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CAPÍTULO 4

De: Clif­ford Jen­kins

Para: Todo quis­qui

Asun­to: LAS TAR­JE­TAS RE­GA­LO FUN­CIO­NAN

Pa­re­ce que los Beatles se equi­vo­ca­ban. ¿Que quéééé? ¡El amor SÍ que se pue­de com­prar! Me en­tu­sias­ma con­ta­ros que la op­ción de las tar­je­tas re­ga­lo ya fun­cio­na a la per­fec­ción. Tam­bién la he pro­gra­ma­do para que, por de­fec­to, em­pie­ce en 299 dó­la­res. Tra­tad a sus com­pra­do­res como los vips que son, por­que van a es­pe­rar un match ex­ce­len­te ya. Y ya quie­re de­cir YA, en me­nos de lo que can­ta un ga­llo.

(Di­cho esto, si sus pri­me­ras op­cio­nes se van al ga­re­te, re­cor­dad­les que la tar­je­ta re­ga­lo se pue­de re­car­gar de ma­ne­ra ili­mi­ta­da. Como la tem­po­ra­da de bo­das está a la vuel­ta de la es­qui­na, nos di­ri­gi­mos DI­REC­TA­MEN­TE a fu­tu­ros no­vios. Es el per­fec­to re­ga­lo de agra­de­ci­mien­to a los in­vi­ta­dos aho­ra que la ten­sión y la emo­ción an­dan por las nu­bes).

Oja­lá hu­bie­ra po­di­do com­prar una tar­je­ta re­ga­lo en la vís­pe­ra de cier­to día mar­ca­do en mi ca­len­da­rio con an­te­la­ción, pero en ese mo­men­to no exis­tían, cla­ro. Lo que es malo para mí es bueno para el mun­do, en fin. #Cues­tión­De­Pers­pec­ti­va

Re­cor­da­to­rio: nues­tra pró­xi­ma reunión será el mar­tes 12 de mayo y voy a re­ser­var la zona vip del bar Por­chlight, así que ¡pre­pa­raos para be­be­ros has­ta el agua de los flo­re­ros! Has­ta en­ton­ces, dis­fru­tad de abril, aguas mil.

Clif­ford

CEO de Pa­la­bras de Amor (aho­ra, AMAN­TE DE LAS TAR­JE­TAS RE­GA­LO).

Pos­da­ta: Si con­tro­láis lo de las ca­de­nas de blo­ques, en­viad­me un men­sa­je.

Zoey

Mi alar­ma rom­pe el si­len­cio a las cua­tro de la ma­dru­ga­da, y mi mano on­dea por los ai­res para des­ac­ti­var el des­per­ta­dor y lan­zar­lo al sue­lo, como si me en­con­tra­ra en la pri­me­ra es­ce­na de una pe­lí­cu­la. Lle­vo un mes vi­vien­do aquí, pero sigo cal­cu­lan­do la hora se­gún el huso de la Cos­ta Oes­te (es de­cir, se­gún el tiem­po REAL). La una de la ma­dru­ga­da sue­na mu­chí­si­mo me­jor que las cua­tro. La una de la ma­dru­ga­da su­po­ne di­ver­sión y fri­vo­li­dad. Es cuan­do em­pie­za la se­sión noc­tur­na de La ha­bi­ta­ción en el cine Sun­set 5 de Los Án­ge­les. Cuan­do hay que ir a por un pe­rri­to ca­lien­te en Pink’s Hot Dogs o zam­bu­llir­se en una pis­ci­na in­fi­ni­ta que hace las ve­ces de mi­ra­dor de las co­li­nas de Holly­wood Hills. (Solo lo he he­cho una vez, pero bueno. Po­dría ha­ber ocu­rri­do to­das las no­ches sin pro­ble­ma). La una de la ma­dru­ga­da su­po­ne in­ten­tar no per­der­le el rit­mo a la men­te ma­ra­vi­llo­sa de Mary: Frank y yo la per­se­gui­mos con­ge­la­dos mien­tras ella da vuel­tas por la co­ci­na. Frank es su hu­ron­ci­llo, su gran apo­yo emo­cio­nal. Di­ría que tam­bién usó su ma­gia con­mi­go. Se me subía al hom­bro cuan­do me po­nía a tra­du­cir las ocu­rren­cias de Mary en diá­lo­gos de guio­nes que ha­bía que re­to­car. Allí, con­tem­plan­do la sa­li­da del sol a tra­vés de sus ven­ta­na­les que van del sue­lo al te­cho y que ofre­cen vis­tas del dis­tri­to de Stu­dio City, es la úl­ti­ma vez que re­cuer­do ha­ber­me sen­ti­do fe­liz con mi lu­gar en el mun­do.

