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Tanto la delimitación del lenguaje natural como objeto autónomo así como su estudio desde una teoría lingüística restrictiva acorde con cualquier paradigma que se considere adecuado y eficaz, no supone una actuación científica e investigadora diferente de la que normalmente realizan los especialistas en Lingüística. Únicamente habrán de estar atentos para seleccionar el modelo, terminología y método adecuados para aproximarse a su objeto de investigación, manteniendo los rasgos genéricos comunes al lenguaje natural y atendiendo a peculiaridades provenientes de la situación comunicativa especial en que se produce la interacción comunicativa, la comunicación de masas.

En cambio, la participación de lingüistas en un macrocampo de investigación comporta nuevos retos, exige adoptar actitudes peculiares y llevar a cabo operaciones diferentes a las realizadas hasta el momento cuando se enfrenten a los discursos mediáticos, sean cuales sean, tanto por la necesidad de identificar la naturaleza del lenguaje natural que adquiere nuevas dimensiones, al ser un elemento complementario en el conjunto complejo de los lenguajes que definen tales discursos, como por la responsabilidad de aportar la perspectiva lingüística dentro del equipo investigador interdisciplinar, que necesariamente ha de realizar el estudio integral de los discursos mediáticos.

La particularidad de este reto y la responsabilidad de esta operación proviene, entre otras razones, de la información necesariamente multidisciplinar (Echeverría, 1999: 294), que exige la investigación de los lenguajes mediáticos debido a la gran complejidad de su producción, y por el conjunto de factores que interviene en ella, lo que determina definir el objeto o producto desde una perspectiva plural que contemple los aspectos socioeconómicos, tecnológicos, comunicativos e incluso estéticos.

En este contexto, el lingüista está/estamos obligados a salir de su/nuestra estricta parcela y a introducirse/nos en la complejidad del nuevo lenguaje vehiculizador de unos mensajes, de unos matices ideológicos, emitidos con intereses específicos y apropiados a la situación sociocultural contemporánea. Al mismo tiempo, los lingüistas deben/debemos aprender a convivir dentro de una comunidad científica más amplia y compleja con miembros que poseen pautas de investigación e interpretación diferentes. En tercer y último lugar, tampoco pueden/ podemos eludir una valoración equilibrada y, por supuesto, crítica de los factores que intervienen en la construcción de los discursos mediáticos que son, sin duda, responsables directos de su particularidad, entre otros, el factor tecnológico, como soporte (fondo) y también como protagonista (figura). Bajo la denominación de nuevas tecnologías de la comunicación e información (NTIT) (Echeverría, 1999: 292) el embrionario paradigma de la postcomunicación ha empezado a definir y aplicar a este campo de investigación, análisis e interpretación de significación y transcendencia absolutas en la sociedad del futuro (Rojas Vera y Arape, 1998).

A modo de conclusión, convendría asumir como punto de referencia las palabras que Echeverría (1999: 305-306) dedica al lenguaje de la sociedad futura, que denomina «Telépolis» o «el Tercer Entorno» (E3):

Para terminar este apartado volveré sobre la cuestión del lenguaje en E3. La expresión «lenguaje de las máquinas» que hemos utilizado más de una vez no es la más correcta, porque los sistemas de signos que se utilizan en el primer entorno no sólo son lingüísticos. Pero prescindiendo de estos matices cabe hablar de un lenguaje de las máquinas, teniendo en cuenta que dicho lenguaje es, por una parte, un metalenguaje, y por otra un interlenguaje (o translenguaje), en la medida en que sirve como espacio semiótico intermedio para la intercomunicación entre las diversas lenguas y sistemas de signos. Desde un punto de vista filosófico, estos nuevos procesos semióticos pueden ser pensados desde el proyecto leibniciano de la Característica Universal. Ello quiere decir que el progreso de la Característica, que ha sido muy considerable con el desarrollo de la ciencia y sus diversos formalismos, es mucho más acusado cuando emerge este lenguaje electrónico, digital e hipertextual que está a la base del funcionamiento del tercer entorno. En cuanto abrimos una televentana (la televisión) o una telepuerta (el ordenador conectado a una red) y nos adentramos en el tercer entorno, el lenguaje de las máquinas adquiere una relevancia cada vez mayor. Para nosotros, el nuevo espacio puede parecer artificial, y ciertamente lo es, porque su componente tecnológico es indudable. Para los niños y niñas que se eduquen en las futuras tele-escuelas el tercer entorno será connatural a ellos y ellas, y por eso pedirán más puertas, más ventanas, y más fáciles de abrir y cerrar. Esos niños y niñas serán los ciudadanos de Telépolis, y a ellos les corresponde desarrollar, perfeccionar y utilizar el lenguaje de las máquinas.

