubiera normalizado en el Estado con autonomías, pero se hizo prácticamente imposible con 17 CC. AA. Y el Estado se encontró sin mecanismos para imprimir una fuerza centrípeta a las fuerzas centrífugas de un sistema que, contra pronóstico, se hizo muy complejo en un tiempo breve.

EL ESTADO AUTONÓMICO REALMENTE EXISTENTE

El resultado de todo lo apuntado para algunos autores fue una «desconstitucionalización» del Estado autonómico:44 la Constitución lo posibilitó, pero, por así decir, lo abandonó en seguida a su suerte. De manera harto expresiva, el ponente constitucional Cisneros,45 por lo común muy complaciente con la Carta Magna, afirmaría en su XX Aniversario, al referirse al título VIII, que «es como es y tiene la prosa y la sintaxis atormentadas que tiene, cuajado de los “sin perjuicio”, compromisos apócrifos, equilibrios inverosímiles y una profusión casi lujuriosa de anacolutos. Lo que no es tan fácil es deducir de él un modelo redondo y cerrado de Estado». Y otro ponente, alguien tan poco sospechoso como Fraga,46 apostilla:

Más allá de lo que expresa el título VIII, no fue posible coincidir, porque no se puede llegar a un punto de encuentro entre varios caminantes, cuando uno de ellos pospone sistemáticamente hasta otro punto ulterior del horizonte la meta que desea alcanzar. La Constitución, por tanto, no contiene propiamente una distribución del poder autonómico territorial de España. Sólo ofrece una serie de reglas sobre cómo se puede ir negociando la distribución de competencias al alza o a la baja. De hecho, «el desarrollo del proceso autonómico ha desenvuelto insospechadamente el principio de subsidiariedad, con altísimos niveles de autogobierno». Pero de acuerdo con el principio de subsidiaridad, la negociación territorial sigue estando abierta y depende a su vez de la relación de fuerza que existe entre la que tiene el gobierno central y la que tiene cada uno de los gobiernos periféricos.

Aunque la tesis de la desconstitucionalización sea controvertida,47 lo cierto es que el modelo final resultante del Estado autonómico –que, además, acabó por absorber a las CC. AA. del «pacto nacional»– tiene como característica esencial su carácter abierto. Y es curioso que aquellos que con más fuerza han negado el tránsito a un Estado federal sean los que se quejan de esa dinámica consustancial al proceso que se puso en marcha con la CE y que no ha podido evitar poner de relieve diferencias sustanciales en la base histórica y en las voluntades políticas operantes.48

Esa apertura que se pone de manifiesto en:

–El principio dispositivo o de voluntariedad en la reclamación estatutaria y en la redacción del estatuto, norma a la que el TC ha reconocido un carácter cuasiconstitucional, con sus contenidos competenciales e institucionales. Muñoz Machado49 ha ligado esta misma cuestión a la generación del Estado autonómico: «La pregunta acerca de quién ha decidido el mapa autonómico existente y el régimen jurídico y organización de las Comunidades Autónomas tiene una respuesta peregrina: fue un hijo menor y heredero del derecho de autodeterminación que, en el ámbito constitucional de 1978, bautizamos con el nombre de “principio dispositivo”. El principio dispositivo, en efecto, es la respuesta, manejado a su arbitrio por los políticos nacionalistas o los miembros territoriales (barones y su entorno) de los partidos estatales». Creo que esta opinión merece de bastantes matices –por ejemplo acerca de otros factores en el proceso constituyente y en la Transición– pero, en general, es certera.

–Los resultados desiguales del Informe de la Comisión de Expertos y de la Comisión Ejecutiva de UCD, que trataron de «racionalizar» el proceso autonómico en 1979,50 lo que implicaba, a la vez, extender el número de CC. AA. y limitar sus niveles de autogobierno.

–La acumulación de reformas estatutarias.

–El incierto sistema de financiación, sometido a continuas alteraciones que han tenido la singular virtud de llegar siempre tarde y dejar insatisfechos a la mayoría.

