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EL IMPACTO DEL 73 CHILENO EN EL DEBATE POLÍTICO DE LA IZQUIERDA INTERNACIONAL

Joan del Alcàzar Universitat de Valencia

Han pasado ya cuatro décadas de aquella mañana de septiembre en la que las fuerzas militares cercaron el Palacio de La Moneda y exigieron la rendición incondicional del presidente de la República, que se encontraba en su interior, apenas acompañado por unas decenas de hombres armados. Era el punto y final de una experiencia política singular, la que decía proponerse superar el sistema capitalista y alcanzar el socialismo sin violentar la estructura institucional republicana del país. Ahora sabemos cuántas contradicciones encerraba el proyecto de la Unidad Popular, como sabemos que existían importantes diferencias tácticas y estratégicas entre sus impulsores. Sabemos, además, cómo de complejo y asimétrico fue el escenario interno y cómo de hostil el internacional. Es cierto que la historia no estaba escrita y el fatídico final de la llamada vía chilena pudo no haberlo sido; pero no lo es menos que, según pasaban los meses, el mapa político y partidario interno fue polarizándose más y más, y desde cada uno de los dos polos se tildó al contrario, con afán descalificador e insultante, de fascista o de comunista, sin que pareciera existir otra posibilidad deseable que la victoria completa de los unos sobre los otros. Finalmente, aquella máxima engelsiana de que la revolución se puede hacer con o sin el Ejército, pero nunca contra el Ejército se hizo carne, y los carros de combate sitiaron el palacio presidencial que, como expresión de una brutalidad sin límites, fue bombardeado por cazas de combate de la Fuerza Aérea.

Dentro de Chile finalizó un sueño de libertad e igualdad para muchos, mientras que para otros –que no eran pocos– acabó una pesadilla de desabastecimiento, desórdenes, cubanización y amenazas a la propiedad privada. Una confrontación ideológica con una fuerte carga empírica, dado el nivel de conflicto que alcanzó a vivirse en el país. En la fase final del enfrentamiento, a pocos les resultó una sorpresa la intervención de los militares con papel de protagonistas estelares. Se les esperaba desde amplios sectores como agentes capaces de poner orden, de acabar con el caos, de reconducir una situación que se les había ido de las manos a tirios y troyanos. Pero no fue así. La irrupción de los militares fue cirugía mayor, y sin anestesia. Los tiempos de las dictaduras tradicionales se habían acabado ya en América Latina. En esta fase de la Guerra Fría, lo que se propugnaba desde el Departamento de Estado norteamericano eran lo que llamamos dictaduras de nuevo tipo; esto es, regímenes militares que habían de extirpar los órganos infectados por las células cancerígenas que constituían el enemigo interior. Si como había dicho tiempo atrás John Edgar Hoover, el comunismo no era una ideología, sino una enfermedad, los militares eran los galenos que habían de sanar al enfermo.

Desde fuera de Chile, la experiencia de Allende y la Unidad Popular fue vivida con interés, muy particularmente su dramático y cruento final. Allende era un dirigente que resultaba muy atractivo visto desde el exterior. Cosmopolita, afable y buen orador, su imagen se alejaba de la del revolucionario militarizado, violento y rudo de la literatura reaccionaria. Su propuesta, la de alcanzar el socialismo sin violencia, ni siquiera institucional, no podía dejar de generar simpatías a lo largo y ancho de la geografía progresista mundial. Guerras de liberación nacional y procesos de descolonización, insurgencias de diversa matriz ideológica, avances de partidos y sindicatos obreros en Europa, movimientos pacifistas contra la barbarie de Vietnam tanto en Estados Unidos como en todo Occidente, jóvenes contestatarios en París, Berlín, Ciudad de México o Berkley, obreros huelguistas en la Córdoba argentina o en Milán, la misma revolución en el gigante chino, habían llevado a muchos a la convicción de que el capitalismo estaba herido de muerte. Que incluso culturalmente había perdido la partida ante el socialismo que representaba –fundamentalmente– la otra gran superpotencia, que liberada de la losa estalinista tras el XX Congreso del PCUS, rivalizaba con aparente éxito con EE. UU . por extender su poder y su hegemonía incluso al espacio exterior.