Tra­ba­jar para Mary no era pre­ci­sa­men­te un re­man­so de paz, para nada. Era como mon­tar­se en el as­cen­sor de la man­sión en­can­ta­da: gi­ros, so­bre­sal­tos y re­pen­ti­nos cam­bios de hu­mor, se­gui­dos por vien­tos hu­ra­ca­na­dos de so­no­ras car­ca­ja­das. Mary era cons­cien­te de su in­ge­nio y to­das las ma­ña­nas me sa­lu­da­ba con una ver­sión di­fe­ren­te de: «¡Dé­mos­le una vuel­ta a la ru­le­ta de mi per­so­na­li­dad!». Aun­que me do­bla­ra la edad, te­nía alma de es­tu­dian­te uni­ver­si­ta­ria: se pa­sa­ba se­ma­nas per­dien­do el tiem­po y des­pués se ti­ra­ba doce ho­ras se­gui­das tra­ba­jan­do de no­che has­ta que ter­mi­na­ba lo que de­bía en­tre­gar. Prác­ti­ca­men­te viví en su casa, a me­nu­do como hués­ped de la ha­bi­ta­ción de in­vi­ta­dos, que con­ta­ba con su pro­pio bal­cón y mi­ni­ne­ve­ra. Ha­bía días en que lo úni­co que me pe­día era que le le­ye­ra los úl­ti­mos co­ti­lleos so­bre fa­mo­sos, tum­ba­da en el sofá con ro­da­jas de pe­pino so­bre los ojos y Frank dor­mi­do a sus pies. La se­ma­na si­guien­te nos pa­sá­ba­mos diez ho­ras al día en el Mu­seo de Ra­dio y Te­le­vi­sión, tam­bién co­no­ci­do como el Pa­ley Cen­ter de la ave­ni­da Be­verly Dri­ve, pe­gán­do­nos un atra­cón de vie­jos pre­mios de las úl­ti­mas dé­ca­das en bus­ca de ins­pi­ra­ción (a ve­ces la con­tra­ta­ban para es­cri­bir lo que un ac­tor di­ría de otro du­ran­te una gala de los Glo­bos de Oro, los Emmy o los Ós­car).

Su pro­duc­to­ra se lla­ma­ba Mary, Fuck, Kill.[2] Cada vez que res­pon­día al te­lé­fono me po­nía roja, y jun­ta­ba las pa­la­bras para que fue­ra inin­te­li­gi­ble:

—Mary Fuc­kle, ¿en qué le pue­do ayu­dar?

Mary me mi­ra­ba por en­ci­ma de las ga­fas para re­pren­der­me.

—Se van a pen­sar que me he ca­sa­do con un idio­ta que se ape­lli­da Fuc­kle. Dilo bien.

—Pues que lo pien­sen.

—Como no lo di­gas bien, cam­bia­ré el nom­bre de la em­pre­sa por las sie­te pa­la­bras que nun­ca hay que de­cir en te­le­vi­sión —me ad­vir­tió—. Mira, ya es­toy re­lle­nan­do el for­mu­la­rio: mier­da, coño…

Le lan­cé una mi­ra­da que evo­ca­ba a un dis­pen­sa­dor de ca­ra­me­los PEZ.

—Vale, vale.

El dis­pen­sa­dor de ca­ra­me­los PEZ re­pre­sen­ta­ba su vie­ja ca­rre­ra como ac­triz. A me­dia­dos de los ochen­ta, an­tes de que yo na­cie­ra, Mary in­ter­pre­tó a la du­que­sa Quinn­ley en Bajo el mar, una pe­lí­cu­la de cien­cia fic­ción y fan­ta­sía so­bre si­re­nas in­ter­ga­lác­ti­cas. La he­ri­da que se hizo en el pla­tó du­ran­te la úl­ti­ma se­ma­na de ro­da­je le arre­ba­tó todo el en­tu­sias­mo que sen­tía por la pro­fe­sión; con­si­guió es­ca­bu­llir­se del mun­di­llo, im­pi­dien­do así la pro­duc­ción de fu­tu­ras en­tre­gas de la saga. Des­de en­ton­ces tuvo que so­por­tar las con­se­cuen­cias: los aman­tes de la pe­lí­cu­la la cul­pa­ban por el fi­nal abrup­to de lo que pre­ten­día ser una tri­lo­gía, mien­tras que en otros círcu­los su mar­cha le dio un halo de cul­to a la úni­ca en­tre­ga que lle­gó a ro­dar­se. Por lo me­nos, al no te­ner fi­nal no se la car­ga­rían, como ha­bía ocu­rri­do con otras fran­qui­cias in­ter­mi­na­bles —de­cían—. La pe­lí­cu­la de cul­to se­guía viva gra­cias a las con­ven­cio­nes de fans y a los cam­peo­na­tos de cos­play; las in­vi­ta­cio­nes para for­mar par­te del ju­ra­do lle­na­ban el bu­zón de Mary día sí y día tam­bién. Una de mis ta­reas era ti­rar­las a la ba­su­ra, sin si­quie­ra leer­las, cada ma­ña­na.

De la su­pues­ta­men­te in­fi­ni­ta co­lec­ción de ob­je­tos en eBay (ju­gue­tes, jue­gos y fi­gu­ras de ac­ción idén­ti­cas a ella), la úni­ca que guar­da­ba era un dis­pen­sa­dor de ca­ra­me­los PEZ; por­que, se­gún ella, sim­bo­li­za­ba su ocu­pa­ción ac­tual como edi­to­ra de guio­nes.

—La gen­te me paga para que es­ti­re el cue­llo y les dé una píl­do­ra dul­ce cuan­do me lo pi­den, y de­ba­jo de ese ca­ra­me­lo hay diez más de la mis­ma ca­li­dad.