1.5 Ejercicios

1. Explica la relevancia teórica de la necesidad de establecer la pluralidad de las situaciones comunicativas.

2. Estudia los criterios enumerados en el apartado §1.2.2. para enmarcar las propuestas de definición de la comunicación y selecciona ejemplos de definiciones que respondan a cada uno de esos criterios.

3. Selecciona tres ejemplos de situaciones comunicativas y comenta las particularidades del proceso comunicativo de las mismas.

4. Resume en qué consiste la complejidad de la realidad comunicativa actual.

5. Estudia lo que en el texto se explica sobre la revisión del papel de los lingüistas en relación con los lenguajes mediáticos y construye una argumentación propia a partir de esa información.

6. Lee los capítulos que D. Crystal (una de las lecturas recomendas) dedica al estudio del correo electrónico y el chat, selecciona algunos ejemplos de ese tipo de cibertextos y aplícales el análisis propuesto por el autor.

Lecturas recomendadas

CRYSTAL, D. (2002): El lenguaje de internet.

Madrid, Cambridge University Press. (Traducción del inglés de Pedro Tena)

Una obra pionera que asume el riesgo de enfrentarse al lenguaje de Internet (Ciberhabla) estableciendo, en primer lugar, los rasgos que definen este tipo de lenguaje y desarrollando, a continuación, el tratamiento específico de algunos lenguajes específicos del cibermundo: correo electrónico, chat y realidad virtual. El contenido de esta obra puede cubrir con creces las expectativas que en los últimos epígrafes de este trabajo aluden a la necesidad de ampliar el campo de acción teórico-práctica de los lingüistas como consecuencia de los retos que les plantea el habla y la escritura empleadas para la interacción comunicativa de los miembros de la sociedad actual.

DÍAZ NOCI, J.; SALAVERRÍA ALIAGA, R. (2003): Manual de redacción ciberperiodística.

Barcelona, Ariel.

Los coordinadores de esta obra y los colaboradores, especialistas en el estudio de la llamada escritura digital, han conformado una obra clave para que iniciados y legos puedan extraer una información, tan extensa como necesaria, en torno a las cuestiones generales de la peculiaridad comunicativa de la escritura digital y, de interés muy especial, una revisión y reformulación de los géneros tradicionales del periodismo a partir de las implicaciones en la producción, circulación y recepción e interpretación de los textos periodísticos propios del Ciberespacio.

MATTELART, A. Y M. (1997): HISTORIA DE LAS TEORÍAS DE LA COMUNICACIÓN.

BARCELONA, PAIDÓS.

Los autores de esta obra proponen una reconstrucción muy coherente de la evolución de las teorías de la comunicación a partir de los supuestos historiográficos de la denominada Historia total. Eso conlleva, el desarrollo de la historia de las teorías de la comunicación, establecer las ineludibles relaciones entre la evolución de la sociedad, el desarrollo tecnológico, el cambio de paradigmas científicos y el planteamiento y desarrollo de los paradigmas comunicativos.

ROSENBERG, K. E. (2001): Introduzione allo studio de la comunicazione.

Bolonia, Il Mulino. (Traducción del inglés de Daniela Cardini)

Una obra introductoria que afronta, desde una perspectiva sincrónica, las exigencias del tratamiento científico de la realidad comunicativa actual. En ella pueden encontrarse desarrolladas un conjunto de cuestiones que en nuestro texto hemos definido como constantes epistemológicas necesarias para el estudio de la comunicación que, a su vez, han de constituir el bagaje necesario para afrontar la aproximación a la pluralidad de las situaciones comunicativas en las que participan los agentes de la comunicación, también actores sociales en la era de la información.

