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La Tercera Bienaventuranza

“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.” (Mateo 5:5)

Ha habido diferencias de opinión considerables en relación al significado de la palabra manso. Algunos consideran que su significado es paciencia, un espíritu de resignación; algunos consideran que significa generosidad, un espíritu de auto-abnegación; otros, amabilidad, un espíritu de no represalias, cargando las aflicciones en la intimidad. Sin duda, hay una cuota de verdad en cada una de estas definiciones. Aun así, al escritor le parece que ellas no ahondan lo suficiente, ya que fallan al no considerar el orden de esta tercera Bienaventuranza. En persona, definiríamos la mansedumbre como la humildad. “Bienaventurados los mansos”, esto es, los humildes, los modestos. Veamos si es que otros pasajes así lo corroboran.

La primera vez que aparece la palabra manso en las Escrituras es en Números 12:3. Aquí, el Espíritu de Dios ha señalado un contraste en relación al que está registrado en los versículos previos. Ahí leemos que María y Aarón hablan en contra de Moisés: “¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros?” Tal lenguaje traicionó el orgullo y la soberbia de sus corazones, su búsqueda y ansias de honor. Como la antítesis de esto, leemos, “Y aquel varón Moisés era muy manso”. Esto debe significar que él fue movido por un espíritu totalmente opuesto al espíritu de su hermano y hermana.

Moisés era humilde, modesto y una persona que renunciaba a sí mismo. Esto está registrado para nuestra admiración e instrucción en Hebreos 11:24-26. Moisés le dio la espalda a los honores del mundo y a las riquezas terrenales, escogiendo deliberadamente la vida de un peregrino, en lugar a la de un cortesano. El escogió el desierto en lugar del palacio. La humildad de Moisés es vista nuevamente cuando Jehová se le apareció por primera vez en Madián y lo comisionó para guiar a Su pueblo fuera de Egipto. “¿Quién soy yo para que vaya a Faraón, y saque de Egipto a los hijos de Israel?” (Ex. 3:11). ¡Qué humildad respiran estas palabras! Sí, Moisés era muy manso.

Otros textos de las Escrituras corroboran y, parecieran necesitar, la definición sugerida anteriormente. “Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera” (Salmo 25:9). ¿Qué otra cosa puede significar, más que los humildes y los de corazón modesto son a quienes Dios promete consolar e instruir? “He aquí, tu Rey viene a ti, manso, y sentado sobre una asna” (Mateo 21:5). Aquí está la mansedumbre y la humildad encarnada. “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gálatas. 6:1). ¿Acaso no está claro que esto significa que se requiere que aquel que será usado por Dios para restaurar a un hermano que está errando tenga un espíritu de humildad? Debemos aprender de Cristo, quien fue “manso y humilde de corazón”. Este último término explica al primero. Observen que están vinculados nuevamente en Efesios 4:2, donde el orden es “humildad y mansedumbre”. Aquí el orden está deliberadamente invertido en relación a Mateo 11:29. Esto nos muestra que son términos sinónimos.

Habiendo así buscado establecer que la mansedumbre, en las Escrituras, significa humildad y modestia, ahora observemos cómo esto es confirmado aun más por el contexto, y luego procuraremos determinar la forma en la que tal mansedumbre encuentra expresión. Se debe tener en cuenta, constantemente, que en estas Bienaventuranzas nuestro Señor está describiendo el ordenado desarrollo de la obra de gracia de Dios, a medida que por la experiencia es entendida en el alma. En primer lugar, existe la pobreza de espíritu: un sentido de mi insuficiencia y de no ser nada. Después, hay llanto por mi condición perdida y tristeza por el horror de mis pecados cometidos contra Dios. Lo que le sigue a esto, en el orden de la experiencia espiritual, es la humildad del alma.