–Una tensión permanente y vacilante entre los deseos de homogeneización y los de diferenciación.51

Que tal nivel de apertura y ambigüedad fuera posible se debe a que las CC. AA. se convirtieron en un factor paradójico de estabilidad tras el 23-F. Aunque no sin conflictos: los derivados de la reconducción de los procesos autonómicos iniciados, lo que afectó especialmente a Galicia, Andalucía, Navarra, Canarias y Comunidad Valenciana, a través de soluciones diversas,52 a veces algo forzadas desde el punto de vista jurídico. Sin duda la victoria de los partidarios de ir por la vía del artículo 151 para alcanzar las mayores competencias en el referéndum andaluz, obtenida contra el gobierno de UCD, marcó una divisoria en todo el proceso: por un lado clausuraba la vía del 151 para otros lugares pero, por otro, rompía con los límites de la máxima autonomía exclusivamente para las tres «nacionalidades»; en el futuro, todos los territorios encontraron fórmulas para incorporarse a esa dinámica, con leyes orgánicas de transferencias y/o a través de sucesivas reformas estatutarias.

La vía para desarrollar la trama, cada vez más densa, de instituciones y competencias, fueron los sucesivos pactos entre los principales partidos, destacando los muy importantes de 1992. Sin embargo, el esquema se encontró pronto con obstáculos al no disponer de un instrumento legal único que atemperara lo que era apreciado como desorden por las principales fuerzas del Estado y parte de la opinión pública. Esto fue lo que sucedió con la declaración parcial de inconstitucionalidad de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA)53 –declaración que, por cierto, benefició sobre todo a las CC. AA. «inesperadas», tras ser algunos nacionalistas periféricos los que se opusieron–.54 Sea como sea, esos acuerdos entre partidos para el desarrollo autonómico se presentaban y eran socialmente contemplados como una deseable extensión del consenso constitucional, es decir, se inscribían en el relato principal de la fundación de la nueva democracia y llegaron a conformar lo que algún autor55 ha denominado «la tercera España territorial». A ello contribuyó una actuación del TC inicialmente clarificadora, en especial al desarrollar el concepto de «Bloque de Constitucionalidad», que permitía integrar en los análisis el texto constitucional con los de los respectivos estatutos y otras normas del Estado que atribuyen y delimitan competencias.56

Sin embargo, se fueron fraguando otras realidades que incrementan la complejidad y alumbraron nuevas contradicciones. La facilidad del desarrollo del Estado autonómico fue, en parte, ficticia. Como recuerda Aja,57 si la formación de este «se inició con prontitud porque en apenas cuatro años se adoptaron todos los EE. AA. y se organizaron las instituciones de las 17 CC. AA.», después se avanzó mucho más despacio porque la reforma de las grandes leyes del Estado, precisas para el funcionamiento del sistema, consumió todos los años ochenta; igualmente, los grandes traspasos, que se iniciaron para Cataluña y País Vasco en 1980, precisaron dos décadas para completarse y solo culminaron en 1999 para la educación no universitaria y en 2001 para la sanidad. Por otra parte, hubo un elevado nivel de conflictividad que propició el intervencionismo del TC, que contribuyó a configurar muchos aspectos del sistema por vía jurisprudencial. Cascajo ha aludido a este periodo –1983-1989– como época de «rodaje»: solo en 1986 hubo 96 conflictos de competencias.58

LA CUESTIÓN DE LAS IDENTIDADES EN EL ESTADO AUTONÓMICO Y LOS DÉFICITS DEL SISTEMA

El éxito de las CC. AA. hizo inviable que pudieran reeditarse indefinidamente los pactos entre partidos. Los nuevos actores, potentes e indispensables, serían las propias CC. AA., cuyos líderes reciben su fuerza del mismo electorado, pudiendo, hasta cierto punto, imponerse a sus dirigentes partidarios estatales, lo que se pondría de manifiesto en sucesivas reformas desde, aproximadamente, 1996 y, sobre todo, en la década de 2000-2010, con nuevos estatutos, que han sido considerados,59 aunque de manera discutible, como una auténtica mutación constitucional y, en todo caso, como mecanismos de equiparación CC. AA./Estado en lo normativo, institucional, competencial y en lo relativo a derechos.60 El triunfo se derivaba de la capacidad para satisfacer o redirigir las demandas mayoritarias de las poblaciones de sus territorios, con lo que, en el marco interno partidario y en el de la negociación política con el Estado, el mecanismo de retroalimentación discriminación/emulación adquiría renovado valor.