Hace sie­te se­ma­nas, me dijo que yo era la me­jor asis­ten­te que ha­bía te­ni­do, y que por eso te­nía que des­pe­dir­me. En lu­gar de vi­vir mi vida, es­ta­ba vi­vien­do la suya. Me te­nía que em­bar­car en nue­vas si­tua­cio­nes si al­gún día pen­sa­ba cre­cer como es­cri­to­ra, como es­cri­to­ra con voz pro­pia. Le ro­gué que me die­ra seis me­ses para de­ci­dir dón­de que­ría ir y qué que­ría ha­cer, y me dijo que se lo pen­sa­ría. La ma­ña­na si­guien­te, cuan­do lla­mé a su puer­ta, me en­tre­gó un bi­lle­te a Nue­va York solo de ida y una nota con la di­rec­ción de un piso que ha­bía al­qui­la­do en mi nom­bre. (Más tar­de des­cu­brí que com­pró todo el edi­fi­cio a me­dia­dos de los ochen­ta con el di­ne­ro de la du­que­sa Quinn­ley. Aho­ra va­lía una for­tu­na, pero pre­fe­ría al­qui­lar los pi­sos a ar­tis­tas muer­tos de ham­bre y ofre­cer­les des­cuen­tos en fun­ción de los mé­ri­tos que de­mos­tra­sen).

Me lan­zó un beso, ce­rró la puer­ta y le dio una vuel­ta a la lla­ve. Vi a Frank en la ven­ta­na du­ran­te me­dio se­gun­do an­tes de que tam­bién ce­rra­ra las cor­ti­nas.

Y aquí es­toy aho­ra, a las cua­tro de la ma­dru­ga­da, en esta man­za­na gran­de y po­dri­da, obli­gán­do­me a le­van­tar­me pron­to en fin de se­ma­na para ser la pri­me­ra clien­ta del úni­co lu­gar al que iré en todo el día, que re­sul­ta que se en­cuen­tra al otro lado de la mal­di­ta ca­lle.

Me da la im­pre­sión de que Mary no se re­fe­ría a esto con «vi­vir». Pero has­ta que Nue­va York no deje de dar tan­to mie­do y de ser tan gro­tes­ca —si es que eso lle­ga a su­ce­der—, no veo cam­bios en el ho­ri­zon­te.

Ayer, cuan­do lle­gué a casa, ha­bía una ces­ta jun­to a la puer­ta de mi piso. Lle­va­ba una tar­je­ta es­cri­ta a mano con le­tra a du­ras pe­nas le­gi­ble: «¡Cham­pán para mi cham­peo­na! ¡Va­les mu­cho! Clif­ford». La ces­ta es­ta­ba va­cía. Al­guien me ha­bía man­ga­do la bo­te­lla.

Es un buen re­su­men de cómo veo Man­hat­tan: pue­des co­ger lo que quie­ras, pero siem­pre te lo ter­mi­na qui­tan­do otra per­so­na.

Hago la cro­que­ta en mi sofá cama y lle­go a la «co­ci­na», es de­cir, al área en el que se en­cuen­tran el hor­ni­llo y la mi­ni­ne­ve­ra. Otro con­se­jo de la ve­ci­na que solo he vis­to una vez:

—Uti­li­za el horno para guar­dar los abri­gos de in­vierno.

Como no ten­go ar­ma­rio y soy una pé­si­ma co­ci­ne­ra, me pa­re­ció muy bue­na idea. Para mi des­gra­cia, no ten­go horno. Por lo tan­to, guar­do los jer­séis en la des­pen­sa va­cía.

Al otro lado de la ven­ta­na, la ciu­dad se alza os­cu­ra y hos­til. El am­bien­te se inun­da del rui­do de un ca­mión que da mar­cha atrás (pi, pi, pi). ¿Hay al­gu­na hora de si­len­cio? ¿Ni una sola? Me pre­pa­ro una taza de café tan lar­go como iró­ni­co para es­pa­bi­lar­me y mar­char­me al Cru­di­té, sin sa­ber si voy a ser la pri­me­ra en lle­gar y en pe­dir más café. Y en­ton­ces me dejo caer, con las pier­nas cru­za­das, de­lan­te del es­pe­jo tor­ci­do que cuel­ga de la puer­ta y me miro. Ayer pa­re­cía una adic­ta con mono de Xa­nax que par­pa­dea­ba ante la luz, pero hoy no va a ser así. No me bas­ta con ga­nar­le al la­drón de me­sas: quie­ro ga­nar­le es­tan­do de­cen­te (aun­que no es que in­ten­te ade­cen­tar­me con to­das mis fuer­zas). Me apli­co un poco de ma­qui­lla­je, me de­li­neo los ojos y me per­fi­lo los la­bios. Me voy a vol­ver a po­ner las bo­tas y los ca­len­ta­do­res de bra­zos que me te­jió Mary, por­que me nie­go a pa­sar­lo fa­tal en un lo­cal con el aire acon­di­cio­na­do de­ma­sia­do fuer­te; ca­len­ta­do­res apar­te, aho­ra ya no pa­rez­co una zom­bi, sino una chi­ca inocen­te li­ge­ra­men­te ma­qui­lla­da. Son­río a mi re­fle­jo, con­ten­ta con el re­sul­ta­do.

Ya fue­ra, en la os­cu­ra ace­ra, me inun­da la adre­na­li­na. No hay de­ma­sia­da gen­te, algo po­si­ti­vo, pero, por otro lado, no hay de­ma­sia­da gen­te, así que si me pasa algo, o si ne­ce­si­to al­gún tipo de ayu­da, no ha­brá na­die para oír mis gri­tos.

«Bo­ti­tas, a ca­mi­nar. De­pri­sa».

Con­si­go cru­zar la ca­lle al se­gun­do in­ten­to. Va­mos pro­gre­san­do. Y en­ton­ces, a las 5:01 de la ma­ña­na, Evelynn se acer­ca a la ca­fe­te­ría para abrir la puer­ta y pega un brin­co al ver­me.