Aquel en el que el Espíritu de Dios ha trabajado, produciendo un sentido de necesidad y de ser nada, es traído ahora al polvo ante Dios. Hablando como alguien a quien Dios usó en el ministerio del evangelio, el Apóstol Pablo dijo, “Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:4, 5). Las armas que utilizaban los apóstoles eran las examinantes, condenatorias, humillantes verdades de las Escrituras. Éstas, al ser aplicadas de manera efectiva por el Espíritu, eran poderosas para derribar fortalezas, esto es, los poderosos prejuicios y defensas llenas de auto-justificación en las que se refugian los hombres pecadores. Hoy en día, los resultados son los mismos: orgullosas inventivas o razonamientos —la enemistad de la mente carnal y la oposición de la recientemente regenerada mente en relación a la salvación, es ahora llevada cautiva a la obediencia a Cristo.

Por naturaleza, todo pecador es farisaico, deseando ser justificado por las palabras de la ley. Por naturaleza, todos nosotros heredamos de nuestros primeros padres la tendencia a fabricar para nosotros mismos un cubierta para esconder nuestra vergüenza. Por naturaleza, todo miembro de la raza humana camina en el camino de Caín, quien trató de encontrar aceptación con Dios sobre la base de una ofrenda producida por sus propios trabajos. En una palabra, deseamos obtener el derecho de estar en pie ante Dios sobre la base de los méritos personales; deseamos comprar la salvación con nuestras buenas acciones; estamos ansiosos de ganar el cielo por nuestras obras. El camino de salvación de Dios es demasiado humillante para calzar con la mente carnal, ya que elimina todo los motivos para jactarse. Por lo tanto, es inaceptable para el orgulloso corazón del no regenerado.

El hombre quiere tener una mano en su salvación. Que se le diga que Dios no va a recibir nada de él, que la salvación es únicamente un asunto de la misericordia divina, que la vida eterna es sólo para aquellos que vienen con las manos vacías a recibirla únicamente como un asunto de caridad, es ofensivo para el religioso que se auto-justifica. Pero no tanto para aquel que es pobre en espíritu y para quien llora por su estado vil y miserable. La palabra misma, misericordia, es música para sus oídos. La vida eterna como el regalo gratuito de Dios, calza con su condición afligida por la pobreza. La gracia —el favor soberano de Dios para los que merecen el infierno— ¡es justamente lo que siente que debe tener! Tal persona ya no tiene ninguna intención de justificarse a sí misma ante sus propios ojos; todas sus objeciones altivas contra la benevolencia de Dios, son ahora silenciadas. Está contenta de ser un mendigo y de postrarse en la tierra ante Dios. Antes, como Naamán, se rebeló contra los humillantes términos anunciados por el siervo de Dios; pero ahora, como Naamán al final, está feliz de desmontar de su carro de orgullo y de tomar su lugar en la tierra ante el Señor.

Fue cuando Naamán se postró ante la humillante palabra del siervo de Dios, que fue sanado de su lepra. De la misma manera, cuando el pecador reconoce su falta de valor, se le es mostrado favor divino. Tal persona recibe la bendición divina: “Bienaventurados los mansos”. Hablando anticipadamente a través de Isaías, el Salvador dijo, “me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos” (Isaías 61:1). Y nuevamente está escrito, “Porque Jehová tiene contentamiento en su pueblo; Hermoseará a los humildes con la salvación” (Salmo 149:4).

Mientras que la humildad del alma para postrarse al camino de salvación de Dios es la primera aplicación de la tercera Bienaventuranza, no debe ser limitada tan sólo a esto. La mansedumbre también es un aspecto intrínseco del “fruto del Espíritu” que es forjado en el cristiano y producido a través de él (Gálatas. 5:22, 23). Es aquella calidad de espíritu que se encuentra en alguien que ha sido enseñado a ser apacible a través de la disciplina y el sufrimiento y ha sido llevado a una dulce resignación ante la voluntad de Dios. Al ser ejercitada, es esta gracia en el creyente la que lo lleva a soportar pacientemente insultos y heridas, lo que lo prepara para ser instruido y amonestado por el menos eminente de los santos, esto lo lleva a estimar a los otros como superiores que a sí mismo (Filipenses 2:3), y esto le enseña a atribuir a la soberana gracia de Dios todo lo que es bueno en él.