SERRANO, S. (2000): Comprender la comunicación. El libro del sexo, la poesía y la empresa.

Barcelona, Paidós. (Traducción del catalán de Javier Palacios Tauste)

Obra de carácter ensayístico en la que se pone de manifiesto, a través de una perspectiva diacrónica, la pluralidad de las manifestaciones comunicativas y las interrelaciones de las mismas con el proceso evolutivo de la sociedad. Al mismo tiempo, constituye una clara incitación a los estudiosos de la comunicación, y por tanto a los lingüistas, para que asuman un compromiso firme con los retos que supone la realidad comunicativa actual en su conexión con el avance tecnológico y sus implicaciones en la conformación de nuevos lenguajes específicamente mediáticos.

2. Biología y lenguaje

Ángel López García

Universitat de València

La preocupación por los fundamentos biológicos del lenguaje es relativamente moderna. Los filólogos de la antigüedad nunca se plantearon esta cuestión, pues en Occidente, como en otras culturas, el lenguaje aparecía relacionado estrechamente con la divinidad y, por ello, se consideraba como una manifestación del espíritu antes que de la materia. «En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios» dice el primer versículo del Génesis. El espíritu fue insuflado por Dios –se continúa diciendo– al primer ser humano, afirmación que, con pocas diferencias, aparece en todas las narraciones sobre los orígenes de la Humanidad, desde la Biblia hasta el Popol Vuh de los mayas. En el mismo sentido, las lenguas, que son la manifestación del lenguaje, también se invisten de connotaciones religiosas: por eso, el mito de Babel vuelve a encontrarse en casi todos los pueblos.

En este contexto, no es sorprendente que la propuesta de Charles Darwin (El origen del hombre, 1871), quien comparó la evolución de las lenguas con la de las especies animales:

Es un hecho muy notable, y muy curioso a la vez, que las causas que explican la formación de las diferentes lenguas explican también la de las distintas especies y constituyen las pruebas de que ambas proceden de un proceso gradual tan curioso como exacto.

y, todavía más, su pretensión de derivar el lenguaje de los gritos de los animales:

Con respecto al origen del lenguaje articulado... no abrigamos la menor duda de que el lenguaje debe su origen a la imitación y modificación de varios sonidos naturales, de la voz de otros animales y de los mismos gritos instintivos del hombre, ayudados de señas y gestos particulares.

lo cual condujo al lingüista August Schleicher (La teoría de Darwin y la lingüística, 1873) a escribir:

Las lenguas son organismos naturales que nacen, crecen, maduran, envejecen y mueren con independencia de los deseos humanos y de acuerdo con leyes específicas; manifiestan, por tanto, la clase de fenómenos que se suelen atribuir a la vida. De ahí se sigue que la ciencia del lenguaje es una ciencia natural y que su método es el de las ciencias naturales.

fuesen consideradas como hipótesis absolutamente escandalosas.

La conmoción ocasionada por las ideas de Darwin no se redujo a su hipótesis sobre el origen del lenguaje, desde luego. Ya en El origen de las especies (1859) había demostrado de manera concluyente que las distintas especies proceden unas de otras por un mecanismo que se conoce como «selección natural» y, por consiguiente, que el ser humano es una especie entre otras, cuyos antecesores más próximos en el reino animal son los grandes primates. Estas ideas daban al traste con la creencia de que los distintos seres fueron creados por Dios de una vez por todas y originaron un revuelo indescriptible. Como hizo notar el teólogo protestante americano Charles Hodge en su panfleto ¿Qué es el darwinismo? (1874), la teoría de Darwin sería atea, pues excluía a Dios del proceso creativo: «la negación del diseño divino en la naturaleza es equivalente a la negación de la existencia de Dios». Hodge se refiere a un argumento que venían utilizando hacía siglos los filósofos y que se suele llamar el del relojero divino: de la misma manera que la perfección y complejidad del diseño de cualquier reloj demuestran que tuvo que haber detrás de su fabricación un relojero, la increíble sofisticación de los órganos vitales, por ejemplo, la del ojo, sólo resulta concebible admitiendo que en el origen de los mismos se halla una fuerza sobrenatural.