—¡Hola! Per­do­na. Hola. Su­pon­go que hoy soy la pri­me­ra, ja, ja, ja. ¿Soy la pri­me­ra? —bal­bu­ceo.

—Sí —dice—. ¿Te pue­des apar­tar mien­tras…?

—Por cu­rio­si­dad, ¿los bis­cot­ti ya es­tán ahí es­pe­rán­do­me? ¿O vas a te­ner que sa­car­los y pre­pa­rar­los?

—He­mos de­ja­do de ofre­cer­los, por lo que ocu­rrió ayer.

—¿En se­rio? —Me que­do bo­quia­bier­ta.

—No. —Me hace un ges­to con la mano—. ¿Me de­jas un poco de es­pa­cio, por fa­vor?

Al cabo de cin­co mi­nu­tos, ya he dis­pues­to mi des­pa­cho mó­vil en la glo­rio­sa y enor­me mesa, he de­vo­ra­do los bis­cot­ti gra­tui­tos, mu­chí­si­mas gra­cias, y me he be­bi­do la mi­tad de mi se­gun­da taza de café. Diez mi­nu­tos des­pués, el lu­gar se lle­na de tra­ba­ja­do­res, pero no hay ni ras­tro del la­drón de me­sas. En ple­na dis­cu­sión, dijo que de­ja­ba pa­sar un tiem­po en­tre una vi­si­ta y otra, por lo que qui­zá hoy se va a la si­guien­te ca­fe­te­ría de su ron­da. Me da­ría mu­cha ra­bia ha­ber ma­dru­ga­do y he­cho tan­tas co­sas para nada: ¿soy mala per­so­na por que­rer que ven­ga, sea tes­ti­go de su de­rro­ta y sien­ta en sus car­nes la pér­di­da de la me­jor mesa an­tes de sa­lir de la ca­fe­te­ría y de mi vida?

Mien­tras me bebo de un tra­go el café que me que­da, adi­vi­na quién en­tra: Don Ca­rác­ter. Ba­rre el lo­cal con la mi­ra­da y la posa en mí.

—Hoy no, mal­va­do —mas­cu­llo triun­fan­te.

—¿Cómo di­ces? —Me cla­va los ojos ma­rro­nes.

—Nada, que está ocu­pa­do.

—Ya lo veo. Por­que es­tás tú sen­ta­da.

—Solo me quie­ro ase­gu­rar de que no haya ma­len­ten­di­dos. Por cier­to, me voy a pa­sar el día aquí, así que quí­ta­te de la ca­be­za la idea de es­pe­rar a que me vaya.

—Nor­mal, las Cin­cuen­ta som­bras no se ven so­las —me dice con des­dén.

—¿Per­do­na?

—Pa­sar­se seis ho­ras vien­do porno para ma­más es de una dis­ci­pli­na en­co­mia­ble.

—No sé a qué te…, ah. The Weeknd. —¡Jo­der, Clif­ford!—. Era… era un ví­deo pa­ro­dia —tar­ta­mu­deo.

—El porno pa­ró­di­co está in­fra­va­lo­ra­do —dice, con­des­cen­dien­te.

—No he ve­ni­do a ver porno —le es­pe­to.

—Haz­me un fa­vor y baja el vo­lu­men, ¿vale? Al­gu­nos ve­ni­mos aquí a tra­ba­jar.

¡Gi­li­po­llas!

—Mi­les, tu pe­di­do está lis­to —in­ter­vie­ne Evelynn.

Con­que Mi­les, ¿eh? Nom­bre tie­ne; si­tio para sen­tar­se, no. To­das las me­sas es­tán ocu­pa­das y to­da­vía hay gen­te ha­cien­do cola. Se toma su tiem­po para po­ner­se le­che y azú­car en el café, sin de­jar de con­tro­lar la ca­fe­te­ría para apro­piar­se del pró­xi­mo asien­to li­bre. Por des­gra­cia, el mos­tra­dor con la le­che y el azú­car que­da jus­to a mi lado. Noto su mi­ra­da pe­ne­tran­te y me fijo en que se va­cía me­dio azu­ca­re­ro en la taza. (Y yo que pen­sa­ba que an­tes es­ta­ba ten­so… Ve­rás cuan­do le lle­gue el azú­car a la san­gre, se con­ver­ti­rá en Hulk).

De pron­to, sue­na Last Dan­ce with Mary Jane de Tom Petty por mis al­ta­vo­ces. ¡Otra vez, no!

En la pan­ta­lla apa­re­ce el re­cua­dro de una vi­deo­lla­ma­da.

In­ten­to ha­cer clic en «Re­cha­zar» lo más rá­pi­do po­si­ble, pero me doy tan­ta pri­sa que ter­mino apre­tan­do «Acep­tar» por ac­ci­den­te.

—¿Crees que Frank de­be­ría te­ner una cuen­ta de Ins­ta­gram pro­pia? Y, de ser así, ¿qué des­crip­ción le po­dría po­ner? —gri­ta Mary.

Pro­cu­ro col­gar, con de­ce­nas de ojos cla­va­dos en mí, la mar de mo­les­tos.

—En el cen­tro YMCA da­rán cla­ses de in­for­má­ti­ca para prin­ci­pian­tes —dice Mi­les mien­tras se lle­va la taza (es de­cir, la mon­ta­ña de azú­car con go­tas de café) a los la­bios.