Por otro lado, la verdadera mansedumbre no es debilidad, una prueba notable de esto es provista en Hechos 16:35-37. Los apóstoles habían sido injustamente golpeados y encarcelados. Al día siguiente, los magistrados dieron órdenes de que los liberaran, pero Pablo dijo a sus agentes, “Vengan ellos mismos a sacarnos”. La mansedumbre dada por Dios puede levantarse por los derechos dados por Dios. Cuando uno de los alguaciles le dio una bofetada a nuestro Señor, Él respondió, “Si he hablado mal, testifica en qué está el mal; y si bien, ¿por qué me golpeas?” (Juan 18:23).

El espíritu de mansedumbre fue perfectamente ejemplificado tan sólo por el Señor Jesucristo, quien era “manso y humilde de corazón”. En Su pueblo, este espíritu bienaventurado fluctúa, a menudo, nublado por el levantamiento de la carne. Se dice de Moisés, “Porque hicieron rebelar a su espíritu, y habló precipitadamente con sus labios” (Salmo 106:33). Ezequiel dice de sí mismo: “Fui en amargura, en la indignación de mi espíritu, pero la mano de Jehová era fuerte sobre mí” (Ezequiel 3:14). De Jonás, luego de su milagrosa liberación, leemos: “Pero Jonás se apesadumbró en extremo, y se enojó” (Jonás 4:1). Incluso el humilde Bernabé se separó de Pablo con un amargo ánimo (Hechos 15:37-39). ¡Qué advertencias son estas! ¡Cuánto más debemos aprender de Cristo!

“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.” Nuestro Señor estaba aludiendo a, y aplicando, el Salmos 37:11. La promesa pareciera tener tanto un significado literal como espiritual: “Los mansos heredarán la tierra,y se recrearán con abundancia de paz”. Los mansos son aquellos que poseen el mayor goce de las cosas buenas de la vida presente. Liberados de un espíritu avaricioso y codicioso, están satisfechos con las cosas que tienen. “Mejor es lo poco del justo, que las riquezas de muchos pecadores” (Salmo 37:16). El contentamiento de la mente es uno de los frutos de la mansedumbre de espíritu. El orgulloso y el descontentadizo no “heredará la tierra,” a pesar de que quizás sean dueños de muchas hectáreas de ella. El cristiano humilde tiene muchísimo más goce en una casita, que el que tiene un malvado en un palacio. “Mejor es lo poco con el temor de Jehová, que el gran tesoro donde hay turbación” (Proverbios 15:16).

“Los mansos heredarán la tierra.” Como hemos dicho, esta tercera Bienaventuranza es una alusión al Salmo 37:11. Lo más probable es que el Señor Jesús estaba usando el lenguaje del Antiguo Testamento para expresar la verdad del Nuevo Pacto. La carne y sangre de Juan 6:50-58 y el agua de Juan 3:5 tienen, para el regenerado, un significado espiritual; como lo tiene aquí la palabra tierra. Tanto en hebreo como en griego, el término principal entregado por nuestra palabra en castellano, tierra, debe ser traducido, ya sea de forma literal o espiritual, dependiendo del contexto.

Sus palabras entendidas literalmente son, “ellos heredarán la tierra,” esto es, Canaán, “la tierra prometida”. Él habla de las bendiciones de la nueva economía en el lenguaje de la profecía del Antiguo Testamento. Israel según la carne (el pueblo externo de Dios bajo la primera economía) eran una figura de Israel según el espíritu (el pueblo espiritual de Dios bajo la nueva economía); y Canaán, la herencia [terrenal] del primero, es el tipo de aquel agregado de las bendiciones celestiales y espirituales que constituyen la herencia de lo nuevo. “Heredar la tierra” es disfrutar las bendiciones peculiares del pueblo de Dios bajo la nueva economía; es transformarse en herederos del mundo, herederos de Dios y co-herederos con Cristo (Romanos 8:17). Es ser “bendecidos… con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3), es disfrutar aquella paz y descanso verdaderos simbolizados por Israel en Canaán (Dr. John Brown).

No cabe duda de que también existe referencia al hecho de que el manso, en última instancia, heredará los “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13).