Pero ese mecanismo tenía un límite intrínseco que no siempre eran capaces de apreciar los partidos: el de la construcción conflictiva de la identidad. En efecto: se puede negociar una competencia, por importante que sea, pero no se pueden negociar experiencias o sentimientos o razonamientos derivados de la historia o de la autopercepción de una comunidad en el marco estatal. Una muestra de ello son ciertas y equívocas declaraciones incluidas en textos autonómicos glosando la historicidad «nacionalitaria» de algunas CC. AA., ejemplos a los que recientemente se ha referido Muñoz Molina con acidez, aunque no siempre de manera justa.61 La paradoja estaba servida: la reivindicación de la igualdad devino en una nueva forma de uniformidad.62 Podríamos decir que la vocación de algunas CC. AA. y de sus dirigentes ha sido la de ser uniformemente diferentes.

En la base del problema está la negativa constitucional a la declaración de la plurinacionalidad del Estado y que ha dado lugar a numerosas controversias. Así, se ha defendido que una sencilla articulación entre las «nacionalidades» aludidas en el artículo 2, en relación directa con lo dispuesto en la disposición transitoria 2.ª, podría haber servido para la aceptación, en la práctica, de la plurinacionalidad del Estado, de la que podrían haberse deducido efectos jurídicos. Por supuesto esa posibilidad desapareció conforme otras CC. AA. fueron autodefiniéndose como «nacionalidades» en sus respectivos estatutos.63 Al fin y al cabo, como ha recordado Corcuera,

la mención realizada por el art. 2 CE a la existencia de nacionalidades y regiones […] no implica una definición constitucional de diferencias entre unas y otras, ni tiene consecuencias a la hora de definir el tipo de autonomías que unas y otras pueden disfrutar. Han sido, de hecho, los Estatutos de Autonomía quienes han definido a las respectivas comunidades con uno u otro término, pero la designación no ha servido para establecer diferencias competenciales entre las Comunidades que se definen como nacionalidades y las demás. Nada impide que, en el futuro, pueda establecerse una situación asimétrica entre ellas en base a la condición de nacionalidad propia de algunas, pero no parece fácil que puedan establecerse diferencias competenciales entre todas las Comunidades que afirman en sus Estatutos la condición de nacionalidad y las restantes.64

La conclusión es que los acuerdos, que solo podían abordar ya las CC. AA., se hacían extraordinariamente difíciles por incluir permanentemente cuestiones de principio. Por eso Romero65 ha escrito que buena parte de los conflictos en torno al Estado autonómico no responden tanto a reparto de poderes como a cuestiones de identidad ante un insuficiente reconocimiento de las diferencias de las «naciones internas».

Por otra parte, el desarrollo del Estado autonómico fue poniendo de relieve insuficiencias del conjunto del sistema constitucional en la materia. La ausencia de mecanismos de integración vertical se ha convertido en un grave problema: el Senado nunca fue la Cámara de «representación territorial» que enunció el artículo 69 de la CE y pasó de ser un señuelo para el voto de antiguos procuradores franquistas a los que, al parecer, conquistó Suárez con promesas, a convertirse en el geriátrico político de los principales partidos, al que se envía a dirigentes amortizados o a cuadros internos a los que hay que garantizar un sueldo. No cumple, pues, su función constitucional pero ha mutado para cumplir otras funciones útiles a los poderes partidarios.66 Por eso nunca se ha reformado, pese a la unanimidad teórica sobre tal necesidad que incluso anunció Aznar en su discurso de investidura en 1996. De igual manera nunca ha habido voluntad de acometer reformas constitucionales ni legales que institucionalizaran una Conferencia de Presidentes67 ni siquiera, salvo alguna excepción, de consejeros de una materia. También las tendencias centrífugas se imponen a las centrípetas por la dificultad de conformar mecanismos flexibles de cooperación entre las mismas CC. AA., algo sobre lo que la CE estableció muchas cautelas, algo incomprensible visto desde hoy.