Sin embargo, Darwin dinamitó esta creencia con una explicación ciertamente plausible. Basándose en la experiencia de la selección artificial de los granjeros y agricultores, la extendió a la naturaleza. Los campesinos saben que si sólo dejan procrearse a las gallinas de una granja que ponen los huevos más gordos, en pocas generaciones todos los huevos de esa granja serán gordos. La naturaleza obraría igual –piensa Darwin–, pero a ciegas, y a esto se le llama selección natural: aquellas particularidades biológicas que diferencian mínimamente a unos hermanos de otros –y que confieren una ligera ventaja adaptativa– les hacen vivir más y aumentan sus posibilidades de reproducirse, con lo que a la larga son dichos rasgos los que se imponen. Por ejemplo, las gacelas más veloces tienen más posibilidades de escapar de los depredadores y de reproducirse, y así, a la larga, las gacelas cada vez fueron siendo más veloces. El darwinismo originó sonadas y apasionadas polémicas y fue vetado en muchos sitios: cuatro estados norteamericanos (Arkansas, Oklahoma, Tennessee y Misisipí) prohibieron explicarlo en las escuelas y sólo desde 1981 (!) se permite hacerlo, si bien a condición de que el alumno reciba al mismo tiempo enseñanza creacionista, esto es, la versión del Génesis. Todavía hoy la Universidad de Stanford acaba de abrir una página web para defender los argumentos evolucionistas. No obstante, hay que decir que la evidencia de la evolución biológica ha terminado por imponerse y que la propia Iglesia católica acabó aceptándola, salvo en lo relativo al origen del alma: el papa Pío XII, en su encíclica Humani generis (1950), señala que la fe cristiana es compatible con la evolución, postura que ya adelantó San Agustín en el siglo IV dC cuando hace notar que los animales que salieron del arca de Noé no eran iguales que los del Paraíso terrenal, pero con la salvedad de que la creación del espíritu requiere de la intervención divina.

De lo dicho se infiere que el problema y la polémica se reducen ahora al espíritu. Pero por ello mismo, el lenguaje ha pasado a estar en el ojo del huracán. Porque, bien mirado, ¿qué otra cosa es el espíritu humano sino lenguaje? Los seres humanos nadamos peor que un pez, corremos menos que un antílope, somos más débiles que un gorila, no sabemos volar como una urraca, tenemos una vida más corta que la de una tortuga..., en definitiva, ¿por qué somos los reyes de la naturaleza? Advirtamos que creerlo así no constituye una mera pasión antropocéntrica, realmente lo somos: el ser humano es el único animal que, en vez de adaptarse a su nicho ecológico –como el oso polar se adapta al frío y el camello, al desierto–, ha sido capaz de vivir en todos los entornos, desde el polo hasta el trópico y, lo que es más importante, ha transformado los entornos a su gusto con tal intensidad que a la postre tal vez acabe llevándose por delante el planeta entero. Repito la pregunta: ¿por qué somos los reyes de la naturaleza? Se podría contestar que porque tenemos inteligencia o porque vivimos en sociedad. Pero esto, siendo obvio, no es decisivo: también los animales superiores tienen inteligencia (cualquiera que tenga perro lo sabe bien) y muchas especies, incluso de animales inferiores como las abejas o las hormigas, son especies sociales. No nos engañemos: las sociedades humanas son verdaderamente poderosas porque en vez de repetir, generación tras generación, lo que les pide el instinto, son capaces de ponerse de acuerdo para hacer cosas nuevas y ambos procesos, tanto el de comunicarse unos con otros como el de planear nuevas respuestas a los retos del entorno, sólo son posibles mediante el lenguaje. Comprender de qué forma surgió el lenguaje vale tanto como comprender de qué forma surgió ese animal extraño que llamamos ser humano