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La Cuarta Bienaventuranza

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.” (Mateo 5:6)

En las primeras tres Bienaventuranzas somos llamados a presenciar los ejercicios del corazón de alguien que ha sido despertado por el Espíritu de Dios. En primer lugar, hay un sentido de necesidad, un entendimiento de mi vacío y de que no soy nada. En segundo lugar, hay un juicio de mí mismo, una conciencia de mi culpa y un llanto por mi condición perdida. En tercer lugar, hay un cese de buscar justificarme a mí mismo ante Dios, un abandono de toda pretensión de mérito personal y me posiciono en la tierra ante Dios. Aquí, en la cuarta Bienaventuranza, el ojo del alma es sacado de uno mismo y puesto en Dios por una razón muy especial: existe un anhelo de encontrar una justicia que necesito urgentemente, pero que ahora sé que no poseo.

Ha habido muchas objeciones innecesarias en relación a la precisa importancia de la palabra justicia en nuestro texto actual. La mejor manera para determinar su significado es volver a las escrituras del Antiguo Testamento en las cuales este término es usado, y luego, iluminar esto con la luz más brillante provista por las epístolas del Nuevo Testamento.

“Rociad, cielos, de arriba, y las nubes destilen la justicia; ábrase la tierra, y prodúzcanse la salvación y la justicia; háganse brotar juntamente. Yo Jehová lo he creado” (Isaías 45:8). La primera mitad de este versículo se refiere, en un lenguaje figurativo, al advenimiento de Cristo a esta tierra; la segunda mitad se refiere a Su resurrección, cuando Él fue “resucitado para nuestra justificación” (Romanos 4:25). “Oídme, duros de corazón, que estáis lejos de la justicia: Haré que se acerque mi justicia; no se alejará, y mi salvación no se detendrá. Y pondré salvación en Sión, y mi gloria en Israel” (Isaías 46:12, 13). “Cercana está mi justicia, ha salido mi salvación, y mis brazos juzgarán a los pueblos; a mí me esperan los de la costa, y en mi brazo ponen su esperanza” (Isaías 51:5). “Así dijo Jehová: Guardad derecho, y haced justicia; porque cercana está mi salvación para venir, y mi justicia para manifestarse” (Isaías 56:1). “En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia” (Isaías 61:10ª). Estos pasajes dejan en claro que la justicia de Dios es sinónimo de la salvación de Dios.

Las escrituras citadas anteriormente son desarrolladas en la epístola de Pablo para los Romanos, donde el evangelio recibe su mayor exposición. En Romanos 1:16, 17a, Pablo dice, “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego. Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe”. En Romanos 3:22-24 leemos lo siguiente, “la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús”. En Romanos 5:19, se hace esta bendita declaración: “Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos [legalmente constituidos] pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos [legalmente constituidos] justos”. En Romanos 10:4 aprendemos que “el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”.

El pecador está destituido de la justicia, ya que “No hay justo, ni aun uno” (Romanos 3:10). Por lo tanto, Dios ha provisto en Cristo una justificación perfecta para todos y cada uno de los de Su pueblo. Esta justicia que satisface todas las demandas de la santa Ley de Dios contra nosotros, fue conseguida por nuestro Sustituto y Fiador. Esta justicia ahora es aplicada al (esto es, legalmente acreditada a la cuenta del) pecador creyente. Tal como los pecados del pueblo de Dios fueron todos transferidos a Cristo, para que Su justicia fuera puesta sobre ellos (2 Corintios 5:21). Estas pocas palabras no son más que un breve resumen de la enseñanza de las Escrituras sobre este vital y bendito tema de la perfecta justicia que Dios requiere de nosotros y que es nuestra por la fe en el Señor Jesús.