Pero an­tes de que yo pro­ce­se su co­men­ta­rio ma­li­cio­so, aña­de:

—Un mo­men­to. ¿Era… era Mary Clark­son la que te lla­ma­ba por Fa­ce­Ti­me?

La ima­gen que acom­pa­ña su cuen­ta es una fo­to­gra­fía de hace años, de un vie­jo ar­tícu­lo de la re­vis­ta In­ter­view. Lle­va­ba ru­los en el pelo, los la­bios de un rojo in­ten­so y un po­rro en la boca. La can­ción vuel­ve a em­pe­zar, aho­ra con una no­ti­fi­ca­ción: «Bloody Mary desea lla­mar­te». Esta vez, si­len­cio la lla­ma­da y cuel­go al ins­tan­te.

—¿Eh? —De­ci­do fin­gir ig­no­ran­cia.

—Mary Clark­son. Bajo el mar. ¡Mary Clark­son!

—Qui­zá. —¿A que aho­ra te ha­bría gus­ta­do ser más ama­ble con­mi­go para po­der­me pre­gun­tar­me co­sas so­bre ella?

—Y tú has… has… has col­ga­do a Mary Clark­son.

—Aho­ra le voy a es­cri­bir. Hay que ba­jar el vo­lu­men, ¿re­cuer­das?

Siem­pre ol­vi­do que, para los tíos de «cier­ta edad» (como Clif­ford), Mary, la va­lien­te y fe­mi­nis­ta du­que­sa Quinn­ley de Bajo el mar, y su bre­ve y obli­ga­do si­re­nis­mo los re­tro­traen a la épo­ca do­ra­da de su in­fan­cia. Fue su pri­mer amor pla­tó­ni­co y, para al­gu­nos, fue tam­bién su pri­mer… amor «pro­pio», ya me en­tien­des. Me pre­gun­to si a Mi­les le pasó. Aun­que pa­re­ce más jo­ven que Clif­ford. Y está en mu­cha me­jor for­ma que él, es evi­den­te. Los co­men­ta­rios mor­da­ces que­man mu­chas ca­lo­rías.

Te voy con­fe­sar algo: nun­ca he vis­to Bajo el mar. De he­cho, es el mo­ti­vo por el cual con­se­guí el tra­ba­jo de ayu­dan­te de Mary.

La agen­cia de tra­ba­jo tem­po­ral en la que me apun­té tras gra­duar­me en la uni­ver­si­dad de San­ta Mó­ni­ca me en­vió a un mis­te­rio­so en­car­go para una es­cri­to­ra anó­ni­ma que vi­vía en­ci­ma de Stu­dio City, en la ca­rre­te­ra de Mul­ho­lland. No sa­bía ni quién era ni lo que bus­ca­ba. La re­co­no­cí cuan­do me abrió la puer­ta (con Frank), pero no como la ha­bría re­co­no­ci­do una se­gui­do­ra de la peli. Tan solo pen­sé: «Anda. Es ella».

Y ahí em­pe­zó el tí­pi­co aná­li­sis de mi CV y la en­tre­vis­ta so­bre tra­ba­jos an­te­rio­res. Al fi­nal, me dijo:

—Y, aho­ra, la pre­gun­ta más im­por­tan­te. ¿Cómo se lla­ma el pla­ne­ta del que vie­nen los swor­kas?

—Eh… —No era una res­pues­ta que pu­die­ra im­pro­vi­sar al mo­men­to. No du­da­ba de que los swor­kas eran una par­te odia­da y cur­si de la cul­tu­ra ci­ne­ma­to­grá­fi­ca. Me so­na­ba que se pa­re­cían a los del­fi­nes, pero no te­nía ni idea de cómo se lla­ma­ba su pla­ne­ta. De ha­ber sa­bi­do que iba a en­con­trar­me con Mary Clark­son, me ha­bría des­car­ga­do Bajo el mar y me ha­bría pre­pa­ra­do. Bueno, pues nada, ahí ter­mi­na­ba todo. La miré a los ojos y me en­co­gí de hom­bros—. ¿El pla­ne­ta Mer­chan­di­sing?

Me son­rió y, en un pes­ta­ñeo, su­ce­dió: mi vida cam­bió.

—So­la­men­te hay dos nor­mas —me dijo con ojos bri­llan­tes—. La pri­me­ra: si al­gún día me con­vier­to en una per­so­na que le da im­por­tan­cia a que se­pas o no la res­pues­ta a esa pre­gun­ta, pé­ga­me un tiro. La se­gun­da: no veas la pe­lí­cu­la. Has lle­ga­do muy le­jos, no la ca­gues aho­ra. ¿Te in­tere­sa el tra­ba­jo?

Más tar­de me en­te­ré de que solo con­tra­ta­ba a gen­te que no fue­ra fan. Le im­por­ta­ba un ble­do que de pe­que­ño la hu­bie­ras vis­to en for­ma de si­re­na una o dos ve­ces, pero que ci­ta­ras la pe­lí­cu­la de ma­ne­ra ha­bi­tual ya de adul­to o que tu­vie­ras, por ejem­plo, un dic­cio­na­rio de swor­ka su­po­nía una des­ca­li­fi­ca­ción in­me­dia­ta.

—¿Cómo me ibas a to­mar en se­rio si la hu­bie­ras vis­to? —me dijo al cabo de unos días, con un par­che en el ojo y unas za­pa­ti­llas mu­lli­das y des­pa­re­ja­das.