La información que más allá de los Andes se tenía sobre el proceso chileno era escasa a excepción de sus generalidades. Poco o nada se sabía de las contradicciones internas o de la extrema polarización política que azotaba al país. Desde la izquierda europea en general y la española en particular, el proceso chileno formaba parte de la confrontación este-oeste, capitalismo-socialismo, rojos-azules, blancos y negros; todo visto desde la óptica primaria y binaria propia de la Guerra Fría que había dividido el mundo desde el final de la Guerra Mundial. La aparición brutal de unos militares crueles y abusadores de su fuerza –impulsados o, como poco, reconocidos por Washington–, comandados por un general que era la antítesis de aquello que transmitía el presidente Allende, no hizo sino favorecer una opinión internacional claramente decantada en beneficio de los derrotados y perseguidos chilenos, y en contra de aquellos militares a las órdenes de un hombre que entró con fuerza en la galería de los horrores de las gentes de bien. Su nombre pronto se hizo tristemente famoso: Augusto Pinochet.

En este breve texto nos proponemos –desde una perspectiva europea y española– evaluar a grandes trazos el impacto de lo que la interrupción abrupta y dramática de la experiencia chilena significó a corto y medio plazo, y para ello nos proponemos apuntar algunos de esos efectos en dos planos diferenciados. El primero, lo que el Golpe chileno significó en la España del momento, todavía bajo la dictadura franquista, aunque ya en su fase final. El segundo, las repercusiones sobre la izquierda internacional, singularmente la respuesta soviética, la italiana y la latinoamericana.

RESPUESTAS Y REACCIONES EN ESPAÑA

A partir de las elecciones presidenciales de septiembre de 1970, Chile y su novedosa experiencia llamaron la atención de la España que vivía la fase final de la dictadura franquista. Muy especialmente entre aquellos sectores de la sociedad que se adscribían con mayor o menor compromiso a la oposición al régimen militar surgido de la Guerra Civil, y se identificaban con las fuerzas políticas de izquierda que luchaban todavía desde la clandestinidad. Se puede decir que la victoria de la Unidad Popular fue recibida con una alegría tan intensa como dolorosa resultaría más tarde la noticia del baño de sangre y dolor que comenzó el 11 de septiembre de 1973.1

En enero de 1971, la prestigiosa revista española Triunfo, de imprescindible lectura para toda la oposición antifranquista, reiteradamente perseguida y castigada por el régimen de Franco, publicaba una entrevista con el recién elegido presidente Allende, quien declaraba: «Tenemos que estar conscientes de que nuestros enemigos van a utilizar todos los resortes y todos los recursos para arrebatar al pueblo su legítimo derecho a ser gobernado».2

Las simpatías de los antifranquistas se agrandaban cuando la prensa del momento, franquista en su inmensa mayoría, atacaba al nuevo Gobierno surgido de las urnas. Así, por ejemplo, cuando el diario ABC descalificaba a Allende acusándolo de contradictorio por su «alabanza a la revolución marxista y totalitaria de Cuba, y de defensa de un socialismo democrático y parlamentario», y alertaba a sus lectores sobre que el nuevo Gobierno podía conducir a Chile a una situación totalitaria.3 Paralelamente, para el diario barcelonés La Vanguardia, el triunfo de la Unidad Popular era «La victoria de una amalgama de partidos de izquierda, desde los extremistas y comunistas hasta los tránsfugas izquierdistas de otros partidos, como la misma Democracia Cristiana».4 El diario Arriba, órgano oficial de Falange Española, informó de la victoria de la UP enfatizando el origen burgués de Allende y el que viviera en una lujosa mansión rodeado de fotos del Che Guevara, de Juan XXIII, de Mao y de Fidel Castro. Además, el diario falangista prevenía a sus lectores sobre la polémica personalidad del vencedor en las elecciones y su creciente radicalismo, insistiendo en «su espíritu de lucha y tenacidad».5

Con un seguimiento menor a lo largo de los meses del gobierno de la Unidad Popular, Chile y su Gobierno volvieron a las primeras páginas de la prensa española con motivo del golpe del 11 de septiembre. Aquellos antifranquistas españoles que habían vibrado con la victoria de la coalición liderada por Salvador Allende sufrieron con las noticias del derrocamiento y la muerte del reconocido líder y con la instauración de una férrea dictadura militar.