Bien lo sabían en el siglo XIX: la cuestión del origen del lenguaje es cualquier cosa menos una cuestión inocente. Por eso, si el darwinismo fue perseguido en su tiempo, mayor aún fue la persecución sufrida por su propuesta lingüística. Tanto que en los estatutos de la Société de Linguistique de Paris (1866) se prohíbe explícitamente a sus socios debatir sobre el origen del lenguaje. Tanto que un acuerdo de caballeros excluyó igualmente dicho tema de las deliberaciones de la Linguistic Society of America, fundada poco después. Y así ha permanecido este tema, como un tema tabú, hasta que hace muy poco tiempo, más o menos en el último lustro del siglo XX, ha vuelto a ponerse de actualidad y ha irrumpido con gran cantidad de libros y de artículos en los repertorios bibliográficos. La diferencia con su primera irrupción científica decimonónica es que ahora la cuestión no tiene connotaciones tan nítidamente ideológicas. Hoy en día sabemos mucho más que entonces, pero, por eso mismo, somos más cautos, porque también sabemos lo mucho que todavía no sabemos. Sucede en este asunto del origen del lenguaje como en la cuestión del origen de la vida. Los filósofos materialistas del siglo XIX decían retadoramente que los seres vivos son simple materia, pero eran incapaces de demostrarlo. A mediados del siglo XX Stanley Miller consiguió obtener en el laboratorio cuatro aminoácidos esenciales para la vida a base de hacer saltar la chispa eléctrica en un matraz que contenía una mezcla de agua, hidrógeno, metano y amoníaco, con lo cual reprodujo unas condiciones parecidas a las de hace tres mil quinientos millones de años. Sin embargo, ese mismo año de 1953, James Watson y Francis Crick descubrieron la estructura del ADN, con lo cual explicaban la base de la herencia, al tiempo que introducían un interrogante que sigue sin ser resuelto, a saber, la razón de que ciertas tripletas de ADN sean leídas como un determinado aminoácido. En otras palabras, que el problema se ha desplazado: ahora sabemos que la química de la vida es remisible a la química de la materia inerte, pero no comprendemos cómo pudo surgir el código de la vida. En el caso del lenguaje nos hallamos en una situación parecida: se ha avanzado mucho, pero las sombras predominan manifiestamente sobre las luces.

2.1 Fundamentos biológicos del lenguaje

2.1.1 El lenguaje: ¿producto biológico o cultural?

Es curioso que la cuestión del origen del lenguaje divida a los lingüistas en dos grupos irreductibles, exactamente igual que su postura ante el lenguaje o ante la manera de estudiarlo. Como es sabido, un lingüista o es formalista o es funcionalista. Los formalistas piensan que lo más interesante de las lenguas es que son formas sui generis de representar la realidad, es decir, que son formas de conocer el mundo. Los funcionalistas, por el contrario, creen que las lenguas sirven para comunicarse con otros seres humanos y que sus propiedades más características están al servicio de esta función. Desde luego, ningún lingüista es sólo formalista o sólo funcionalista, pero el predominio que cada grupo concede a uno de estos factores determina la distinción de lo esencial y de lo accidental, la cual suministra una explicación para el origen del lenguaje:

a) Si lo esencial de las lenguas es que se trata de una forma de representación del conocimiento, habrá que pensar que el lenguaje surgió al servicio de dicha necesidad y que sólo más tarde desarrolló accidentalmente una función comunicativa de índole social;

b) Si lo esencial de las lenguas es que se trata de un instrumento para comunicarse con otros seres humanos, habrá que pensar que el lenguaje surgió al servicio de esta función y que sólo más tarde desarrolló por accidente una forma susceptible de representar el conocimiento.

De ahí se sigue que en el primer caso el origen del lenguaje es algo que ocurrió en el cerebro de los homínidos, es decir, algo biológico, y en el segundo caso, algo que tuvo lugar en el seno de una sociedad, esto es, algo cultural. En resumen:


La postura formalista y cognitivista se remonta nada menos que a Condillac (1746) quien propuso derivar el lenguaje de la expresión de las emociones, en particular de las interjecciones. Modernamente ha sido retomada por autores que han estudiado la aparición de las peculiaridades anatómicas, fisiológicas y neurológicas que hacen posible el lenguaje.

2.1.2 Fundamentos anatómicos y fisiológicos

Evidentemente los grandes monos, de los que procedemos, no son capaces de articular sonidos. No sólo no lo hacen espontáneamente, tampoco cuando se les induce a ello: un equipo de psicólogos estuvo dos años intentando enseñar inglés a una chimpancé llamada Sara y al cabo de los mismos no logró que pronunciase más que dos o tres palabras monosilábicas. Esto no fue debido a falta de inteligencia, pues cuando el matrimonio Gardner enseñó la lengua de signos de los sordos americanos, el Ameslan, a otra chimpancé, Washoe, consiguieron que hiciera grandes progresos y que al cabo de otros dos años fuese capaz de usar más de un centenar de signos y de unirlos en expresiones breves con una sintaxis rudimentaria.