De vuel­ta a la ca­fe­te­ría, Mi­les si­gue ron­dán­do­me.

—¿Te im­por­ta? No me pue­do con­cen­trar si hay mi­ro­nes cer­ca —digo.

—Es que no ten­go dón­de sen­tar­me —ob­ser­va—. ¿De ver­dad que has ve­ni­do to­dos los días des­de que te mu­das­te a Nue­va York?

Se me cris­pa un ojo. Sol­té esa me­dia ver­dad para re­for­zar mi cre­di­bi­li­dad como clien­ta im­por­tan­te, no para echar leña a sus bur­las.

—Sí —digo en­tre dien­tes.

—¿Y eso? Tie­nes a tu al­re­de­dor «la» ciu­dad, que re­sul­ta que es uno de los lu­ga­res más in­creí­bles del pla­ne­ta…

Du­ran­te unos bre­ví­si­mos ins­tan­tes de lo­cu­ra, se me ocu­rre de­cir­le:

«A lo me­jor me po­drías en­se­ñar por dón­de em­pe­zar. Lle­vas quin­ce años so­bre­vi­vien­do aquí… Se­gu­ro que co­no­ces to­dos los re­co­ve­cos de Nue­va York y, la ver­dad, me iría ge­nial te­ner un ami­go. Al­guien que sepa qué ha­cer con su vida, por­que yo no ten­go ni pa­jo­le­ra idea».

Pero en­ton­ces me gol­pea la reali­dad y re­cuer­do que es un im­bé­cil que no para de in­sul­tar­me. Y que aca­ba de vol­ver a ha­cer­lo.

Le doy la es­pal­da, me pon­go los au­ri­cu­la­res y abro un chat con Mary.

Zoey: Sa­lu­dos des­de el in­fierno.

Bloody Mary: ¿Ex­plo­ran­do nue­vos ho­ri­zon­tes?

Zoey: Nada más lle­gar, me pi­sa­ron el pie y me rom­pie­ron el me­ñi­que.

Bloody Mary: ¿Y de qué te que­jas? Ese dedo no sir­ve para nada.

Zoey: Fijo que se me cae.

Bloody Mary: Te voy a en­viar un bo­ti­quín.

Zoey: ¿Para qué? Se­gu­ro que me lo ro­ban. Por cier­to, Nick dice que le de­bes, y cito tex­tual­men­te, «2000 pa­vos de ma­ría».

Bloody Mary: Qué men­ti­ra más gor­da. Le debo 1999 pa­vos, no 2000. Pero aho­ra en­tien­do por qué lle­va va­rios días tris­te, con mal de amo­res.

Zoey: ¿A qué te re­fie­res?

Bloody Mary: Que es­ta­ba pi­lla­dí­si­mo por ti.

Zoey: In­co­rrec­to.

Bloody Mary: Hace poco me pre­gun­tó por qué no te daba ni un día li­bre. Se ve que con­si­guió en­tra­das para un par­ti­do y le di­jis­te que ibas a pa­sar­te todo el mes cu­rran­do has­ta tar­de. ¿¿TODO EL MES??

Zoey: Nick no me gus­ta­ba tan­to.

Bloody Mary: Ha­ber­me di­cho que te­nías pla­nes. Po­drías ha­ber sa­li­do an­tes CUAL­QUIER DÍA.

Zoey: ÉL te­nía pla­nes. YO que­ría tra­ba­jar.

Bloody Mary: ¿Ya has pro­ba­do el po­llo fri­to de Mo­mo­fu­ku?

Zoey: To­da­vía no.

Bloody Mary: No me vuel­vas a ha­blar has­ta que lo prue­bes. Va en se­rio. Para mí es­tás me­dio muer­ta, a par­tir de… ya.

***

Tess Ri­ley fue mi pri­me­ra clien­ta, y su aven­tu­ra en Bueno, Fá­cil, Fe­liz aca­bó en éxi­to. Aun­que no fue sen­ci­llo lle­var­la por el buen ca­mino; fue­ron ne­ce­sa­rias va­rias se­sio­nes te­le­fó­ni­cas para que se die­ra cuen­ta de que no pa­sa­ba nada por con­cre­tar lo que bus­ca­ba en una pa­re­ja. No es que en Nue­va York haya po­cos sol­te­ros, pero es que a ella le daba pena eli­mi­nar a al­guien an­tes de co­no­cer­lo. Le dije que ese mie­do a per­der­se co­sas la iba a pa­ra­li­zar, y lue­go tra­ba­jé como una mula para ayu­dar­la a con­se­guir el match de­fi­ni­ti­vo.

De mi se­gun­da clien­ta solo sé su nom­bre (Bree Ga­rrett), su edad (25) y que sus ami­gas le die­ron una tar­je­ta re­ga­lo de Pa­la­bras de Amor para su cum­plea­ños. Algo ha­brá pa­sa­do en­tre ese día y aho­ra para que se haya de­ci­di­do a uti­li­zar­la, aun­que por el co­rreo de Clif­ford es pro­ba­ble que las tar­je­tas re­ga­lo no fun­cio­na­ran has­ta hoy. He de­ci­di­do que voy a leer su per­fil cuan­do la haya co­no­ci­do en per­so­na. No quie­ro que me in­flu­yan sus res­pues­tas re­fle­xio­na­das; quie­ro ma­te­rial es­pon­tá­neo para ayu­dar­la a pro­yec­tar al mun­do una ver­sión au­tén­ti­ca, con de­fec­tos pero en­can­ta­do­ra, de sí mis­ma, con la es­pe­ran­za de em­pa­re­jar­la con un hom­bre au­tén­ti­co, con de­fec­tos pero en­can­ta­dor.