Uno de los más importantes y emotivos artículos aparecidos en Triunfo fue el firmado en marzo de 1973 por el prestigioso académico antifranquista Enrique Tierno Galván, quien años más tarde se convertiría en alcalde socialista de Madrid. Para Tierno Galván, Chile había entrado «en la historia universal como ejemplo primero de una situación hasta ahora inédita [...] la posibilidad de una transición política al socialismo». A ojos de Tierno Galván, el pueblo chileno había puesto en marcha «la revolución más renovadora entre cuantas revoluciones ha habido: la revolución que impone la ley sobre la violencia».6

Pese al optimismo que transpiraba el artículo del futuro alcalde madrileño, otras plumas de la redacción de Triunfo habían ofrecido y ofrecerían una visión menos complaciente. Ya en 1972, había aparecido un artículo de Eduardo Haro Tecglen con un premonitorio anuncio del golpe militar que se produciría el año siguiente. Tras el Golpe, el ejemplar de Triunfo que salió a la calle el 22 de septiembre presentaba una estremecedora portada negra con un único título de cinco grandes letras blancas: «Chile».

El número recogía artículos de Haro Tecglen («Fascismo en Chile») y Jorge Timossi (quien más adelante sería el autor del libro en el que se recogería la versión cubana de la muerte guerrillera de Allende, bajo el título de Grandes alamedas. El combate del presidente Allende); así como documentos relativos a las vísperas del golpe, intervenciones de Allende en el Congreso y un repaso de la historia de Chile. En el artículo de Haro Tecglen, amargo y triste, se deslizaba una sutil crítica a Salvador Allende, aduciendo que el error del presidente chileno había sido el mantener contra toda razón un inexplicable apego a la legalidad burguesa. Según Haro Tecglen, la legalidad no era sino el conjunto de normas que se daba la clase dominante para impedir los cambios estructurales y perpetuarse en el poder, por lo que cuando se producía un cambio de la clase dominante había de producirse un cambio de la legalidad. Allende debería haber utilizado, según el periodista, «la legalidad del cambio de legalidad», sintonizando así con su propio partido y, especialmente, con las tesis de su correligionario Altamirano. El artículo finalizaba insinuando que, quizá, el fracaso del doctor Allende estaba implícito en su propia doctrina.

Un mes después, en el mismo número en el que se daba cuenta de la muerte de Neruda y se publicaba el texto que Allende le había dedicado cuando obtuvo el premio Nobel, aparecía un amplio reportaje de Jean Francis Held bajo el título de «Chile, el terror», en el que se daba cuenta de la sistemática represión que estaban practicando los militares.

Ya hemos dicho más arriba que para los antifranquistas, en general, la esperanza inicial de 1970 se transmutó en dolor y rabia en 1973. Para quienes dejamos atrás la adolescencia en sincronía con las llamas de La Moneda y nos incorporamos al antifranquismo militante y clandestino, el golpe de Estado en Chile fue un golpe duro que, pensamos ahora, muchos no supimos ni entender ni asimilar. Más tarde hemos sido conscientes de cuánta enseñanza podía encontrarse tras los sucesos de Chile, a poco que uno dejara las anteojeras y se hiciera preguntas incómodas. En aquel momento, seguramente porque la juventud es propicia a las verdades rotundas, entendimos más bien poco de lo ocurrido. Hay que decir en nuestro descargo que sesudos analistas, entre ellos, los soviéticos, tardaron bastante en emitir un discurso valorativo de lo ocurrido. Quizá, solo los italianos del PCI, Enrico Berlinguer en particular, fueron conscientes del calado de lo ocurrido en Chile.