El problema está más bien en la anatomía de la boca de los primates, tanto por lo que se refiere a los músculos como en lo relativo a los dientes. Los músculos se van complicando progresivamente en los monos, desde los dos paquetes musculares fundamentales, el horizontal (platysma) y el vertical (sphincter colli) del lemur, hasta la diversificación de este último en una serie de músculos que permiten complejos visajes en los póngidos (chimpancé, gorila y orangután). El ser humano representa tan sólo una etapa más: su boca posee dos músculos exclusivos de la especie, el risorius santorini y la parte marginal del orbicularis oris, los cuales le permiten retener el aire y abrir bruscamente la cavidad bucal dando lugar a las oclusivas /p, b, m/ o bien modular adecuadamente el conducto de resonancia para producir las vocales. También es típicamente humana la forma de la mejilla, asegurada por el músculo buccinator, la cual cubre completamente los molares y permite realizar las fricativas /f, θ, w.../. La lengua, en fin, puede afinar delicadamente su borde, al objeto de realizar las consonantes líquidas /r, l/ o abombarse en el tronco y acercarse al paladar, lo que está en el origen de las velares /k, g/.

También existen importantes diferencias en la forma de la mandíbula y de los dientes. En los primates hay grandes caninos que sobresalen de la hilera dental, al tiempo que los incisivos superiores e inferiores forman un ángulo agudo: el resultado es que ni los labios ni los dientes logran obstaculizar la salida del aire. En la especie humana, en cambio, los caninos están poco desarrollados y los incisivos inferiores quedan encajados tras los superiores, de manera que la dentadura es como una empalizada en la que roza o se detiene el aire de todas las realizaciones dentales y alveolares /t, d, s, sh…/.

La peculiaridad anatómica más notable del ser humano es, con todo, la posición de la laringe. Cuando nace, este órgano está situado muy arriba, prácticamente en el mismo sitio que en los primates, con la epiglotis en contacto con el paladar blando. El resultado es que no se pueden articular sonidos orales, pues el aire tiende a escapar por la nariz. Sin embargo, durante los dos primeros años, la laringe de los niños, pero no la de las crías de chimpancé o de gorila, desciende notablemente y así las vibraciones producidas por la epiglotis pueden transmitirse al canal bucal. En efecto, en los primeros meses de vida los niños no pronuncian sonidos, tan sólo ensayan la garganta con aspergios guturales (es el célebre ajo que dicen oír las madres). Esta ventaja anatómica conlleva también sus riesgos: al emplearse un mismo canal para deglutir alimentos y para respirar, los humanos podemos morir atragantados, cosa que resulta imposible en nuestros parientes los primates.

A estas peculiaridades anatómicas hay que añadir una notable resistencia fisiológica durante la espiración, relacionada con la fortaleza y elasticidad del diafragma. Mientras que con la boca cerrada, el tiempo y el esfuerzo inspiratorio son parecidos a sus correlatos espiratorios, cuando hablamos, la espiración supera ampliamente a la inspiración. Cualquier animal que tuviese que hacer un esfuerzo parecido al espirar, sin duda llegaría a expirar. El ser humano no. Y es que lo nuestro es hablar. Nos admira cómo puede un pez nadar millas y millas sin cansarse: no es un mérito, es que está hecho para eso. Pero, de la misma manera, el ser humano para lo que está hecho es para caminar erguido y, sobre todo, para hablar.