Igualmente, el desarrollo de la capacidad normativa de la UE y determinadas líneas jurisprudenciales establecidas por el TC han provocado un vaciamiento competencial, bien porque las competencias reales pasaban a los órganos comunitarios que solo se entienden con los actores estatales, bien porque las Cortes Generales usan y abusan de la fórmula de la «legislación básica», con su fuerza jurídica expansiva, para reducir la capacidad real de las CC. AA. para legislar sobre materias en las que formalmente tienen competencias. Como era previsible, ello no solo ha generado malestar, sino que ha provocado confusiones y litigios abundantes que han enrarecido el ambiente de diálogo e incrementado el de desconfianza. Con todo, también sería absurdo olvidar que la UE permitió el acceso a cantidades ingentes de fondos gestionados por las CC. AA., que permitieron, en muchos casos, que políticas inimaginables en 1980 fueran una realidad apenas unos lustros después, lo que, en definitiva, sirvió de manera principal para consolidar el Estado autonómico.

Todo ello puede resumirse diciendo que la ambigüedad constitucional y ciertas formas concretas de acción política permitirán lecturas recentralizadoras, especialmente peligrosas cuando el pacto autonómico que, como vimos, es una suerte de puzle hecho con piezas de variada procedencia, haya engullido, en las percepciones mayoritarias y en los discursos dominantes, al pacto nacional. El resultado: una España «inacabada», en feliz expresión de Romero.68 En ella, la contradicción más evidente es la que produce la confrontación entre la apertura y flexibilidad consustancial del sistema y la rigidez que se quiere imponer con la negación de la bilateralidad o, en definitiva, la incapacidad del Estado para alcanzar grandes acuerdos con las CC. AA. cuando estas desplazan a los partidos como interlocutores privilegiados.

CRISIS SOCIOECONÓMICA Y CRISIS DEL ESTADO AUTONÓMICO: LA TENTACIÓN RECENTRALIZADORA

He tratado de dibujar, muy sintéticamente, el horizonte que enmarca al Estado autonómico cuando llega la crisis y golpea con virulencia los aparatos del Estado, comenzando por una impugnación activa de los mecanismos sobre los que se construyeron las certidumbres autosatisfechas de la democracia española. El golpe, como no podía ser de otra manera, ha llegado a un Estado autonómico aquejado de fatiga de materiales y minado por múltiples contradicciones más o menos visibles a las que hay que añadir el enfermizo narcisismo de algunos de sus dirigentes, que ha incidido en fenómenos de corrupción y decadencia de una ética pública mínimamente reconocible. No creo que sin CC. AA. se evitara la corrupción: se hubiera desplazado a otros niveles y, en cierto sentido, podría haber alcanzado perfiles más peligrosos. Pero lo cierto es que han sido las élites locales/autonómicas las protagonistas de algunos de los mayores escándalos que, llegada la hora de la crisis, han servido para desacreditar el modelo autonómico. Sobre ello inciden ciertas patologías de los sistemas políticos desarrollados en la mayoría de las CC. AA., como la facilidad para mantener electorados cautivos, la manipulación informativa y las dificultades para asegurar la alternancia de manera no dramática. No me detendré en estas cuestiones, sobre las que, me parece, carecemos de reflexiones generales auténticamente solventes.

Me interesa más resaltar cómo España se ha ido convirtiendo en un país de tertulianos y hasta de profesores dedicados a resaltar las maldades del Estado autonómico: esa rotundidad en las críticas es, en buena medida, una forma particular de nacionalismo español. Que nadie se apresure a reprochar esta idea descalificándola como prejuicio. Me refiero explícitamente a las críticas cerradas que parten de imputar a las CC. AA., casi en su totalidad, el vicio de nacionalismo, dejando de lado otras muchas variables dignas de ser tenidas en cuenta. Formulada así la crítica, la única conclusión es que se impone una devolución de competencias básicas al Estado central, una españolización de todo espacio público y una normalización nacionalitaria supuestamente trastocada por aciagos años de fervor autonomista.

Los impugnadores del estado de cosas existente llegan a criticar sus orígenes –esto es, el proceso constituyente de 1978– y los argumentos en que se sustentó en sentido fuerte, es decir, el pluralismo de la base del Estado. Valga un ejemplo:

parece bien evidente que la invocación a las naciones –y, de forma reduplicativa, a la […] idea de «nación de naciones»– se hace en un momento en que la Historia las ha acogido en su seno para guardarlas, ya inmóviles, en las salas de su museo como lo que ya son: testimonios de un pasado definitivamente muerto. Insistimos en esta afirmación polémica: nosotros no constituimos una «nación de naciones» pero es que, si así fuera, sería prudente no airearlo, sería mejor «disimular», porque tales laberintos políticos no han dado precisamente frutos apetecibles.69

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