Más allá de la comprensión del proceso y, en particular, de su terrible final, si el raciocinio político fue el que pudo ser, en la esfera de los afectos Chile se incorporó con fuerza y para siempre a la oposición democrática antifranquista. Hay que reconocer que la oposición chilena en el exterior fue activísima y brillante. Desde Patricio Guzmán y La Batalla de Chile, a la memoria viva y militante de Víctor Jara con su Amanda, que cantó con éxito y en lengua catalana el valenciano Raimon, el gran cantautor antifranquista. De la poética de la ya entonces desaparecida Violeta Parra –Santa Violeta, que dijera Neruda–, a la épica del Inti-Illimani y Quilapayún. Ayudaron, claro, los himnos que acompañaron toda fiesta antifranquista de los años setenta: Venceremos, La Muralla, o esa delicia de canción cantada por Pablo Milanés que tantos jóvenes aprendieron de memoria: «Yo pisaré las calles nuevamente, de lo que fue Santiago ensangrentada, y en una hermosa plaza liberada, me detendré a llorar por los ausentes».7

Claro que al fortalecimiento de los afectos con tantos que padecían el horror de la dictadura chilena ayudó la insoportable imagen del odioso dictador, parapetado tras su bigote franquista y sus oscuras gafas de pasta. El magistral cartelista valenciano Josep Renau inmortalizó una composición en la que el dictador, enfurruñado y con los brazos cruzados, con su edecán tras él, y con una bandera de Chile hecha harapos, tiene ante sí una calavera de la que chorrea sangre. Era y es imposible no conmoverse a la vista de aquel cuadro famoso.

El dictador español murió en 1975, y la lucha por impedir un franquismo sin Franco nos llevó a la reforma política y de allí a la Transición con la que España recuperó la democracia que había perdido en la década de los treinta, guerra civil mediante. Cuarenta años de dictadura, de silencio, de miedo, de represión, de beatería, de incultura, quedaban atrás, pero los ecos del 73 chileno se mantuvieron presentes en el discurso y en la acción de la izquierda española, singularmente en el PCE.

LA UNIDAD POPULAR EN EL IMAGINARIO DE LAS IZQUIERDAS

El alcance y la violencia del golpe militar chileno fue para la Unión Soviética una sorpresa de grandes dimensiones que no solo obligó al Kremlin a una reflexión doctrinal sobre las luchas de liberación en América Latina, sino que le provocó grandes quebraderos de cabeza tanto con los que pronto serían llamados eurocomunistas, como con los maoístas, con los cubanos y, en general, con sus amigos y simpatizantes de todo el llamado Tercer Mundo. En la que puede considerarse la primera reacción soviética, Pravda publicó el 14 de septiembre que el golpe había sido obra de los círculos reaccionarios de Chile y de fuerzas extranjeras imperialistas (sin identificarlas). La URSS rompió relaciones diplomáticas con el gobierno militar, se esforzó en mantener relaciones formales con el PCCh, el PSCh y el MAPU y, además, junto con sus aliados europeos y con Cuba, recibió a miles de exiliados chilenos.

El problema más peliagudo para los soviéticos, sin embargo, fue el doctrinal, y es que el debate que se abrió en la izquierda de orientación comunista fue de grandes dimensiones. El PCUS debía, para no defraudar a sus partidarios repartidos por el mundo, encontrar un espacio propio, valedor como era del avance pacífico emprendido por frentes populares en el Tercer Mundo, ante la posición pro lucha armada de los cubanos y la crítica de los comunistas chinos al burocratismo soviético en general y, en este caso, al parlamentarismo de Allende. Por otra parte, los comunistas europeos del sur (los llamados eurocomunistas, cada vez más distantes de Moscú) concluyeron que la libertad y la democracia pluralista eran el camino para generar consensos que permitieran el avance de las clases populares.

Será ya en 1974 cuando los analistas soviéticos adopten una posición nítidamente perfilada. La conclusión a la que llegaron afirmaba que el fracaso de Allende no negaba la validez de la vía pacífica al socialismo. Para Boris Ponomarev, responsable del posicionamiento soviético, los hechos de Chile – primer ejemplo de «desarrollo revolucionario pacífico»– eran muy interesantes «para el marxismo-leninismo desde la perspectiva del perfeccionamiento de la estrategia y las tácticas revolucionarias».8 La experiencia chilena había demostrado –según el analista soviético– que un bloque de izquierdas liderado por la clase obrera y con una orientación marxista-leninista podía llegar al poder en un país capitalista sin violentar el ordenamiento constitucional. Ahora bien, lo que desde el PCUS se cuestionaba era el concepto de vía pacífica aplicado por Allende. Los analistas soviéticos «empezaron a poner más énfasis en la necesidad de adoptar tácticas ofensivas dentro del camino pacífico y subrayaron el imperativo de prever la aplicación de la violencia para defender las ganancias revolucionarias».9