Como dice el Ma­nual del au­tó­no­mo: «No mos­tréis una ima­gen "per­fec­ta". Na­die se la va a creer. (Y así tie­ne que ser). Acor­daos de la tí­pi­ca y vie­ja pre­gun­ta de cual­quier en­tre­vis­ta de tra­ba­jo: "¿Cuál es tu ma­yor de­fec­to?", y el en­tre­vis­ta­do res­pon­de: "Que soy de­ma­sia­do or­ga­ni­za­do". No seáis el tío de­ma­sia­do or­ga­ni­za­do. Aña­did al­gún de­fec­ti­llo por aquí y por allá».

Jus­to cuan­do iba a le­van­tar­me para ir al ser­vi­cio de la ca­fe­te­ría, sue­na mi mó­vil.

Un men­sa­je de Pa­la­bras de Amor: Lla­ma­da en­tran­te. ¡Toca ha­cer de Cu­pi­do!

Al cabo de un se­gun­do, me lle­ga la lla­ma­da. Dejo que sue­ne un par de ve­ces, res­pi­ro hon­do, me plan­to una son­ri­sa en la cara y emi­to mi voz se­re­na y pro­fe­sio­nal.

—Hola, al ha­bla Zoey, de Pa­la­bras de Amor. ¿En qué te pue­do ayu­dar?

—Pues es que ten­go un imán para los ca­pu­llos, bá­si­ca­men­te —dice Bree Ga­rrett.

A pe­sar de los años que me he pa­sa­do al lado de Mary, la res­pues­ta de Bree me deja des­co­lo­ca­da.

—Vaya, lo sien­to —con­si­go res­pon­der mien­tras re­pri­mo un ata­que de tos—. Pero la bue­na no­ti­cia es que hoy em­pe­za­re­mos a arre­glar ese imán.

—¿Cómo fun­cio­na este tin­gla­do? —pre­gun­ta Bree—. ¿Vas a ser mi Yentl?

Me da a mí que se re­fie­re a Yen­ta, la ca­sa­men­te­ra de El vio­li­nis­ta en el te­ja­do, pero bueno, ha con­fun­di­do ese mu­si­cal con el de Bar­bra Strei­sand.

—Eso es —digo con ale­gría—. Aun­que soy un pe­lín más jo­ven que las tí­pi­cas ce­les­ti­nas. De he­cho, es una de las co­sas de las que más or­gu­llo­sos es­ta­mos en Pa­la­bras de Amor: for­ma­mos una red de se­gu­ri­dad en­tre igua­les, como una ami­ga en la que con­fías y que te or­ga­ni­za una cita des­pués de ayu­dar­te a desechar can­di­da­tos. Te ayu­da­mos a ex­pre­sar­te me­jor y (es­pe­ra­mos) de una ma­ne­ra fas­ci­nan­te, para que así con­si­gas res­pues­tas po­si­ti­vas de los ti­pos de hom­bres a los que que­rrías co­no­cer. Y creo que te gus­ta­rá sa­ber que mi por­cen­ta­je de éxi­to es del 100 %.

Me pon­go un poco roja. (Téc­ni­ca­men­te, no es men­ti­ra. ¡Una clien­ta, un éxi­to!).

—Qué bien —res­pon­de—. O sea, que ¿eres una ti­quis­mi­quis con la gra­má­ti­ca y tal?

—Exac­to. Pero solo con la gra­má­ti­ca.

—Ge­nial, por­que lo de po­ner co­mas no es lo mío.

—¿Qué dis­po­ni­bi­li­dad tie­nes? ¿Quie­res que que­de­mos hoy o ma­ña­na para ac­tua­li­zar tu per­fil? —Noto en­se­gui­da que me afec­ta la pre­sión del co­rreo so­bre tar­je­tas re­ga­lo. Aun­que tam­po­co quie­ro pre­sio­nar­la de­ma­sia­do y asus­tar­la—. La se­ma­na que vie­ne tam­bién me va bien, cla­ro.

Pero ¡no es ver­dad! El tiem­po va co­rrien­do y el ga­llo ha em­pe­za­do a can­tar en cuan­to le he co­gi­do el te­lé­fono.

—¿No pue­do en­viar­te un per­fil que ya haya com­ple­ta­do? —me pre­gun­ta.

—Sí, pero ten­go com­pro­ba­do que en per­so­na la gen­te se abre más de lo que cree, y así me for­ma­ré una me­jor idea de tu per­so­na­li­dad, de lo que te gus­ta y lo que no, y tam­bién de lo que bus­cas fí­si­ca­men­te. Por­que eso cuen­ta tan­to como la co­ne­xión men­tal.

—Cier­to.

—Sin­cro­ni­za­re­mos nues­tros or­de­na­do­res y bus­ca­re­mos un pu­ña­do de can­di­da­tos a los que di­ri­gir­nos, y a par­tir de ahí ya ve­re­mos. ¿Cuál es tu pá­gi­na o apli­ca­ción de ci­tas pre­fe­ri­da?

—La se­ma­na pa­sa­da te ha­bría di­cho que Flirt­vi­lle, pero es que allí hay de­ma­sia­dos tíos con ETS —dice.