Hay que advertir, empero, que estos condicionamientos anatómicos constituyen un complemento del habla, pero no son su causa. Como todo el mundo sabe, existen muchas aves (loros, cotorras, papagayos...) capaces de imitar sorprendentemente bien la voz humana porque tienen unos órganos fonadores que les permiten hacerlo. A esto se solía contestar que las aves no comparten con nosotros la posición de la laringe y que esta propiedad es lo verdaderamente humano, pues permite que los niños no aprendan a hablar hasta que su cerebro, que nace inmaduro, haya madurado lo suficiente, más o menos cuando pasan el año y medio de vida (es lo que se suele llamar neotenia). Sin embargo, últimamente se han descubierto otras especies animales, como el ciervo, que también tienen una laringe muy baja, en este caso para que los machos puedan amenazar a sus congéneres y pretender a las hembras con graves lamentos (berrea). La conclusión a la que ello nos lleva es que la evolución es ventajista, pero no determinista: cada especie necesita adaptarse al entorno y el lenguaje constituye para los humanos un poderoso medio de lograrlo, si bien no el único. La especie social e inteligente que formamos pudo haber desarrollado otras peculiaridades anatómicas o fisiológicas al servicio de este objetivo.

2.1.3 Fundamentos neurológicos

Más importantes que las especializaciones anatómicas parecen las neurológicas. Hablar es una prueba de inteligencia y para hacerlo el ser humano tuvo que desarrollar notablemente su cerebro. Esto no es una hipótesis, la anatomía comparada permite comprobarlo a la perfección. Así, los cerebros de los póngidos tienen por término medio una capacidad de unos 400 c.c., mientras que el ser humano actual ronda los 1.500, más del triple. Realmente este tamaño tan considerable nos diferencia claramente de nuestros primos evolutivos.

Sin embargo, el tamaño no es lo más importante. Hay animales, como los elefantes, que tienen un cerebro todavía más grande en relación con el volumen de su masa corporal y, sin embargo, ni hablan ni su inteligencia puede compararse a la humana. Y es que lo relevante no es el peso-volumen del cerebro, sino la superficie cerebral. El cerebro humano tiene muchos más surcos (circunvoluciones cerebrales) que el de cualquier otro animal, de forma que puede establecer muchas más conexiones neuronales y servir de hardware al software del lenguaje y del razonamiento. Cualquier aficionado a la informática sabe que la capacidad del disco duro de un ordenador no depende de su tamaño y que los modelos antiguos eran muy voluminosos, pero muy poco potentes. En el caso del cerebro ocurre lo mismo: si el ser humano hubiese tenido un cerebro casi liso, su volumen habría sido enorme para poder sustentar todos sus procesos cognitivos, con lo que el cuello y la columna vertebral nunca habrían podido sostener una cabeza tan grande y pesada. En el cuadro que sigue se pueden comparar los cerebros de varios animales dibujados a la misma escala:


Figura 1

Hay que decir, con todo, que lo más notable en relación con el lenguaje no es ni el tamaño ni el número de circunvoluciones. El cerebro humano es el resultado de un triple proceso evolutivo, de la superposición de tres capas sucesivas: en el interior está el cerebro protorreptiliano, que compartimos con los reptiles, el cual rige el comportamiento instintivo; lo recubre el cerebro paleo-mamífero, asiento del sistema límbico, que es el responsable de las emociones y de la memoria; por fin, en la capa más exterior, está el cerebro neomamífero que regula la conducta voluntaria y tiene capacidad inhibitoria. Es esta última capa del cerebro la que creció desmesuradamente en la especie humana y es en ella adonde debemos buscar el sustento neuronal de la facultad del lenguaje.

Claro que un cerebro como este no es exclusivo del ser humano, ya se da en todos los mamíferos superiores. Lo que la evolución añade hasta llegar a nuestra especie es un desarrollo espectacular de la parte anterior de la zona frontal, el llamado neocortex, y sobre todo de dos zonas que tan apenas se dan en los primates. Gracias a las técnicas de coloración diferenciada de la mielina, una sustancia que recubre las fibras nerviosas, sabemos que estas zonas son de maduración bastante tardía: fueron rotuladas por Brodmann con los números 39, 40, 44 y 45. Corresponden a lo que se conoce como área de Wernicke (39 y 40), la que en el ser humano se encarga de la comprensión y que es incipiente en los simios, y a la llamada área de Broca (44 y 45), que en los humanos es responsable de la producción y que falta por completo en las demás especies. Esto se aprecia claramente comparando el mapa citoarquitectónico del hemisferio izquierdo de un cerebro humano con el del cerebro de un orangután.

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