Con independencia de la respuesta soviética, tras el golpe militar, la conclusión de la Europa avanzada es clara: pese a su carácter excepcional, Chile no había podido zafarse del trágico sino autoritario latinoamericano. Mientras la Junta Militar, encabezada por Augusto Pinochet, latinoamericaniza a Chile –como diría Jacobo Timmerman–, haciendo añicos su pax republicana, la muerte de Allende, ascendido a la categoría de líder internacional, representa el fin de una esperanza que, al decir del muy reconocido historiador Edward P. Thompson, «lastima nuestros corazones».10

En el ámbito internacional, y especialmente en aquellos países donde la izquierda tenía una fuerza política no mayoritaria, la Unidad Popular fue entendida como el fracaso del reformismo.11 Se asumió una especie de fatal ingenuidad del presidente Allende, ejemplificada en su cándido respeto hacia una ins– titucionalidad forjada y funcional por y para la clase dominante, paralelo a su oposición radical a armar a las fuerzas populares adictas. En última instancia, la conclusión era casi una obviedad: no se podía avanzar hacia el socialismo desde el respeto a una legalidad democrático-burguesa.

Aunque la conclusión más radical fue la adoptada por las guerrillas centroamericanas y por algunas otras fuerzas en Sudamérica –todas ellas subsidiarias de la visión cubana-: el descrédito de la democracia liberal y sus derechos y deberes no hizo sino ampliarse entre la intelectualidad progresista.12 A este respecto resulta de interés la opinión que Ernesto Sábato manifestara a pocos días del 11-S sobre este punto:

Tal vez el doctor Allende ha pagado por el excesivo respeto que mantuvo por todas las libertades, sin excepciones. Tal vez esa durísima experiencia revela que no puede llevarse a cabo la gigantesca tarea de liberar a un pueblo oprimido, respetando la libertad de los que oprimen, dejando que tergiversen, comploten, chantajeen y asfixien con sus infinitos poderes. Dar igual libertad a los lobos y los corderos es una irrisoria candidez que solo puede concluir con el exterminio de los corderos... Esta tristísima página en la historia de un pueblo estoico tiene que servirnos de lección para todos los que, marxistas o no, vivimos en esta parte del mundo y en esta hora crucial para nuestra definitiva liberación.13

A la inversa, en aquellos países en los que la izquierda –socialista o comunista– disponía de buenas probabilidades para acceder a una gobernabilidad directa, las enseñanzas originadas en el fracaso de la Unidad Popular reforzaban la necesidad de revalorizar la construcción de consensos políticos más allá inclusive de estrechas mayorías parlamentarias. Ciertamente, nos estamos refiriendo tanto a la estrategia de compromiso histórico entre democratacristianos y comunistas propuesta por Berlinguer en Italia, como a la alianza entre el Partido Comunista y el Socialista en Francia, o como a las ideas defendidas por el entonces secretario general del PC de España en su libro Eurocomunismo y Estado.14

El eurocomunismo se oficializó en marzo de 1977, cuando los secretarios generales Enrico Berlinguer del PCI, Santiago Carrillo del PCE y Georges Marchais del PCF se reunieron en Madrid, donde presentaron las líneas maestras de su posición política común. El PCI en particular ya había desarrollado una línea independiente de Moscú desde hacía años. Además, junto a los comunistas españoles y los rumanos, habían sido los tres únicos partidos comunistas del mundo que ya en 1968 habían condenado la invasión soviética de Checoslovaquia. En 1975 el PCI y el PCE hicieron, además, una declaración sobre la construcción del socialismo que –aseguraban– debía realizarse en paz y libertad. Se puede afirmar, pues, que en la Italia de los setenta el Chile allendista ocupó un lugar destacado en el imaginario político de la izquierda autóctona y, en particular, del Partido Comunista.15 Entre sus homólogos de la Europa occidental –como ya se ha dicho– el español y el francés sintonizaban con esta postura, mientras que el portugués se identificó mejor con la posición soviética en cuanto a la necesidad de una política más agresiva que la desarrollada en Chile por Allende.