Ah. Como me ima­gi­na­ba, algo la ha lle­va­do a ac­ti­var la tar­je­ta re­ga­lo. De re­pen­te, me en­tra un es­ca­lo­frío al ima­gi­nar­me que Clif­ford está es­cu­chan­do la lla­ma­da. No sé cómo, pero no quie­ro que Bree diga nada per­so­nal por te­lé­fono, por si lle­ga a ma­nos de un tío que sue­le des­pe­dir­se en los co­rreos con un «nos ve­mos en los ba­res».

—Hay un par más que no es­tán mal, aun­que sue­len ser para gen­te que bus­ca algo más se­rio. ¿Te in­tere­sa­ría?

—Sí, sí. Quie­ro algo más se­rio, sí. ¿Que­da­mos en el Do­mi­nick’s para co­mer el sá­ba­do? —dice Bree.

Abro un mapa en el por­tá­til y me es­tre­mez­co. Está en la Oc­ta­va Ave­ni­da. A dos pa­ra­das de me­tro, ni más ni me­nos.

—Por lo ge­ne­ral me iría bien, pero es que ten­go a mi gato en­fer­mo —digo con una olea­da de cul­pa. Está tan en­fer­mo que está en el otro ba­rrio; que no exis­te, va­mos—. Y pre­fie­ro que­dar­me cer­ca de casa, lo sien­to. Vivo en el East Vi­lla­ge. ¿Te gus­ta el que­so?

—¿Es una coña por­que me lla­mo Bree?

—No, per­do­na, es que… por aquí hay una que­se­ría.

—¿Sir­ven algo que no sea que­so?

—Di­ría que no. Si no te gus­ta el que­so, pues bus­ca­mos otro si­tio. —¿Qué te pa­re­ce Dua­ne Reade, la otra tien­da de mi ca­lle en la que se ven­de co­mi­da?

Mi­les me mira a los ojos.

—Que so-erá, so-erá —can­tu­rrea al pa­sar por mi lado.

Pon­go los ojos en blan­co. Pero ¿cómo me ha oído? He ha­bla­do su­per­ba­jo para no mo­les­tar a na­die. O eso creía. Qui­zá ha­blar de que­sos me ha emo­cio­na­do. Al fin y al cabo, es co­mi­da que me pue­do per­mi­tir.

—¿Con el que­so sir­ven vino? —quie­re sa­ber Bree.

—Pues no es­toy se­gu­ra.

—Ya lle­va­ré yo una bo­te­lla.

—Vale, ge­nial. ¿Por qué no?

Be­ber una copa de vino es una gran idea. Así se­gu­ro que se re­la­ja. Ade­más, pa­re­ce­rá que ten­go una ami­ga en la ciu­dad y que he­mos que­da­do para co­mer que­so y be­ber vino, que es una si­tua­ción com­ple­ta­men­te nor­mal y co­rrien­te; algo sano, mu­cho más que, por ejem­plo, ir a una que­se­ría solo por­que vivo y tra­ba­jo en esa mis­ma ca­lle y esta ciu­dad me da pa­vor.

Con­cre­ta­mos la hora para el sá­ba­do y le doy la di­rec­ción.

—¿Cómo eres fí­si­ca­men­te? —me dice.

—Ten­go el pelo bi­co­lor. Pero no por­que vaya de guay, sino por­que soy un desas­tre. Os­cu­ro en las raí­ces y más cla­ro ha­cia las pun­tas.

—Yo ten­go el pelo mo­no­co­lor, ru­bio, y lle­va­ré una ca­mi­se­ta de Bajo el mar, la peli de 1981. La com­pré el fin­de pa­sa­do en un ras­tri­llo. ¡Me dio has­ta lás­ti­ma pa­gar cin­co pa­vos! Es­tu­ve a pun­to de de­cir: «Se­gu­ro que vale cin­co mil, pe­roooo…».

—¿Te gus­ta la pe­lí­cu­la o es que te mola la cul­tu­ra pop vin­ta­ge —Sien­to ver­da­de­ra cu­rio­si­dad. Una nun­ca sabe dón­de co­no­ce­rá a una fan.

—Ma­dre mía, me en­caaaan­ta Bajo el mar. No te ha­ces una idea. Es algo que nun­ca pon­go en los per­fi­les, por­que no quie­ro que me eti­que­ten de fri­ki, pero es que me en­can­ta lle­var ropa de cine para que la gen­te la vea y tal, y esta vez quie­ro ser del todo sin­ce­ra en mi per­fil. Ser yo al 100%, ¿sa­bes? Es que, si no, ¿para qué?

Me muer­do la len­gua. No será ella por­que yo voy a ser ella, por lo me­nos al prin­ci­pio. Pero ne­gar­lo es la re­gla nú­me­ro uno del Ma­nual del au­tó­no­mo: «Nun­ca les re­cor­déis que vais a ha­blar con sus hi­po­té­ti­cas ci­tas como Cy­rano de Ber­ge­rac. Es un pen­sa­mien­to que so­ca­va la re­la­ción en­tre clien­te y ghostw­ri­ter: qui­zá em­pie­cen a pre­gun­tar­se si en la cita en per­so­na se­rán ca­pa­ces de su­pe­rar el va­cío que que­da en­tre lo que ha­béis es­cri­to y lo que di­gan o ha­gan ellos. Más vale en­trar y sa­lir lo más rá­pi­do po­si­ble para que el clien­te tome las rien­das en cuan­to ha­yáis lla­ma­do la aten­ción de un buen match».

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