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia.” Tener hambre y sed expresa un deseo vehemente, del cual el alma está sumamente consciente. En primer lugar, el Espíritu Santo trae ante el corazón los requerimientos santos de Dios. Él nos revela Su perfecto estándar, el cual Él nunca puede disminuir. Él nos recuerda que “si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 5:20). En segundo lugar, el alma temblorosa, consciente de su propia despreciable miseria y al entender su total inhabilidad para ponerse a la altura de los requerimientos de Dios, ve que no hay ayuda en sí misma. Este doloroso descubrimiento la lleva a llorar y gemir. ¿ has hecho esto? En tercer lugar, el Espíritu Santo provoca entonces, que el pecador condenado busque alivio e intente encontrar un suministro fuera de sí mismo. La mirada que cree es entonces dirigida hacia Cristo, quien es “JEHOVÁ, JUSTICIA NUESTRA” (Jeremías 23:6).

Tal como las anteriores, esta cuarta Bienaventuranza describe una experiencia que tiene dos sentidos. Obviamente se refiere al hambre y sed inicial que ocurre antes de que un pecador se vuelva por fe a Cristo. Pero también se refiere al continuo deseo que es perpetuado en el corazón de cada pecador que ha sido salvado, hasta el día de su muerte. Repetidos ejercicios de esta gracia son sentidos en diferentes intervalos. Aquel que deseó ser salvado por Cristo anhela ahora ser transformado para ser como Él. Vistas en su aspecto más amplio, esta hambre y sed se refieren a un jadeo del corazón renovado que busca Dios. (Salmo 42:1), un deseo por caminar más cerca de Él y un anhelo por obtener una conformidad más perfecta a la imagen de Su Hijo. Habla de aquellas aspiraciones de la nueva naturaleza por la bendición divina que tan sólo puede fortalecer, sostener y satisfacer.

Nuestro texto presenta una paradoja tal, que resulta evidente que ninguna mente carnal la inventó. ¿Puede alguien que ha sido traído a la unión vital con Él, que es el Pan de Vida y en quien habita toda la plenitud, ser hallado todavía hambriento y sediento? Sí, tal es la experiencia del corazón renovado. Fíjese cuidadosamente en el tiempo del verbo: no es “Bienaventurados los que han tenido hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”, sino “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”. ¿Tiene ud., querido lector, hambre y sed de justicia? ¿O está contento con sus logros y satisfecho con su condición? Tener hambre y sed de justicia siempre ha sido la experiencia de los verdaderos santos de Dios (Filipenses 3:8-14).

“Ellos serán saciados”. Como la primera parte de nuestro texto, esto también tiene un cumplimiento doble, tanto inicial como continuo. Cuando Dios crea un hambre y una sed en el alma, es para que Él pueda satisfacerlas. Cuando al pobre pecador se le hace sentir su necesidad de Cristo es con el fin de que pueda ser atraído a Él y llevado a abrazarlo como su única justicia ante un Dios santo. Él se deleita de confesar a Cristo como su nueva justicia encontrada y de glorificarse únicamente en Él (1 Corintios 1:30, 31). Tal persona, a quien ahora Dios llama un “santo” (1 Corintios 1:2; 2 Corintios 1:1; Efesios 1:1; Filipenses 1:1), ha de experimentar una llenura constante: no con vino, en lo cual hay disolución, antes bien con el Espíritu (Efesios 5:18). Él ha de ser llenado con la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento (Filipenses 4:7).

Nosotros, quienes confiamos en la justicia de Cristo seremos llenados algún día con la bendición divina sin ningún ingrediente de tristeza; seremos llenados con alabanza y acción de gracias para Él, quien produce toda obra de amor y obediencia en nosotros (Filipenses 2:12, 13) como el fruto visible de Su obra salvadora en y para nosotros. En este mundo, “A los hambrientos colmó de bienes” (Lucas 1:53) como este mundo no puede darles ni retener de aquellos que “buscan a Jehová” (Salmo 34:10). Él otorga tal bondad y misericordia sobre nosotros que somos las ovejas de Su pasto, que nuestras copas rebosan (Salmo 23:5, 6). Aun así todo lo que disfrutamos en el presente no es más que un mero anticipo de todo lo que nuestro “Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9). En el estado eterno, seremos llenados con una santidad perfecta, ya que “seremos semejantes a él” (1 Juan 3:2). Entonces, no tendremos que lidiar con el pecado nunca más. Entonces, “nunca más tendremos ni hambre ni sed”.

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