La lectura eurocomunista o del socialismo en libertad se realizaba en medio de un contexto intelectual mayoritariamente descreído de las virtudes propias de la democracia (siempre adjetivada con intención peyorativa como parlamentaria, burguesa, liberal), y enfatizaba la importancia de no aislar a la derecha así como la bondad de construir eventuales alianzas con el centro. El líder del PC italiano escribió varios artículos en la revista teórica del partido, Rinascita, que aparecerían posteriormente editados bajo el epígrafe «Reflexiones sobre Italia tras los hechos de Chile». El objetivo de aquellas páginas era el de:

... llevar a cabo una atenta reflexión para extraer de la tragedia política de Chile útiles enseñanzas relativas a un más amplio y profundo juicio sobre el marco internacional y sobre la estrategia y la táctica del movimiento obrero y democrático en varios países, entre los cuales se encuentra el nuestro.16

En Europa, durante los primeros años tras la finalización de la Guerra Mundial, todo parecía bajo control. La marginación del poder real de los comunistas en algunos países de la zona occidental, en los cuales habían colaborado con un papel estelar en la derrota del fascismo, fue una señal –en algún caso, como el griego, muy sangrienta– de las consecuencias de la división del mundo en dos bloques. La propaganda anticomunista, grosera y descalificadora, creó, como reacción, un sentimiento de identificación en buena parte de los sectores progresistas de esta parte del continente. La supervivencia de la Unión Soviética, el único enemigo de los enemigos de los progresistas y los revolucionarios europeos, hizo cerrar los ojos, olvidar la necesaria crítica, ante la evolución del proceso en el territorio bajo hegemonía comunista. La invasión de Hungría en 1956 fue el primer golpe fuerte para una parte de aquellos que habían depositado sus esperanzas en la vía soviética. El XX Congreso del PCUS –un segundo mazazo– permitió conocer, aunque solo parcialmente, el horror de la época estalinista. Las purgas a los internacionalistas de la guerra de España, la persecución de toda disidencia, real o ficticia, la uniformización, el burocratismo, el desprecio por las libertades individuales fueron escalones del proceso de degradación al que había sido sometido un sistema que ya poco tenía que ver con las grandes líneas maestras propuestas por el marxismo. La invasión de Checoslovaquia, en 1968, ahogando la llamada Primavera de Praga, fue el tercer golpe ya demoledor. El mito soviético permaneció aún en Europa, si bien cada vez más débil. En América Latina, la influencia cubana quizá alargó algo más su pervivencia en la medida en que el PCC bendijo la entrada de los carros de combate soviéticos en Praga.17

En Europa, sin embargo, hay que tener en cuenta que en los llamados Treinta gloriosos, es decir, los años que van desde el final de la Guerra Mundial hasta mediada la década de los setenta, habían coincidido dos procesos paralelos. En primer lugar, que el crecimiento económico de aquellas décadas había significado una evidente mejoría de las condiciones de vida de la mayoría de la población, con un régimen prácticamente de pleno empleo, lo que había permitido la difusión a escala europea occidental del modelo del Estado de Bienestar. A este proceso lo acompañaba otro, más importante todavía en el ámbito de la izquierda política, que era la crisis de credibilidad del llamado socialismo real de matriz soviética, que empujaba a los principales partidos comunistas de la Europa occidental, fundamentalmente la meridional, a desarrollar un enorme esfuerzo de reelaboración que alumbraría el llamado eurocomunismo. Es en este marco en el que lo acontecido en Chile puede verse.

A posteriori, como espejo y –al mismo tiempo– objeto de la que fue una auténtica «crisis de los socialismos», permitiendo formular algunas hipótesis sobre su papel simbólico en un momento tan crítico y sobre los efectos que el interés de los europeos tuvo en la comunidad política del exilio chileno en estos países.18

Berlinguer, por su parte, huía de cualquier esquematismo simplista y calificaba de «abstracto y esquemático» el dilema entre vía pacífica y vía no pacífica de la lucha por el socialismo. En su reflexión, entendía que su elección de una vía democrática no le llevaba a «hacerse ilusiones sobre una evolución lineal y sin escollos de la sociedad capitalista a la socialista».19 En este contexto cabe ubicar su aclaración de que vía democrática y vía parlamentaria no eran sinónimos. En este sentido afirmaba:

Nosotros no estamos enfermos de cretinismo parlamentario, mientras que otros lo están de cretinismo antiparlamentario. Consideramos el Parlamento como una institución esencial de la vida política italiana, y no solo hoy, sino también en la fase del tránsito al socialismo y durante su construcción. (...) Pero el Parlamento puede cumplir su papel si, como dice Togliatti, se convierte cada vez más en el «espejo del país», y si la iniciativa parlamentaria de los partidos del movimiento obrero está ligada a las luchas de las masas, al crecimiento y a la consolidación de los principios democráticos y constitucionales en todos los sectores y organismos de la vida del Estado.20

Desde esta posición, fuertemente influida por al trágico final de la experiencia chilena, Berlinguer propuso lo que denominó «el nuevo gran “compromiso histórico” entre las fuerzas que integran y representan la gran mayoría del pueblo italiano»,21 entre las que, lógicamente, se encontraba la Democracia Cristiana. Para el líder italiano, la experiencia chilena era «un hecho de alcance mundial (...) que propone interrogaciones que apasionan a los combatientes de la democracia de todos los países e invitan a reflexionar».22

A la luz de la dramática experiencia chilena, el secretario general del más potente Partido Comunista de Occidente marcaba un rumbo nuevo que pasaba por «extender el tejido unitario» que apoyara la lucha «por el saneamiento y la renovación democrática de toda la sociedad y del Estado a la gran mayoría del pueblo», y que esa propuesta se sustentara en «un bloque de fuerzas políticas capaces de realizarlo». A su parecer:

Solo esta línea, y ninguna otra, puede aislar y derrotar a los grupos conservadores y reaccionarios, puede dar solidez y fuerza invencible a la democracia, puede hacer avanzar [en] la transformación de la sociedad [hasta] construir una sociedad y un Estado socialistas que garanticen el pleno ejercicio y desarrollo de todas las libertades.23

Los análisis en América Latina se debatieron entre la posición ortodoxa soviética y la propiciada desde La Habana, que avalaba un enfrentamiento total con la reacción, con el fascismo, como paso insoslayable para el futuro de las estrategias revolucionarias. Ambas líneas presentaron también coincidencias, destacando entre las más notables la completa exculpación de la figura de Salvador Allende. Desde la posición cubana, Allende fue redimido porque al final de su vida, en los últimos momentos, metralleta en mano, con casco de combate, y disparando un bazoka con el que destrozó un carro de combate [Fidel Castro dixit],24 el mártir chileno tuvo una muerte guerrillera. Castro lo narró con dramatización cinematográfica en el acto solemne de homenaje al presidente caído celebrado en la Plaza de la Revolución de La Habana el 27 de septiembre de 1973.

Tal y como había enfatizado desde los años sesenta, desde la Segunda Declaración de La Habana, en América Latina no había otro camino que la lucha armada. Él, Fidel Castro, siempre había tenido razón, y Salvador Allende lo había reconocido implícitamente en sus últimas horas, muriendo –otro más– como un guerrillero heroico. Según la narración de Castro:

El propio presidente cargó sobre sus hombros numerosas armas para reforzar los puestos de combate, exclamando: «Así se escribe la primera página de esta historia. Mi pueblo y América escribirán el resto» (aplausos), lo que produjo profunda emoción en todos los que lo acompañaban.25

Este enfoque simplificador era, más allá de una negación de la verdad histórica –en su sentido más convencional–, lo que convenía a corto plazo a las necesidades políticas y militares de quienes seguían luchando contra la dictadura. Mientras esta detenía, torturaba, asesinaba y hacía desaparecer a los partidarios de la Unidad Popular, era impensable realizar la menor autocrítica sobre lo sucedido entre 1970 y 1973 y, tampoco, un juicio político al dirigente alojado detrás del mártir. En este sentido, por ejemplo, reconocer su suicidio y los reiterados intentos de negociación con el mando militar golpista durante la fase final del asedio hubiera sido dar armas al enemigo, aunque solo fuera por debilitar la imagen de Allende y perjudicar el mito que se estaba construyendo. Por otra parte, reconocer su suicidio, y no su asesinato por los militares, ofrecería la posibilidad de abrir un debate respecto a sus errores políticos, que seguramente asignaría alguna clase de culpabilidad a los partidos de la coalición gubernamental sobre su propio derrumbe.

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